Línea del ecuador narrativa

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LĂ­nea del Ecuador (AntologĂ­a de narrativa joven Ecuatoriana)

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© Línea del Ecuador, 2009 © Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2009. Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro. yerbamalacartonera@gmail.com http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Animita Cartonera (Chile), Ediciones la Cartonera (México), Santa Muerte cartonera (México), Yiyi yambo (Paraguay), Dulcinéia Catadora (Brasil). ______________________________________________________ Impreso en: Imprenta Villa Fátima Derechos exclusivos en Bolivia Hecho el depósito legal: 3-1-1101-09 Impreso en Bolivia ______________________________________________________

Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de los autores em especial de Augutso Rodríguez y J. Luis Cáceres..

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NARRATIVA

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Jorge Luis Cáceres SINFONÍA AGRIDULCE …all is full of love you just aint receiving… BJÖRK o bien, ...todo está lleno de amor sólo que tú no lo estás recibiendo...

(I) Puedo hacerlo, pensaba Ignacio mientras cruzaba el amplio jardín serpenteando las flores bañadas por el rocío matinal. El césped, crecido y ligeramente descuidado, se incrustaba en sus botas de gamuza a cada paso. El sol emergía como un titán en las alturas, no le guardaba rencor a Ignacio por lo que estaba a punto de cometer. (II) Del otro lado de la ciudad, el joven Santiago, egresado de la facultad de comunicación social, se alista para su primer día de trabajo, su padre movió algunas palancas dentro de un banco, propiedad de un amigo suyo, para que su primogénito entrara con pie derecho al mundo laboral. A Santiago, la actitud de su padre le molestó, pero, como es costumbre en las sociedades patriarcales, no tuvo más remedio que resignarse y hacer feliz a su progenitor. El desayuno no fue tan placentero como en ocasiones anteriores, el pan no supo igual y el jugo de naranja le provocó una vinagrera que cobraría su cuenta con el pasar de las horas. Ya en el trabajo, le asignaron una oficina, un computador, 5


un escritorio y, vía memo, sus funciones. Se encargaría de administrar la nómina de personal del edifico principal del banco, ¡es una broma!, tantos años transcurridos en la facultad aprendiendo a realizar reportajes y entrevistas, y ahora toda esa educación no le serviría para un carajo. Las palancas de su padre no sirvieron de mucho como para colocarlo en un lugar donde podría explotar sus conocimientos. Lo único reconfortante era la secretaria de su jefe, una mujer excepcionalmente hermosa de los pies a la cabeza. Santiago se percató cómo ella lo miraba con ojos golosos, y antes de encender el computador ya le había hecho el amor por lo menos un par de veces.

(III) Don Soto miraba, por la ventana de su habitación, el amanecer glorioso de un nuevo día, un nuevo día que clamaba a gritos ser descubierto y acariciado por los colores de las almas de la ciudad. Pero una vez más se iba a perder este espectáculo. Mirando los toros desde lejos, desde su ventana, ni siquiera se atrevería a abrirla para capturar los pequeños rayos de sol que se colaban por ella. Hace mucho dejó de hacerlo, desde aquel fatal accidente que le cercenó las piernas, atándolo para siempre a una silla de ruedas y a vivir en sus tinieblas. Con cada amanecer moría, con cada amanecer recordaba lo feliz que fue en el pasado, y le recordaba también su infeliz presente. Los reproches eran su compañía más llevadera mientras admiraba la felicidad de los niños jugando frente a su ventana. (I) Puedo hacerlo, pensaba Ignacio, mientras cruzaba el jardín de su casa. Llevaba varias semanas fuera de la ciudad debido a su trabajo y ya era tiempo de poner fin a su tormento. Había vuelto a consumir cocaína y el dealer, quien le suministraba antes de su matrimonio, se sintió contento con la llamada que Ignacio le 6


hiciera. La transacción la hizo lejos de su lugar de trabajo para no levantar sospechas entre sus compañeros, quienes lo consideraban un tipo serio y trabajador. Realmente, Ignacio no quería volver a ser el mismo tipo sucio y problemático, que causaba siempre malestar a los que lo rodeaban, pero no tuvo otra salida. Regresó a su cruz. El reencuentro con la droga tuvo lugar en la habitación donde se encontraba hospedado, sin testigos, sin preámbulos, sólo una inhalación fuerte y precisa para devolverlo donde empezó todo, antes de Celeste. Las lágrimas se apoderaron de Ignacio, sentía rabia en contra de sí mismo por convertirse en el paria que creyó haber superado, pero la pérdida de Celeste, su esposa, fue un golpe duro para él. Lo había preparado todo con anterioridad, contaba los días para llegar a casa, abrazar a su mujer y contemplar el fruto de su amor, el resultado de los días más felices en su vida. Pero, como siempre, nada le duró. Todo lo que mis manos tocan se convierte en polvo, en porquería, nuevamente lo he cagado todo, pensaba mientras inhalaba otra línea de coca. En los días anteriores, mientras esperaba regresar con desespero a casa, recibió una noticia devastadora, su esposa había muerto en el hospital, cuando daba a luz a su pequeña hija. No aguantó el parto y murió casi al instante. Ignacio se tragó las lágrimas para no levantar sospechas, no quería que sintieran lástima por él y por lo sucedido; la pequeña fue a parar al cuidado de sus padres, mientras él regresaba de su trabajo, para hacerse cargo de ella. El día de regreso a casa, los hombres se encontraban fervorosos, todos felicitaban a Ignacio por el nacimiento de su hija. Un jugoso cheque le fue entregado en la oficina del jefe, quien no desperdició la ocasión para congraciarse con el personal. Ignacio no tuvo más remedio que hacer de tripas corazón para no caer abatido por la pena. Ya en el bus de regreso a casa, pensaba cómo iba a ser su vida de ahora en adelante, sin Celeste para rescatarlo. Si dejo a la niña con mi padre le hará lo mismo que a mí. Ese bastardo me arruinó la vida y no permitiré que la historia se repita. 7


(II) Eran dos semanas las transcurridas desde su primer día de trabajo, al pequeño Santiago se podía decir que le estaba yendo bien, aparentemente, hasta el momento su jefe no le había puteado, era una clara muestra de lo bien que le estaba yendo. Con Francisca, la secretaria, las cosas se encontraban serenas, habían entablado una relación amistosa, plagada de cordialidad. De seguir así, pronto estará en mi cama, pensaba. Ella le contaba lo bien que iba en sus estudios, había empezado a estudiar leyes a distancia, el horario de trabajo no le dejaba el suficiente tiempo como para darse el lujo de asistir a clases presenciales, además tenía la aspiración de algún día llegar a conformar parte del cuerpo de abogados del banco. –¿Crees que lo logre Santiago? –¡Lograr qué! –¡Lo que te estoy contando!, llegar a formar parte del cuerpo de abogados del banco, parece como si no hubieras escuchado nada de lo que dije. ―¡Y cómo no vas a llegar!‖, pensaba Ignacio, con ese cuerpo podrías llegar a presidenta del directorio si te lo propusieras. Ignacio respondió afirmativamente y la invitó a almorzar. Hoy daría su estocada, no podía pasar un segundo más sin sentir su piel y probar su exquisita esencia. Pero su jefe se le adelantó. –Señorita Francisca, a mi despacho. –Sí doctor, respondió ella, sin antes dejar un beso en la mejilla de Ignacio. –Para otro día será lo del almuerzo. Hecho, respondió Ignacio con una mirada de imbécil sublime. (III) Los niños, que jugaban frente al ventanal de Don Soto, uno por uno, se fueron desvaneciendo como las horas incontrolables de cada día. Nuevamente solo, nuevamente enfermo, con sus pensamientos devastadores. Hoy no tengo ganas de caminar, de recorrer las calles con mi mente. Hoy no. 8


(I) El camino se tornó más largo de lo normal. No debí hacerlo, no debí haber probado esa porquería que ahora descansa en mi maleta de viaje. ¡Y si la policía realizara una redada y encontrase la maltita droga en mi maleta?, ¡seguramente me detendrían!, ¡me echarían del trabajo! y mis padres, como siempre, le darían la razón a los que me acusan, y Laura ¿qué pasara con ella? Será mejor deshacerme de esa porquería. –Me permites pasar para ir al baño. –Por supuesto, Ignacio, pero sé breve, estoy cansado y quisiera dormir. –No demoraré, te lo prometo. Ignacio se levantó con la determinación de tirar la coca por el sanitario del bus, tomó la maleta del descanso superior de los asientos y se dirigió rumbo al baño. Ya allí, abrió apresuradamente su maleta, del fondo sacó una funda blanca con una etiqueta imaginaria que decía: ―peligro, el exceso de este polvo podría causar graves daños en su salud y perjudicar a su familia‖. Tomó la funda de polvo como con pinzas, pero antes de lanzarla al sanitario, sus manos traviesas formaron una línea en su identificación laboral. Soy un fracaso pensó, ni para esto sirvo. Una vez más armó la maleta, sin antes cerciorarse de esconder la funda en el mismo lugar de donde la había tomado, luego retornó a su asiento para esperar el arribo a la estación de buses. (II) Un muchacho, más o menos de la edad de Santiago, tarareaba una canción pegadiza mientras esperaba su almuerzo. El restaurante, donde había escogido almorzar Santiago desde su primer día de trabajo, por lo regular se encontraba lleno de sujetos vestidos con trajes, algunos más elegantes que otros, de señoras con vestidos vistosos y otras con uniformes de trabajo. Notó que la sonrisa de aquel muchacho no era fingida como la de los demás. Esa tarde almorzaría solo como siempre lo hacía, 9


pero esta vez se dedicaría a observar a los demás comensales sin preocuparse del tiempo. La orden de comida, como de costumbre, tardó en llegar a su mesa, todavía no era un hombre importante, al menos no tanto para que la camarera se fijara en él, no le importó, esperó pacientemente. En la mesa del frente, escuchó una conversación acalorada sobre política, el opio de los pueblos, pensó. Dirigió sus sentidos a un lugar más fresco. En la mesa de su izquierda, un grupo de mujeres, algunas medianamente simpáticas, hablaban de lo bien que estaba el tipo que cobra el dinero en la caja y especulaban sobre cómo cogería. Las mojigatas se sonrojaban miraban de reojo a Santiago e intentaban bajar el tono de la voz para no ser escuchadas. Pero era demasiado tarde, Santiago lo había escuchado todo: ¿será que cuando yo no me siento cerca de ellas, hablan de mí? Se preguntarán qué tal cogeré o si me habré cogido a alguien en mi vida. Santiago sintió deseos de cambiar de lugar, pero, si lo hacía, seguro ellas se darían cuenta de que él las había escuchado. Han pasado como veinte minutos y la pendeja de la camarera ni siquiera me ha notado. Pero por otro lado esto me viene bien como para seguir observando la conducta de los otros. El muchacho sigue allí, como pretendiendo no importarle el mundo. De repente una mujer hermosa atraviesa la puerta del restaurante, todos los hombres nos quedamos en suspenso, inconclusos, seguro va donde el pendejo engominado, que siempre se sienta solo, igual que yo, al parecer tiene dinero, se le nota por su forma de vestir, o irá a buscar al de la caja, seguro va donde él, ¡estoy seguro!, con la suerte que se gasta ese cabrón para ligarse a todas. ¡No!, ni pensar donde el muchacho despreocupado, sólo basta con mirar su ropa, para saber que alguien así no podría aspirar a tanto. ¡No!,… ¡no lo puedo creer! En la mesa de fondo, el muchacho se levanta y le da un beso extremadamente acaramelado a la preciosa mujer. Ignacio no da fe a lo sucedido, aunque, luego reflexiona y recuerda sus años de facultad, con el pelo crecido, la barba de un par de días, despreocupado, con intenciones de ser un gran escritor, 10


posiblemente escribir teatro, o guiones de cine, con intenciones de comerse al mundo. Tenía una novia que lo dejó el mismo día en que su padre apareció con la gran noticia de su nuevo empleo. Lo dejó para irse con un estudiante de teatro. ¡Tanto cambié!, piensa, ¡o es el traje!, seguro me hace ver diferente. En el trayecto al restaurante venía especulando sobre la posibilidad de tirarse a la secretaria antes de lo pensado, ¡pero cómo cambian las perspectivas al mirar la vida de los otros!, ahora mientras se quemaba la boca con la sopa hirviendo que la pendeja de la mesera colocó en su mesa sin advertirle del contenido, medita sobre sus planes futuros. (III) Desde el día del accidente, Don Soto, no deja su casa, únicamente una mujer lo ayuda con la limpieza y le prepara la comida tres veces por semana, los demás días un restaurante ubicado cerca de su casa le manda la comida vía servicio a domicilio. No conoce bien a la persona que le ayuda a limpiar su casa, ni desea hacerlo, recibe la comida por una pequeña compuerta diseñada especialmente para que pase la bandeja de comida y nada más. Don Soto, es un hombre de dinero, dueño de uno de los bancos más prestigiosos de la ciudad, pero a raíz del accidente que lo postró se aisló por completo del mundo. Familia es lo que menos tiene debido a su soberbia. Cuando todavía caminaba y era un hombre de negocios prestigiado, tuvo la oportunidad de ayudar en más de una ocasión a los miembros de su familia, pero no quiso hacerlo. No confiaba en nadie, ni siquiera en su esposa. De amigos, ni hablar, los perdió a todos debido a su ambición en los negocios, a más de uno dejó en la calle o en bancarrota. No dudaba en hundir a sus adversarios hasta verlos rendidos a sus pies. Esa era la filosofía del viejo, ahora paga sus horas frente a un ventanal admirando la belleza que antes no quiso ver. Pero siempre a través de un cristal que le impide tocarla. ¡Me están robando!, estoy seguro de eso, o es la mucama o el joven del servicio a domicilio, tal vez se han emparentado y 11


planean asesinarme. Será mejor suspender el servicio a domicilio y cambiar de mucama antes que den el golpe. Ni crean que les va a ser fácil deshacerse de mí, he tomado mis precauciones, ellos no saben que tengo un rifle y que siempre está cargado. ¡Qué lo intenten! Al primero en atravesar esa puerta le vuelo los sesos. (I) Ya en la estación de buses, Ignacio toma su maleta y se la coloca sobre el hombro, va ligero de equipaje como es su costumbre, no le gusta cargar con mucho peso, incluso en su vida siempre ha sido así. La presión lo incomoda y ahora se siente angustiado, incómodo con los abrazos y felicitaciones de sus compañeros de trabajo. Cree que es un mal sueño y huye de él para refugiarse en el baño de la estación de buses, rebusca nuevamente en su maleta hasta dar con su condena. Una línea más y todo habrá terminado. (II) Santiago, después de haber comido un almuerzo grandioso, se dirige hacia la caja para cancelar lo consumido sin quitar los ojos de encima del gran beso que aquel muchacho le está robando a la hermosa mujer, siente envidia porque sus manos no son las que rozan el trasero de la chica. ¡Tengo que salir de aquí! o me volveré loco, tengo que ver a Francisca para coronar la hazaña de estar con ella. En el camino rumbo a su oficina va preparando el terreno para sorprender a Francisca, tengo suficiente dinero como para invitarla a un buen lugar y beber algunos tragos –piensa tocándose la billetera–, auto, ¡por supuesto!, una mujer así, a pie ¡imposible! En el camino se encuentra con un viejo amigo de la facultad, que le cuestiona por haberse perdido por tanto tiempo. Ignacio pone como pretexto al trabajo y su horario agotador. Y tú a qué te dedicas, pregunta Ignacio, éste responde que acaba de entrar a trabajar como guionista en una obra de teatro, Ignacio siente envidia. Yo debería estar allí y no tú, yo tenía mejores notas en la facultad y 12


soy mejor inventando historias. Para no permitir que su envidia le gane a la poca cordura que aún le sobra, Ignacio pone la excusa de ir tarde a una reunión importantísima en la oficina. Se despide estrechando con fuerza la mano de su amigo y lo felicita por su trabajo. A lo lejos lo observa con una media sonrisa fingida, nunca creyó llegar a sentir envidia. Hasta ahora.

(III) Don Soto realiza una llamada al gerente de su banco para ordenarle que antes de terminar la semana busque nuevo personal para su casa, de lo contrario, será él quien tenga que buscar otro empleo. Lo hace enfadado, todavía le quedan fuerzas para dar órdenes, aunque no para dar la cara. Por eso nunca ha visto a la muchacha de servicio, no sabe su nombre, ni dónde vive, ni le interesa, prefiere sumirse en sus pensamientos. Recuerda cómo él era, con sus finos trajes planchados a la perfección, el cabello muy bien peinado, con olor a éxito por todas partes, los saludos cálidos y afectuosos del personal del banco, siempre admirado, siempre envidiado por ser él, por ser un Soto. No recuerda mucho a su mujer, quien, con el pasar de los años, se volvió fría e indiferente, auque la recuerda como una flor marchita que no podía lidiar con su éxito. Siempre tan callada, tan ebria como para prestarme la atención que merecía, por eso no tuve más remedio que aislarla de mí y de mis negocios. La otra cara de la moneda era su hijo, el mayor, Gonzalo. Destinado a ser el heredero de toda su fortuna, frío y calculador como su padre, sin escrúpulos para los negocios y para mantener engañada a su mujer con su secretaria, y a ésta con otra amante que la tenía muy bien guardada. Don Soto piensa ―mi hijo era un verdadero varón, digno de su padre‖. Al recordarlo llora como un niño, yo he tenido la culpa, vuelven los remordimientos, sufre por él y por su hijo, lo demás no le interesa, su mujer ya estaba muerta antes del accidente y su hija no servía para nada más que para abrir las piernas y añadir más 13


herederos al pastel. Vuelca su vista al ventanal, reconoce el sonido de una moto acercándose, es el muchacho del domicilio. ¡Ni que se atreva a entrar por esa puerta, por que le vuelo los sesos!

(II) Santiago, al llegar a su oficina, enciende el computador para ponerse al tanto con los e-mail recibidos. La bandeja de entrada está a punto de explotar. No ha podido atender a todos los pedidos y hay dos tipos que se las están dando de vivos, reportan en sus expedientes continuas faltas al trabajo. No tiene otra salida y se ve en la obligación de reportarlos. Seguro les harán llegar un memo llamándoles la atención. Cada día me gano más enemigos en este puto banco. Se ha percatado que Francisca no está en su puesto de trabajo, al igual que su jefe. No presta importancia, total, su jefe nunca está en su oficina, o está en alguna reunión o está tratando de ver la manera de llenarse aún más sus bolsillos. Da un clic al mouse del computador y abre el procesador de palabras para preparar el memo que sentenciara a los dos tipos, o son ellos o soy yo y mejor que sean ellos los que paguen las consecuencias por no hacer bien su trabajo. Nunca hubiera actuado así, pero el encierro y la falta de oxígeno de su oficina han nublado su forma de actuar, la frialdad se está apoderando de Santiago y él ni siquiera se ha dado cuenta. En las pequeñas acciones es donde se hace más latente la frialdad, aunque no lo piense o se haga de oídos sordos para escuchar a su conciencia, el rato menos pensado Santiago volteará a mirar atrás y se dará cuenta que se ha convertido en un tipo parecido a su jefe, o peor aún al vegetal dueño de ese banco. Los memos han llegado a su destinatario, el jefe de personal agradece a Santiago por su eficiencia. Hay que castigar a estos malos elementos, sólo con mano dura es como entienden estos vagos. No quieren trabajar, no quieren progresar en la vida. Santiago se extraña por la felicitación abrumadora del jefe de 14


personal, mira los documentos de despido sobre su escritorio, no era para tanto, piensa, no quise que pasara esto. Gracias a su extrema eficiencia dos hombres a los que ni siquiera conoce se han quedado sin empleo, sólo porque cometieron una falta. ¿Y si tienen hijos o esposa?, ¿y si están enfermos?, ¿y si chocaron el auto?, ¡y si!,…!y si!…, pero ya está hecho. Antes de despedirse de Santiago, el jefe de personal le solicita hacer firmar las cartas de despido al doctor Flores. Lo felicita nuevamente y le desea éxitos profesionales. (III) Allí está el maldito del servicio a domicilio, y la mucama, lo sabía, se conocen, son cómplices en este complot en mi contra, ¿quién los habrá mandado? seguramente alguno de mis ex socios, estoy seguro, han sido ellos, o Flores, ese pelafustán, nunca debí hacerlo gerente del banco. Por eso los colocó aquí, para quedarse con todo. Pero lo tengo preparado, primero me deshago del problema de los empleados y luego me deshago de Flores, como a un perro, como en los viejos tiempos saldaba las cuentas con mis adversarios. Don Soto, muchas veces actuó de manera criminal; en el mundo de los negocios todo vale, nada es extraño y oculto. Así fue como gran parte de sus socios fueron a parar al fondo del río o tres metros bajo tierra. No ha nacido la persona que pueda robar a un Soto, aún no nace. Don Soto desconoce que su propio hijo, su orgullo, fue el primero en desfalcarlo, digno hijo de un Soto, y un as para los negocios, mediante movimientos bancarios que su propio padre enseñó, empezó a engordar una cuenta bancaria en el exterior con nombre ficticio, una cuenta a la que sólo él tenía acceso. Gonzalo esperaba largarse un buen día dejando todo atrás, incluso a su padre para rehacer su vida, odiaba trabajar en el banco, pero le mentía al viejo haciéndole creer que se encontraba a gusto trabajando a su lado. De pronto, la puerta sonó. Son ellos, están preparados para deshacerse de mí. –¿Quién es? 15


–Don Soto, es el muchacho del servicio del restaurante. –Que deje la comida donde siempre y se largue pronto. A propósito, cuando se vaya deje aldabada la puerta de calle, es todo, puede retirarse. –Está bien, Don Soto, así lo haré. No se han ido, piensa el viejo, están esperando la noche para dar el zarpazo, pero pronto se llevarán una sorpresa, ya lo verán, estoy preparado. (I) El bus se retrasó más de la cuenta, ya casi va a amanecer. El chofer del bus se justifica culpando a la lluvia. Ignacio sale del baño de la estación de buses, sus compañeros ya han desaparecido, a muchos los han venido a ver sus familias, sus hijos los reciben con cariño. Ignacio aprovechó la visita al baño para darse una ducha y mudarse de ropa, se ha puesto algo cómodo, unos jeans, sus botas de gamuza (son sus preferidas), y una camiseta blanca. Pese al frío, Ignacio prefiere estar cómodo porque sabe que pronto saldrá el sol, quiere llegar a su casa antes de que todos despierten y darles la sorpresa. ¡Qué hermosas botas compañero!, dice uno de los empleados de la estación de buses. –Le gustan, son de gamuza. –Pues están muy bonitas. –¡Claro que son bonitas! De niño, una tarde, el padre de Ignacio lo llevó a comprar sus primeras botas. En aquellos tiempos la relación con su padre era normal. Estaba muy contento, casi nunca estrenaba nada nuevo. Su madre se había ido de viaje a visitar a la abuela, quien se encontraba muy enferma. Al entrar, pudo observar al maestro zapatero, él tenía en su mano una navaja muy efectiva para el trabajo de cortar el cuero, aquel hombre los atendió con amabilidad, el padre de Ignacio aprovechó el momento para contarle que aquel viejo maestro le había confeccionado sus primeras botas. A Ignacio le encantó verse rodeado de tantos zapatos, había botas de todos los colores y tamaños, con 16


diversos diseños y estampados. Mientras el viejo maestro le tomaba las medidas y le preguntaba a Ignacio sobre sus gustos para el diseño, el rostro de su padre fue cambiando, ya no era el mismo con el que había entrado a la zapatería, su rostro se tornó áspero, duro, rabioso. Ignacio no entendía aquel repentino cambio de conducta. Ambos salieron de aquel lugar rumbo a casa, sin antes dejar cancelada la totalidad del par de botas. Ignacio se sentía feliz por el regalo, su padre no dijo nada camino a casa. No quiso preguntar sobre su estado de ánimo para no molestarlo. Al llegar a casa, el padre el Ignacio le ordenó subir inmediatamente a su dormitorio. Al cabo de unas cuantas horas, la puerta de su dormitorio se abrió y pudo observar la silueta de su padre empapada en sudor, quien sollozaba y respiraba angustiadamente. Ignacio lo escuchó pero no quiso decir nada, simulaba estar dormido. El aliento de su padre evidenciaba alcohol, había bebido. Perdóname, niño mío, decía mientras lo tocaba por debajo de las sábanas. –Señor, se encuentra bien, señor,…señor. Ignacio recordó lo que tanto le costó olvidar. No le dijo nada al hombre de la estación de buses y salió a la calle en busca de Laura. (II) A qué horas se dignará en aparecer el cabrón de mi jefe, pensaba Santiago mientras miraba páginas prohibidas en Internet, si me pescan, aquí se acaba todo, y luego a lidiar con mis padres. La hora de salida ya había pasado y ni rastro de su jefe, ni de Francisca. ¡Cinco minutos más y me voy!. La curiosidad lo atormentaba y decidió verificar la hoja de vida de los desdichados a los que había hecho despedir. A ver, a ver, sí, aquí están, los dos padres de familia, ¡qué cagada! Siguió leyendo el expediente, casados, sueldo, el indispensable para no morirse de hambre en este país, profesión, no la tenían. Y ahora dónde van a conseguir trabajo, quién los va a querer contratar si no tienen profesión. Si a los que tenemos profesión nos resulta imposible conseguir trabajo, peor a quienes no la tienen, el remordimiento lo ató a su escritorio, los cinco minutos de espera 17


se transformaron en horas, en días, sentado frente a la pantalla del computador que decía en una de las páginas. ―Si quieres agrandar tu pene para brindar más satisfacción a tu pareja ¡llama YA! al número en pantalla‖. (III) La bandeja de comida cayó suavemente en la compuerta de la habitación de Don Soto. Siguen allí, me vigilan y el huevón de Flores no aparece para decirme las novedades del día y desenmascarar a estos bribones. No diré nada, ni gracias, ni una palabra. Que piensen que estoy dormido. (I) Ignacio tomó un taxi, para ir a casa. –¿A donde señor? –A los Altos del Valle, por favor. La carrera del taxi no le saldría del todo barata, pero, con el bono que ganó por ser padre primerizo podría sustentar los gastos, un amigo que hacía las veces de prestamista le hizo el favor de cambiarle el cheque para que no llegue con las manos vacías. La bolsa con la coca aún seguía en su maleta, no se atrevió a botarla, ni a dejar atrás sus recuerdos inconclusos. Una lágrima brotó de sus ojos recordándole el aliento de su padre inundando su piel. Su madre nunca supo lo sucedido, la muy ingenua cree que el distanciamiento entre Ignacio y su padre se debe a una pelea sin importancia. Los recuerdos lo han llevado hasta Celeste. Si es niña se llamará Laura, decía Celeste, cuando le contó a Ignacio que se encontraba embarazada. ¿Y si es niño? –preguntó Ignacio. Entonces se llamará como tú. Ignacio quiso explotar en llanto, pero los ojos del conductor clavados en el espejo retrovisor dieron marcha atrás a sus lágrimas. Cuando conoció a Celeste, no fue amor a primera vista, tuvo que luchar muy duro para conquistarla. Al principio ella tenía miedo, Ignacio tenía una fama muy bien ganada en la Universidad, era el típico patán, siempre metido en líos, de esos tipos que a 18


la mayoría de mujeres les encanta. Celeste lo rescató, pintó de celeste su vida, Ignacio cambiaría para bien junto a ella, se regeneró, dejó de beber, dejó las drogas, se puso en paz con su pasado, aunque sin perdonarlo del todo. Una sinfonía dulce tocó su puerta, teniendo como principal solista a Celeste. Al poco rato de conocerse se comprometieron en matrimonio y se casaron. Las noches furtivas de amor desembocaron en un precioso regalo. Ignacio quería que la niña se parezca a su madre, con el cabello rubio, con los ojos buenos y sanos, con bondad, no iba a permitir que nadie les hiciera daño, su historia no se repetiría jamás. Se irían a vivir lejos para no estar junto a la familia de Ignacio. Tenía todo bajo control, pero con la noticia de la muerte de su esposa, el castillo que iba a proteger a sus princesas se desmoronó como un castillo de naipes de cristal. –Llegamos señor, estamos en los Altos del Valle, quiere que pase hasta su casa o lo dejo en la entrada. –Aquí está bien, me vendrá bien estirar las piernas, dijo Ignacio despidiéndose del gentil conductor. El sol aún no aparecía en toda su magnitud, estaba cubierto por unas pocas nubes juguetonas. Ignacio se colocó la maleta al hombro y comenzó a transitar el último recorrido hacia Laura. Se sentía descontrolado, nervioso, impreciso en sus ideas, ya no podía pensar con claridad. Aprovechando la aparente oscuridad que aún flotaba por los rincones, tomó la bolsa de polvo e inhaló una línea más de coca. Sus palpitaciones volvieron a estabilizarse. Al estar frente al portón de su casa, la decisión que había tomado en el viaje ya no le parecía la adecuada, inhaló otra línea, pensaba; si Celeste estuviera en mi lugar haría lo mismo, no permitiría que nada malo le sucediera a Laura. Puedo hacerlo, pensaba Ignacio mientras cruzaba el amplio jardín. (II) Santiago guardó las carpetas con las hojas de vida de los trabajadores despedidos antes de que alguien se diera cuenta que 19


había tomado información confidencial. Pese a ser el encargado de supervisar al personal del edificio, esa información estaba restringida para él. Todavía hay tiempo, revisemos la hoja de vida de Francisca. Buscó en la letra O, de Otero, Francisca Otero, soltera, veintitrés años, instrucción secundaria, etcétera, etcétera. Santiago aprovechó para anotar la dirección de su domicilio y sus números de teléfono, pensó que si esta hoja de vida le hiciera justicia, debería decir: medidas: 93, 60, 95, ojos color miel, piel color canela y un cul… Pero así como en la vida, la verdad muchas veces dicha no siempre es verdad y las palabras lo disimulan todo, lo pintan todo color rosa o todo color de hormiga, depende del humor del escritor de la historia. Los cinco minutos se terminaron, ¡no esperó un segundo más!, y, con respecto a Francisca, todavía había tiempo para conquistarla. Santiago salió de su oficina, cerró la puerta percatándose de que estuviese bien asegurada, caminó rumbo al ascensor, pero éste, para variar, se encontraba averiado. Eran veinte pisos hasta la planta baja. Si descubro quién dañó los ascensores haré que lo despidan. Abrió la puerta para dirigirse a las escaleras, al estar allí escuchó dos voces en la parte superior de la azotea, alguien estaba gimiendo. Sigilosamente dirigió sus pasos al origen de aquellos ruidos y ¡oh sorpresa!, Francisca divirtiéndose con su jefe, el doctor Flores. Él la tenía contra la pared y ella parecía disfrutar el momento. Ignacio no supo si irrumpir en la escena e insultarla o tirarse por el barandal de las escaleras, así llegaría más rápido hasta el lobby del edificio. Sigilosamente, se quitó los zapatos, al bajar por las escaleras, sintió deseos de explotar. Los jefes siempre ganan, pensó. Adiós planes con Francisca. La muy puta, me leyó la mente con respecto a lo de utilizar mejor su cuerpo. ¡Debe ser eso! Ya en el lobby, se calzó, se despidió del guardia y fue en dirección de su auto. Aún el sol no se había ocultado, era tarde pero había algo de luz en su sendero, no estaba perdido. No del todo. 20


(III) Todo está en silencio, se habrán ido o seguirán esperando que me quede dormido para acabar conmigo, no lo lograrán. Ese maldito de Flores, tiene los días contados en el banco, es un inepto, si mi hijo estuviera a mi lado nada de esto habría pasado. Pero no presté atención a las advertencias que él me hizo. No debí manejar esa noche, soy el único responsable por haberlo matado y por quedar postrado en esta silla de ruedas a merced de aquellos bribones. Don Soto ha abandonado la pose eterna frente al ventanal, los pájaros han dejado de trinar, las hojas caen anunciando el otoño con el crujir de su llegada al piso. Espera impaciente que la puerta se abra para acabar con la incertidumbre que le produce el no controlar las acciones de su propia vida, es el precio a pagar por haberse comportado como un déspota. El rifle está cargado, hay suficientes balas para todos. Su mente ya no lo proyecta a los campos llenos de flores frescas que recorría en su niñez cuando aún no conocía el sabor del dinero y los sinsabores de la ambición. El silencio lo perturba, presiente que sus días están contados. La mucama y el muchacho del servicio a domicilio son ajenos a lo que está ocurriendo al interior de la habitación de Don Soto, hasta que escuchan un ruido seco, y un lamento. Parece que el viejo se ha caído de la silla de ruedas, comenta la mucama, solicitando la ayuda del muchacho. Don Soto, en el interior de la habitación, se lamenta por lo sucedido pero lamenta más la suerte del desgraciado que se atreviese a entrar en su habitación. De pronto, el manillar de la puerta gira, Don Soto toma su rifle y se dispone a fusilar al primero que irrumpiera en la habitación. La mucama desconoce las intenciones del viejo y es la primera en entrar. Una ráfaga se dispara de improvisto, ella cae rendida en el suelo, la ha matado de un solo disparo. Don Soto se siente feliz por haber recuperado el control. El muchacho del restaurante observa atónito y desconcertado lo ocurrido, sin moverse del lugar para no ser visto por el viejo francotirador.

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(I) Eran como las seis de la mañana cuando Ignacio llegó a su casa, depositó su maleta en el césped, crecido y ligeramente mojado. Sin hacer ruido abrió la puerta principal, sus padres aún dormían profundamente, dirigió sus pasos hacia la habitación en donde ellos reposaban plácidamente, los observó por un momento sin hacer el mínimo ruido, luego, caminó hasta la cocina, abrió uno de los cajones y tomó un chucillo corto, se le vinieron a la memoria las manos ágiles del maestro zapatero sujetando un chucillo de similares características y el rostro frío y lúgubre de su padre aquella lejana tarde. Caminó en dirección a la habitación que con tanto esmero preparó para Laura, la había pintado y decorado, con figuras de animales sonreídos, con muñecos de felpa con los que luego, seguramente, ella jugaría. Las paredes las pintó de celeste, su color preferido. La niña aún dormía, parecía disfrutar de un sueño placentero y acogedor. Ignacio tomó una silla y contempló a la niña por un momento, se parece a Celeste. Se levantó muy pausadamente, las gotas de sudor caían por su frente estilando su camiseta blanca. Sus ojos sanguinolentos, producto de la cocaína, se reflejaron en la hoja del cuchillo, por un momento, desconoció aquel rostro, le pareció haber visto el rostro de su padre el día donde su inocencia murió. Desconcertado, elevó el cuchillo por encima de su cabeza y se preparó a dar fin al tormento que lo acongojaba desde que conoció la noticia de la pérdida de Celeste. No hay futuro para los dos, tarde o temprano esto iba a suceder, pensaba justificando sus acciones y la decisión irrevocable que había tomado. Laura se mostraba imperturbable hasta que una gota de sudor del rostro de Ignacio cayó besando su pequeña frente, despertándola. Pero antes que Laura arrancase en llanto, Ignacio aceleró su mano en dirección a la pequeña niña, atinando un golpe efectivo y mortal. Puedo hacerlo, pensaba Ignacio mientras guardaba el cuchillo en el fondo de su maleta. Tengo la seguridad que este día será un misterio, incluso para mí. 22


(II) La decepción del pequeño Santiago fue interrumpida por las sirenas de los carros de policía, se dirigían rumbo a la casa del viejo Soto. Seguro murió el viejo, pensó Santiago, es lo mejor para todos, excepto para mí que me veré obligado a soportar al pedante de Flores como máximo directivo del banco. Vaya suerte he tenido este día. Santiago nunca fue adepto a las aglomeraciones, lo único que esperan es el chisme. No tuvo ganas de saber lo sucedido en la casa del viejo, aprovechó el camino libre de tráfico vehicular y puso en marcha su auto. Manejó rumbo a casa de sus padres, algún día no muy lejano será suya, por ser hijo único. Aún aturdido por lo acontecido, pensó deshacerse de aquellos sentimientos torpes que sentía por Francisca llamando a algún amigo para tomar unos tragos. Tomó su celular y comenzó a buscar amigos a los cuales podría llamar para ahogar sus penas, no encontró a ninguno, pensó, a mí tampoco, nunca, nadie me llama. Encendió su auto y tomó la vía que siempre solía tomar tanto para ir al banco como para retornar del mismo, encendió la radio y escuchó una noticia perturbadora: un loco había matado a su hija recién nacida por la mañana, se trataba de Ignacio Prado, reconoció el nombre al instante, pues él mismo había hecho que lo despidieran esa misma tarde. La noticia lo impactó. Decidió apagar la radio, no estaba de humor para escuchar a algún locutor hablar sobre lo feliz y justa que es la vida. Manejaba por el carril del centro, no le gusta la velocidad, prefirió ir tranquilo. A medida que avanzaba por la carretera, las nubes que cubrían al sol se disiparon mostrando la grandiosidad de un final de tarde multicolor, para qué música, con esta sinfonía dulce es suficiente. Al llegar a casa tomaré mis cosas, saldré de allí y comenzaré a mandar en mi vida, pensó Santiago mientras los rayos de sol perforaban el parabrisas y le cacheteaban la cara despertándolo de su letargo.

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Bolívar Lucio EL SEÑOR ADRIÁN I La pensión cierra todos los días a las doce de la noche y abre a las seis de la mañana. Los inquilinos antiguos se ganan el derecho a su propia llave y los nuevos tienen que timbrar cuando llegan por la madrugada. Esa mañana —había abierto cinco minutos antes— llegó una mujer, rubia, gafas oscuras, algo pasada de peso. No traía equipaje, pero me preguntó si tenía habitaciones disponibles para una estadía que podía durar meses. Le dije que sí, que las tenía disponibles por el tiempo que fuera; pero cuando saqué debajo del mostrador el libro de registros y le alargué un esfero, me dijo que no era ella quien se hospedaría sino un amigo que llegaría esa misma noche. He vivido tantos casos que no me pareció extraño. Le dije que guardaría para su amigo la habitación número siete. Ella sacó de su cartera el dinero para pagarme un mes por adelantado y firmó con su propio nombre el libro de registros. Mi turno terminó a las siete de la noche. Comí y más tarde, con unos amigos, fuimos a tomar unos tragos. Llegué pasada la una y encontré al encargado dormitando, con la cabeza apoyada sobre los antebrazos en el mostrador de recepción. Se despertó cuando me sintió llegar. ―¿Todo bien?‖, le dije. Me contestó que sí. Vi que la llave del siete seguía en su gancho y me fui a dormir. Al día siguiente bajé al primer piso y encontré al encargado, repuesto luego de un largo sueño. Vi que en el gancho faltaba la llave del siete. Hay una puerta detrás del mostrador que conduce a un baño, en el lavabo recogí agua para la cafetera eléctrica, cambié el filtro de papel y abrí el periódico del día. 24


Pregunté al encargado que recogía sus cosas para marcharse. ¾¿Quién esta quedándose en el siete? ¾Un tipo, un viejo que nunca habló. ¾¿Llegó? ¾A mitad de la madrugada, serían las tres. Me dio un susto porque empezaba a quedarme dormido. No dije nada. —Oye, ¿podríamos cambiar de turno hoy? —preguntó—. Vengo la tarde, me cubres la noche. Tengo una cita. —Sí, no hay problema. ¿Vuelves en la tarde entonces?—, era sábado. –Listo. Dije que ya no hay casos que me extrañen, pero la circunstancia en la que había llegado el huésped del siete había despertado mi curiosidad y la madrugada del viernes parecía una buena oportunidad para encontrármelo. Le supuse hábitos nocturnos; no tenía ninguna certeza, en ese punto era solo eso: curiosidad, tampoco quería encontrármelo. Tomé previsiones. Trabajé hasta que llegó de nuevo el encargado, almorcé a las tres de la tarde y luego de dar un paseo por las calles del barrio sin fijarme en nada, volví a mi habitación para intentar dormir y estar fresco toda la noche. Dormí a saltos, soñando que forzaba las puertas de la pensión. Me levanté, bajé las gradas y vi que el encargado estaba listo para salir. —Más tarde llegará una pareja de la Costa. Se quedan hasta el domingo, les di la quince. —¿Algo más? —No, es todo. Parece que tendrás una velada tranquila. Y gracias. Te veo mañana. —Suerte. Dos o tres llamadas —timbran ebrios y números equivocados—, 25


tres tazas de café y la contabilidad atrasada de la pensión me mantuvieron alerta. Esa noche, el inquilino del siete no apareció. II A la tercera semana llegó una carta. Reconocí en la dirección del destinatario (no tenía remitente) la caligrafía, la misma de su nombre en el libro de registros, la de la mujer; decía: Señor Adrián Prado Pensión Villers Oud Habitación 7 Lo apropiado hubiese sido deslizar la carta debajo de la puerta; pero algo se había confabulado en contra de mi curiosidad —en veinte días no me había cruzado ni una vez con el huésped del siete—, y saber su nombre no me pareció suficiente. Dejé de pensar en la carta, la guardé entre las páginas del libro de registros y me senté a esperar, convencido de cierto magnetismo de la carta o de la mujer. Estaba al teléfono cuando apareció. Era él, no podía equivocarme. Me sorprendió que fuese mucho mayor de lo que había imaginado, tendría unos setenta años. Entre su presencia en la pensión, la de la mujer el primer día y la llegada de la carta, había una relación que comprendía menos. Le hice un gesto, acercando el pulgar al índice, para que me esperara un momento. Sin pensar en lo que hacía sino en él, terminé de atender la llamada. Mi huésped vestía traje de paño, oscuro, serio, demasiado abrigado para la estación, pero él daba la impresión de haber caminado la noche de un otoño austral, porque cuando me extendió la mano para saludarme, sentí su piel de reptil, de intemperie. —No puedo asegurárselo todavía pero pienso que me marcharé al final de esta semana. Entiendo que todo está arreglado. —Lo está. Su alojamiento está cubierto para la semana entrante también —le dejaba hablar, sabía que la carta era la señal que 26


necesitaba para confirmar su partida. —Lo supuse, gracias —hizo el ademán de marcharse. —Ah, ¿señor Prado? —mi voz sonaba artificial— esto llegó por la mañana. El hombre intuyó que, retrasando la entrega de la carta, había intentado obtener más información de la que estaba dispuesto a dar. Recibió la carta y la leyó ahí mismo. Dos pliegos, la misma caligrafía holgada. —Sí, me marcharé al final de la siguiente semana —dijo. Guardó la carta de nuevo en el sobre, la rompió por la mitad dos veces, arrugó los pedazos y se los guardó todos en el bolsillo. Caminó en dirección de las gradas. La campanilla de la puerta de acceso sonó y entró el encargado de la noche. Disminuyó el ritmo de sus pasos al reconocer al huésped del siete cuyos pies se habían clavado al piso y miraba fijamente sin alcanzar a nadie. Dijo buenas noches al hombre que, de pie en el rellano, no se decidía a nada aún. Conversamos como si su presencia no nos importara mientras esperábamos que el hombre hiciera algo. No transcurrieron dos minutos pero el aire se había recargado. El puño que había apretado los trozos de carta permanecía invisible y abultaba el bolsillo de su abrigo. Cuando fue necesario romper la tensión, me despedí hablando en voz alta. Como si fuera la señal que el anciano esperaba, giró el cuerpo en dirección a la puerta y salió. Di alguna instrucción final, tomé mi chaqueta y yo mismo salí a la calle, diciendo que iba a buscar algo de comer. Adrián Prado no había alcanzado la esquina y decidí caminar hacia allá. Como si entreviera una intención que yo todavía no formulaba, volvió a matar mi curiosidad. Despacio, empezó a rehacer el camino, venía hacia mí. No dejé de caminar, nuestras miradas se encontraron un instante. Nos cruzamos frente a un café cercano, El Caracol, al que no pensaba entrar. Fingí que era 27


mi destino. Le hice un saludo con la cabeza. No respondió. III La semana fue tediosa, pocos huéspedes, cuentas atrasadas, llovió cada tarde. A diferencia de los primeros días, Adrián Prado se dejaba ver con frecuencia, salía por unas horas y llegaba con el traje de paño empapado. Volví a seguirlo en varias ocasiones, pero era escurridizo y encontraba la manera de despistarme cada vez. Empecé a preocuparme por él, a tenerle una lástima como la que, de cuando en cuando, me tengo al suponer que no hay otro sitio para ir que la pensión; solo que el viejo parecía abatido por la partida. Me pareció que era de esos hombres que tienen que vivir huyendo siempre, que no son por completo responsables de los motivos de su huida pero tampoco los evitan, o huyen porque no tienen de qué huir. Había empezado a detestar a la mujer; la imaginaba cruel, mezquina, responsable de todo. Adiviné que su carta fue breve y decepcionante. Sospechaba también que ella tenía el poder de alargar o suspender sus estadías. Al principio, cuando no había visto al viejo y solo escuchaba sus pasos sordos en el piso superior —sigiloso siempre, provocando un silencio que no parecía el de un ser animado—, las pocas palabras que crucé con la mujer fueron otra vuelta de tuerca a lo desconocido que permanecería desconocido; pero ahora que lo veía a diario y cada gesto suyo era una provocación o invitación sutil para conocerlo, me atreví a pensar que la rubia no tenía nada que ver con él. Era consciente de que empezaba a regalar espacio a las elucubraciones y los puntos que no reconocía en la realidad eran claros y palpables en la imaginación, de modo que al tercer día de la última semana notaba, sin que pudiera objetarlo, que el viejo aparecía en la recepción, abrigado, sin paraguas, listo para salir a pasear a la hora que terminaba mi turno. 28


Había aprendido trucos de persecución. Si me mostraba desinteresado o negligente, si caminaba cabizbajo y distraído a El Caracol para tomar unas cervezas, el paseo del viejo tomaba otro curso. Era una celada. Pasaba frente al café de la esquina como invitándome, se exponía con una torpeza que le sabía improbable. Nunca estuvo mejor la persecución como cuando me dejé perseguir y Prado me daba pistas que —él lo supo— yo interpretaría a su manera. Hacia el quinto día —era viernes—, ya no tenía que buscarlo con la mirada porque parecía que estaba en todas partes. Esa noche, casi a la fuerza, sometiéndome a otra rutina, otra vez los amigos, las mujeres itinerantes, lo vi cuando caminaba al Mr. P.C. para encontrarme con una amiga. Un taxi redujo la velocidad. No se detuvo pero fue como si la escena hubiese estado preparada para que yo viese al viejo en el asiento de atrás, sentado muy recto; su mirada muerta, como de estatua, atravesaba el cabezal del asiento y la nuca del conductor. Más tarde, en el Mr. P.C., aunque no le vi la cara, reconocí el traje de paño oscurecido por la humedad. Mis amigos me preguntaban si me ocurría algo, si esperaba o buscaba a alguien y yo decía que no. Antes de contestar terminaba lo que fuera que haya tenido en el vaso, pedía otro, repetía que no, no buscaba a nadie. Cerca de la madrugada ya estaba borracho. En la penumbra confundía situaciones, y en los intervalos en los que me encontraba murmurando al oído de mi sorprendida y expuesta amiga, fijaba con dificultad la vista en la esquina oscura donde, según yo, Adrián bebía despacio, dilatando, como si ni siquiera parpadeara, un instante. Luego, intenté olvidarme de él. Salimos, caminé del brazo de mi amiga, ambos mareados y expectantes. Estuve convencido de que nos siguió. Llegamos a la pensión. Sé que mientras la desvestía, no escuché que el viejo utilizara la llave que se había ganado por derecho propio. 29


IV El encargado ya me esperaba impaciente a las seis y media de la mañana. Todavía tenía gusto a cerveza y whisky en la boca, me dolía la cabeza y el café no ayudó. La llave del siete estaba en su sitio, el viejo estaría preparando su partida. Esperé, llegó el medio día. A las dos sonó el teléfono. Era el viejo preguntándome si necesitaban la habitación y si estaría bien que la dejase por la noche. Las once de la mañana era la hora de salida, pero estuve de acuerdo; no esperábamos huéspedes ese domingo. La jornada fue larga y los estragos de la resaca no me abandonaron. El encargado creyó justo equiparar las cosas y no llegó hasta un cuarto para las ocho. Del siete no salía nadie. Lo hizo a las ocho en punto, nos saludó a ambos, agradeció por lo agradable de su estadía. Estuvo buscando mi mirada, yo no podía evitar sentirme avergonzando por algo que no comprendía pero él sí. Corté la conversación de improviso, excusándome. Subí a mi habitación, pensé en mi amiga, no recordaba a qué hora se había marchado, pero su rastro permanecía en la cama. Hablé con ella por teléfono, tomé una ducha que me recuperó. Abajo no había nada que me preocupase. Cuando abrí la puerta que daba al pasillo escuché las voces de una conversación animada y la puerta de la pensión que se abrió, pero no volvió a cerrarse. Creo que el encargado y el viejo conversaban en el umbral como si fueran viejos amigos. Estuve a punto de volver para entretenerme arreglando la cama, ventilando la habitación, cualquier cosa que impidiera encontrarme de nuevo con el viejo. Estuve en el umbral esperando escuchar la campanilla y luego la puerta cerrándose. En efecto, un minuto después, escuché que el encargado le deseaba buen viaje. —¿Adónde iba? —le pregunté cuando llegué a la recepción. 30


—No me dijo. Buen tipo a fin de cuentas. —Sí —contesté con vaguedad. —¿Te vas a comer? —Sí, no tardo. Estoy cansado y volveré pronto. No esperaba encontrármelo y no lo vi por ninguna parte, ni en la acera esperando un taxi ni al final de la cuadra ni en El Caracol, donde tomé té y un sánduche; no tenía hambre. Había tomado una revista del mostrador y la leí entera, como dando espacio para que Adrián tuviese tiempo de desaparecer al otro extremo de la ciudad. No retuve el contenido de ningún artículo ni las fotografías ni los anuncios. Leí hasta que dieron las doce. Desde mi asiento vi que la calle y las veredas estaban vacías, el camarero vino a insistirme si deseaba algo más, esta vez con la cuenta en la mano. Mientras buscaba dinero en mi billetera, sentí que una silueta se recortaba en los ventanales del local; cuando me fijé, no vi nada. En la calle empezaba a llover ligero y me sentí a salvo. Pasé frente a la pensión y vi que el encargado dormía con la cabeza apoyada sobre el mostrador. La normalidad se instalaba de nuevo. Pensé en mi amiga, aposté que estaría despierta y esperándome. La tranquilidad de las calles me llevó a la habilidad de Adrián quien parecía estar en todas partes, lo extraño e improbable que parecía eso ahora. Seguía pensando en ella, en cómo pudo haber sido su mañana. En la puerta del edificio de mi amiga esperaba el viejo. La impresión me mantuvo en silencio, ya no sentí curiosidad sino miedo. Timbré, insistí, pero nadie contestó. Agarré al viejo por las solapas y lo empujé hacia la pared del edificio. —¿Dónde está? El viejo, impasible, se liberó sin violencia, me tomó del brazo y así caminamos hasta un parque cercano. Nos detuvimos a la sombra de una arboleda. Adrián se veía complacido y sonreía lacónicamente. Cruzó las manos por la espalda e hizo un 31


movimiento con la cabeza para advertirme de algo que no había visto. Quise que fuera ella, pero detrás de los troncos aparecieron otros hombres tan viejos como él, caminando, vistiendo y sonriendo de la misma manera, como si aquel fuese un gesto universal. Molesto, encaré al viejo y estuve a punto de hablarle para encontrar una respuesta satisfactoria. El segundo que me tomó volverme para encararlo fue suficiente para que los viejos me rodeasen por completo. No solo sus ropas, también las caras parecían idénticas. Al final del camino y de la espera, me veían amenazantes; avanzaron despacio y algo les hizo saber que no iba a gritar.

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Eduardo Varas LLAMAS ―Porque el hombre ha despertado, y el fuego ha huido de su cárcel de ceniza para quemar el mundo donde estuvo la tristeza‖ Manuel Scorza

Si he podido proteger este pedazo de papel es porque me lo metí en el culo. Suena grotesco; lo sé, pero no tuve más remedio. Era eso o él lo quemaba. No lo pensé mucho, creo que fue un momento de clarividencia, si es que tal cosa existe; porque, pongámonos de acuerdo, si hubiese existido esa agudeza entre nosotros, el cretino no estuviese sentado donde está, cual Gran Hermano. La clarividencia es una tontería. Sentarme es un suplicio, algo detestable. Debo hacer como si nada pasara, como si no sintiera unas fuertes ganas de ir al baño. Pero no quiero que queme este papel, es muy importante. Tengo ese papel conmigo desde hace algunos meses. Debo confesar que no me siento bien después de haberlo hecho, pero no me quedó opción. A la larga, ese infeliz decide. La violencia se manifiesta en muchas cosas, no sólo en los golpes. Tiene tanto poder, tanto, que me enferma. Me pone nervioso, terriblemente nervioso. No sé de dónde sacó eso de quemar lo que ve. Pero soy testigo de que lo puede hacer sólo con el pensamiento. Nunca lo he visto tomar una fosforera, un carbón encendido o algo por el estilo. Quema los papeles con el poder de su mente. Eso lo hizo peligroso. Ninguno de nosotros se anima a contradecirlo. No puede 33


entender críticas u opiniones adversas. Por eso le tememos. Sus deseos nos juegan en contra. No entiende de razones, por eso decide quemar cualquier papel que caiga en sus manos, o en las nuestras. Lo peor es el silencio al que somos arrastrados. Rara vez podemos exponer en público nuestra desesperación, y si lo hacemos debemos correr con las consecuencias. Daphne lo sabe muy bien, tiene las manos ampolladas por tratar de rescatar unas fotos de su infancia. Ese es el peor de los fuegos, el que no se puede detener y deja marcas en los recuerdos. No sé cómo deshacerme de este animal. Eso es lo que es, un animal, no se me ocurre otra manera de llamarlo. Si tengo este papel es porque he pensado en todo y no puedo atacar, sólo defenderme. La vida que me queda será puesta a disposición de la defensa de este papelito. No es una exageración de mi parte. Él tiene esa capacidad con la que quizás nació, eso no puede saberse. De un momento a otro empezaron a aparecer las cosas quemadas. Se me ocurre que fue descubriendo eso en él progresivamente y poco a poco intentó ver hasta dónde podía llegar. Empezó con cosas no combustibles, con las que podía comprobar el daño que las llamas podían causar. Las piedras se pusieron más negras de lo que eran. Las superficie estaban quemadas, chamuscadas. Éstas son elucubraciones. Nunca lo vi quemando rocas. Pero me encontré con las pruebas. Puedo decir con certeza que ese fue el camino que siguió. Si en algún momento me callo es porque las cosas se están saliendo de control y ya hay muertos. Sí, como lo escucha. Hay muertos, cuatro en total. Todos calcinados. Sospecho que él los mató antes de rociarles alguna cosa inflamable y, ahí sí, los quemó para que no quedara nada. 34


Lorenzo, Jorge, Marilyn y Claudio, en ese orden. No sé que pasó en concreto entre ellos. Talvez dijeron algo que no le gustó y decidió quemarlos como muñecos de papel. No estoy elucubrando, sé que fue él. La única prueba que tengo es la certeza. No me parece que algo más haya pasado. Las seguridades en sus refugios no fueron violentadas y no hay huellas de maltrato en los cuerpos. Quizás les dio un veneno y las llamaradas fueron el golpe de gracia. Por eso le tengo miedo, porque sé que si se entera que he guardado este papel es capaz de cualquier cosa con tal de tenerlo, leerlo y destruirlo. Así ha procedido con nuestros libros, cartas y documentos personales. Estamos al margen de todo orden legal porque a él le ha dado la gana. Creo que viene, lo oigo… Quiere que lo acompañe pues tiene algo que discutir conmigo. Sospecho que sabe lo del papel. No me lo ha dicho, pero me puedo dar cuenta por la forma cómo me trató. Si al menos supiera dónde encontrar nuestros uniformes de asbesto. Sé que los ha escondido. Cuando se enteró que Claudio los tenía, lo encaró en nuestra presencia. Lo vio directamente a los ojos y se retiró. A las pocas horas Claudio moría en el incendio de su casa. Fue él, por supuesto. Los intentos para destruirlo quedaban en intentos, pues siempre jugaban en nuestra contra. Si Lorenzo agarraba una silla para echársela en la cabeza, la prendía en llamas. Si Daphne alcanzaba un revolver y lo apuntaba, él lograba calentar el hierro hasta fundirlo. Es imposible atacarlo, sólo queda defendernos. Me estoy justificando, lo sé. No se me ocurre otra cosa. Ya estoy acostumbrado a esta forma de vida, la soporto a pesar de todo. He pensado en escapar, pero tengo miedo. No sé que hay más allá de esto. Eso me detiene. 35


Clara salió de aquí hace mucho tiempo. Dijo que enviaría ayuda, que buscaría la forma de sacarnos. Ya han pasado varios meses, sólo me queda este papel que ella me entregó antes de salir. Guardo su letra en mis entrañas. Pienso en ella, mucho. Al menos ese no es un lugar donde él pueda entrar a hacer cenizas la memoria. Fue una catástrofe cuando Clara escapó. Estaba tan enojado que quemó varias cuadras, teníamos que correr de un lado al otro para evitar convertirnos en víctimas. La vida junto a él es sobrevivir a las llamas. Después de algunas semanas nos volvió a sacar. Esta vez había más guardias de seguridad, pero nadie parecía darse cuenta de que estábamos a merced de su mirada. Si algo no era de su simpatía, al parecer, tenía más libertad para destruirlo. Caminábamos normalmente y nos encontrábamos con nuestros amigos. A la tarde debíamos volver a casa. Suena mi puerta, tengo que ir donde él… -Toma asiento, por favor – dice. Bosteza casi sin darse cuenta. La acción lo sorprende, no esperaba verlo cansado. -¿En qué te puedo servir? -Por lo pronto sentándote. No quiero verte de pie. Toma asiento en la única silla que no tiene marcas de hacer sido encendida con anterioridad. -Dime… -Sé que tienes algo que necesito. -No sé de qué me hablas. Sonríe, se rasca la cabeza y lo mira directamente a los ojos. -¿Sabes? Yo no pedí hacer lo que hago. Un día me di cuenta de que podía encender las cosas con mi voluntad, eso es todo. Pudiste detenerme mientras pasaba días tratando de controlar esto. Pero no lo hiciste. Sé que te diste cuenta de lo que me estaba pasando. -Debo vivir con eso. -Pues sí, no tienes más remedio. Puedes condenarte a diario 36


porque si bien fue mi decisión quemar las cosas de los otros, y por añadidura a ellos también, tú tuviste la oportunidad de evitarles y evitarte tanto sufrimiento. Baja la cabeza, la única manera de soportar las palabras es no observándolo a la cara. Sabe que tiene razón. -¿Para eso me llamaste? -No, no… De eso hablaremos en otra ocasión. Tienes algo que necesito… -Repito: no sé de qué me hablas. -¡Lo tienes! – la temperatura del cuarto empieza a elevarse. Los tapices que cubren las paredes vuelven a soportar las chispas en su superficie. El fuego aparece alrededor-. Quiero saber dónde está Clara. No sabe qué responder, mira de reojo las llamas que se van acercando. El sudor cae por su frente. De su respuesta vendrá la posibilidad de continuar vivo, sin rastro de alguna quemadura en su organismo. -Está bien, te lo diré… Tiene miedo, desconoce si en él existe la capacidad de reconocer el chantaje, porque es eso, únicamente un chantaje para sacarse el fuego de encima, para ganar tiempo hasta pensar en algo para escapar. No tiene otra opción. El fuego desaparece, un discreto alivio ingresa a la oficina. -Perfecto, dime… -Pe... pero no es tan sencillo – siente que se puede resbalar por la silla y quedar pegado sobre el suelo. -Me estás haciendo perder la paciencia – su risa se la puede definir como nerviosa. Está en un punto en que no puede creer tanta osadía -. No sé cómo te aguanto. -Es que no sé dónde está, pero es fácil averiguarlo. -Será mejor que tengas una buena razón para no quemarte – quiere escuchar las palabras, una dirección para ir corriendo hacia ella, tomarla de los brazos y pedirle disculpas. Se había dejado llevar por lo que era capaz de hacer. Así ha conseguido mandar, tener la voz adecuada, la última palabra. Siente que no puede vivir sin ella, la necesita a su lado. 37


-Ella y yo nos charlamos de vez en cuando. -¿De qué mierda me hablas? ¿Cómo puede pasar eso en mis narices? -Pues no eres el único con poderes – eso no lo estaba esperando. El instante le permite establecer una forma de supremacía sobre él. Recuerda el papel que le dejó Clara, ahí está escrito todo. Una dirección, un número telefónico y una frase: ‗Este es tu boleto de salida‘. Luego fue el beso y el salto que ella dio hasta desaparecer detrás del muro. -Entonces hablas con ella. -Sí, de vez en cuando. Clara es la que decide el momento, en realidad. -¿Y conoces la fecha del siguiente contacto? -No, ella decide. -Pues me deberás informar una vez que tengas el dato. -No es tan fácil – este es el instante para jugarse la salida. Nunca la ha tenido más cerca. -¿No es tan fácil? ¿Quieres algo a cambio? Era de imaginarse. Después de todo no somos tan distintos. -Si tú lo dices… Empieza la negociación, la lucha se centra en conseguir grandes beneficios y un escaso margen de pérdida. Pero esta vez el fuego está de más, él lo sabe. Podrá irse de ahí. -Te doy la dirección exacta, pero déjame salir de aquí. Sin impedimentos, ni nada parecido. Nunca más me vuelvo aparecer por acá. -¿Y si la dirección no es la correcta? -Me quemas como te dé la gana – el miedo desaparece. El fuego deja de ser un elemento que irradia temor. Se convierte en señal de impaciencia, porque entiende que él necesita tener cerca a Clara. Es la figura importante, si no está a su lado nada tiene sentido para él. Todo lo hizo por ella, para estar a su altura. Se muestra ante él de la manera más obvia, esta vez podría ganar. -Está bien. Me esperas aquí, una vez que regrese con ella, podrás salir. -¡No! Esa no es la manera. 38


-¿Me vas a decir cómo dirigir esto? – este es el instante en el que se definen las posiciones, quién manda y quién obedece. -Pues te daré la información que quieres. Creo, al menos, que yo debiera consignar mi salida. El deseo de quemar el salón es casi incontenible. Sus dedos están temblando, las llamaradas intentan escapar, pero lucha por contenerse. No ha podido soportar la ausencia de Clara, por más que ha intentado vivir dentro de su ‗normalidad‘ y hacer como si nada pasara. Todo ha pasado, quiere verla otra vez. -Está bien. Dime cuáles son tus condiciones. -Te doy la dirección. Sales a buscarla y si en no hay noticias de ti en tres horas asumiré que la encontraste. Entonces salgo por la puerta principal. Se sienta. Bebe un poco de agua para calmar las ansias. -Hecho. Si en tres horas no llamo, saldrás tranquilamente. -Espero que los guardias estén al tanto de mi salida cuando me toque. -No te preocupes. Vete y tráeme la dirección… Vuelve a su cuarto. Frente al espejo seca las gotas de sudor. Nunca pensó que podía tener el coraje suficiente para enfrentarlo de esa manera. Hay días en los que me desconozco. Hoy, por ejemplo. No sé de dónde salieron todas esas palabras o el arrojo para decirlas. El hecho está en que tengo la salida en mis manos. Clara es tan necesaria para él como para mí. Ahí está mi pasaporte. En su ausencia. Tengo el papel en la mano. Estoy sentado sobre la taza del baño, donde creo que no soy observado. Pero eso no me preocupa. He estado más de media hora memorizando el contenido del papel. Ya no me puede dar paz, ese tipo de utilidad quedó de lado. Por las noches lo leía para volver a sentir esa caricia y ese beso con el que se despidió de mí. Luego de su huida no la he vuelto a ver y definitivamente la extraño. Ahora tengo las letras que escribió en mi cabeza: ―Tres horas, 39


Secoyas, etapa 8, mz DL, villa 5. Este es tu boleto de salida‖. Voy a esperar hasta mañana para dársela. Lo que preocupa es que no cumpla su palabra, pero deberé arriesgarme. No me queda de otra. A la larga es esa disposición a que sus deseos sean catalogados como perdidos y faltos de intensidad lo que puede hacer de esto un acto fallido. Me duele saber que no podré llevarme a nadie. Es mejor salir que quedarme por el remordimiento. Quizás desde afuera pueda hacer algo por ellos. Ahora vuelve a sonar la música. Desde que ella se fue es así cada noche. No sé si lo hace para tranquilizarse o para sentir una nostalgia mayor a la que pueda resistir. El hecho es que ninguno de nosotros logra distinguir qué clase de sonido es ese. La mezcla de trompetas y sollozos es única, pero como todo está quemado no podemos leer ningún crédito en la caja del disco. Esta ignorancia es la que más atormenta. ¿O será que sabemos demasiado y nos cuesta hacer un esfuerzo para reconocerlo? Clara supo cómo salir de aquí. Sin duda es superior a nosotros. Mañana estaré a su lado y se lo preguntaré. Pronto calmaré esas ganas de verla, tocaré su mano y acariciaré sin temor su cabello largo, castaño y suave. Él está pensando lo mismo, cuando lo escucho gritar y controlar esas ansias de fuego. Está tan desesperado como cualquiera. Luego de esa conversación que tuvimos estoy empezando a tenerle menos miedo. Ahora es el mismo imbécil que conocí antes de que explotara en él eso del fuego. No hay nada distinto en sus actitudes. No se ha distanciado de lo que sabíamos de él. La intolerancia continúa, pero no puede hacer nada porque yo tengo la información que requiere. Si me quema se queda sin Clara. Es hora de que se dé cuenta quién está al mando. 40


-¿Tienes la dirección? -Sí. -¡Dámela! -Antes llama a los guardias y ordénales que me dejen salir. Respira con más dificultad. Cada inhalación y exhalación hacen que el oxígeno avive las llamas generadas alrededor de su cuerpo. No está preparado para un tipo de negociación en la que no tenga una potencial ganancia al cien por cien. -¡Dame la dirección o eres hombre muerto! -No me importaría. Cualquier cosa es mejor que estar acá. Si me quemas me llevo la dirección. Le da la razón al bajar la mirada. Toma el teléfono y avisa a los guardias de la salida. Ya no hay papel que pueda ser leído. Ayer por la noche, antes de salir del baño, lo encendió y dejó que las cenizas cayeran por la tubería del servicio higiénico. -¿Conforme? -Sí. La dirección es Secoyas, etapa 8. En la manzana DL buscas la quinta casa, la 05, esa es. La anota en un pequeño pliego sin muestras de haber pasado por fuegos espontáneos. Se dirige hasta la puerta, la abre. -Ve a tu habitación. Gracias. Llegar al vehículo es una manifestación más de la tragedia que se avecina. En cada paso puede recordar las palabras de Clara, el contacto de su mano con la electrizante piel blanca, el sabor de sus labios. El fuego que se colmó en cada noche, el control de deseos que estableció para no dejar que el presente se esfumara. Su fuerza de voluntad al servicio de la alegría. Clara era la mujer más feliz a su lado y él mismo proveyó el terrible final. ―¡No hay que jugar con fuego, bestia!‖, y se había quemado. Enciende el auto y ordena que abran el garaje. Se aleja del recinto. Camina hasta su habitación. Las palabras de Clara se arremolinan: ―Me voy, pero buscaré la forma de hacer de esto un mejor lugar. Sé que suena ridículo, pero lo entenderás pronto. Sí, te amo. Deberás ayudarme, guarda esto. En su momento tendrá sentido. No puedo hacerlo cambiar, las llamas 41


no entienden de razones‖. Se sienta en el borde de la cama. La pared está desnuda, las marcas de lo que quedó de los afiches de Los Beatles, el calendario y el fotograma imagen de ‗Blow up‘ son solo señas de ese pasado que no pudo combatir el fuego. -Nos dormimos en los laureles – piensa. Pero en el fondo logra darse ánimo al descubrir que Clara pudo darse el lujo de idear una forma de escape, sin que nadie la entendiera del todo. Mira el reloj repetidamente. Tiene miedo. Recoge la maleta y va hasta la puerta de salida. Uno de los guardias lo observa. Sobre el tablero descansa la orden: debe dejarlo salir. Aplasta tres botones y la puerta central se abre. Algunos compañeros salen a despedirse. ―No sé cómo lo hiciste, pero ayúdanos desde afuera‖, repiten en voz baja. ―Veré qué puedo hacer‖. Se abrazan. El guardia se acerca y los obliga a moverse. Está vestido de saco y corbata, un sombrero pequeño le hace juego sobre la cabeza. En la maleta lleva unas cuantas mudas de ropa. Le acercan 200 dólares, los recibe con la mano extendida. ―Un regalo del señor‖, le dicen. Guarda los billetes en uno de sus bolsillos. El viento corre, debe sostener el sombrero para evitar que salga volando. Gira, los amigos se despiden con un movimiento exagerado de manos. Las puertas se cierran con lentitud, los puede distinguir hasta que el último detalle de los dedos extendidos se pierde cuando el metal se une. Está en la calle, libre, sin el temor del fuego. Detiene un taxi. La dirección está fresca en sus labios. Va en el asiento trasero, agarrando la maleta, recostado y con los ojos cerradosEl auto está aparcado afuera de la casa. Entra con cierto recelo. El pasillo está oscuro, pero el olor a cigarrillo es una buena señal para seguir. Llega a la sala, ahí está ella, sentada en un mueble, dándole la espalda. -¿Clara? -Hola, ¿llegaste bien? Mira de un lado al otro, él no está. El deseo es inmenso, casi incontenible. Quiere correr hasta su regazo, abrazarla, besar su ombligo, repetirle cuánto la ama. -¿Dónde está? -En el baño; sigue por el pasillo, al fondo. 42


La tina rebosa, su cuerpo flota ligeramente, pero sigue en el interior del líquido. Una ligera sonrisa parece dibujada en su cara. Nada está destruido, parece como si él mismo hubiera decidido hacerlo. Se sienta sobre la taza, respira profundamente, moja sus dedos en la tina y se refresca. La toalla está tirada en el suelo, la levanta. Antes de colgarla se seca las manos. Cierra la puerta del baño al salir. -¿Qué pasó? -¿No te das cuenta? -Me doy cuenta, pero quiero saber si te hizo daño. -Pues estoy mejor que él, ¿no lo crees? Al darse vuelta descubre la quemadura en las manos, es reciente. Tiene miedo de tocarlas. -¿Cómo fue? -Pues como lo planeé. Lo hiciste venir acá, me alegra que lo hayas podido hacer. -¿Lo estuviste esperando todo este tiempo? -Sólo unos cuántos meses… La abraza y besa en las mejillas. Ella no responde, continúa fumando su cigarrillo. -Arriba tienes una habitación. Sube y déjame sola. La escucha. Asiente con la cabeza, toma la maleta y empieza a subir escalón por escalón. Entra, ve una cama y una pequeña cómoda, coloca la maleta a un lado y se sienta, con cuidado, tratando de no arrugar la sábana. Suspira. Siente que algo se acabó de manera definitive. El llanto llega hasta el cuarto con fuerza y desconsuelo. Se levanta y cierra la puerta para no escucharlo más. Algo se ha acabado y él no sabe qué va a pasar luego. Observa la pared. Está desnuda, pero no tiene ganas de pegar ningún afiche.

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Juan Pablo Mogrovejo UNA VEZ MÁS…VIRGINIA Imperceptible en lo cotidiano, pero permanente y letal, en los días de los que te sufrimos, cuando te sufrimos. Siempre has jugado con nuestras conciencias, entre un ir y venir sorpresivo y continuo, juegas para mostrarnos tu grandeza, y yo, juego contigo para mostrar mi debilidad de simple mortal, como si no supiese que la batalla es injusta por la desigualdad de fuerzas. Dos rosas, tres o decenas de ellas hinchando los ojos de quienes inflaman su corazón por un amor y su correspondencia. Espinas, espinas y miles más, para quienes sangran sus retinas buscando poner un poco de color al lecho de su último adiós. Muerte, estás en todo lado, inclusive dentro de la misma vida como si lo controlases todo, cubres cada rincón, corres como leopardo y perdonas como buitre, tirana de la luz… ¡Dime! ¿Si eres tan necesaria, por qué debes doler tanto?, te lo pregunto, como entre gritos de los que se quedan en la estación, viendo el humo de un tren oscuro que viaja buscando huesos para su hoguera, mientras llena sus vagones de almas. En sí, lo triste de tu existir —para mí—, no es lo cruel y macabro de tu presencia, sino el hecho de que cosas, con tu misma naturaleza, me han parecido encantadoras, seductoras, y esa es la razón de que en todo tu caos, yo te encuentro como la dualidad perfecta, incisiva, y a la vez apacible, como el arrullo de una madre que calma el llanto de su hijo. Y yo, soy esa hija que llora la inclemencia de este mundo... Mundo, que no quiere ser mi madre. Y es desde niña, que he sentido la necesidad misteriosa y 44


envolvente de que existas, aunque a todos nos duela, porque al llegar, te llevas todo, incluyendo aquel dolor de la estación mientras se iba el tren, dejándonos desde ese momento, la escondida ansiedad de que vuelva por nosotros. Muerte de sol, muerte de luna, muerte de muerte…, dualidad absurda de mis sentimientos de espera y odio, ya que por ti, también tengo un hastío. No ha dejado de ser cruel, el ver como apagas los horizontes una por una las líneas de color de la luz — amarillos naranjas, verdes para quedarte con el azul y volverlo intensamente oscuro y triste. La negrura de la noche en pleno día— y eso, me ha dado un odio por ti y la necesidad de ti, me ha hecho que te desprecie y te busque…, no eres mi temor, temo que no seas mi salvación. Viajo de ida y vuelta, escribo desde el final hacia delante, o como sea, para burlarme de ti escondiendo entre mis líneas el momento preciso en el que aparecerás, y al menos dejarte por un momento con la angustia de la incógnita, de cuándo serás mi huésped. Hilar historias, de tal forma, que no te sea fácil descubrir tu momento, desde la infancia, ha sido para mí, un placer exquisito; pero al ser tan parecidas tú y yo, estoy segura de que no logro engañarte. Tú sabes que vas a estar, es un pacto de nuestra sangre, —mis líneas, y nosotras. Te he usado, te busco porque te necesito, y por que quiero saber, que bajo tu manto hay otro lugar que será en donde olvide mi nombre, calle los ecos, y enseñe a vivir a quienes se bañan con las aguas terriblemente tibias. Ayer (de seguro que me viste), paseé como colegiala por los sitios donde suelen hacerlo ellas y, recordé que otrora ese lugar, también fue mío, en donde pasaba horas pensando en el futuro o dibujando caras con historias y perros, sentados frente o dentro de sus tazas de café, y al momento de darme cuenta de que un 45


futuro, (no el de mi mente, sino uno más cruel) ya estaba en mi cuerpo, sentí tu presencia alejándome de la niña, la colegiala que nunca existió, y tuve muchas ganas de llorar, pero me comprometí a no hacerlo, para que ni tú, ni las voces de mundos soñados, inacabados que me retuercen el pensamiento, me vean débil, tampoco quería que la gente me viese herida…, empecé a caminar, a jugar entre la gente, a saludar a los demás —que siguen como antes— y me contagié, en verdad, de mucha paz. Aunque fue por muy poco tiempo, valió la pena. Paseando por el lugar, tuve la sonrisa sobre mis rostros (el que llevo encima del pecho y, el que tengo dentro de él), me agitaba, caminaba y exaltaba por la emoción de ver a la gente viva… Vi como las parejas iban de un lado al otro tomándose de las manos, y aunque por un momento me pareció hasta ridículo, pensé: —Son cosas del amor, del sentirse vivo. Sean parejas de niños, de amantes o de dos mujeres haciéndose el amor con locura, da igual, el vivir, pide: amar. Todo era luz, pero mis mundos paralelos inacabados y sus voces, me gritaban que los mate, las serpientes se enroscaban y se devoraban entre si, en una lucha por acabar el camino del otro, y un dragón inmenso marcaba el horizonte, dejando caer, una a una sus líneas hasta quedarse con el azul. Corrí hacia mi casa, y en mi cuarto, donde mi familia veía la mejor luz para leer un libro, aproveché que habían salido, y ahí, lloré (ésto te lo cuento, porque en mi hogar no permito que entres), con un estruendo de corazón rasgado, como el cielo, por esa bestia, estuve tan cerca de descubrir que movía mi cuerpo y mente, cual era mi motor, pero esos ecos soplaron dentro de mi caja de cartón. Dentro de mí, las parejas, los niños, las cuentas de un rosario eterno que no redime el alma aunque se hayan convertido en lágrimas de tanto rezar. Dentro de mí yo, cuando hice el amor 46


por primera vez, enloqueciendo como una fiera (aunque siempre he temido enloquecer)…, pero dentro de mí…, yo, una y otra vez..., yo con las tinieblas y la brisa delicada sobre las cobardes cortinas lloré, lloré y grité, grité y me arrastré, me arrastré y rasgué. Mientras mis formas se arqueaban de manera esquizofrénica, me aferraba a mi almohada, lanzaba todo lo que estaba a mi alcance, y el corazón parecía que se hubiese multiplicado para sonar como un tambor indio en la guerra, podía sentir, como las cuentas del rosario escapaban de mis ojos rodando por mis mejillas, como prisioneros capaces de romper cualquier muro para salir y no volver jamás, porque veían hacia dentro mi locura. Jadeando, levanté mi cuerpo y estuve frente al espejo por varias horas, observando como un cuerpo que no ha amado de verdad, se seca al punto, que su imagen es la de una radiografía, donde se puede distinguir partículas de sofismas, de alegría cubiertas por la piel, pensé: —¿Cómo una misma persona puede formar su propia ambigüedad? Una cara, tan sólo se queda en su reflejo, inmaterial pero con mucha información y la otra permanece horas viéndose, sabiendo que al moverse, se va vacío. Y fue cuando recordé mi paseo de horas atrás, y varios otros de días lejanos…, cuando ésta imagen no tenía la misma furia, pero sí llegó a los mismos estados de lágrimas…Muerte, esto te lo cuento, tan sólo porque quiero dejar volar las palabras, ya que sé, que estuviste ahí. Un día estaba en la playa, sentada, quemando mi cigarrillo, con el sol bronceando mis hombros y las ideas de poner letras sobre una hoja, cuando vi que un grupo de niños iba acercándose por la arena y otro grupo de gaviotas que revoloteaban sobre el mar. ¿Qué culpa tenían ellos de mis voces? ¿Qué culpa tiene la alegría, si a sus espaldas carga con la otra cara de su hoguera? Y 47


de pronto ante mis ojos, una de las gaviotas se acercó tanto al sol, que sus plumas comenzaron a arder y en desesperación buscó a la otras, pero ninguna se salvó del fuego y en círculos inmensos, sus alas encendidas las consumían sin piedad, y los niños llorando, no pudieron hacer más que alejarse… No sé cuántos niños fueron, ojalá todos huyesen de estos cuadros. Después de aquella experiencia con mi propio fluir, escribí varias historias sobre la importancia de besar el mar y su majestuosidad, la arena y su calor, y claro, sobre tu presencia en todo, pero me sirvieron para estar feliz por unos días…, unos días (pocos días). En otra ocasión, salí tan sólo por unas cosas que yo misma quise comprar, y no pretendí el que alguien se diese cuenta de lo que había pensado hacer, en el trayecto: un bar reventando las paredes con su música, una iglesia con campanas tímidas ante la música, personas caminando de la mano, niños jugando, autos pasando, luces por doquier, anuncios encandilando los sentidos del sexo, la fantasía, la bohemia, la redención (cabarets, cines, licorerías, templos) muy pocos refugios para un mundo tan afligido. En eso, dos criaturas, que por unas monedas, aceptaron intercambiar sus caramelos, por mis preguntas acerca de sus vidas, y fue entonces cuando decidí, que ya no necesitaba comprar lo que había tenido pensado para volver a morir, y con la nostalgia, de regreso a casa pasé nuevamente entre miles de monstruos descomunales con ventanas, luces, y calles con gente entrando y saliendo, gente vendiendo, gente comprando, gente bebiendo, gente viviendo, gente hablando, gente muriendo, gente callando, gente, gente, gente, gente, gente, gente, gente, gente, gente…., ¡voces dentro de mí! tropezando, como de costumbre con los ecos que revientan mi vacío…, entré en mi cuarto. —¿Qué hice?, —¡Bah! No quieras fingir que no te imaginas… —¿Por qué no pude salir como tantos otros únicamente a 48


comprar comida y regresar? ¡Pero no!, nuevamente el mundo debía cortar con sus afiladas garras, mis ansias de sentir la vida, y volcarme en palabras y frases que me hieren hasta lo más profundo. Siempre llevé un grito de: ¡Ámame! y otro de: ¡Te amo! Fui presa y cazador. ¿Hasta cuando las ironías dejan de quemar con el frío? Volviéndome flor, suelo, lluvia, y todo lo que pueda tener un contrario…, su enemigo, como me veas tú, ya sólo es cuestión de lanzar la moneda sin rezar, para descubrir de qué lado cae… ¡No y no! absurdo espejo, no voy a cometer la estupidez y la imprudencia de preguntarte: ¿quién es la más bonita?, porque sé, que me vas a decir que quien está a mis espaldas lo es, y ya es hora de dejar de verme, ya terminé de contarles mis secretos y tú…, muerte, ven conmigo, que ya te dije, que en mi casa nunca te he querido. Sal a caminar conmigo, nos fijaremos en cada detalle de toda nuestra senda para que no se nos escape nada. —¿Entiendes ahora por qué te dije todo lo que ha venido a mi ser? Hemos estado juntas todo este día, la presencia de cada una de nosotras se ha hecho sentir, y como si fuésemos las mejores amigas, nos han visto pasear por doquier, tomadas del brazo, y estrechamente juntas, como si hubiéramos esperado por éste paseo durante años. En éste tiempo, hasta hemos compartido el mismo sentimiento: llegar a la estación, a esperar ese tren oscuro. ¿Ya lo ves ahora? Paseamos por todas las calles, y escuchamos todo tipo de música y bailamos las que se podían. Estuvimos en infinidad de lugares que nos invitaron a pasar y a la hora de irnos, todos ellos se redujeron a ti (una partida, un adiós, la 49


nada), y a esto es a lo que me refería; vivimos gritándote que nos dejes en paz, pero sabemos que debes estar, y por eso he querido amarte, para sacar hermosura de donde has dejado leños quemados, valorando el proceso previo a su carbonización, y de esa manera, no tener el sabor de haber visto a las personas simplemente pasar. Entramos en reuniones, pidiendo que fingieran no vernos, porque ni siquiera nos sentimos con ganas de aferrarnos a un sitio por más tiempo del que podamos aguantar. Un tiempo que por lo menos yo, hubiera querido entregarme. Te he contado todo lo que he llevado en mis sombras. Has oído de mi propia boca esa necesidad que tengo de no ver personas caminando sin rostros o a las personas que están casi completamente formados con caras, pero el globo de sus ojos es enteramente blanco y sin brillo. Sin brillo, como me he visto yo misma. Ya me sentiste reír. Cuando lloré, quise únicamente contártelo para retener tu duda en el espacio, y ahora que estamos aquí ya solas, con la vereda al frente y de por medio el asfalto que, empieza a abrir sus poros ante mis ojos, dejando salir lentamente brotes de sangre que vienen con furia y formarán un río de flujo rojo. No sé que quiere decir éste río que va creciendo enfurecido con cada segundo, volviéndose más imponente, más caudaloso y corre en una forma mística que no me deja saber si va a envolver mi cuerpo con un abrazo o ahogarme para morir…, definitivamente morir y descansar. Flujo de sangre. ¿Eres vida o muerte?... Ironías… No sé cómo entrar en Ti, pese a la certeza de cómo redactar mi epitafio...

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Juan Fernando Andrade EL LUGAR DE LOS HECHOS Fallé. Le prometí a Lucía que vendría entero. Esa era la condición. Yo iba a llegar entero y ella iba a escuchar lo que yo venía a decirle. Ella iba a volver. Yo iba a convencerla de que vuelva. Quiero más. Me quiero perder. Me quiero ir al lado oscuro y quedarme en el black out hasta próximo aviso. Ella no iba a verme así porque yo no iba a estar así como estoy, para atrás, mal. Yo iba a llegar seco. Yo iba. Me levanto, voy hasta el congelador, directo al grano. Avanzo hasta la caja, pago, doy vuelta a la tapa, veo el humo frío subiendo por el cuello de la botella, recibo los veinte centavos de cambio, los guardo en el bolsillo, calculo que puedo tomarme otras cuatro cervezas y cuando regreso a donde estaba sentado, descubro al tipo sospechoso ocupando mi lugar. Paso de largo. El tipo sospechoso me mira. Su barba irregular, su verruga color sangre en la mejilla izquierda, sus ojos horizontales, su chompa de Los Angeles Raiders, sus uñas largas y mugrientas. Todo él me sigue hasta que me siento en la mesa de junto, dándole la espalda. Lucía va a decir que cómo voy a luchar por ella si ni siquiera puedo luchar por una mesa. Que se vaya a la mierda y que la lleve ése man que no ha cumplido los treinta y maneja su propia empresa. Bebo. Cierro los ojos. Bebo con los ojos cerrados y siento como voy perdiendo señal, audio y video. Sé que mañana será peor y no estoy seguro de si mañana tendré el dinero necesario para calmar el temblor. Mañana es un problema del que me ocuparé mañana, como corresponde. Por ahora tengo cosas más importantes en qué pensar. Abro los ojos y el tipo sospechoso 51


está sentado frente a mí. No me cabe la menor duda: es un criminal o está a punto de convertirse en uno. No se asuste. ¿Qué quiere? Quiero hacerle un favor. Silencio. Esa mujer que está con usted es mala. Me pongo de pie, me llevo la botella a la boca y vuelvo a mi mesa original. El tipo sospechoso hace lo propio y un segundo después está, de nuevo, en mis narices. Estaba oyendo todo, todito lo que le dijo, ella no cree que usted pueda dejar el trago y por eso se va con el otro gil. Sonrío. No es problema suyo. Mi mujer es igualita, me botó de caleta y no me deja ver a mi pelado. Lo siento mucho, pero qué quiere que haga. Déjeme darle un buen susto, ¿ya? Ya la asusté bastante, al que habría que asustar es al otro gil. Usted y yo sabemos que el otro no tiene la culpa, a la final las que deciden son ellas. Vuelvo a sonreír, el tipo sospechoso es gracioso después de todo. ¿Qué dice? Silencio ¿Un susto? Nada más, se lo juro. Le digo veamos y el tipo sospechoso me extiende la mano. Se la estrecho, su palma es rugosa, vieja, tiesa. El tipo sospechoso me muestra una sonrisa a la que le faltan tres dientes. Se pone de pie y mira alrededor. Mira al mesero trapear el piso, a la chica de la caja contar billetes y a Lucía salir del baño acomodándose la falda. El tipo sospechoso saca un revolver del bolsillo de la chompa y lo apunta directo a ella. Se me quedan todos quietos o le meto un tiro. Lucía se pone stop. El tipo sospechoso camina directo a ella. El mesero suelta el trapeador, se acerca a la chica de la caja y la abraza. La chica de la caja no suelta los billetes ni trata de esconderlos. El tipo sospechoso toma a Lucía por el brazo, con fuerza, con rabia, le pone el fierro en la sien. Lucía se rasca ambos muslos con ambas manos. Conozco ese gesto, está a punto de quebrarse. Quiero echarme otro trago pero elijo no delatarme y pongo cara de terror y me aguanto las ganas de mear y cuando me acuerdo del baño siento el sabor del vómito trepando por mis tuberías. Inhalo. Exhalo. De vuelta en el mundo el tipo sospechoso le 52


dice a la chica de la caja que le entregue los billetes a Lucía. El cuadro se congela. Deme la plata o la mato. El tipo sospechoso no grita, habla lento y claro, como dando un discurso. La chica de la caja le acerca los billetes a Lucía y ella los aprieta. El tipo sospechoso obliga a Lucía a ponerle los billetes en el bolsillo. Ella obedece. Luego le pide que se quite la falda. Aquí suceden los sollozos de Lucía. ¿No me escuchaste?, que te quites la falda. La voz del tipo sospechoso es prácticamente un susurro. Lucía se queda quieta, y muda, sus lágrimas se le caen de la cara y revientan en el piso. ¿O quieres que te la quite yo? Salud. Hace cinco minutos quería desaparecer, morirme, pero tú, hermano, me has salvado, has hecho justicia y has hecho dinero. Lo has hecho bien, mi pequeño salta montes. O te quitas la falda o te la quito yo. Lucía tiene los brazos pegados al cuerpo y las piernas juntas, juntas como nunca antes. Lucía levanta la cabeza para mirarme y en sus ojos veo que está cayendo y que no tiene de dónde agarrarse. El mesero dice ya tiene la plata, no le haga nada, por favor. Lo dice como rogando, cero dignidad. El tipo sospechoso le pide que se acerque. El mesero sale de detrás de la caja, da cinco pasos cortos y se detiene. El tipo sospechoso le dice no tengas miedo, ven. El mesero marcha como un soldado de plomo hasta quedar a diez centímetros de la verruga color sangre. El tipo sospechoso lo golpea en la frente con la culata de la pistola. Eso tiene que doler. El mesero cae al suelo. Lucía y la chica de la caja gritan al mismo tiempo, como si lo hubiesen ensayado. El tipo sospechoso mira el cuerpo retorciéndose en el piso y dice nadie te pidió que hablaras. La chica de la caja empieza a llorar. Lucía no se mueve. El mesero, en el piso, está sangrando, poco, nada grave. El tipo sospechoso lleva su mano a la cintura de Lucía y la posa sobre 53


el cinturón. Te juro que va a ser mejor si lo haces tú. Los dedos de Lucía actúan torpes sobre la hebilla. Tal vez lo esté haciendo a propósito, tal vez esté quemando tiempo, tal vez tenga un plan. La falda cae al suelo y se arruga acorralando los tobillos de Lucía. El calzón negro, diminuto, es un espectáculo aparte. Seguro tenía pensado pasar una noche caliente con ese que ―si lo conocieras de ley no dirías esas cosas, te caería bien‖ DIOS, CÓMO PUEDES DECIRME QUE EL HIJO DE PUTA SERÍA MI AMIGO SI NO TE LA ESTUVIESE CLAVANDO. Se acabó. Por mí, que la mate. El tipo sospechoso se arrodilla y hunde su nariz en el fondo del delta que solía pertenecerme, justo entre los muslos, donde me gustaba dormir. El tipo sospechoso huele, absorbe moviendo la punta de su nariz como una rata hambrienta, escarba, rebusca, revuelve, goza, recuerda a su mujer y a la venganza que le debe a su mujer. Lucía encorva la espalda, abre la boca, un espeso y burbujeante chorro de baba cae desde su labio inferior hasta la cabeza del tipo sospechoso. Ahí tienes, Lucía. Por decirme que coleccionar LP‘s no es un trabajo. Por decirme que los grandes no se ponen Converse en los matrimonios. Por decirme que Tom Waits canta horrible. Por decirme que Bob Dylan es aburrido. Por decirme no te puedes gastar mil dólares en una guitarra vieja. Por sugerirme que mejor pague la primera cuota para comprar un carro. Por demorarte diez horas en el baño antes de ir a trabajar para que ―mi amigo Gerardo‖ te vea luminosa. Por preguntarme si me gusta más la blusa celeste o la blusa azul. Por contarme que a ―mi amigo Gerardo‖ le dieron un primer lugar en una bienal de arquitectura en Polonia. Por aclararme que ―mi amigo Gerardo‖ es el único arquitecto ecuatoriano que ha construido en Tokio. Y 54


por dejar las toallas en el piso del baño. El tipo sospechoso sale de su coma, desciende, y se para. Le dice a Lucía que por favor se suba la falda. Ella se agacha, se sube la falda y ajusta la hebilla el cinturón. Aprieta hasta donde puede. Me acerco al congelador y agarro un six pack, la esperanza repartida en seis ampollas. El tipo sospechoso camina hacia mí, se detiene y me dice gracias. Todo en orden. Le ofrezco una cerveza que no acepta. Estoy tratando de dejarlo. Suerte. A usted también. Yo apuro un trago. El tipo sospechoso agarra una barra de chocolate y abandona el lugar de los hechos. Afuera, se guarda la pistola, rompe la envoltura del chocolate con los dientes, se lo mete entero a la boca y se retira tranquilo, más ligero de lo que llegó. Adentro, la chica de la caja se acerca al mesero, le sostiene la cabeza, le pregunta ¿estás bien? y le dice necesitas una ambulancia. El mesero dice que no hace falta, que le traiga una funda de hielo y ya. Lucía se acerca a un anaquel. Lucía me lanza frascos de aceitunas. Lucía tiene mala puntería, fatal. Las aceitunas ruedan sobre las baldosas recién trapeadas, verdes, negras, aceitunas con pepas y aceitunas rellenas con cubos de pimiento. Lucía quiere matarme, creo que nunca había sentido algo tan fuerte por mí. Lucía y yo somos uno. Te deseo suerte, Lucía, y dolor, que la pases mal, que te rompas, que no te alcance el alma para tanto arrepentimiento. Lucía dice que va a llamar a la policía. Lucía es una mujer hermosa y una perra desalmada haciendo guardia en las puertas del infierno. Lucía, mi amor.

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José Hidalgo Pallares MIEDO Muy cerca de la dudosa frontera que separa a la conciencia del sueño, las extravagantes imágenes que se proyectaban en su mente fueron tomando sentido, acoplándose a una realidad próxima y hasta entonces ignorada, anticipando el insomnio: un hombre de aspecto inofensivo, una discusión como cualquier otra, la sorpresiva aparición de un revólver, su desesperante incapacidad de reacción, una mueca más apática que sanguinaria, la primera descarga, su agonía suplicante, el opuesto de la compasión, uno, dos, tres tiros más. No se sobresaltó –al menos no como suelen hacerlo los actores de cine o televisión cuando consiguen escapar de una pesadilla–, sólo se limitó a abrir los ojos y a reconocerse a salvo en medio de su dormitorio. La tibieza y el silencio momentáneo de la noche lo tranquilizaron; a su lado, sintió la respiración regular y apenas perceptible de su esposa, que le daba la espalda. Antes de animarse a cerrar nuevamente los ojos, escuchó los gritos, una imprecación masculina de una cercanía amenazante intercalándose con la voz angustiosa de una mujer que imploraba con desesperación; recién entonces comprendió que ese triste escándalo, cuya procedencia no atinaba a definir, había sido el causante de su repentino desvelo. Tratando de anular los engaños del eco, contuvo la respiración y afinó el oído; inmóvil, escuchó insultos y amenazas, pudo percibir el pánico de la mujer en sus ruegos repetitivos y en su llanto entrecortado; sin desviar la atención, construyó una escena que nunca conseguiría constatar: el energúmeno de pie, tambaleándose por la habitual borrachera, la camisa afuera del pantalón, la corbata corrida, el pelo revuelto; a ella la imaginó arrodillada en el piso, temblando, cubriéndose el pómulo hinchado con una mano y con la otra haciendo lo posible por evitar un nuevo golpe. Con la tensión bajándole violenta desde el cuello hasta las 56


piernas, trató de asimilar lo que a ningún momento sospechó, de encontrar una reacción apropiada para lo que ya era mucho más que una paliza. La calma mentirosa que se adueñó de la noche se vio bruscamente interrumpida por un segundo disparo. Trastornado, se apoyó en uno de sus brazos y levantó la cabeza para mirar a su esposa, que seguía durmiendo, impasible. Pensó en llamar a la policía pero no hubiera sabido indicar el lugar exacto donde todo había ocurrido, sólo estaba seguro de que había sido cerca, demasiado cerca. Siempre había percibido a ese extremo de la violencia como algo lejano, de películas o periódicos, de nombres y rostros ajenos; pero ahora la sentía ahí, en su mundo, y por eso tuvo miedo, un miedo intenso, como el que puede invadir a un niño que, estando solo en la casa, escucha pasos en el corredor o distingue sombras en la pared. Ni siquiera se atrevió a encender la lámpara, no quería dar ninguna señal que revelara su involuntaria intromisión en todo este asunto. Imaginó el cuerpo inerte de la mujer, la cara aterrada o deforme, su sangre manchando la alfombra. El portazo y el chirrido de llantas que escuchó instantes después aniquilaron toda esperanza de que el hombre, consciente ya de su aberración, sabiéndose incapaz de enmendarla, hubiera dirigido ese último tiro contra sí mismo. El reloj del velador marcaba las cuatro y treinta y cinco, aún faltaba más de una hora para poder lavarse el espanto en el relativo amparo de la mañana. El alba nunca se hizo esperar tanto. Por fin, con la habitación bañada por un gris todavía opaco que no dejaba adivinar cómo sería el día que recién empezaba, se viró hacia su esposa y la sacudió suavemente para despertarla. -¿Qué pasa? –rezongó ella sin moverse– ¿Qué horas son? -Las seis –contestó él. -¿Por qué me despiertas tan temprano? –reclamó la mujer. -Es que pasó algo –comenzó a explicar, murmurando apenas–, creo que en la casa gris de atrás, o en el edificio de al lado, no estoy seguro. 57


-¿De qué hablas? -Que le mataron a una mujer, se oyó todo. -Estás loco. –dijo ella en tono burlón– Debes haber estado soñando. -No estuve soñando –reclamó, indignado– No me creas tan idiota. Me desperté con los gritos y luego oí los disparos. No me pude volver a dormir hasta ahorita. -¿Y por qué no me despertaste ese rato? -No sé… ¿Para qué te iba a despertar? -Yo creo que tuviste una pesadilla, siempre te pones nervioso cuando vas a viajar. No siguió insistiendo; su orgullo pesó más que sus ansias de hablar sobre ese crimen que él estaba seguro de no haber inventado. -Siempre es lo mismo contigo –reclamó mientras se levantaba. Una taza de café muy cargado fue todo su desayuno; las súplicas de la mujer –que a la luz de los hechos adquirían un sentido dramático–, el resonar de los disparos, y sobre todo, esa penosa sensación de haber podido hacer algo, neutralizaron cualquier indicio de apetito matinal. Otra vez en su habitación, cuidadoso de no traspasar el límite de lo prudente, se acercó a la ventana para espiar: un grupo de tórtolas paradas en los cables de luz y un sol majestuoso, como indiferente a todo lo ocurrido, fue lo único que descubrió. Salió hacia su oficina veinte minutos más temprano de lo habitual; manejó muy despacio alrededor de la cuadra, seguro de encontrar a la policía cercando el lugar del crimen, a los reporteros de la prensa sensacionalista juntando trozos de información, a los sobrecogidos vecinos multiplicando rumores entre sí o con algún transeúnte entrometido. Pero nada. Ya en el trabajo, no fue capaz de concentrarse en sus actividades cotidianas; los recuerdos se repetían una y otra vez en su cabeza. Por primera vez desde que estaba en su puesto actual, si la memoria no le traicionaba, cambió la emisora en su equipo de sonido y escuchó todos los noticieros que atinó a sintonizar. En ninguno se hacía mención a ese terrible suceso del que no podía 58


evitar sentirse parte. A la hora del almuerzo, movido por una irreprimible necesidad de desahogo, comentó su vivencia con dos empleados de su departamento, que lo escuchaban con esa atención exagerada, propia de los subordinados que pretenden hacerse apreciar; como forzado a decir algo, adoptando una actitud casi solemne, uno de ellos lanzó un único comentario de una ambigüedad insolente: -Últimamente se oye cada cosa... En la agonía de la tarde, cuando el sol ya se había ocultado pero su luz aún conseguía pintar de un anaranjado pálido a las pocas nubes que coronaban las montañas, salió de su oficina y regresó a su casa para retirar la maleta que lo esperaba lista desde la tranquila, y ahora tan lejana, noche anterior. -¿Viste que no pasó nada? –le recriminó su mujer a manera de saludo–. Ya se hubiera sabido algo. ¿Yo qué te dije? Dispuesto a no caer en la provocación, él guardó silencio y continuó en lo suyo: dejó el saco sobre el sillón y colgó la corbata en el armario, entró al baño y cerró la puerta con llave. Después de orinar y cepillarse los dientes, volvió a salir. -¿Quieres que te lleve? –preguntó ella desde la cama, con un evidente desgano flotando sobre sus palabras. -No te preocupes –respondió él, mientras revisaba sus documentos con detenimiento–, mejor me voy en taxi. Con el tráfico que hay, te demorarías más de una hora en volver. Sus despedidas ya no eran como en los primeros años, ahora prescindían de besos y frases dulzonas. En la calle, con la maleta a sus pies y el abrigo colgando de un brazo, tuvo que esperar varios minutos hasta que pasara un taxi libre. -Al aeropuerto –ordenó, después de cerrar la puerta–, pero, por favor, vaya por donde crea que va a haber menos tráfico. El trayecto se extendió mucho más de lo previsto; desesperado, con la mirada oscilando entre su indolente reloj de pulsera y el caos multicolor de adelante, sentía como si el tiempo estuviera a punto de pasarle por encima. Cuando por fin llegó a la terminal, se encontró con una fila que parecía traída de otro lugar, de un 59


partido de fútbol o de una institución pública. Las ocho o nueve personas que más tarde se ubicaron detrás de él, le infundieron una esperanza modesta. Una revista de farándula y los videos musicales que se proyectaban en una pantalla cercana aliviaron en algo el tedio de la espera. Una hora después, estando ya a pocos pasos del counter, con el pasaje y el pasaporte en la mano, una de las empleadas de la aerolínea anunció que el avión ya estaba copado y, sin inmutarse, agregó que lo único que podían hacer quienes se habían quedado sin puesto era asegurar uno para el vuelo del día siguiente. De nada sirvieron los reclamos y las amenazas –algunas muy subidas de tono– de toda la gente que no se había podido embarcar. En el taxi de regreso, tratando de encontrar algún consuelo para su frustración, pensó que, con todo lo que había ocurrido en la madrugada, quizás era mejor pasar esa noche con su mujer, hacerse compañía. Llegó a su casa un cuarto de hora antes de las once. Desde la calle abandonada pudo ver la luz encendida en su habitación. Abrió la puerta principal tratando de no hacer ruido, un buen susto serviría para compensar la humillación, el menosprecio recurrente, casi ordinario. Dejó la maleta junto al viejo piano y subió las escaleras muy despacio, haciendo lo posible por ahogar el crujido, a esas horas escandaloso, de la madera. La luz que salía del dormitorio chocaba contra las paredes del corredor, la gruesa alfombra amortiguaba el sonido de sus pasos. En la sala de estar, mientras preparaba el grito en su garganta, escuchó claramente la voz enfurecida de un hombre. No se inquietó demasiado, debía tratarse de algún programa de televisión; su esposa tenía esa odiosa costumbre de ver sus estúpidas novelas con un volumen exagerado. Silencio. De nuevo la voz del hombre, pero ahora la sintió ahí, moviéndose de un lado a otro de la habitación, injuriando con vehemencia. De golpe, todas las escenas que lo habían atormentado durante 60


las horas de desvelo volvieron a inundar su mente: el espanto, las súplicas inútiles, la sangre derramada. Corrió hacia el estudio, encendió la lámpara del escritorio y retiró uno de los cuadros de la pared; con las manos húmedas y temblorosas luchó contra la caprichosa cerradura de la caja fuerte, que cedió recién al tercer intento. Junto al cofre de joyas de su esposa, dentro de un estuche plástico, aguardaba la pistola. Torpemente, extrajo el cargador para comprobar que estuviera lleno. Esforzándose por contener el ritmo de su respiración, caminó nuevamente hacia la habitación. Se detuvo un instante con la espalda pegada a la pared; por el sonido de su voz, pudo deducir que el hombre estaba cerca del vestidor, a la derecha de la ventana. Con un movimiento vertiginoso, se colocó debajo del marco de la puerta y descargó un disparo certero. El teléfono celular rebotó en el suelo y fue a parar junto a una de las patas de la cama; con los ojos confundidos y la boca abierta, el hombre se tanteó el pecho desnudo, teñido de rojo; el horror de la mujer, cubierta con las sábanas sólo hasta la cintura, estalló en un alarido desgarrado. En su afán, acaso instintivo, por alcanzar el sillón donde estaba amontonada su ropa, el hombre recibió tres balazos más que le perforaron el torso. Poseída por la histeria, la mujer no dejaba de chillar. Entonces él volteó su mirada hacia ella y la vio desnuda, entregada; mientras la apuntaba con el arma, la imaginó lujuriosa, acariciándose el cuello y los senos todavía jóvenes, provocando al extraño. Sólo para vengar su honor, la dejó rogar, humillarse, aferrarse a una esperanza ingenua; disfrutó insultándola, viéndola llorar, escuchando sus promesas vanas, sus súplicas desesperadas. Cuando ya tuvo suficiente, le abrió un agujero en el estómago, justo encima del ombligo. Por unos segundos la dejó agonizar, implorar en silencio, luego disparó por última vez. Exhausto, empujó la ropa ajena al piso y se dejó caer sobre el sillón. Mientras se reponía de tanta agitación, emprendió su viaje de regreso desde ese otro mundo, ahora inaccesible; como adormilado, empezó a vislumbrar la dimensión de sus acciones, 61


sus enormes consecuencias. Cuando por fin volvió en sí, apenas tuvo tiempo para arrepentirse, en lo único que pudo pensar fue en escapar, en dejar atrás, lo más lejos posible, esa sangre y esos cuerpos desplomados que encarnaban el extremo más feroz de la violencia, ese que le provocaba un miedo intenso, que siempre había percibido como algo tan lejano.

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Esteban Mayorga HOC DURUS EST Soy Livius Andrónicus, mi esposa se llama Piñufla Andrónicus y somos muy infelices. No sé cuándo dejamos de ser felices pero el caso es que ahora no nos hablamos ni nos reímos, mucho menos hacemos el amor. Solamente traducimos a Homero una y otra vez, una y otra vez todo recomienza, en círculo, todo es traducir y traducir. Ahora mismo vamos por nuestra nonagésima séptima traducción de La Odisea. Traducimos juntos porque nos complementamos, y nos complementamos porque el latín de Piñufla es mejor que el mío y mi griego, que no es gran cosa, es mejor que el suyo. Por lo general lo hacemos por las noches, después de bañarnos en el Tíberis y hacer la colada. Los problemas con mi esposa empezaron precisamente cuando empezamos a traducir a Homero hace ya casi trece años. Parece mucho tiempo pero no lo es, o al menos parece no serlo porque la traducción, como es bien sabido, es una actividad sumamente entretenida aunque, hay que reconocerlo, muy mal pagada. Ahora mismo, mientras escribo estas líneas, Piñufla está descansando y seguramente soñando con Laertes o con Patroclo o con Antíloco o tal vez con alguna bagatela, quién sabe. Estamos muy cerca del final, estamos tan cerca del final que puedo olerlo y es un final que se asemeja al cadáver de un soldado, es decir, a algo valiente pero falto de raciocinio, pero sobre todo a la valentía que no se cuestiona nada. Ahora estamos en el Canto XXIV. No lo podemos creer. Al menos yo no lo puedo creer, en serio, no puedo creer que vayamos a terminar nuestra nonagésima séptima traducción de La Odisea; parece que voy a caer desmayado sobre la mesa y soñar con un número o con los cantos de Homero. Y me pregunto: ¿Volveremos a ser felices? ¿Volveremos a hablarnos? ¿A libar vino y sonreír? Tal vez volveremos a caminar por Roma en 63


épocas festivas, cogidos de la mano mientras amanece de golpe por el horizonte y las estrellas se van borrando. Sería regio todo. Me pregunto también quién soy yo en realidad ¿Soy un esclavo? Si es así ¿Soy un esclavo moderno? La modernidad, la modernidad es el demonio. Me pregunto también ¿Cómo le va con la tristeza a mi Piñufla? ¿Cuándo desaparecerá el dolor de mi mano? ¡Bah! Divago. Es culpa de Homero y de envejecimiento. Tenemos dos hijas, Epéntesis y Cocoliche, son gemelas y, para qué mentir, son propensas al engorde y la presunción. Pero son nuestras hijas y las queremos tal y como son, al menos yo las quiero tal y como son. Cocoliche tiene seis dedos en el pie izquierdo motivo por el cual ha sido víctima de burlas, de escarnios, de faltas a mi honor en ocasiones múltiples, más de las que cualquier persona podría soportar, pero yo soy muy pacífico e impávido, soy un pan de dulce, todo me da igual, todo lo he soportado. Su pequeña imperfección en el pie izquierdo, aunque parezca una cosa baladí, ha hecho que nadie tenga un interés verdaderamente notorio en ella más que para burlarse con estrépito y con maldad. Los romanos son seres viles a los que les gusta convertir todo en chiste y anécdota por lo general a costa de algún débil. Pero un policía imperial, ancho de hombros, de pantorrillas pronunciadas y barba felpuda, se ha interesado en ella. Estamos contentos, al menos yo estoy contento, porque Cocoliche, por qué no decirlo, es una chica difícil a la cual le cuesta la imaginación de vivir o más bien dicho a la cual le cuesta durar con vida en la imaginación. He olvidado el nombre de mi yerno pero es un hombre joven, gordito, bueno gordazo en realidad, es un gordo perpetuo que no cabe en la bañera y cuya desnudez a mí me da pavor, tiemblo ahora mismo cuando me lo imagino desnudo. Yo doy igual, pero no mi hija Cocoliche que ya está embarazada de cuatro meses y su vientre ha empezado a hincharse, a inflarse de manera tenue, parece que el feto está masajeando el útero de mi Cocoliche con ímpetu y garra de tal forma que su panza es un 64


globo, uno no puede darse cuenta de que se está inflando así como se infla el sol en las mañanas de verano, pero todo es curioso porque cuando uno la observa después de un mes de no haberla observado, uno dice: ¡pater noster creatio ex nihilo!, Cocoliche estás igual a tu esposo, te asemejas a una vaca, tu vientre es una disciplina redonda. Estoy divagando. Otra vez. Es la poesía homérica. Me duele la mano cada vez más, me cuesta escribir cada vez más. Epéntesis por otro lado, me daba miedo porque parecía una fiera, es decir, se comportaba como tal desde los doce años cuando la violó un carnicero sobre el tajadero. Según ella, cuando el carnicero terminó de deshonrarla, le dijo: ¡Hoc durus est, dum loquimur, fugerit invida aetas: carpe diem Epéntesis!; y Epéntesis le respondió: cuídate infame, y vino a casa a contarnos lo que le había acaecido y cuando hubo terminado de contárnoslo se puso a cerrar las cortinas mientras la luz grisácea del invierno se colaba por la ventana e iluminaba sus coturnos. La luz que bañaba los coturnos coincidió con su vómito y llanto inconsolables, con mocos y todo. (Entre paréntesis: el invierno de 248 a.C. fue el más gris que he sufrido desde que vivo en Roma). El carnicero, como era de esperarse, lo negó todo y, ora por sus amistades, ora porque su carne es la de más prestigio y sabor en Roma, perdimos el juicio acusatorio contra él. Malditas palancas. Pero digo que mi hija Epéntesis me daba miedo porque planeó en detalle su venganza y, un día como hoy, lo mató a hachazos en su propia carnicería. Lo hizo mientras su hija los miraba y no decía nada, aunque estoy convencido que la hija del carnicero pensaba profundamente en algo porque el ser humano siempre está pensando en algo, especialmente en las edades tiernas que son el periodo en el cual el ser humano más preguntas se hace, más piensa en mierda; desde preguntas muy peregrinas como ¿por qué existe la esclavitud? Hasta preguntas implícitas más complejas. Por ejemplo: ¿cómo explicamos la pluralidad del entorno?, ¿cómo describimos la naturaleza matemáticamente? Y la más difícil: ¿quién es usted? 65


Después de eso, del asesinato con el hacha quiero decir, el único camino que le quedó a mi hermosa Epéntesis fue el de la huida y, según cuentan las lenguas viles, el de la prostitución para sustentarse. Esto me llena de indignación, vergüenza, rubor, mas no de tristeza porque por lo menos sigue viva, viajando y bailando. Estoy seguro que está bailando porque su baile es una descarga eléctrica que se desprende del cielo. Es un rayo. Y ahora que lo pienso este hecho, el de la prostitución de mi hija, fue tal vez el que me obligó a recluirme en el presidio de la traducción o, más bien dicho, a sumergirme en las turbulentas y eruditas aguas de la diégesis de Homero porque si a la voz poética de Homero la comparamos con un río, no puede ser el Tíberis nunca, jamás, sino que debe ser un río que por ahora no existe o no lo conocemos, pero que existirá en el futuro y será una mezcla entre el Danubius y el Borysthenes en sus partes más caudalosas y agitadas, precisamente cuando una granizada azota a ambos y los dos ríos se inundan, se desbordan y se encuentran con una ola del tamaño del coliseo que nos ahoga. Pero ¿qué pasará si mañana terminamos la nonagésima séptima traducción de La Odisea? Qué pasará con mi vida o con la inmediata vida que me rodea y, más importante, qué pasará con el poema de Homero al cual le he dedicado mis mejores años, años de vigilia y de combate, todos entretenidos. A este punto, a mis 54 años de edad, ya un viejo carcamal, no espero mucho, solamente quiero conocer a mi nieto cuando nazca y que lo llamen Recto o Étimo y que sea feliz y que sea capaz de estudiar para poder pensar porque pensar es, sin duda alguna, lo que Recto o Étimo hará muy bien, será un pensador puro y honesto, internacional, un mito de los más arraigados y la gente, cuando Recto o Étimo pase, dirá: mira ahí va EL pensador, el pensador actual, el que enseña las emociones, el que se burla de la muerte con argucias y desempeña la función más difícil de todas, la de pensar por ejemplo que el número cuatro se escapa por una alcantarilla y desemboca en el culo del César, o la de pensar por ejemplo que la lengua latina es una breve historia sibilante y que 66


el resto son patrañas del tamaño de un elefante. Me salió un verso sin esfuerzo. Piñufla se ha despertado en este preciso instante, me he percatado porque sus ronquidos se segregan de mi oído. No sabe que me falta sólo un verso para terminar de traducir el Canto XXIV, no sabe que ella y yo somos el uno para el otro a pesar de que no nos hablamos ni nos reímos, mucho menos hacemos el amor. Aaah, el amor. Aaaaahh, el dolor. El calambre en la mano izquierda es insoportable ahora, lo cual es importante porque que es la mano con la que escribo ya que, por si no lo sabían, soy surdo. Este dolor es peor que un golpe de viuda, es peor que cuando el escudo de un gladiador te cae en el dedo meñique del pie, es peor que cuando el escudo de un gladiador te cae en las pelotas. El dolor es tal que no me deja escribir con deleite, mucho menos poner mi firma al final del Canto XXIV, es un dolor espiritual como leer mala poesía, me hace daño, me mata ¿Me mata?, bah qué exageración la mía. Pero si me mata me muero feliz en esta noche de… noche de… iba a decir en esta noche de luna pero me suena cursi a pesar de que sí es una noche de luna, por lo cual voy a decir que es una noche de lunaS nuevaS (ambas con ese) y que en ella hay un ángel, sí un ángel asiático, y el ángel me dice: me has enseñado, has sido mi maestro, si alguna vez vuelvo, te invito un café con una cucharada de azúcar, una pizca de miel, tres cucharadas de leche de cabra y lo pongo todo en una taza de cuero. Yo le respondo, pero me dice; cállate pelafustán. Mucha divagación. Qué curioso, no he muerto, sigo en mi presidio con la mano izquierda anquilosada. Veo el poema de Homero con paciencia. Veo también la última letra del Canto XXIV moverse. No es la última letra del Canto XXIV la que se mueve sino una hormiga africana, seguramente proveniente de la cabeza plátanos que compré ayer. He matado a la hormiga con mis coturnos. Me saqué el coturno izquierdo y le di un 67


coturnazo sin reparar en fronteras de violencia. La muy hija de puta. Mis coturnos huelen. Me he percatado además que mis coturnos están ya muy gastados. Debo comprar otros. He aquí la lista de lo que debo comprar: Coturnos de cuero Café africano Una cabeza de plátanos Avena Pan baguette Carne de corzo Una toga palmada Es curioso todo. Piñufla se ha despertado pero, como ya mencioné, no me habla. Vuelvo a atisbar el poema de Homero y veo en él la huella de mi coturno y el cadáver de la hormiga despachurrado. He arruinado la última página al matar a la puta hormiga. He arruinado el Canto XXIV. Piñufla me va a matar ¿usará sus agujetas?, ¿usará la indiferencia? Bueno, como no hablamos ni hacemos el amor, no hay mucho que pueda hacer más que usar la indiferencia o ponerse fúrica por dentro y comerse y tragarse el polvo de las iras. Y cuando las iras se le pasen todo volverá a recomenzar. Traducir y traducir, escribir y escribir, beber y beber, pelear y pelear, llorar y llorar. Nunca más hablaremos ni nos reiremos, mucho menos haremos el amor. ¿Tiene esto solución? ¿Tiene arreglo la infelicidad? Que yo sepa solamente dos vías son satisfactorias, el suicidio o el divorcio. Debo empezar los trámites ahora porque vamos de mal en peor, llenos de asco y de manchas al honor, todos morimos y todo lo que vemos es una ilusión.

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María Auxiliadora Balladares PARRICIDIO Andaba por la calle recogiendo basuritas para mi último proyecto, ―Neurocollage o cerebro laminado‖, cuando me vino a la mente la tarde de ayer, en la que conversaba con mis panas, los valeverguistas. Los miraba y pensaba que Antonio había hecho bien su trabajo. Me preguntaba si la actitud de ellos se parecía a la de él, su mentor, y estaba a punto de llegar a la conclusión de que son pequeñas réplicas suyas, hechas a su imagen y semejanza, cuando, de repente, uno gritó: Me cago en el parricidio; me cago en él porque mi papá me mantiene. Todos comenzaron a reírse y lanzaron al aire el conchito de biela que a cada uno le sobraba en sus botellas. Pidieron otra ronda para brindar por sus padres y para reírse de todos los que, por ser huérfanos de nacimiento, promovían el asesinato de sus progenitores. Una gotita de lluvia me regresó a la realidad de la calle y sus basuras. Debía apresurarme. No es lo mismo basura que basura mojada, lamida de nube. No es lo mismo. Volví a mi labor, al pedirle a una mujer embarazada, cuyo zapato negro forrado de gamuza pisaba una blanca y sucia pluma de paloma, que se moviera y me permitiera recogerla (imaginé una mano haciendo que la pluma rozara los lóbulos del cerebro laminado como la perfecta imagen de la excitación neuronal). Sin responderme, miró al suelo, levantó el zapato, esperó que yo recogiera la pluma y volvió a ponerlo en el mismo lugar. No dejaba de mirar, entre atenta y nerviosa, los carros que pasaban. Yo seguía caminando, en parábolas, en círculos, en paralelas, regresando sobre mis pasos por si acaso se me hubiera pasado alguna joya, algún poema hecho de desperdicios, de papel muerto o de cáscaras de nuez o mandarina. De tacho en tacho, fui conociendo los huecos y los desniveles de la vereda de la avenida América. Y pensando en la tarde de ayer. De pronto, me 69


encontré con lo que no había salido a buscar. La mujer embarazada, que nerviosa no dejó nunca de mirar hacia la calle, se lanzaba delante de un bus que venía a toda velocidad. No se oyó un grito, sólo el frenazo a raya del chofer del bus. Viré la cara. Apreté bien mis basuras contra el pecho, y los dientes hasta que me dolió el cuello. Di media vuelta y corrí en dirección hacia el ―Bar Aguas‖. Torpemente, tropecé contra un tipo que trotaba, pero no caí. Ése fue el único momento en el que viré la cabeza hacia la escena del suicidio. Volví a correr. Pensé que en el bar encontraría a cualquiera de los valeverguistas y le comentaría la escena. Me cansé corriendo. Entré, pero, para ese momento, mis amigos no habían llegado todavía, sólo el cantinero que estaba limpiando las mesas y la barra. Sucio de vómito y de algo parecido a la sangre, su delantal amarillo colgaba de su cuello casi como por arte de magia: apenas unas hilachas lo sostenían. A este hombre, todos lo llamaban Trópico. Trópico, ¿a qué hora llegan los valeverga? Con cara de fumado, me miró, sonrió y no me respondió. Decidí regresar a la avenida América. Mientras caminaba, pensé que yo no era mejor que ellos, que los valeverguistas. Con toda la naturalidad del mundo, huí, como asqueada, de la escena del suicidio. No era común en mí. Pensé que Antonio me estaba influyendo demasiado en los últimos tiempos. Estuve de vuelta en la escena justo en el momento en el que llegaba la ambulancia, cuya sirena no dejó de sonar incluso cuando ya se había parqueado y los paramédicos habían descendido de ella. Con agilidad de paramédicos, subieron a la mujer encinta a una camilla y después al carromato. Y se la llevaron. Al parecer, no estaba muerta. El chofer del bus no huyó. Atolondrado, respondía a las preguntas de la policía con monosílabos casi exclusivamente. Dudé de nuevo entre quedarme o irme; pero, esta vez, preferí oír el interrogatorio antes que enfrentarme a la cara de volado de Trópico. Apretaba cada vez con más fuerza las basuras contra mi pecho. A saber: una pluma de pecho de paloma, un vaso 70


desechable, un libro cuyo título prefiero omitir, una máscara de celular rota, un filtro de cafetera usado, y una hoja de periódico fechada 7 de mayo de 1980. Yo tenía una duda incrustada en la mitad de la cabeza, que hacía que se me pusieran de punta los pelos: ¿Por qué una mujer encinta habría decidido matarse? (Esto me llevó a pensar en un único cerebro controlando el destino de dos cuerpos: dirigiéndolos hacia el mismo fin, al mismo tiempo, con exactitud de relojero). Pensé en la mujer encinta y en su falta de curiosidad. Los pensamientos y las preguntas fluían incontenibles, pero las respuestas sólo venían de la boca del busero. ¿No le habrá visto, pues, a la señora cruzar? No. ¿Sabe a qué velocidad iba usted en el instante del atropellamiento? No. Mire, según los testigos de la tragedia, usted circulaba a no menos de 80 kilómetros por hora. ¿Por lo menos se bajó a auxiliar a la víctima? Sí. ¿Llamó usted a la ambulancia? No. Se ha metido en un grave problema, amigo. De ésta, no habrá quién le saque. Mejor ruegue que la mujer no se muera, porque… Es mi mujer. ¿Cómo? Es mi mujer. El chofer no dejaba de ver el guardachoque, creo que la sangre en el guardachoque. Y yo no dejaba de ver al chofer. Engolosinada con su tragedia, tan angustiada que el pecho me dolía. En ese momento, se concretó la lluvia y me obligó a despertar de mi tragedia a costa de la tragedia de los otros. Después de esa última respuesta, el policía no preguntó más. Guardó su libreta en el bolsillo trasero de su pantalón. Esposó al 71


hombre, lo empujó con cierta delicadeza hasta que éste entró a la patrulla que se lo llevó. Pregunté a uno de los transeúntes a qué hospital habían llevado a la mujer y me respondió que al Eugenio Espejo. Entré al Colegio San Gabriel, para usar el teléfono público. Tuve que dejar la basura en el piso para sacar la tarjeta de la mochila y llamar a Antonio. Le dije que necesitaba verlo. Me respondió que en ese momento estaba yendo al ―Bar Aguas‖ con los valeverga, que topáramos allá. El hombre de la limpieza del colegio quiso barrer mis pertenencias del suelo y se lo impedí con el cuerpo. Se fue insultándome, entre dientes. Al colgar, me dirigí al bar. Llegué antes que ellos, la basura pegada a mi pecho. Antonio me vio y me abrazó sonreído. Me preguntó qué me pasaba, mientras los valeverga, uno a uno entraban al bar. Le mentí y le dije que me sentía mal porque creía que estaba embarazada. Su rostro alegre empezó a transformarse, aunque en ese momento no logré entender en qué; pero antes de que me dijera algo, le confesé que era joda, que no era verdad. Me miró achinando los ojos y, enseguida, sonrió maliciosamente. Entró al bar gritando Voy a ser papá. Todos -yo incluida- se cagaron de risa al unísono, a excepción de Trópico que esbozó una sonrisa de dientes rotos en su cara. Para celebrar el acontecimiento, pidió ronda de bielas. Club verde, para de una vez pasar el chuchaqui. A mí me dijo vos no tomas, que estás preñada. Trópico se acercó y, por atrás, lo abrazó. Cuando ya me estaba yendo, Antonio me recordó que las bromas las hacía él y nadie más. Y que, por cierto, hubiese quedado como lagranputa porque él no puede tener hijos. Salí del bar, como con pena, no sabía de qué, y me dirigí al Eugenio Espejo. Todavía llovía, pero igual decidí caminar. Después de todo, era posible que encontrara algo que me sirviera. El agua en las canaletas corría con fuerza y se acumulaba en los desniveles de la avenida América. Tres carros que iban a toda me mojaron. La ciudad está llena de basura, en buena hora, para mí, pensé. Cuando finalmente llegué a El Ejido, lo rodeé; nada interesante. En las veredas de la Casa de la 72


Cultura, nada. ¿Funciona de verdad el sistema de recolección de basura del distrito metropuritano o, de repente, se me gastaron los ojos, se llenaron de la neblina que me impide encontrar lo que busco? Llegué al Eugenio Espejo y pensé en el hospital como una mina de oro. La cantidad de desechos tóxicos que habrá, me dije en voz alta. Podría, de seguro, conseguir algo valioso (imaginé jeringas con sangre infectada –y esto no sería un decir- inyectando el cerebro, lámina por lámina, para que ninguna se salve). No pude no recordar, varias veces a lo largo del camino, el insulto del que casi fui objeto: lagranputa. Pero sobre todo, no podía no pensar en el hecho de que Antonio no puede tener hijos. ¿Es estéril, Antonio? Chucha. La imagen ―hijodeAntonio‖ no existiría jamás, quizá en alguna escultura, casi en una mentira. Llegué al hospital, habiendo identificado, al parecer, el motivo de la pena. Lo cierto es que no tenía ganas de llorar. Haciendo las averiguaciones pertinentes, descubrí el nombre de la mujer: Blanca Mendoza. Ingresó a quirófano apenas llegó al hospital. Iba a decir que era su pariente, su hermana, su prima, su cuñada; pero, en ese mismo orden, fui descartando todas las mentiras y cuando al fin alguien me preguntó si es que yo tenía alguna relación con la paciente, les dije me intereso por ella porque presencié el accidente. Mi interlocutor, un médico que parecía recién graduado, asintió con la cabeza y me dijo que apenas supiera algo, me avisaría. Cuando me quedé sola, pensé en el nombre de la mujer: Blanca (―ese nombre de seis letras negras‖, repetía mi propio cerebro laminado) Mendoza; me pregunté si tendría un segundo nombre. En mi caso, y en el de todos con dos nombres, María vendría a ser sinónimo de Auxiliadora. ¿Cuál sería el sinónimo de Blanca? Los tachos en el pasillo del hospital no guardaban nada especialmente dañino o contaminado. Tendría que meterme a alguna habitación o a algún consultorio. Me paré frente a una puerta cuyo letrero decía, escrito a mano: ―Curaciones‖. Toqué y nadie respondió, así que me metí sin vergüenza delatora. Encontré el tacho de 73


desechos contaminados, pero estaba vacío. Seguramente habrían hecho la limpieza. Me escurrí hacia el pasillo y caminé hacia una sala de espera abarrotada de gente donde esperé parada y donde las voces se mezclaban y yo no podía evitar que me tocaran. Cuando al fin se desocupó un asiento, me apuré y lo gané. Coloqué mis basuras sobre mi falda y volví sobre los objetos uno por uno. Estaba pensando en que había tenido mucha suerte en encontrar un periódico tan viejo, cuando el joven doctor salió a darme la noticia de que la mujer había muerto. Noticia que se completaba con la noticia de que el niño se había salvado. Salí del hospital, como expulsada. Con las basuras trabadas en el pecho y el cuello doliéndome de tanto presionar las mandíbulas. Había dejado de llover, pero igual decidí tomar un taxi. Le pedí que me llevara al ―Bar Aguas‖. El taxista me contó que por ahí por donde queda el bar, hacía un rato, había sucedido un accidente terrible: un bus había atropellado a una mujer encinta. Lo contó por radio un compañero que había presenciado la escena. Me quedé callada. Él no habló más en lo que quedó de camino. Yo miraba por la ventana, cuando sentí que algo se me incrustaba en el culo. Tanteé pero no había nada, seguramente sería algún resorte malogrado del asiento. Siguió molestándome el resto del camino, pero decidí no moverme de ese puesto. Cuando llegamos al bar, le pagué al taxista, quien me pidió perdón no era mi intención impresionarla, señorita, disculpará no más. Cogí mi basura, le sonreí y me despedí. Hola, Trópico. ¿Van a volver los valeverga? … Ya. Oye, ¿Antonio se fue cabreado? … Loco, suénate la nariz. … Trópico, mejor dame una biela, por favor. Tomé mi biela. Lo hice muy mal. Me regué toda. El hijo de 74


Blanca Mendoza estaría en una incubadora en ese momento. O, a lo mejor, lo estarían operando para salvarle la vida. O, quizá, haciéndole exámenes para asegurarse de que no sufriese ningún tipo de derrame interno. Y el cuerpo de Blanca Mendoza, novedad de anfiteatro, echado en alguna camilla. Un cuerpo muerto había parido a un cuerpo vivo. En estricto sentido, ese niño no tendría madre, y padre, al menos en el corto plazo, tampoco. Ese niño había sido expulsado al mundo de un golpe, el mismo golpe que había matado a su madre. A lo mejor nunca sabría lo solo que tendría que ir por el mundo. O, a lo mejor, sí. ¿Me traes otra, Trópico? ("Neurocollage o cerebro laminado" empezaba a adquirir una nueva dimensión en mi cabeza. Las láminas del cerebro serían decisiones. Una lámina seguiría a otra: decisión tomada, decisión postergada, decisión desacertada, decisión tomada, decisión postergada, decisión desacertada. y entre ellas, la basura respectiva). Hola, Anto. Hola. Sabes, hoy vi un accidente horrible. ¿Qué pasó? Una mujer encinta se lanzó a la calle y fue atropellada por un bus. Al bus lo iba manejando su marido. Ella lo esperó algunos minutos. Yo la vi porque estaba por la América recogiendo basuras para ―Neurocollage‖ y la veía, como preocupada, como nerviosa, pero no le paré mucha bola. Pensé que estaba esperando su bus y que, con tremenda panza a cuestas, era lógico el malestar. La mujer murió, pero el niño salvó la vida. ¿Y el marido? Se lo llevaron preso. Hijueputa. Oye, ¿me puedo robar esta historia para escribir un cuento? Dale. Total, yo no soy mejor que tú. Eso ya lo sé. Me sonreí y me fui. Con mis basuras pegadas al pecho, pero con el cuello un poco más relajado. Al salir, entraron los valeverga. 75


Uno me tomó del brazo y me dijo, bajito, muy bajo, al oído, que dejara en paz a Antonio. No le respondí nada, salí hacia la calle. Con destino a la Mariscal. Al Centro de Detención Provisional. Pensé que ahí estaría el busero. Hubiese querido caminar, pero quedaba muy lejos. Me quedé sin plata para taxi, así que tomé un bus. El camino se hizo largo, era la hora del almuerzo y los oficinistas salían en tropel. Tuve suerte; al llegar, era las tres de la tarde y empezaba el segundo turno de visitas. Yo no sabía si el busero estaba al tanto de la muerte de su esposa, pero igual quería verlo. Entré y al tipo todavía lo tenían en la oficina; la ventana estaba abierta y pude escuchar la parte final del interrogatorio, antes de que le hicieran el alcohol check y lo trasladaran a la celda de los hombres. ¿Tiene usted alguna sospecha de por qué su mujer decidió lanzarse contra el vehículo que usted conducía? Sí. Si desea, puede declararla en este momento, quedará sentado en el acta y es probable que juegue a su favor en el juicio. Le tomó un poco de tiempo al hombre decidirse a cambiar los monosílabos por oraciones largas, un tanto demasiado largas. Hace cuatro meses, cuando me contó que estaba encinta, me confesó que el niño no era mío. Yo no supe reaccionar, pero ella sí y se fue de la casa. Yo no se lo pedí, pero igual se fue. Yo pensé que se había ido con su amante, pero luego, por una cuñada, me llegó la noticia de que la Blanca vivía sola y que no andaba bien de la cabeza. Me dio pena. Le mandé con mi cuñada unos zapatos negros, de gamuza, como sé que le gustan. No la había vuelto a ver hasta hoy. Al salir del CDP, vi cómo a un policía, al bajarse de la patrulla, se le caía al suelo la libreta con las multas del día. No se dio cuenta. Pude haberle avisado, pero ya en el suelo, pensé que era basura y que, como tal, a mí me serviría más que a él. Subida en el bus, revisé los nombres de los multados: ―Felipe Balladares‖ decía la papeleta número 346. Bien pensé qué suerte, mi papi 76


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Ediciones Yerba Mala Cartonera Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

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