Tun tun tun ardía tu corazón - Giovanna Rivero

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Tun, tun, tun, ardĂ­a tu corazĂłn


Giovanna Rivero Santa Cruz (Bolivia).

Ha publicado libros de cuentos y novelas entre los que destacan Contraluna (La hoguera 2005), Sangre dulce (La hoguera 2006), Niñas y detectives (Bartleby 2006), Tukzon (2008), Para comerte mejor (Sudaquia, El Cuervo, Final Abierto), 98 segundos sin sombra (Caballo de Troya, Random House, El Cuervo). El año 2006 fue galardonada con el Premio de Cuento Franz Tamayo por “Dueños de la arena”. Recibió la beca Fulbright el año 2007. En 2011 fue seleccionada por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara como uno de “Los 25 Secretos Literarios Mejor Guardados de América Latina”. Obtuvo un doctorado en literatura hispanoamericana en University of Florida, en 2015. Es profesora en el Departamento de Lenguas Modernas y Literaturas, en IthacaCollege, New York. Su novela 98 segundos sin sombra será llevada al cine y está siendo traducida al inglés gracias a una beca de la National Endowment for the Arts (Estados Unidos). El año 2015 recibió el Premio Internacional de Cuento “Cosecha Eñe”. Su libro de cuentos para lectores jóvenes Lo más oscuro del bosque (La Hoguera, 2015) fue reconocido en 2018 por la Academia Boliviana de Literatura Infantil y Juvenil como Libro Recomendado del Año. También su libro Para comerte mejor recibió el Premio Dante Alighieri (Bolivia) en 2018. Junto a la escritora Magela Baudoin, dirige el sello Mantis, que publica exclusivamente la producción literaria de escritoras hispanoamericanas.


Giovanna Rivero

Tun, tun, tun, ardĂ­a tu corazĂłn

Y erba M a l a

Cartonera


©Giovanna Rivero, 2018 ©Editorial Yerba Mala Cartonera, 2018 Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro.

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Impreso en: Imprenta “Magda I” en alguna parte de Cochabamba Impreso en Bolivia Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de Cecilia De Marchi


ÍNDICE

DUEÑOS DE LA ARENA •9 CERATI INTERRUMPIDO •22 ÉXODO I •25 ÉXODO II •37 NIEVE •44 VOS NO ERAS VOS •54



Tun, tun, tun, ardía tu corazón

DUEÑOS DE LA ARENA*

Cuando éramos chicos, metíamos los pies en los montoncitos de arena y amasábamos castillos. La lluvia se encargaba de diluir los castillos en el destino del agua. Los sabañones eran lo de menos, o el cristal finito de la arena que se convertía en mugre en las esquinas del dedo gordo. Una tarde pillamos al alacrán. —¡Un ciempiés! —grité yo, que en mi ciencia sobre los insectos siempre fui tajante. —No, tonta —dijo Erland—, es un alacrán, y está bravo. El pequeño gladiador alzó su espada a punto de cometer un sacrificio o un crimen. Erland dijo que jamás debíamos tocar esa espada, que ahí estaba toda la muerte concentrada. Esperamos con paciencia infinita a que el alacrán recorriera el caminito que rodeaba nuestro castillo del terror y que desembocaba en un mundo de cristal. Erland insistía en que solo era un frasco de mayonesa, ¿por qué yo siempre hablaba como si fuera un dibujo? —No lo lavaste bien, ¡floja! —me reprochó Erland, poniendo el frasco a contraluz mientras el alacrán resbalaba hacia el fondo, horrible como él solo, engrandecido por el grosor del vidrio. Manchas de grasa convertían el mundo de cristal en una ciudad microscópica nublada. Su único habitante apenas podía respirar. El alacrán intentó escalar hacia la boca de aquel mundo. —Tapalo, por favor, tapalo —supliqué. Una especie de felicidad me cosquilleaba en el estómago. Erland enroscó la tapa y luego batió un poco el frasco. El 9


alacrán se hizo un ovillo. —¿Tenés miedo? —preguntó Erland. Lamía el frasco como si fuera un caramelo. —Sí… —admití, y luego, como siempre en ese entonces, las palabras empezaron a decir la verdad—. Pero no es del alacrán que tengo miedo, es de vos. Vos me das miedo. —¿Yo te doy miedo? ¿Yo? Estás loca —dijo Erland. Pero la sonrisita de asesino no se le iba. Yo conocía bien esa sonrisita a un costado de la cara porque la había visto en todas las historietas, en todos los personajes. Cuando el agente Denis Martin salía en misión secreta, le dibujaban esa sonrisa despedazada. —Ya, ya. No peleemos —pedí. Sudaba. El sol estaba alto y las sombras se escurrían bajo nuestros pies, como si no tuviéramos fin. Me agaché un poco para que mi cabeza sombreara el castillo del terror. ¿No sabés si las hormigas también sudan?, quise preguntar, pero me callé. Eso era buscar más pleito. —Está bien, no peleemos. ¿Pero no eras acaso vos la que quería crear un mundo? ¿No eras vos la que jodía y jodía por construir una ciudad completa? Sí, claro, era yo. Estaba enojada, pero no pensaba morirme de aburrimiento en esa tarde infinita. Construimos entonces un campo de batalla. Liberamos al alacrán dándole golpecitos a la base del frasco, pues el bicho se había quedado tieso, quizás más enojado que al principio de la aventura, como si no estuviera de acuerdo con nada. Un perfecto aguafiestas. Erland colocó al alacrán de un lado y a un soldadito de plástico del otro. Estuvimos sin hablar toda la tarde, mientras las sombras empezaban a recogerse bajo nuestros pies, como espíritus asustados. —¿Vos sabés qué es un súcubo? —¿Un qué? 10


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—Un súcubo. —Supongo que un cómic, ¿no? ¿O es una mala palabra? —Sos un mal pensado, yo casi no digo malas palabras. —Casi. El otro día te escuché una. —Ah, ¿sí? ¿Cuál? —¡Shist! Ya está, ya se acaloró, ¡ahora sí que se armó! Quedate quieta. Podían pasar horas sin que el alacrán se aproximara al soldado. Horas o días o siglos o atardeceres larguísimos como una guerra rusa. Nosotros respirábamos veneno. —¿Te acordás? —le digo ahora. Erland se acomoda el cabello ralo. Súbitamente, los hombres han sido reclutados por la calvicie. Erland no se escapa de esas traiciones de la juventud. —Cómo no… —dice—. Pero me parece que fue hace un millón de años. —Y sí —digo yo. Bajo un poco el vidrio de la ventanilla, por si no me atreviera, por si tuviera que huir. Un camión que pasa de frente arroja sus luces altas, Erland se cubre los ojos con el brazo. Quizás estemos definitivamente mal parqueados, quizás la gente se divierta delatando a los demás. Son crueles–. Sí. Fue hace un millón de años. Otra tarde, el alacrán se encrespó. Las patas se le pusieron tensas, como los pies de un artrítico. La púa se dobló con fuerza apuntando hacia un blanco invisible. —Deberíamos dejarlo ir —dije esa tarde. De pronto, el alacrán empezó a producirme tristeza, o celos. No sé. —Es nuestro —dijo Erland. Y yo quedé convencida como si un hipnotizador me hubiera chasqueado los dedos. —Es nuestro —repetí como un mantra. Las cosas nuestras 11


no podían ser tocadas por nadie más. El alacrán y el castillo del terror eran tan nuestros como el movimiento de las sombras cuando nos movíamos. También era nuestra la arena. —Necesita pelear —dijo Erland, con repentina furia. El alacrán pareció responder irguiendo aún más la bandera filosa. Erland tomó un palito de picolé y retó al bicho a una batalla imaginaria. Yo aplaudía. Luego metimos los pies en la arena, por debajo del territorio del alacrán, y nos acariciamos talón contra talón. En el fondo de la arena, debajo, sin que pudiéramos ver las chispas que nuestros talones sacaban por el deseo de estrujar la piel callosa, allí donde dormía la promesa de nuestras estaturas, el dédalo de terminaciones nerviosas, nos retorcíamos. Ignorando el sismo, el alacrán avanzaba lentamente. Me hacía pensar en los mutantes que acababan de vencer a Mark en el último episodio. Había guerras en todas partes. Era fascinante. Parece que va a llover. Nubes oscuras se remontan. Desde cualquier parte de este mundo, desde cualquier época, podríamos mirar las nubes. Y son las mismas que anunciaron lluvias. No siempre cumplieron. Erland me mira. En un acto automático de masculinidad, aparta un mechón de mi frente. —Yo no volví… ¿Qué significaba volver? Quiero decir… ¿Me entendés? —Tía no te lo permitió —me anticipo. A Erland le sienta bien la furia, incluso el cinismo, pero no las disculpas. —Sí, sí, eso. Y después me pasó esta mierda. Creeme, no es una disculpa –dice, como si me estuviera adivinando el pensamiento, como hacía Dax, el de ojos de gato, allá en los desiertos de Manchuria, profetizándoles el futuro a las reinas sucias. —Pero estás acá —digo, y quiero decir «¿en serio estás acá? 12


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» o «en el fondo no estás acá» o «por fin estás acá» o algo parecido a un reclamo. La sangre me late en las sienes. —Estoy, pero no estoy. Y vos no deberías estar aquí. De algún lugar, Erland consiguió otro alacrán, seguramente había nidos de alacranes entre las revistas más viejas, devorando meticulosamente mis hojas preferidas, la parte coloreada de los dibujos, el pelo rubio de la agente Henrichsen, la boquita roja de la madre Amazonas. Por pura costumbre me puse de parte del alacrán uno. Erland sería el alacrán dos. Durante el día los entrenábamos seriamente y en la noche los guardábamos en el mundo de cristal. —Si el mío lo mata al tuyo, te pago una promesa —dijo Erland. —Y si el tuyo aniquila al mío, yo te la pago –pacté. Dos días después, Erland colocó a los alacranes frente a frente. Al principio ni se miraban, quizás porque no sintonizaban la orden, tardaban en comprender que sus dueños, Erland y yo, habíamos decidido que fueran enemigos. Nerviosa, me escupí las palmas de las manos y las froté. Erland siempre decía que la saliva ácida se parecía a un olor prohibido. Ahora, en cambio, tomo la mano de mi primo, la izquierda, donde falta el dedo índice, y beso el muñón. —Nunca te pedí perdón por esto. Yo sé que vas a decir que no es mi culpa, y es verdad, no es totalmente mi culpa, pero se trataba de riesgo compartido. —Yo tampoco pedí perdón por nada. No sé por qué a la gente le gusta hablar de perdón, ¿no se cansan? —Erland suspira. Sé que el hastío no va en contra mía—. Disculpame, no quiero ser… ¿Cómo es que decías antes? —¿Un aguafiestas? —Eso. Un aguafiestas. 13


—¿Te duele? A veces, digo… —El muñón es una raíz cubierta con piel tierna, la piel que se obliga a cerrar sobre las heridas. —Sí, a veces. Cuando hace frío. A veces, incluso, siento que el dedo sigue ahí, quiero hacer cosas, ensartar un hilo en una aguja, porque aunque no creas, he aprendido, vivo solo. Y el dedo hace falta. Estuve a punto de perder un trabajo por el dedo, porque no está, quiero decir. Pero bueno, ya no importa. —No, no importa. Para nada. Las nubes se deshilachan en el cielo. Un rayo podría partirnos el alma en zigzag. Pero se contienen. No lloverá. Las luces de otros vehículos pasan raudas, iluminándonos por segundos, reventando sordas en la coronilla colorada de mi primo; pasa un tráiler, pasa un chico en bicicleta que nos mira con indiferencia. ¿Cuándo la gente empezó a mirarte con indiferencia? No son las medicinas, es la piel de la parte superior del cráneo que va adquiriendo un brillo persistente de cuarentón. No existimos. Es lindo no existir. El alacrán uno se acercó iracundo al alacrán dos. El alacrán dos estaba distraído, no intuía el peligro porque no había aprendido la lección sobre enemistad, pese a que Erland lo había amaestrado seriamente con el palito de picolé, hurgando en la ira natural que todo escorpión debe tener en sus espaldas de boxeador. Ocurrió en un instante... El alacrán dos ni siquiera se defendió: el alacrán uno le clavó la púa justo en la cabeza, entre los ojos. Luego replegó el arma y se quedó quieto. Esperamos toda la tarde a que el alacrán uno celebrara su victoria. Erland lo azuzaba con el dedo índice, pero nada; solo de vez en cuando estiraba las pinzas asiendo el vacío, como un aplauso sordo y soberbio. Por lo menos por esa tarde, la ración de veneno se había acabado. —¿Y vos? —pregunta Erland—. ¿Seguís trabajando de guía turística? —Ahora mismo estoy haciendo eso —bromeo. A mí 14


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siempre me han salido mal las bromas. ¿Cómo le hacía el detective Pepe Sánchez? Él también tenía una sonrisa que le colgaba, cínica a morir, de un lado de la cara. —Y lo hacés bien. Vos podrías mostrarme el infierno con la gracia de una azafata. —Pero no soy azafata. —Cuando eras chica querías ser azafata. —Y vos, astronauta. Es lo que uno decía, primo, pero todo cambia, ¿no? Claro que lo mío no es muy diferente de ser azafata, la sensación debe de ser la misma. Hacés que otros disfruten el vuelo mientras vos te aguantás las ganas de vomitar, equilibrándote como podés—. Con los brazos simulo un planeo con turbulencias. —Hablás como un dibujo. —Soy un dibujo. —En serio, cómo serías vos de azafata, ¿no? De avioneta, supongo… De una Draken J-35… —Burlate. Para ser sincera, no me dio el tamaño. Las azafatas tienen que ser altas y tener un buen culo. —Vos tenés buen culo. —Cuando eras chico no eras tan mirón. —Claro que sí. Pero eras mi prima. —¿Dejé acaso de ser tu prima? –No, pero me fui. Y luego vos agarraste tus pilchas y dejaste la casa. Y eso como que cambió las cosas, ¿no? —Quería un título. Yo también tenía derecho… —Pero entonces terminaste de estudiar… 15


—No pude; me vine de La Paz, te conté, ¿no? La tarde siguiente, el sol centelleaba sobre la arena como si un pirata de Lilliput hubiese desparramado un botín de años. Erland trajo una cajita de fósforos y retazos de cartón. Debíamos embardar el castillo con una sólida trinchera contra los enemigos. El héroe, mientras tanto, permanecía quieto. ¿En qué estaría pensando? —Debe de estar creando veneno —dije—. Le fue bien en su primera pelea y debe de estar chocho. —Recibirá su castigo —dijo Erland. El sol levantaba llamaradas en su cabello, bendiciendo la furia de mi primo. Yo miré mi sombra y me pareció más deforme que otras veces. En Mark, a las sombras de los mutantes las pintan de cualquier modo, una pincelada enloquecida, un bollo de oscuridad y ya está. —¿Castigarlo? ¿Por qué? No ha hecho nada malo. —Pero tampoco ha hecho nada bueno. —Pero prometiste, prometiste, vos lo prometiste –sollocé. —Solo lo pondremos a prueba —dijo Erland—. Un boxeador debe ganar una, dos, tres veces. Si ya nadie le pega — dijo, esquivando un puñete goloso, enguantado en rojo y esponja, como hacía siempre su boxeador preferido, Cassius Clay—, si el que pega es él —prosiguió, inflando el cachete, lastimado por un rival transparente, como todos los rivales transparentes, los fantasmas y los microbios, y escupiendo sangre imaginaria a un costado—, entonces tiene el trofeo de campeón. Si alguien le saca la mierda, llora, llora como vos, como niñita. Por eso, no llorés, no le va a pasar nada. Te digo que es una prueba. Y yo le creí. Y yo le creo. Erland no quiere escuchar de mi boca los daños. Pretexta que ya lo sabe todo, que tía le ha contado con lujo de detalles. Yo insisto en contar; los detalles no son lujosos, son miserias astilladas por las grandes aspas de la desgracia, 16


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¿entendés? Trizas, microbios, veneno pulverizado. —Está bien, está bien —Erland cede—. Yo leí tu carta, la he leído mil veces, mil veces, pero me cuesta escucharlo. No sé… —Se rasca la nuca, la cabeza—. Son extrañas ustedes. —¿Quiénes ustedes? —Ustedes, vos, mamá, las mujeres. Les gusta hurgar y hurgar, les gusta ver pus. Deberían olvidarse de todo y punto. —Pero yo quiero contártelo —exijo. Cuando ya estuvo lista la trinchera, Erland empujó al alacrán héroe hasta el centro del castillo de arena. Allí reinaría como lo que era: un rey vencedor. Las hormigas que no se animaban a trepar sobre las pequeñas colinas orilleaban en la parte húmeda y volvían sobre sus pasitos. Caminaban por la colina del castillo y volvían. —No se animan, ¿te fijaste? Ellas deben de oler el veneno. —Están llenas —dijo Erland—, ya se comieron al perdedor. —¿Y no les va a hacer daño? Cuando vos tragás comida pasada, fija que luego vomitás. —No, tonta, ellas también son venenosas. —No me digás tonta —reclamé. Erland me miró con la furia convertida en otra cosa. Ya de chica yo lo sabía. Lo supe clarito. Las cosas que se convierten, que se tallan y doblegan en la consistencia de los sueños muy deseados. «No me contés». «Quiero contarte, dejame contarte». «No te escucho, no te escucho, tengo orejas de pescado». «No importa, yo quiero contarte». Y yo le cuento: —Quería ser alguien en la vida. No azafata, y menos astronauta, no te rías, alguien de verdad. Y cuando vos te fuiste, 17


tía no pudo, o no quiso, es lo de menos, pasarme la pensión que me pasaba para los estudios. Dijo que yo te había perjudicado, que en el fondo te fuiste por mi culpa. Raro, ¿no?, si la que más quería que te quedaras era yo; pero bueno, ella cortó todo. Entonces me dediqué a ser «guía turística». ¿Captás? Pildoritas les dicen, prepago les dicen, candy, tuttiputri… Por las noches salía con otra compañera que estaba en las mismas; así sobrevivíamos. Ella se ocupaba de los excombatientes, hombres viejos, estropeados, sordos, temblorosos. Párkinson le dicen, como esos parques con toboganes. Yo quería más dinero, los excombatientes están jodidos, si ya casi no existen. Fichaba oficinistas, sobre todo en las quincenas y a fin de mes. Los oficinistas son exigentes al comienzo: sostenes rojos con bragas negras, pero después les mostraba el tiro del sostén y caían dormidos. El problema es que solo los encontrás una o dos veces por mes. Yo no era de las de alto riesgo. Por lo del tamaño, ja. Riesgo controlado. Hasta que sucedió eso. Erland levanta el dedo imaginario y es el muñón con la piel de glande el que suplica silencio. Cuando éramos chicos, él ya hacía ese gesto, pero con furia, y con el dedo aún intacto. A uno también le amputan la furia. Te vas resignando. Es lindo resignarse. Si llega la lluvia, la furia amputada duele por la humedad. Si los rayos te parten en zigzag, no hay mitades perfectas, solo destrozos. —¿Qué sucedió? —Lo peor. —Siempre puede suceder algo peor que lo peor, nena — sonríe Erland de costado—. A CassiusClay una vez lo dejaron sonriendo por un mes. El buen humor de los boxeadores. —Te has vuelto gringo. —No, solo que no quiero saber. Deberías respetar eso, no quiero saber. Respeto por la verdad. Jugar a la verdad y lastimarse. Juego de chicos. 18


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—¿Me equivoqué de vaso? ¿Me lo merecía? Vos siempre pensaste que hay que castigar los actos extremos con otro acto extremo. Es extraño que mientras eso sucedía, mientras eso me sucedía, las tenazas de aquel hombre sujetándome las muñecas, diciendo cosas, palabras que se pudrían al salir de su garganta, en el contacto con el aire, yo podía ver la luna. La luna temblaba, ¿o era yo? Cuando mordés una manzana, la carne se le oxida, se avejenta, así pasa con las chicas atenazadas. Se les oxida la piel de las piernas, la piel interior de los muslos, donde nadie ha mordido, todo se corrompe, todo está ya corrompido. Como en las películas de los muertos-vivos que veíamos. Exacto, como en los mutantes. La piel más delicada es la del interior de los muslos. Hay gente que quisiera hacerse una cara con esa piel. También pensaba en eso, pensaba cosas locas para esconderme en algún lugar del cerebro. No estoy aquí. Miro la luna. No estoy. Tía, tu madre, decía eso: mirá la luna y no estás aquí. ¿Dónde estamos? En un futuro. En un futuro lejano como la muerte de Gilgamesh. La luna era una manzana mordida, saboreada a dentelladas, o envenenada por las carcajadas de las madrastras. Tu madre fue como una madrastra para mí. Y supe que estábamos en ese valle por el rumor del agua. Pero el sonido del agua no me consolaba, parecía una risita, ¿sabés? Después no me acuerdo, me congelé de frío, me desmayé. Me encontró un yatiri que había ido a echar un embrujo al riachuelo. Dijo que mi sangre, la que me escurría por entre las piernas, le servía para el trabajo. Luego me ayudó. —Ayudalo —rogué. Mi alacrán héroe era un rey desesperado. —Él puede —dijo Erland. El fuego de la barda del castillo masticaba los cartones en pocos segundos. —Por favor, ayudalo… El alacrán héroe estaba totalmente cercado por las llamaradas, ya ni se movía. Parecía resignado al siniestro final que Erland, que yo de alguna manera, habíamos dispuesto para él. Entonces Erland derrumbó un lado de la trinchera y con el índice quiso empujar al alacrán, conducirlo a la salvación, pero el 19


alacrán había decidido su propia suerte, como lo hace un rey. Y para ir tras esa suerte tuvo que lastimar a su amo. Le clavó la púa a Erland. Yo no supe, en ese instante, que el rey había guardado un traguito para sí mismo. Ahora lo sé, beber sola es delicioso. Emborracharte con tu sombra bajo los pies, en el dominio absoluto del deseo. —Lo siento —dijo Erland—. ¿Qué castigo me merezco? —Ninguno. Nada. Pucha, primo, siempre el castigo. ¿Ahora sos vos el que busca perdón? Te juro que puedo vivir con eso. Pero… y vos, digo, a pesar de todo, ¿te hace bien volver acá? —Me hace bien no estar allá. Allá te piden sangre cada semana, como si el mal pudiera largarse. El mal, este mal, está bien instalado. —Debiste cuidarte, Erland. No te costaba nada usar forros, decir que no, pensar un poco. Pensar… ¿no te pusiste a pensar, vos? —reprocho. No me resisto. Soy como la petisa, la novia de Pepe Sánchez, siempre refunfuñando. —En esos momentos no pensás, ¿quién piensa? Además, ¿qué otra muerte podría esperarme? El rey se clavó el aguijón en las espaldas. Ya nada había que hacer, solo mirar, encandilados por las lenguas de fuego que lo lamían como a un hijito, que no dejaban ya ni cenizas para las hormigas de la costa. Solo arena. Me acerco y beso a mi primo. Esa tarde, cuando éramos chicos, y éramos dueños de un alacrán y de un castillo, quise curarle el dedo a mi primo. Su dolor era mi dolor. Me pertenecía. Su rabia, ese modo de ser, me pertenecía. Yo le pertenecía. En un futuro lejanísimo como otros mundos seguiríamos perteneciéndonos. La mano entera se le había puesto roja. No se lo dijimos a nadie. Yo besaba el dedo herido, emponzoñado por la traición al rey; lo chupaba para que mi saliva lo aliviara. No se lo dijimos a tía, nadie tocaba lo nuestro. Nadie, nadie, nadie tocaría lo nuestro. 20


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—No deberías estar aquí, no de esta manera —Erland intenta separarme. ¿De cuál manera, vos? Yo he decidido quemar las bardas del castillo. Los momentos se devoran, no hay después. Hay cosas que es mejor no saber. Otras que es mejor saber. Cuando Nippur murió, lloré tres días seguidos, más por incredulidad que por viudez. Erland dijo que eso era estar camote. Lo decía con celos. —Es que estoy camote —le río en la boca. —Podés contagiarte, nena —dice mi primo. Le acaricio la cabeza. Me acomodo sobre sus piernas con la velocidad de una azafata. Despeguemos. Podés contagiarte. Podés pertenecerme para siempre. Puedo amarte para siempre. Podemos criar alacranes, ¡una granja de alacranes! Alacrancitos tiernos, alacranes tan chiquititos que nadie pueda distinguirlos. ¿Te gustaría? ¿Te gusta? —Contagiarme. Sí… No importa, ¿qué mierda importa? — digo—. Yo quiero estar aquí, así… La mano donde habita el fantasma del dedo índice me toma por la nuca, ahí donde otros animales clavan el aguijón. A mi primo se le han humedecido los ojos. Puedo sentir en su aliento una mezcla de cigarrillos y medicamentos. Puedo sentir su respiración. —Total, cuando éramos chicos nos aguantamos harto, ¿no? —dice, pregunta, casi solloza, finalmente convencido. —Sí, harto. Demasiado —contesto yo, con una alegría feroz, la alegría perfecta de los alacranes suicidas.

*Cuento ganador del concurso Franz Tamayo 2006

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CERATI INTERRUMPIDO

Si una canción te hace soñar es simplemente perfecta. Íbamos con mi hijo súper adolescente a comprarle un par de zapatos —es decir, era uno de esos momentos fantásticos en que nada está fuera de lugar— y de pronto él dice: «con este sol tan alucinante y esta música, siento que estamos en una película de tres dimensiones». Esta música era, por supuesto, un CD de Cerati. Apagué el aire acondicionado y bajé las ventanillas. Era necesario que además de todo aquel espléndido escenario, nos diera el viento en la cara, nos alborotara el pelo, nos achinara los ojos como cuando uno está muy muy contento. También era necesario que el viento nos ensuciara, nos lastimara un poco. «Es Cerati», le dije, pero mi hijo no tenía la menor idea de quién era ese sujeto que nos entregaba su voz grave, sincera, dulce, de una juventud eléctrica y eterna. Entonces le conté fragmentos, cosas desordenadas, como si se tratara de mi propia juventud. Le hablé de Soda Stereo, de cómo, cuando yo tenía 16 años, fui con mi colegio a recibir al esperadísimo Juan Pablo II en su visita a Bolivia y cómo, en su honor, coreamos enardecidas, casi en trance, Cuando pase el temblor de los Soda Stereo. No habíamos ajustado la letra como solíamos hacer en honor a la Auxiliadora con las canciones de moda, pues por suerte las monjas nos habían permitido ofrecerle a su Santidad aquello que más nos gustaba, con su ADN intacto. Claro, elegimos esa canción. Estábamos imperdonablemente enamoradas de la voz hondísima del vocalista y compositor de la banda; quizás intuíamos en su peinado punk la prefiguración de un nuevo amor, el que vendría, al despuntar los noventa, a ocupar en nuestros corazones El joven manos de tijera, encarnado en Johnny Depp. Y es que siempre hubo algo de Johny Depp en Cerati, algo extremo, desesperado y tierno. 22


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Le conté también que, desde hace tres años, Cerati duerme en un coma profundo. Duermen sus cuerdas vocales, duerme su inteligencia musical, duerme su forma de narrar el amor, el desamor, los adioses, la terquedad de las ilusiones contra la mediocridad, todo él duerme. Y es este estado de violenta inconsciencia lo que, irónicamente, nos permite saborear la belleza de su música, absolutamente inmune a cualquier decadencia, como quien cata —entre el privilegio y la ansiedad— el sabor de algo auténtico a punto de extinguirse. Sospecho quela amenaza incierta de un final definitivo le imprime a cada nota, a cada palabra, por rebeldía, una extraña dosis de vitalidad. Las letras de sus canciones —de sus dos importantes etapas, la de líder de Soda y la de solista— tienen el poder performativo de las profecías y el secretismo doloroso de una confesión. No es el primer caso, y desafortunadamente no será el último, de un cerebro brillante que, ahogado en su propia sangre, se declara en cortocircuito. La tragedia de este bello durmiente no es menos brutal que la de un Jim Morrison o un Michael Jackson, pues su «interrupción» ocurre, como en los casos anteriores, cuando la madurez artística era todo desborde. Quizás, me atrevo a decir en onda ciencia ficción, el ojo de ese huracán se forma porque el cuerpo no puede contener molecularmente la energía absoluta del arte cuando alcanza su grado más alto, ese que condensa y diluye y expande todos los tiempos posibles, todos los espacios, todas las generaciones. Muchas cosas van cambiando mientras Cerati duerme. Pero, ¿cómo hacemos los dizque-«despiertos» para discernir lo verdaderamente importante? Spinetta ya no está. Hay rastros concretos de agua en Marte. Huellas de algas, reminiscencias de un cambio alquímico en sus rocas. Siria es una pena. Bolivia quiere mar. El nuevo Papa es argentino ¡y jesuita! Los japoneses ya pueden escanear los sueños. Quizás ese estado de suspensión del bello durmiente sea también, además de un silencio-llaga, una invitación a organizar una historia personal distinta, una civilización íntima, fuera de los moldes y de las voces gritonas de todas partes que te dicen qué escuchar, qué leer, qué comprar, qué creer. 23


«El tsunami llegó hasta aquí/ Lo vi venir/ Todo se movió y es mejor quedarse quieto/ Pronto saldrá el sol/ Y algún daño repondremos/ Terco como soy/ Me quedo aquí», auguraba una de sus canciones más bellas. Fue, sin duda, un tsunami, un temblor profundo, un cuervo invisible del malagüero que aleteó sobre su cabeza durante su último concierto, una suerte de autodescarga eléctrica a la que el cuerpo todavía opone una última resistencia. ¿Cómo entender la fatalidad? Supongo que sin hacer preguntas. Otra profecía autocumplida, mi preferida, está precisamente en el epílogo de su canción Adiós y acá la comparto: «Separarse de la especie por algo superior/ No es soberbia, es amor». Eso sí, no me queda ni una pizca de duda que cuando a Cerati le toque separarse irremisiblemente de esta especie será por algo superior. El anhelo de ese algo superior siempre estuvo ahí, más allá de las distracciones, los vicios, los errores, la cocaína, el éxito o la felicidad; solo hay que escuchar su música para saberlo, para reconocer la excepción. «¿Querés escuchar ahora el lado B?», le pregunto a mi hijo en la escena del auto. «¿Qué es eso del lado B?», sonríe, fingiendo no tener la más pálida idea. Sabe que soy yo quien está pilotando este viaje en el tiempo y seguro prefiere imaginar que el lado B es un tipo de comando. «Bueno», dice, «escuchemos el lado B». ¿Qué le vas a contar vos a Cerati cuando despierte?, le pregunto también. ¿Qué tres cosas fundamentales le contarías?, insisto. Mi hijo me dice que, por favor, madre, eso es privado, y me parece una respuesta perfecta. Entonces seguimos viaje.

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ÉXODO I Berlín, Santa Cruz

Uno no aprende tanto al irse, sino al volver. Cosas sencillas, claro, pequeñas como la cabeza de un alfiler, pero con las que podrías atragantarte, atorarte en las aduanas de la vida. Yo he vuelto y me he largado muchas veces y esto es un poco la crónica pendular de esos viajes sin misterio. Enero de 2010. Desde hace cinco años vengo haciendo el tramo Estados Unidos-Bolivia. Este movimiento esquizofrénico ha generado grandes déficits económicos y familiares y una larga secuencia de jetlags que ya difícilmente se puede curar, porque el síndrome de Ulises no solamente es incurable sino degenerativo. Uno de los costos emocionales que gradualmente debí encarar consistió en la dolorosa constatación de que la estirpe de las empleadas domésticas en Bolivia había entrado en franca extinción en apenas la primera década del tercer milenio. ¿Apocalipsis? Eso pensé con el hemisferio izquierdo, que dicen es el fantasioso, tendiente al Pulp fiction, pero el derecho, radicalmente documental y fatalista, se percató de que tanto el Decreto Supremo Nº 28655, promulgado el 30 de Marzo del 2006 por el presidente Evo Morales en relación a las trabajadoras del hogar, como la creciente tasa de migración de mujeres a la no siempre maternal Madre Patria en busca de días mejores y dinero para la familia habían incidido en semejante devastación. [Devastación. Sí, ese término usé en ese entonces, en la prehistoria de mí misma]. Mientras estaba en Estados Unidos idealizaba, como toda inmigrante sudamericana, los días en la casa paterna, las condiciones idílicas de las mañanitas y los desayunos, antes de que el día se precipitara con su vértigo de oficinas y choferes 25


de micros sobreactuando su ira contra el peatón. Bolivia era el paraíso. Gran parte de esa ensoñación estaba sostenida por una figura inquieta y, de algún modo, misteriosa: la empleada doméstica. Era ella, el rostro generalmente moreno, los morocos gruesos por tanto trajín, el aroma vago a pimienta, cebollas fritas y jabón Radical y el sonido lambiscón de la lona de la chinela chocando contra el talón calloso, la esencia total de esa nostalgia. Nostalgia burguesa, pero no por eso menos triste y auténtica que otras añoranzas, me justificaba. [Pero en esos ires y venires —también de las justificaciones— me iba liberando. Y quizás ahí comenzaba mi verdadera extranjería, en esa desnudez de tics ideológicos, mañitas de clase media que se desdibujaban en lo «real desconocido»]. Por eso, cuando a fines del año 2007 regresé a Santa Cruz, anticipándome al gozo, mientras desde las alturas del avión adivinaba, entre el serpenteo de caminitos, carreteras y brotes irregulares de vegetación, las casas en las que distintas empleadas estarían generando el valor intangible más alto de los hogares clasemedieros —la armonía—, calculaba ya la cantidad de atenciones que iría a recibir de mi madre a través de su empleada. Me pregunté si seguiría siendo la misma. En los últimos años había cambiado de chica con más frecuencia de lo saludable, pese a los velados ruegos y explícitas promesas que mamá emitía hasta el último momento, cuando la muchacha, de pronto distante y soberbia, anunciaba de prepo que se iba, que quería hacer algo distinto. Al principio no reconocimos el síntoma de una transformación social importante, digamos el inconfundible zeitgeist milenarista, pero más tarde, cuando alguna prima o «mejor amiga» de la chica se acercaba buscando trabajo contaba que la desertora había viajado a España. En ese preciso instante mamá dejaba de llamarlas «malagradecidas» para recordarlas como «pobres» y hablar de ellas en un pretérito de mal agüero. Así, «la pobre Adela», «la pobre Techa», «la pobre doña Lauri», «la pobre Ñeca», «la pobre Chochi» se difuminaban en ese abstracto neogótico de un imperio que las devoraba sin piedad.

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[Quizás la distancia le permitía a mamá intuir, por primera vez, la complejidad insondable de estas mujeres, súbitamente convertidas en viajeras, exploradoras de confines que las señoras bien de los pueblos no se atreven a conquistar]. 2007, dije. El año de las indecisiones. No sabía si volvía para quedarme o para terminar de irme. Urzagasti dice que «el que se va es porque ya se ha ido». No sabía que ya estaba partida como una mandarina madura. Buscaba señales maniáticamente. La maqueta borgesiana del país visto desde las alturas iba tomando formas concretas a medida que el avión iniciaba su descenso. El río Piraí se deshilachaba en hebras y en ese entramado yo adivinaba, diminuto, el pueblo de mis padres, su terquedad de provincia, sus contradicciones modernas. Los efectos de la despresurización en los oídos todavía persistieron por varias horas más, aun mientras mi madre me contaba que a duras penas había conseguido a una «cambita» o «collita», casi era lo mismo (luego el espectro se amplió a categorías como «cristiana», «universitaria medio tiempo», «de agencia»). La chica en cuestión era del Chaco, aunque sus padres habían bajado en realidad de las montañas y se habían instalado en las tierras de «nadies». Elizabeth se llamaba, pero no podría jurar que su nombre se escribiera a lo anglo, en todo caso le decíamos «Eli». Mamá me pasó a Eli con generosidad (era demasiado terca para su gusto). [Sí, es cierto, en esa prehistoria nuestra las madres les «pasaban» a las hijas a sus niñeras, era un tipo de desprendida herencia que entonces no cuestionaba. ¿Qué les «pasaban» las empleadas a sus hijas cuando estas parían? Tampoco ahora lo sé. Esa intimidad me excluía con un orgullo humilde]. Antes, al nacer mi primer hijo, me había pasado a doña Marta, que me acompañó hasta «el final», como la propia doña Marta se refería a la última y tristemente célebre etapa de mi primer matrimonio. Entre las víctimas de ese pequeño holocausto debo contarla a ella, que no pudo resistir el desgarro y prefirió volver a la legítima esclavitud a la que la media docena de hijas multíparas y un marido longevo y enfermo la sometían. Antes de «el final» nació mi segundo bebé, la brevísima Irene (quien pese a su hermosura y su precocísimo poder no pudo evitar el fatal derrumbe), y 27


entonces, oh, lujo increíble, la propia doña Marta me consiguió a Teresa, una adolescente que usó todos mis perfumes, blusas, y quizás calzones, sin que yo me percatara en el momento. Sus crímenes fueron perfectos hasta que decidió irse a España con mi ya inútil vestido de novia en su magra maleta de tercera mano. Sin doña Marta y sin Teresa, mamá se vio obligada a pasarme a su tesoro más preciado, Natividad, una mujer alta, montereña, inteligentísima, trabajadora y con un sentido común a prueba de balas. Natividad se parecía mucho a Pocahontas, no solo por los ojos achinados, negrísimos, sino por la cabellera larga brillante que le surcaba la espalda fibrosa y que ella domaba en una trenza movediza, siempre bailando al compás de su paso apurado. Nati fue mi compañera de esa segunda e inestable soltería, cuando la euforia de los primeros meses después del divorcio te convierte en una adolescente de altísima peligrosidad para los demás, pero principalmente para vos misma. Nunca tuvieron seguro médico formalmente, como pide la ley de Evo Morales, pero estas mujeres sabían que sus enfermedades estaban cubiertas por ese pacto tácito que es la amistad laboral, el deber, la humana responsabilidad. Claro que en términos macro y para el resto de la vida esos pactos tácitos, sin otra garantía que el despertar de la conciencia de sus empleadores, nunca fueron suficientes. [Lo sé mejor ahora, cuando respiro por fin aliviada porque mis chicos tendrán el Obama Care, esa medida popular que a los sureños sin nada de gótico con los que coexisto les parece una prueba indisimulable de debilidad política]. Nati se fue cuando yo más la necesitaba y sin decir nada, escena trillada sin moraleja. Me dolía su abandono, pero como también suele suceder en estas historias, me tragué el orgullo y averigüé con mamá la dirección de su casa. Ningún taxi quería llevarme hasta allá porque había llovido con furia divina, era casi Navidad y el cielo de diciembre se encapotaba por puro capricho. Los únicos vehículos que se atrevían a cruzar los barriales que circundan el río, orillando la ruta por la parte más dura de ese menjunje de lodo y piedra, eran las motos. Mamá, beniana-montereña de pura cepa, se puso el índice y el pulgar en la boca y escupió un silbido agudo y autoritario, como pito de árbitro. Una moto frenó a lo Miami Vice a un costado y me monté. Siempre me había 28


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parecido, si no raro, por lo menos folclórico que las montereñas pudiéramos apretar el pecho contra la espalda sudada, asoleada, llovida del mototaxista con una confianza inmediata, mientras le indicábamos la dirección. La moto voló y en cinco minutos estuvimos en la parte más alejada de la circunvalación del pueblo, cerca del puente, donde los barrios de los recién llegados —esto es, de los inmigrantes del interior— se distribuyen primero a lo ralo, como especies exóticas de hongos, y luego en colonias apretadas, tendientes a todo tipo de promiscuidad. Pregunté por Nati en una y otra casa, donde mujeres de pollera lavaban ropa o embolsaban papa en costales color arena. «La doña Nati se ha ubicado en la esquina», me dijo una mujer gorda, con un trapo de cocina brotándole como por arte de magia de entre las tetas. En efecto, la casita de Nati estaba ubicada justo en la esquina, en medio de un lote sin plantas. Grité varias veces; por fin Nati se asomó a la puerta, parecía una princesa rodeada de su isla negra. Pocahontas en el Golfo de México. ¿Por qué me dejaste?, pregunté con el mismo dolor de una esposa olvidada. Nati dio explicaciones cortas y contradictorias: ya venía su cumpleaños, quería celebrarlo necesitaba dinero, tenía que estar en su casa porque la Alcaldía había ordenado nuevas redadas contra loteadores. Acababa de recoger el bono gubernamental Juancito Pinto por su hija que «pasó bien de curso, la pelada» y quería festejarse un buen cumpleaños, aunque luego le quitaran el terreno. ¿De quién es tu lote? De nadie, pero igual. No hubo fuerza humana que la hiciera volver. Entretanto el 2007 metabolizaba sus días eficientemente y ya se acercaba mi penúltima partida a Estados Unidos y, analizando fríamente mi tragedia, ese último y crucial trimestre podría batírmelo con cualquier extraña. Mamá consiguió a la sobrina de su nueva empleada. Patricia era gordita, bizca y de una alegría invencible; también debo decir que era un monumento vivo a la flojera y a la mentira fácil y sin coartada. Ese año acababa de promulgarse la Ley de Protección de las Trabajadoras del Hogar, y Patricia, aunque no leía con fluidez, se había memorizado las partes más convenientes. Pedía 1000 Bs. de sueldo y no estaba dispuesta a trabajar ni media hora más después de las 6 de la 29


tarde. [En este acá que voy haciendo mío eso es lo justo. Lástima que «lo justo» tenga una geografía caprichosa]. Pero como ella necesitaba un techo (el padre estaba en la cárcel por narcotráfico y la madre se había juntado provisionalmente con un sujeto golpeador), tuvo que permanecer en casa —cama adentro—, y yo tuve que dar órdenes estrictas a mis hijos de no pedirle a Patricia ni medio vaso de agua después de ese horario. Sin embargo, fueron meses divertidos, Patricia sabía bailar cumbia y reggaetón y los niños aprovecharon esos valiosos conocimientos para ponerse en onda. Además, Patricia tenía «poderes» y podía leer la suerte en el cigarro y hacer amarres de amor. Cuando comenté esto entre mis amigas, nuestra casa se convirtió en una suerte de consultorio espiritual clandestino. Lo único que mis amigas temían era que el destino se torciera debido a la mirada bifurcada de Patricia, quien a medida que rogaba «que venga, que venga, que nadie lo detenga; que corra, que corra, que nadie lo socorra» iba entornando la doble mirada hasta parecer una bruja en pleno trance, acaso su verdadera identidad. Esta performance —ahora lo sé— elevaba en un 100% las propinas que recibía de mis amigas. [Un par de veces llegué a pensar que si mi Pati hubiera nacido en cualquiera de estos pueblos, en Fayetteville o incluso en Kanapaha, qué se yo, tendría algún chance de probar suerte en Hollywood, aunque fuese en su versión clase B. De todos modos, espantaba esas ideas de un manotazo, inútilmente, como a la niebla de las madrugadas]. Y como nadie sabe para quién trabaja, fue justamente mi pequeña pattismith la principal heredera de ropas, pequeños muebles, juguetes, almohadones y hasta de Kika, la gata, cuando llegó la hora de mi partida. Cuentas hechas, Patricia fue el último espécimen incontaminado de los retorcimientos de la crisis económica versus la creciente legalidad nacional en ocasiones inaplicable. Cuando volví al cabo de dos años para permanecer unos meses en Santa Cruz, ya nada era igual, y es en esa ocasión que mamá me «pasa» a Eli, quien nos llevaría a conocer la otra mejilla de mi mil —noches— soñada Bolivia. A todo esto, ya era el 2009 y, según los datos que se manejaban en la prensa nacional e internacional, los registros 30


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municipales españoles del año 2007 sumaban 196656 bolivianos, de los cuales el 56% eran féminas. Esa cifra larga como una anaconda masticaba lentamente a las mujeres que habían trabajado en nuestra casa y de quienes recibíamos todo tipo de noticias: buenas, tristes, escalofriantes. Una de ellas había narrado a un periodista su denigrante experiencia para un reportaje que el periódico El Deber valientemente publicó bajo el título «Camas calientes». Pero Eli no iría a engrosar jamás esa estadística mutante; ella tenía otros planes, quizás igual de violentos y sin duda abiertamente revolucionarios. Por las mañanas Eli lavaba a mano la ropa (la lavadora permanecía en silencio, censurada), de todas sus obligaciones esta era la que más le gustaba (o la que menos aborrecía), probablemente le permitía abstraerse, pensar en los pasos a dar, tanto así que cuando yo volvía de la editorial donde trabajaba leyendo y corrigiendo textos de ficción a diestra y siniestra, Eli no había preparado el almuerzo ni tendido las camas ni barrido la acera (yo era muy estricta con la acera, tenía la impresión de que era lo menos que podía hacer por la convivencia con el barrio en una ciudad que se afeaba inexorablemente). ¡Eli!, reclamaba yo al borde del llanto, y Eli no explicaba, igual que la lavadora se quedaba en silencio. Eli, ya lo he dicho, era del Chaco, pero tenía un novio dirigente del cual se enorgullecía hasta el rubor. Esta fue la única emoción que demostró mientras estuvo en calidad de autómata bajo mi techo. No, no, miento. Eli también se mordía el labio inferior cuando ocasionales noticias de último momento reportaban los bloqueos de campesinos y los correspondientes enfrentamientos en los cuatro puntos cardinales de nuestra ancha y convulsiva Santa Cruz. Entre rubor y mordida, había llegado a sentirme cómoda con su discreción. La única vez que Eli comentó algo, digamos, contundente, fue para el cumpleaños del Evo. Se había pasado el día escuchando bailecitos y entrañables cuecas en la destartalada radio de la cocina y mientras de cuando en cuando el locutor recitaba fragmentos de la biografía del líder, Eli anotaba cosas en un cuadernito de bolsillo. «El rey Inti, siempre le han de honrar sus herederos», dijo en una de esas el locutor andino blandiendo su 31


particular gramática, arrastraba las erres y el micrófono golpeaba el éter. «Yo le daría una guagua», dijo Eli emocionada, «soy joven, mi vientre es bien joven, señora, le prometo, y yo le daría la guagua que la gente está pidiendo sin saber, sin saber nada», lo defendió de una censura imaginaria. ¿Y tu novio?, le pregunté. «Él va a estar de acuerdo nomás», dijo Eli, con una convicción que me hizo chicó el cuerpo. [En el futuro llegaría a pensar que Occupy Wall Street alcanzaría una nota más alta con un montón de Elis molecularmente dispersas en esa masa maravillosa. Elis deleuzianas(o) poniéndole el pecho al sistema. Elis importadas de Occupy Berlín]. Un atardecer Eli me esperó con su bolso listo. Dijo que debía irse de inmediato porque el camión con destino a San Julián partía en una hora. ¿Qué harás en San Julián?, pregunté, casi sin curiosidad, intuyendo como intuía la vena subversiva de mi empleada. Han cortado la luz y el agua, explicó Eli por primera vez, y el Ramiro (su novio) está organizando un frente con los compañeros del MAS para ir hasta Berlín (¡¡¡¿Berlín?!!!) a sacar al alcalde por la fuerza. Ya es demasiado abuso, dijo Eli por toda despedida. Esa y muchas otras noches me aposté frente al televisor a la hora del informativo, haciendo un frenético zapping para ver si en algún canal aparecía mi Eli enardecida, luchando contra los poderosos, intentando hacer justicia, ruborizada como una flor, haciéndose sangrar la jeta de la pura rabia nacional. Como ya se habrán dado cuenta, volvía quedarme sola, pero lo peor de todo es que había comenzado a perder la fe. Ya no iría a encariñarme con ninguna empleada. Lo juré. [Entonces no me planteé qué tipo de afecto, si alguno, desarrollaban ellas hacia mí. ¿Quién era yo para ellas? ¿Acaso me sentía tan cómoda en esa especie de identidad de «señora de la casa»?]. Para cuando me llegara el momento de atravesar los pasillos metálicos del aeropuerto Viru Viru y abordar el avión rumbo a USA ya habría superado esa adicción al servicio doméstico que yugulaba mis propias capacidades. Mientras tanto, tendría que arreglármelas como una perfecta equilibrista en circo pobre. Busqué en la guía 32


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telefónica el número de alguna agencia con cierto prestigio y pedí «chicas de limpieza», quienes por lo general resultaron ser mujeres mayores, portando celulares y agendas y exhibiendo con neutralidad una detallada lista de precios por cada quehacer del hogar. Llegaban puntuales, limpiaban el lugar del crimen con la misma eficiencia de Terminator y se marchaban en punto, preguntando si debían agendar la casa para una próxima vez o «esito sería todo, señora». Sucedió entonces que a punto de renovar mi visa y otros formularios para auto exportarme a Yankeeland me percaté de que faltaban mis documentos de identidad. ¡Carajo! ¿Quién de todas esas Robocops se había llevado mi ahora imposible pasaporte? Llamé a cada celular y la respuesta fue idéntica, no solamente en el tono indignado, también en la lógica: ¿y yo para qué demonios quiero su carné o su pasaporte si tengo mi propio nombre y mi propia cara, a ver? Un destello de intuición me condujo al furioso nombre de tres letras, casi una sigla: ELI, Ejército de Liberación Indigenista, o Espionaje Laboral e Intelligentzia, o mejor Equipo de Llaneros Informantes, o incluso, por qué no, Ermandad Luz Inti. Convencí a mamá de que me acompañara en mi travesía a San Julián; sería solo una tarde, dos horas de ida, dos de búsqueda y careo, y dos de vuelta. Un viajecito de seis horas. Pararíamos un rato en Cotoca y aprovecharíamos de comprar horneado, tablillas, jalea y de tomarnos un buen mocochinchi. Mamá, claro, aceptó. Le debía un par de velas a la Virgen y era ocasión de pagarlas. Cruzamos el puente de Pailón en cámara lenta. Mi Toyota Levin vintage del 89 se deslizaba como una pantera por sobre las rieles del tren. (¡Mierda, cuánto iba a extrañar esa nave!). Una vez al otro lado estábamos en esas tierras de «nadies» que una vez había mencionado Eli. A primera vista, San Julián es un pueblo cualquiera, polvo, casas, algunas calles con losetas, quioscos, comercios, una problemática generadora de electricidad y varios Puntos Viva, además de un par de salones de belleza, una expresión naturalísima del tropical kitsch boliviano. Habíamos dejado el Levin parqueado a la entrada del pueblo, pues las trincheras humanas no permitían el paso de ningún 33


motorizado. Eli no aparecía por ninguna parte. Nos dijeron que siguiéramos hasta Colonia Berlín, no estaba lejos y ese era el núcleo del conflicto. Claro, debí imaginarlo. Berlín era la base, el corazón, la yema del huevo. «Recto hasta Berlín, aunque vean mil caminitos», advirtieron. Así lo hicimos. Berlín comenzó a emerger desde detrás de una colina, donde el llano comenzaba a ceder para transformarse luego en valle. El sol refulgía sobre Berlín, dorando los árboles, calcinando el rabioso pensamiento colectivo, unos niños pateaban una lata de Coca Cola con la que jugaban fútbol, no llevaban polera y las costillas contradecían las panzas inflamadas, coronadas por ombligos de diferentes modelos: brotados, hundidos, queloides, ciegos o intrincados. Mamá se compró una limonada en bolsita, yo me atreví a comer una manzana acaramelada mientras espantaba con un periódico descaradas moscas verdes que ansiaban pegar sus patitas a la coraza dulcísima de la fruta cocida; las nubes corrían de un lado a otro, mecidas por el «norsureau» que comenzó a soplar. Tuve el presentimiento de que esos serían mis «últimos atardeceres en la Tierra». Y Eli no aparecía por ninguna parte. Entonces me acordé del novio, del Ramiro, y pregunté a los atrincherados. El Ramiro, en efecto, se encontraba en el grupo más aguerrido, armado de picotas, palos, piedras, trazaus y carretillas en las que habían improvisado bombas artesanales. ¿Periodista?, preguntó el Ramiro, estuve a punto de decirle que sí pero me contuve; no queríamos morir linchadas o cualquier otra lindeza de las que venían sucediendo en la euforia rural. Fui al grano y pregunté por su Eli, por nuestra Eli. Está ocupada, dijo el Ramiro. Por favor, le supliqué. ¿Para qué sería?, inquirió altivo el dirigente; casi le digo que se trataba de un asunto de «mujer a mujer», pero ahí sí ambas corríamos el riesgo de morir linchadas. No hubo necesidad de preguntar o responder más, pues Eli surgió con agilidad desde detrás de una carretilla saturada de cohetes, matasuegras y, quién sabe, dinamita. ¿A qué ha venido, señora?, preguntó con su inolvidable voz ronca chaqueña. Vos tenés mi pasaporte, Eli, y si no fuera que lo necesito tanto, no te lo pediría, dije con cuidado. ¿Te están acusando de ladrona?, se asqueó el dirigente, y yo pensé para mis adentros:«¡Ama Sua!». No, no, no es eso, me apresuré, es que le regalé a Eli varias cosas 34


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y no me di cuenta de que mi carné y otros papeles se fueron en los bolsillos y… No se preocupe, cortó Eli el tartamudeo, me traje su carné y su pasaporte porque los necesitábamos pues para los compañeros, para el nuevo referéndum y para las elecciones de diciembre, es harto trabajo, dijo Eli con esa lógica impenetrable de las empleadas domésticas que no le deben nada a nadie. Ah, sí, reconoció el Ramiro, necesitamos muchas cédulas, pero devolvésela nomás, le ordenó a su Eli,esta parece que la necesita más que vos, remató. Entonces nuestra Eli trabuscó entre su mochila y sacó mis preciados documentos. Los tomé temblorosa y le dije «gracias, Eli». Eli dijo «de nada, señora, ahora váyase nomás que esto se va a poner peor». [Sí, es cierto. Todo se puso peor. Acá, allá, en el in between que nos acerca y nos separa. Pero a veces uno tiene que irse para comprender las profecías]. De ahí hasta el nuevo final, antes de volver a Estados Unidos, no me quejé por la supuesta inoperancia de Dios, ni por las injusticias poéticas (se suponía que yo me merecía una empleada para poder escribir «en serio»), ni siquiera por todas las veces que se me quemó la comida o tuve que atorar la lavadora de uniformes escolares y medias curtidas. Visité con más frecuencia que nunca el mercado Mutualista y me hice amiga de un par de caseras que me facilitaron la existencia esos últimos meses alistándome las verduras antes de que yo apareciera con mi prisa de correctora de estilo. Como los criterios migratorios del God Bless America se habían endurecido en un mil por ciento el año que estuve afuera, mi ingreso por Miami no fue precisamente amable. No solo pagué la inconveniente multa de trescientos dólares por no haber declarado el medio kilo de charque que mamá había camuflado entre algunos libros, bajo la acusación de que era «carne», como si los cuellos rojos no hubiesen practicado la necrofilia desde antes de la Confederación, sino que me mandaron a una sala de espera donde más de veinte viajeros permanecían en silencio, mirando las puntas de sus zapatos algunos, leyendo atentamente sus pasaporte otros, acaso buscando los ignotos motivos de porqué su identidad estaba en duda. 35


Y pese a exhibir la prestigiosa carta en la que se me ofrecía una envidiable Alumni Fellowship para hacer el doctorado en Literatura, la oficial, una cubano-americana adiestrada para ladrar, insistió en que mi tipo de visa me autorizaba a trabajar y, en ese caso, dígame ¿de qué, en qué, cómo pensaba yo trabajar? De todo, de sirvienta, de médium, de paseadora de perros, de cualquier cosa, repuse con sinceridad boliviana, menos de puta. La oficial estampó un sello de admisión sin bajarme la mirada altanera o quizás simplemente desesperanzada. Era enero de 2010 y una yo-embrión avanzaba obstinada, ingenua, recién inventada.

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ÉXODO II USA, Monte de la Víbora

Monte de la Víbora. Así decía mi abuela que era el nombre original de Montero, el pueblo donde todavía viven mis padres y mis hermanos. Muchas leyendas justifican ese nombre. Que una sicurí gigante, de la misma estirpe de las anacondas, supongo, dormía debajo de todo ese territorio y que al sacudirse provocaba el desborde del río Piraí. Por cada ciclón del río se producía un desbande de gente, un éxodo apurado hacia otras zonas. Era, pues, una forma natural que el pueblo —su fenomenológico espíritu— había encontrado para equilibrar su densidad. Moverse un poquito, espabilar la modorra de las tardes que siempre tenían algo de alucinado. A mis padres y mis hermanos, sin embargo, no hay sacudida que los mueva. Yo me vine, de manera definitiva, creo, en enero de 2010. La mañana que lo decidí había aparecido el cadáver de una adolescente a la orilla del río, bajo el puente Eisenhower. Esa misma mañana, había estado mirando con los ojos anticipados de la nostalgia algunas fotografías del álbum de mamá. La mayoría en color sepia, en ese papel finísimo de las viejas fotografías. En una de ellas mamá y papá sonríen contra el viento que les alborota las cabelleras setenteras. Papá está al volante de una camioneta color sepia y mamá tienen los ojos achinados, de reírsupongo. Un hilo del río color sepia se pierde a un costado de la foto. En la parte superior se lee «Eisen», porque «hower» fue devorado por las décadas, por los años de la felicidad, por los días saturados de hormonas y de canciones que exigían demostrar howdeepisyourlove. En resumen, la Ofelia montereña durmió muchas noches en la morgue, sin que nadie reclamara su cuerpo. Se supo, al tiempo, que era una muchacha menonita. 37


Como todas las decisiones de éxodo, la mía recibía esas dos clases de augurios, el del renacimiento y el de la muerte. Ahora que en la acumulación ominosa del tiempo ya puedo decir que vivo «en el imperio», no sería loco admitir que aquel cadáver joven era la premonición de todas mis futuras pérdidas. Una pequeña lista: He perdido la ironía. He perdido el derecho a opinar irresponsablemente sobre el destino de los demás. He perdido la impudicia, esa actitud tan parecida a la libertad, a la juventud, al infantil descaro, al muchachismo tan a salvo aún de la melancolía. He perdido la manía de anotar cosas entre corchetes. Mis escrituras se han contaminado. O el tiempo va renunciando a su ética y convirtiéndose en un volumen informe, sin cadencia reconocible. Un ejemplo clarito es el que señala mi hija. Desde que nos vinimos, dice, solo te acordás de tu abuela. Hay algo de cierto en eso; hago frecuentes Skypes con mamá, incluso mientras improviso locros pálidos y empanadas que parecen meteoritos, porque me da miedo que la nostalgia, ese género que estetiza todo con un color sepia, me la termine por matar. La nostalgia por ahora, es un vicio vergonzoso y no un derecho. Por Dios, la cultura puede hacerte eso. Hacer añicos tus derechos más exquisitos. Hendir ese tajo artificial «antes/ahora» como una vulva carnívora en el vientre del tiempo. Antes, por ejemplo, yo tenía una membresía de honor en «El Club de la Verdad», especie de secta espontánea que fuimos cultivando en mi familia (mi marido dice que hoy él es «mi familia», que lo otro suena a mafia italiana). Ahora practico ese deporte, el de la verdad de alto impacto, con cierto temor, como un futbolista cuya rodilla le recuerda el paso en falso, el tendón herido.

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La verdad entre nosotros era —siempre ha sido— una pasión, así como la que despierta el fútbol o la que descubre un cristiano «renacido». Nos decimos la verdad, siempre, verdades inmensas, verdades útiles, verdades insignificantes. Ya después de haber colgado el teléfono o dado «close» a la sesión borrosa y accidentada de Skype nos ponemos a pensar —o por lo menos yo—, si esa verdad que acabamos de comunicarnos bajo la modalidad de un chisme, un chiste, una opinión honda o superficial, será cierta. Es decir, si será una verdad absoluta como un diamante genuino, que sigue siendo diamante por donde lo mirés, sucio, multiforme, bruto. Esta pasión por la verdad no surgió de un modo consciente. No fue que un día decidimos hacernos devotos de algo para ver si con ese lazo institucional se cohesionaba más una familia que tendía a astillarse porque no podía encarar del modo en que se debe la enfermedad del hermano menor. Este amor febril por la verdad es de antes del mal, es decir, antes de que se manifestara perniabierto y desgonzado como una actriz porno, a mediados de 2013. Porque, a ver, seamos sinceros, ¿quién demonios conoce el día, minuto, segundo, instante exacto, único y específico en que uno ha cruzado ese umbral arenoso de la salud a la enfermedad? Nadie, claro. La salud del hermano menor es como la del gato de Schrödinger: Pablo está vivo y está muerto. Allí, en la oscuridad de su caja. Todo pudo haber comenzado, por ejemplo, aquella noche de San Juan que nadie más que yo recuerda y solo por eso se me pone bajo sospecha. Esa noche de la fiesta de San Juan —1989 quizás— mi hermano menor y yo, al que entonces le llevaba 15 años (ahora esa contabilidad ha perdido toda su significación), hicimos una apuesta. Quién aguantaba más tiempo con el dedo índice en el fuego. Quién era más macho. Y es que era una fogata hermosa. Mi hermanito la miraba en trance. En sus ojos color guapurú (ahora me gusta usar este tipo de comparaciones regionales que antes me parecían de un costumbrismo asfixiante) reverberaba ese fuego. O quizás ya era otro. Un fuego más dañino. Tal vez desde entonces él era nomás 39


el más macho. Fue entonces que le dije: «A que no te animás a poner tu dedo hartísimo tiempo en la llama». Después vino el llanto y esa ampolla terrible y el reproche de mi madre diciéndome que yo ya era toda una mujer como para andar abusando de los más chicos y ese tipo de retórica que en las hermandades auténticas sobra. La fogata parecía crepitar con mayor ponzoña a cada palabra de mi madre. Yo solo quería jugar. Yo solo quería saber si a mi hermano quince años menor le obsesionaba, como a mí, la idea de conocer sus propios huesos. ¿Te imaginás?, supongo que lo envalentoné, ¿te imaginás llegar al huesito? Nadie se acuerda de esa anécdota. Dicen que, como los locos, mezclo la realidad con la ciencia ficción. No los corrijo. Me fascina que digan eso, «ciencia ficción» y no «ficción” a secas, que sería el modo genérico de llamar a mi oficio. Quiero creer que ven en esto de escribir cuentos y novelas una ciencia con todo su rigor y sus secretas leyes inaccesibles para quien no la ha abrazado igual que Hipócrates (el de la estatuilla de bronce que mi tío eleternoestudiantedemedicina ostentaba a fines de los setenta como única prueba de su vocación), abraza a una criatura agonizante con el brazo izquierdo mientras con el derecho aleja la guadaña de la Madame oscura. No quiero decir con esto que la ficción sea esa criatura febril en su agonía, erotizada por dos deseos —el del científico y el de la Muerte—, solo me he acordado de aquella estatuilla de la misma manera que a veces recuerdo olores, tonalidades de un cielo antiguo, voces… Y es que la pasión por la verdad tiene, pues, estos efectos colaterales, esta suerte de sobredosis emocional que termina pervirtiéndolo todo, destruyendo las evidencias, deshistorizando los pocos datos fehacientes que sobreviven en esta mi otra vida. ¿Por qué he mencionado esto? Quizás solo quise decir que siempre nos hemos caracterizado por el modo en que nos relacionamos con lo que pensamos que es la verdad. Mamá, por ejemplo, tiende a maquillarla, a atenuarla con silencios. Para mi madre, la verdad es un objeto punzocortante que el Maligno, siempre atento a las distracciones de sus criaturas, podría utilizar 40


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sin darte chance de nada. Papá, en cambio, es un devoto total de esa religión que dice: «La verdad os hará libre». Su agresiva franqueza no llega a tornarse en cinismo, solo porque papá nunca será un sujeto posmoderno. La brisa de la posmodernidad pasó hace algunos años por su costado sin moverle un pelo. Lo suyo, pues, es ese tipo de franqueza que usaban los detectives de las series policiales de los setenta. Pensemos en Der Alte, el viejo alemán que sin sacarse el impermeable puede resolver los móviles humanos del crimen más escalofriante. ¿Dr. House en estos tiempos?, no, eso con papi no va. De modo que, según lo que recuerdo, ya desde chicos comenzamos a desarrollar ese síndrome, el juego de especularidades en que la verdad actuaba como esos espejos de la sala del horror en los circos ambulantes. Siendo esta media docena de vástagos nunca peleábamos por quién se quedaba con el bife más grande o con la parte más cremosa de la torta de chocolate, sino por quién poseía la verdad más indiscutible. Claro que eso se fue diluyendo, «cordializando» a medida que nos hicimos adultos. Pero allá, en el meollo de las cosas, mis hermanos y mis padres ahora no tienen tiempo o ganas de analizar la vida con esta clase de sutilezas, deben afrontar el problema en su puerilidad, en su diaria y brutal naturaleza material. —Seguimos buscando —dice mi hermana—, pero nada. Es supremamente difícil. —¿Y han probado con los servicios de los evangélicos? … Es decir, como algo alternativo— pregunto. Titubeo. Hago mis sugerencias en forma de preguntas y temblorosos puntos suspensivos pues desde hace un par de años percibo una mampara, un dique subterráneo, quizás involuntario, a mis opiniones. Nadie me pidió que me largara, nadie me subió a un avión sin ticket de regreso. Tampoco me pidieron que me quedara. Simplemente el río se desborda y uno va quedando afuera. —¿De qué servicios alternativos hablás? —Se endurece un poco la voz de mi hermana. Me reprocha una semántica que, por cuidadosa, peca de extraña. Su cara queda congelada en la pantalla en un gesto irónico. Pero la voz sigue brotando de los 41


parlantes como si todos de pronto hubiéramos sucumbido a la esquizofrenia. Su voz se amplía en mi cabeza. Dice que por nada del mundo van a recurrir a los evangélicos para encubrir una enfermedad con otra. Verdad total. —Por lo menos mostrame las imágenes —Exijo, haciendo un esfuerzo por exigir. La cultura también le hizo una ablación a mi derecho de exigir participación emocional en sus vidas. Mi hermana toma su laptop y camina por entre los escombros de la casa de mis padres. Atraviesa el patio donde los muebles desnudos, sobrevivientes, están apilados en precario equilibrio. Una mujer, la «doñita» que al parecer ha persistido junto a mamá incluso en estos malos tiempos, levanta su mano y me saluda. No recuerdo su nombre. De todas recordaba su nombre, gracias a la convivencia. Pero entre 2009 y 2014 hay un puente roto. Una era desguañangada. El Paleolítico en su nomadismo y en su vocación de piedra y ceniza. Así. —¿No te acordás? Es Teresa. Volvió de España hace meses, sin un peso. Dicen que la cosa está horrible allá –susurra mi hermana. —¿Teresa?... Pero es que parece otra. —Es que seguramente todo se ve color piedra porque todavía no podemos reinstalar la electricidad. Es peligroso — explica mi hermana, y sigue haciéndome ese tour de force con la cámara. La estantería de libros ha quedado pegada a la pared, carbonizada, como la radiografía de un esqueleto querido. Puedo ver el cielo de la tarde a través de un boquete en el techo de la cocina. Residuos de una guerra. Solo que esa guerra, la que mi hermano ha desatado, es una pelea desigual. ¿Quién puede contra los monstruos invisibles? 42


Tun, tun, tun, ardía tu corazón

—Imagino que las primeras llamas habrán sido casi liberadoras… —Vos siempre tan poética —resopla mi hermana. En su comentario palpitan, a partes iguales, la aceptación y el reproche. Apuesto que debe pensar que la «ciencia ficción” no ayuda en nada en estos casos, pero que al mismo tiempo es lo único capaz de darle unidad a todos esos fragmentos de las «ruinas arqueológicas» que han emergido, como si esa siempre hubiera sido su condición original, de la enfermedad de mi hermano. —Por suerte mamá tiene la ayuda de una empleada. Y mejor si es Teresa, alguien conocido, aunque se vea más huraña… —añado entonces, ya que este tipo de declaraciones me parece más práctica. —Sí, por suerte —dice mi hermana—. Una ayuda es una ayuda —suspira. Y esa es también una verdad total. Quedamos en conectarnos al día siguiente, cuando regresen de la clínica, ojalá que con novedades más alentadoras. —Acordate que ustedes están una hora adelantados. Una hora en el futuro —le sonrío. —Claro. Qué ironía. Nosotros en el futuro… —sonríe mi hermana. —Como en la ciencia ficción —sonrío yo. Cuando por fin cierro mi sesión, noto que tengo el cuello tenso, y ya no sé si estar aquí es estar «afuera». Y en ese caso, si alguien puede quedarse atrapado afuera, como esas partículas que se anulan en los agujeros negros, no obstante Stephen Hawking acaba de asegurar que eso es una mentira piadosa. No hay agujeros negros, no hay escape, no hay fuga de ninguna materia. Todo, al final, regresa vomitado por las mismas fauces del universo. Cosas de la ciencia ficción, pues. 43


NIEVE

A esa hora de la tarde le gustaba tomar el autobús, no iba a ninguna parte, solo viajaba. El sol chispeaba entre los esqueletos de los árboles como un penique. Deseó que Alejandro pudiera ver eso, un sol de buena suerte, y los árboles como niños raquíticos con muchos brazos, lastimados por el invierno. Niños de otros planetas. «Carlson», dijo el conductor, «¿alguien en Carlson?». Era su parada pero no tenía ganas de meterse en el departamento y descongelar salchichas. Podía viajar toda la tarde, e incluso parte de la noche, en el turno extra del autobús, y bajarse cuando ya no quedara otra opción. Y recién entonces caminar, sentir la breve alegría de sus huellas en el hielo y asombrarse otra vez de que la nieve pudiera brillar con un aura eléctrica incluso cuando no había luna. «Nadie en Carlson», dijo el conductor. Era un tipo viejo, le permitían fumar pipa para mantenerse alerta y usaba gafas de motociclista; sospechaba que era imposible ver algo tras aquellos vidrios. También vestía como un motociclista de los sesenta. Claro que ella no tenía la menor idea de cómo se vestían los motociclistas de los sesenta, pero sabía que habían sido jóvenes, que como todos los que ya no lo eran ellos también habían sido jóvenes. De algún modo todo era una larga tristeza, turnos para ser tristes. Pronto se iría de allí. Había conseguido una beca para escribir ficción —como si todo no lo fuera, todo, todo ficción— al amparo de la Universidad de Tucson. Cambiaría su Heartland tan amada y lejana por el desierto. Viviría cerca de otros artistas, actrices, pintores, pero no estaba segura de que esto fuera especialmente bueno. Un artista con otro artista no dejaban de ser una pareja de astronautas, pasmados ante la Gran Soledad. Marcó un número largo a punta de memoria. No había nadie 44


Tun, tun, tun, ardía tu corazón

más en el autobús. La mujer que todas las tardes hablaba sola reportando una matanza en un rancho de Texas a una operadora inexistente del 911 ya se había bajado. —¿Has estado lavándote los dientes? —Sí —le había contestado Alejandro. —¿Seguro? —insistió ella. Quería poder decir que participaba de su cotidiano, quería poder filtrarse en las fallas invisibles de su crianza. Luego, cuando el futuro llegara, si es que tenía la lucidez suficiente para saber que el futuro había llegado, podría decir que había criado un hijo. Se odió por ser tan meticulosa. —Segurísimo —dijo el chico. Su chico. Su hijo. —¿Y te has soñado algo? —¿Algo? —Claro, algo, vos sabés, algo distinto, qué se yo, con monstruos, con gladiadores, con ratas mecánicas, con superpoderes. —No sueño con esas cosas —contestó el hijo. —¿No? ¿Y con qué entonces? ¿Acaso esperaba que Alejandro le dijera que había soñado con su compañerita de sexto grado? Esperaba una respuesta natural, una frase que se dice en los desayunos. Ella había eliminado como una francotiradora todos los desayunos en común, simplemente se había ido. Para los hijos, y otra vez se odió por la meticulosidad, no hay razones razonables para irse. Solo te vas, te fuiste, te has ido. —Vamos, quiero saber con qué sueñas —insistió ella. —Con nada —dijo su chico. Allá se hizo un silencio y pudo escuchar el canto de los grillos. En otra parte, donde su hijo estaba, donde su hijo vivía, había anochecido. Quiso creer que esas 45


mismas conversaciones en la vida real estaban llenas de silencios, solo que en esos casos no importaban, se sorteaban como baches pequeños, intermitencias que nadie habría de recordar. Nada de eso era registrado en la memoria. —¿Ni siquiera con una chica? ¿Te acuerdas de Selvy? —se atrevió ella. De pronto, todo se había convertido en un forzamiento, una fricción, apenas un contacto. Quizás Alejandro llegara al colegio por la mañana y dijera: «mi jodida madre me ha preguntado si sueño con Selvy». Claro que los chicos no hablan así. Lo primero que uno abandonaba de la infancia era el lenguaje. Te envejecías a la velocidad de un rayo. Las cosas se transformaban en recuerdos demasiado pronto, tragadas por ese enorme agujero negro llamado «tiempo». Y en el mejor de los casos, lo que quedaba se torcía en caricaturas. ─Mamá… ─dijo su chico. También se admiraba de la cantidad de árboles, eran miles, altos, un ejército impertérrito. En un par de meses habrían de florecer y toda aquella magnífica aridez quedaría convertida en el jardín bonsái de un ser superior. Dios quizás. O un superpoder, algo que no cabía en la mente. Alejandro tendría que ver aquello, tendría que poder esforzar la vista para distinguir la última hilera de árboles, y calcularlos. Tres mil quinientos noventa y cinco. Pero ella ya no estaría allí, cambiaría las montañas por el desierto. Heartland quedaría atrás como un episodio vintage de colección. Vendrían las inmensas explanadas de polvo dorado. ¿Se apaciguaría la vista de ese modo? —¿Sabés? —condujo ella la conversación hacia alguna parte donde pudiera abrazar al hijo, abrazarlo, claro, de una manera simbólica—, esto es como estar en el colegio, te juro. —¿Por qué? —dijo su chico. Pero había bostezado. Sin embargo, el bostezo la alegró, sentía que era como acostarse juntos, cerrar los ojos, compartir las mismas imágenes. Eso, como en los sueños, en el sótano, o allá arriba, en un nido de pájaros. Hey, eso es posible, como los pájaros. Siendo pájara, por ejemplo, podría alimentarlo directamente. Cuando le preguntaban cuánto 46


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tiempo lo había amamantado, ella mentía, decía que tres meses, pero el seno izquierdo se le había infectado. ─Entro temprano, ocho y treinta, me dan una hora de almuerzo, otra vez me embuten el cerebro y salgo hecha talco a las tres ─Se esforzaba por usar esa suerte de metáfora infantil, «hecha talco», «embutir», «me dan». No estaba segura del territorio que su hijo habitaba. —¿Y te dan tareas? —preguntó el hijo. —Oh, sí, hartas, muchísimas —dijo ella, entusiasmada—. Anoche estuve escribiendo hasta las tres de la mañana. —¡Te van a acribillar! —exclamó su chico. Supuso que los superpoderes se habían infiltrado en todas las series televisivas, inteligencias supremas devoraban la inocencia de los niños. Pero cómo le gustaban sus palabras, el modo en que se contactaba con el mundo, oscilando torpemente entre una precoz violencia y la ingenuidad que ella le conocía. La única que conocía toda esa profunda, limpia ingenuidad. —Te quiero —dijo ella. —Yo también —contestó su hijo. Luego bostezó, pudo escucharlo tan nítido como a los grillos, el chirrido nocturno en un lugar lejos, bien lejos. Pronto ella volvería a los grillos. Tenía que huir de la nieve, tenía que escapar de su fascinación, pronto, antes de que fuera demasiado tarde. Imaginaba al hijo, hecho un hombre, viniendo a rescatarla; ella, una princesa de hielo, diciendo «es que no me quiero ir». En realidad, podía viajar durante días, dormir en el autobús, comprobar si la puesta del sol se producía a la misma hora cada día, atestiguar la lenta resurrección de los árboles. Se censuraba por escuchar cinco veces a Avril Lavigne, eso era una enorme regresión, una adolescencia inmerecida, se extraviaba de a poco en una idea confusa de sí misma. «No quiero volver nunca más», pensaba. Primero era una oración, una secuencia mental. No quiero volver nunca más. Se convertía en algo que tenía sonido. Lo dijo en voz alta para que el traductor electrónico lo leyera. 47


«I don´t wanna go back, never». «Ever», añadió ella. El conductor ni siquiera la miró; estaba acostumbrado a la población de locos que subían al autobús en manadas y se bajaban de la misma forma. El gobierno había restringido los servicios de salud mental para los casos extremos: psicópatas declarados, perpetradores de masacres escolares, líderes de sectas satánicas, sobrevivientes de suicidios. Pero los locos comunes y corrientes solo daban vueltas en el autobús. —Antes de que te duermas, te cuento algo —propuso ella. —A ver… —dijo él. —Estoy escribiendo una historia. —¿En serio? —dijo su chico. Se suponía que había viajado para eso. Se había ido para eso. ¿No se había largado para eso? —Es una historia de la vida real. La leí en el periódico. —Entonces es una noticia —dijo su chico. —No precisamente. Es mejor que una noticia —dijo ella. Aunque no estaba segura de que lo suyo fuera mejor que una noticia. En ocasiones, cuando encontraba un New York Times nuevecito tirado en el último asiento del autobús, debía admitir que todo estaba allí, toda la felicidad, toda la desgracia, toda la pasión, todo el mundo y más. Un melodrama sofisticado, la contemplación del corazón humano. No había nada nuevo bajo el sol. Excepto los árboles y su interminable hermosura. —Bueno, bueno, es una crónica —repuso el hijo. —Siendo sincera, sí —dijo ella. Había llegado a pensar que su hijo sintonizaba con ella, no podría decir «mejor que nadie», porque no había nadie. Simplemente sintonizaba, o hacía de esas señales de asfixia una manera de respirar. Se alegraba, en todo caso, de que con una charla telefónica pudiera relajarse, alcanzar algo parecido a la naturalidad. —¿Muere alguien? —preguntó el chico. 48


Tun, tun, tun, ardía tu corazón

—Como siempre —dijo ella—. Alguien tiene que morir, mi amor —dijo. Siempre sucedía eso, a las explicaciones irracionales, a las frases crueles les añadía el sufijo «mi amor» como si de ese modo el hijo pudiera asimilarlas mejor. «Me tengo que ir, mi amor», «mamá se tiene que ir», «¿comprendes por qué me estoy yendo, mi amor?». Era una proyección de su propia estupidez. Se avergonzaba de subestimar la entereza de ese hijo que podía sobrevivir, ser feliz sin ella. —¿Quién muere? —Un astronauta. —¿Un astronauta? ¿Eso ocurrió de verdad, recién? —No exactamente. Una astronauta se volvió loca de celos —explicó ella. El hijo rio a carcajadas. Celebraba su sensibilidad para leer noticias. Antes, cuando todo era natural, ella leía los titulares en voz alta, a toda prisa, en el desayuno. El padre orbitaba sin intervenir en ese pacto matutino. Aún ahora era capaz de agradecer aquella discreción. —De veras, se volvió loca de celos e intentó matar a la novia de su novio. De hecho, la víctima no es realmente el astronauta, el novio, sino ella. En mi historia, él la mata. —¿Quién a quién? — La astronauta a la novia de su novio. —Entonces no eran novios —dijo el chico. Había dejado de reír y parecía a punto de bostezar otra vez. Podía escuchar su cansancio, los dulces ronroneos de su voz cambiante, la voz de un chico de doce. —Pero eran astronautas —dijo ella. Y esta vez fue ella quien se rio a carcajadas. Le pareció que aquello podía ser una broma. Le pareció que estaba aprendiendo el tono de otras bromas. O quizás solo estaba perdiendo el sentido del humor. Su viejo buen 49


humor. O tal vez se había convertido en una nueva mutante del maravilloso país de las nieves, y come on, Avril Lavigne hacía todo el trabajo sucio en su disponibilidad para ser romántica. Una nueva romántica. —Mamá…—la censuró su hijo. —Sorry. No, mi amor, esta historia es para adultos, no debería contártela. —Entonces contámela. —¿Querés? —Sí, ¡claro! Quiero saber, ¿cómo la mata? Quiero saber. —Le echa spray de pimienta en la cara. —¿La asfixia? —Le provoca alergia. —¿Asma? —Casi. Pero peor. —¿Y ella vomita? —Vomita como un grifo. —¡Qué bueno! ¡Qué asco! —Sí, es asqueroso. Y entonces muere. —¿Y dice algo antes de morir? —Pues, en mi historia no. ¿Debería decir algo? —Sí, debería decir algo como «jódete» o «maldita», no sé, mami. Vos sabés escribir mejor que yo. —«Jódete maldita». Me gusta. Tiene fuerza, «jódete maldita» —dijo ella, haciendo figuras con su voz. 50


Tun, tun, tun, ardía tu corazón

Era un modo de divertirlo, de acunarlo. Quería ser el motivo de sus risas descontroladas. Su chico todavía no había hecho de la risa un arma de seducción, permitía que las cuerdas vocales temblaran con cierta furia, agitando el viento, con la percusión salvaje de los cachorros. Su hijo era eso aún, un cachorro. ¿Y si no lo era? —«Jódete maldita» —repitió con mayor énfasis, con más teatro. —No, mami, son palabras separadas, se dicen separadas. —Jódete…maldita—, eso es gracioso. —Okay, ella dirá «jódete». —Y también debe decir un secreto. —¿Un secreto? No se me había ocurrido. ¿Algo del novio? —No, algo del espacio. Debe decir que el planeta que buscaban se estrellará contra la Tierra en tres días. —Eso lo vi en una película. —Y entonces él quiere recuperarla, salvarla del ataque del spray de pimienta, pero ya es demasiado tarde. —¿Demasiado tarde? Alejandro, ¿vos creés que es demasiado tarde? —Ella murió, mami —explicó el hijo con dulzura. A veces perdían la sintonía; ella se iba. Fade away. Fade away. —Claro, ella muere. —Pero podrías darle una segunda oportunidad. —¿Cómo? ¿Cómo? —Sí, exacto, ¿cómo sería posible eso? Últimamente las madres se largaban en busca de segundas oportunidades, derrochaban su vida, dejaban atrás la oportunidad más brillante, la mejor. No había pureza en las segundas oportunidades, todo era una fantasía, una absurda 51


fascinación. Victorias absurdas sobre batallas absurdas. ¿Cómo, Alejandro?, ¿cuál es el secreto? A veces, en el autobús, tomaba el asiento opuesto, para mirar cómo el paisaje era devorado por un tiempo que quedaba a sus espaldas. La loca del 911 le sonreía pero no dejaba de pedir ayuda. Era como un mantra o como un ataque de hipo: «help, help, help». —Con la máquina. —Claro, ¡la máquina! —Había publicado un libro de cuentos para niños. Se lo había permitido en medio de todo ese furor de relatos populares y crucigramas con motivos sexuales. Allí, en el mundo que ella había creado, un niño inventaba una Máquina de Segundas Oportunidades. La máquina era un abrelatas. Lo que más le gustaba a Alejandro era eso, el abrelatas. —Las cosas podrían arreglarse —dijo su niño. A veces hablaba como un adulto, o lo intentaba, hacía ecos a las frases hechas y las ponía en su vocabulario con la misma concentración con la que armaba rompecabezas. Ella sabía cómo él armaba rompecabezas, frunciendo el ceño, tomando cada pieza como si fueran diminutas bombas, en un estado de alerta que lo hacía transpirar. —Lo intentaré —dijo ella. Pero no era una promesa. Si en algo jamás le había mentido era en los finales de sus historias. No consideraba que su hijo fuera, en ese sentido, un lector como los demás. A él no quería mentirle. Ambos sabían que la novia del astronauta debía morir. Ambos sabían que en ese aspecto no había salida. En el fondo, tampoco el chico quería salvar a la novia del astronauta. La máquina había sido diseñada para otro tipo de gente, gente como ellos. Era simplemente eso. —Tengo sueño —dijo el chico. —Esperá...—dijo ella. —¿Qué? —Solo un momento… 52


Tun, tun, tun, ardía tu corazón

—¿Qué? —Te llamaré el fin de semana, vas a contarme tus sueños. Te llamaré tempranito. —Trataré de acordarme —dijo el niño. —Oye —dijo ella—, ¿sabés una cosa? Sé que no la sabés: te amo. Te amo. —Yo también —dijo el chico. La voz de la operadora, «ending call». La voz del conductor. «¿Alguien en Carlson?». Ella tomó la cuerda del timbre con toda la intención de halarla. Caminaría volviéndose cada tanto para mirar sus huellas en la nieve, los ojos diminutos de alguna ardilla, su propia respiración condensándose en la oscuridad. Entraría en su departamento, pondría las salchichas en el microondas y quizás dejaría que se pudrieran. Como todo. «Carlson Terrace, ¿alguien acá?», dijo el conductor. El viejo se dirigía a ella, no había nadie más en el autobús. Afuera, la nieve, azul, perfecta, penetrando en lo que de otro modo hubieran sido tinieblas. Si se tratara de algo más fuerte, pensó, podría pedirle una calada de la pipa, pero cómo lo diría: «May I try from your pipe?». ¿Acaso no era obsceno? Ella y sus malas traducciones. Era, por decirlo a su viejo modo, literatura menor. Otra historia fallida. Cerró los ojos y decidió continuar viajando.

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VOS NO ERAS VOS

El carnaval te daba miedo. Todo se transformaba de un modo tan incontrolable que temías desaparecer en ese vértigo de personas que mutaban, cuartos que chupaban sus muebles hacia las esquinas para dar lugar al baile, al agua, a los gritos y grititos. Te daba vergüenza confesar tu pánico. A los otros les encantaban esos tres días de horror. Los dos primeros parecían como de constante preparación, de entrenamiento, como si la gente se alistara para una especie de gran verdad a revelarse ese tercer día fatal. Llegaba entonces el martes y vos sabías que la mañana luminosa era una bomba de tiempo. Disfrazada de cielo claro y pajaritos contentos, la mañana se desgranaba en la tarde más terrible. Nada podía detener la espantosa gradación de las cosas. Las risas más estridentes, el agua más resbalosa, la carne sangrando lentamente en la parrilla. Y siempre alguna pelea feroz que te obligaba a buscar refugio en los cuartos traseros. Ese carnaval iba a ser idéntico a los anteriores aunque tu abuela estuviera enferma, tose y tose en su pieza, levitando en el vaho de Mentisán, apoyada en un montón de almohadas, como una reina caprichosa. Cuando la casa era ya un barco a punto de naufragar y las mujeres, tu madre incluida, parecían felicísimas de tener la ropa pegada a los muslos por los sistemáticos baldazos de agua que se arrojaban, te recluiste en el cuarto de planchar. El olor a lejía te tranquilizaba. Hundir tu cara en las prendas de algodón, morderlas, chupar la textura de las camisas de hilo. Entonces se acercó tu padre y te ordenó participar. Te negaste con la cabeza. 54


Tun, tun, tun, ardía tu corazón

Vení, no seas maricón. ¿O qué? Quisiste mirarlo a los ojos pero una nube cargada de ácido te separaba sin llegar a ponerte a salvo. Llorabas. No podías evitarlo. Tu padre odiaba que lloraras. Te voy a poner una bata, decía, una batita rosa pa’que te sintás cómodo llorando. Te escapaste por un costado y te metiste en el horno de barro. Salí, lloronazo, te decía tu padre. la ira.

Le gustaba enojarse, montarse en el caballo imparable de

Vos te contraías como un gato en el fondo del horno. Pensaste en tiznarte completo con los carbones viejos. Si no salís, prendo las brasas. ¿Me oís? Preferías morir achicharrado en las fauces de barro. Morir en la ley de tu abuela. Dejalo hombre, rezongó tu madre desde alguna parte que no podías ver. Su voz y la sombra de sus pechos en la pared no eran un consuelo. Vos lo has vuelto un mariquita, un blandengue, un… Las protestas de tu padre se alejaron hasta que por suerte el latido de la tamborita se las tragó por completo. Del carnaval eso era lo único que te gustaba, la mezcla dulce, tristona y pícara de la tambora. Podías sentir sus ondas sonoras avanzando por tus intestinos, explotando en tu corazón. Al rato saliste del horno. Tenías la inútil esperanza de que ya hubiese anochecido, que todo estuviera por acabarse y borrar de una vez, y ojalá para siempre, ese reino tenebroso de colores. Necesitabas algo. Consuelo quizás. Piedad. Te encaminaste hacia la pieza que siempre olía a Mentisán. 55


Tu abuela dormía semisentada. Respiraba a tropezones. Si no la hubieras amado tanto pensarías que era una bruja. Apoyaste tu cabeza en la orilla de la cama. Entonces sentiste el pulso tembloroso, la mano que solo una vez te había plantado un buen manazo por ponerte los tacones nuevos, por quebrarle el taco a un calzado tan fino. ¿De qué tenés miedo? Vos también te lo preguntaste. ¿Qué te asustaba tanto? ¿Las máscaras? No, no era eso. Ni siquiera las que parecían de piel humana te espantaban. Era más bien la ausencia de máscaras, las caras desnudas trastornadas por esa cosa sucia que el carnaval les pintaba. Podías jurar que el espíritu en purga de un asesino los había poseído a todos y era precisamente esa trampa total la que te helaba el cuajo. Mirá, dijo tu abuela con su bellísima voz de bruja, vamos a hacer una prueba: «Hoy vas a ser distinto». Te ordenó que abrieras sus cajones, que le alcanzaras el neceser, que te pusieras esto y lo otro, te pasó con un pulso tembleque y minucioso el labial colorado por tu boquita de chico, te indicó cómo ensartarte la peluca, te permitió tomar sus zapatos, unos de punta fina acharolada que no había tenido la ocasión de usar y que quizás ya jamás tendría —¡qué lujo de herencia!—, te metió dos bollitos de Kleenex bajo el sostén, su sostén de vieja, el «seno» rotundo donde la habías visto guardar billetes, llaves, maravillosos secretos; te dijo que eras pura belleza, te dijo que te quería. Cuando saliste al patio el olor a cebada casi te expulsa, pero te dijiste que vos no eras vos, que estabas protegido. Tu padre cantaba abrazado de dos amigos: «Cuando muera el carnaval yo también quiero morir». Lloraban los tres. Pensaste que se iba a sentir orgulloso. El hijo vencía sus terrores. Al principio no te reconoció. Ni él ni los otros. ¿Eras… o no eras vos? 56


Tun, tun, tun, ardía tu corazón

Entonces te animaste a ponerte los tacones y avanzaste despacito para no desbarrancarte desde esa nueva altura en el edén terrenal que se había desatado. ¡Papi!, dijiste. Tu padre te miró confundido y vos alzaste los brazos, como hacían todos, festejando la vida con una alegría como de muerte. Sí, alzaste los brazos al son de la tambora. Tun, tun, tun, ardía desbocado tu corazón.

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Ediciones Yerba Mala Cartonera Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

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DiseĂąo: Pablo Sanchez


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