Mi poncho es un kimono flamenco

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FERNANDO IWASAKI CAUTI

Mi poncho es un kimono flamenco

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© Fernando Iwasaki Cauti © Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2007. Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro. yerbamalacartonera@gmail.com http://yerbamalacartonera.blogspot.com

Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Ediciones la Cartonera (México), Animita Cartonera (Chile), Dulcinéia Catadora (Brasil) y muchos más en casi 20 países. ____________________________________________ Impreso en: Imprenta ―Magda I‖ Av. Oquendo 371 dpto. 2A. Cochabamba Publicación posible gracias a la colaboración de la editorial ―Eloisa Cartonera‖ Impreso en Bolivia Esta publicación ha sido posible gracias al apoyo desinteresado de Magda Rossi. 2


A Luis Jaime Cisneros, mago de la lengua (y académico)

Así, de algún modo, fue la inmortalidad de Sócrates, quien no dejó nada escrito y también fue un maestro oral. Jorge Luis Borges

Mi afición al teatro está en deuda con esa magia de la oralidad. Por eso me extraña que hoy la gente tenga miedo de dejar oír su propia voz. Luis Jaime Cisneros

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CUANDO UNO LEE una conferencia en un país que no es hispanohablante, generalmente descubre tres cosas. La primera es la importancia que tienen la entonación, el ritmo y la pronunciación. La segunda es que los hispanistas locales entienden el castellano mejor que los hispanohablantes exiliados. Y la tercera es que a los hispanohablantes exiliados les encanta que los traten como suecos, ingleses o alemanes. Las conferencias reunidas en el presente volumen fueron leídas en universidades e institutos Cervantes de Europa, y cada una de ellas la leí pensando en cómo la leería Luis Jaime Cisneros, maestro de palabras orales y pensamientos escritos. ¿Cómo olvidar su lectura en alta voz de las «Cartas a Rocamadour»? Cualquier texto leído por Luis Jaime Cisneros se convertía inevitablemente en una coreografía seductora, hechicera y persuasiva. Y así, recordando su magisterio, me siento como el discípulo que transcribía los diálogos de Sócrates. Y conste que no me refiero a Platón, sino a cualquiera de los sofistas. En más de una ocasión he tenido que hablar acerca de literatura e identidad, lo cual parece un despropósito cuando uno vive en España, tiene apellido japonés y ha nacido en el Perú. Por eso siempre respondo que mi poncho es un kimono flamenco. F.I.C. Sevilla, verano de 2005

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EL TEXTO COMO PRETEXTO YA SÉ QUE es un lugar común remontarse a la infancia para explicar cómo surgió en uno mismo la vocación de escribir, mas siento la urgente necesidad de persistir en ese manido ejercicio precisamente porque soy una persona común y corriente. En realidad, yo mismo me apresuro en definirme de esa manera —común y corriente— antes que me cataloguen como «buena gente», porque ya se sabe que quienes no somos ni bellos ni seductores ni interesantes, apenas podemos aspirar a que se diga con falsa indulgencia que somos «buena gente». Por contra, lo común y lo corriente aún mantienen esa extraña dignidad que tienen las cosas viejas y los cachivaches. Y sin embargo, el rescate de nuestras más remotas experiencias vitales puede depararnos sorpresas entrañables y desconcertantes, como descubrir que desde entonces no hemos dejado de inventar nombres y fundar lenguajes. Palabras como «glúteo», «picaporte», «intravenosa» o «exquisito» estaban ausentes de nuestro acervo infantil, mas no las necesitábamos porque bastaba con referirse a la «cosa» o al «ésto» o con decir «me duele» o «me gusta». Del mismo modo, cada vez que hacemos el amor prescindimos de los conceptos anatómicos y las complicadas definiciones latinas, ya que esas «cosas» y aquellos «éstos» bien pueden llamarse «picaporte» o «intravenosa», y sigue siendo suficiente «me duele» o «me gusta». Yo estoy seguro que mi vocación de fabulador surgió en esa etapa preverbal donde los sueños y las sensaciones no discurrían por cauces diferentes sino en una misma dimensión.

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Recuerdo muy bien que comencé contándole a mis hermanos las cosas que soñaba y que ellos me escuchaban hechizados, porque mis sueños continuaban de una noche a otra como los episodios de El túnel del tiempo o Perdidos en el espacio. Yo tengo muchos hermanos y podría haber aclarado antes que pertenezco a una familia numerosa, pero creo que los hermanos no tenemos la culpa de ser numerosos y entonces prefiero decir que soy hijo de padres incontinentes. Precisamente por eso, a los 25 años mi madre ya tenía uno de 6, otro de 4, una de 3, uno de 1 y tres meses de embarazo, y entonces decidió mandarnos a todos al colegio. Fue allí donde descubrí que mis compañeros no tenían la misma paciencia de mis hermanos y cuánto les irritaba que mis sueños continuaran; pero uno tenía una terca vocación literaria y la mantuve porque hice el humor y no la guerra. Es difícil precisar si el humor nace o se hace, pues antes de aprender a reírnos de nosotros mismos —esa fase superior del humorismo según los marxistas chaplinistas— es necesario desternillarse de alguien o de algo. Por ello me atrevo a sostener, parafraseando a Rousseau, que el hombre nace aburrido y la sociedad le divierte. «¡No dejes que otros niños te peguen!», me advertía mamá mientras me llevaba a mi primer día de clases en un colegio de monjitas españolas de Lima. «¿Y si me pegan pego?», pregunté no muy convencido del poder intimidatorio de mis cuatro años. «No, no. Más bien búrlate de los que peguen», aconsejaba mamá muriéndose de risa. Confieso que al principio la estrategia fue algo dolorosa, mas a la larga resultó eficaz porque los moratones a mí me duraban un par de días y en cambio los apodos de algunos compañeros duraron años. Nunca fui el más fuerte de la clase, pero la necesidad de encontrar parecidos me libró de más de una paliza. «¿A quién se parece el Hermano Bruno?», querían saber mis amigos: «Al Oso Yogui», dictaminaba. Y todo el mundo estaba risueñamente de acuerdo. Un día la madre «Super Ratón» descubrió que la profesora de inglés era la «Hormiga Atómica», y me llevó hasta el despacho de la madre «Popeye», quien después de recordarme mis escaramuzas con la señorita «Pato Lucas» y la madre «Drácula», me amenazó con 7


llamar al mismísimo Hermano Bruno. «¿Sabes cómo es el Hermano Bruno?», tronó la monja. «Sí —respondí levantando la mano—, como el Oso Yogui». Muchos años más tarde las monjitas me contaron divertidas que tuvieron que dedicar varios meses a estudiar los dibujos animados, pero el castigo que me infligieron entonces tuvo la virtud de encender una aureola de rebeldía y romanticismo a mi alrededor, semejante a la que irradian los santos, los heterodoxos y los revolucionarios. El humor siempre ha tenido efectos corrosivos contra el poder, ya se trate de una dictadura o de un colegio de monjas, quienes —dicho sea de paso— gracias a la televisión encontraron al Hermano Bruno más parecido a Magilla Gorila. Sin embargo, el humor no sólo es un arma sino también una horma, ya que pronto descubriría la existencia de dominios impenetrables para la chispa y la ironía, tales como la seducción y eso que los etólogos llaman «rituales de cortejo». Oh, los etólogos. Desde niño admiré los documentales sobre la naturaleza, la revista National Geographic, la Enciclopedia de la Fauna dirigida por Félix Rodríguez de la Fuente y las obras de Gerald Durrell, aquel etólogo fallecido hace poco y cuya popularidad fue incluso mayor que la de su hermano, el célebre novelista Lawrence Durrell, autor de El cuarteto de Alejandría y El quinteto de Avignón. Así, gracias a mi interés por la vida silvestre muy pronto adquirí rebuscados conocimientos acerca de los ciclos vitales de los animales, con especial énfasis en el celo, los apareamientos y el cortejo; asuntos que a los etólogos les obsesionan tanto como a mí. En efecto, yo sabía cómo hacía la mandril para seducir a los fosforescentes machos de su raza, qué señales eróticas enviaban las cebras para atraer a los garañones de la manada y cuándo la panda gigante sentía la urgente necesidad de encontrarse con otro panda, affaire harto extraño porque las pandas rara vez tienen ganas y tanto vis-à-vis en cautiverio las ha vuelto frígidas. Por lo tanto, la sexualidad salvaje no tenía secretos para mí, y estaba seguro que de haber sido rinoceronte, gorila o armadillo me lo hubiera pasado estupendamente. Tal era mi desgracia: yo era capaz de enamorar a una nutria, una cigüeña o una anaconda, pero del todo inútil con las hembras de mi especie. A lo mejor en un colegio mixto mi vida hubiera sido 8


diferente. Después de doce años en un colegio masculino de curas, la inminencia de las clases universitarias me turbaba cada día más porque allí finalmente me encontraría con chicas que llegarían a ser mis compañeras, mis amigas, mis dulces quimeras. El Hermano Carmelo nos advirtió en una de las charlas de orientación vocacional que las mujeres sólo iban a la universidad en busca de novio, y a mí me embargó una dichosa ilusión. «Qué coincidencia —pensé—. Yo también quiero encontrar novia en la universidad.» Pero con las chicas fracasaron los chistes, las imitaciones, los juegos de palabras, las caricaturas, los pitorreos, las bromas y todo cuanto en el colegio me granjeó simpatía y popularidad. En cambio, los introvertidos, los trágicos, los victimistas y los melancólicos enamoraban una barbaridad, como si ya no hubiera suficiente competencia con los guapos, los ricos, los deportistas y los interesantes, esa indescifrable categoría que a los hombres corrientes tanto nos desconcierta y que a las mujeres maravillosas tanto entusiasma. Por eso, cuando comprendí que amor y humor eran incompatibles, decidí tender nuevas redes sobre las chicas. Al principio les contaba mis problemas, mis traumas, mis angustias e intentaba despertarles algo de compasión, ¡pero nada! Después cambié de táctica y empecé a hacerme el enfermo en los viajes, a padecer dolencias exóticas durante las excursiones y a desmayarme en todas las fiestas, pero en lugar de arroparme o protegerme se iban corriendo y me dejaban tumbado en la primera silla que encontraban. Luego intenté llamarles la atención con la onda intelectual, hablando en todas las clases y saltando de Cien años de soledad a La ideología alemana o citando a Joyce, Habermas y Proust en cualquier conversación, pero mi cadaver ¡ay!, siguió muriendo de amor. Volví a la carga con el viejo truco del viajero cosmopolita que conoce París, Nueva York, Madrid y Buenos Aires como la palma de su mano, mas pronto me gané una fama de «huevón-duty free-visa múltiple indefinida» que para qué les cuento. Así que como último recurso, decidí presumir de una lúbrica y vasta experiencia amorosa que me condenó a la peor de las soledades. Ahora contemplo aquellos años no sólo sin amargura sino 9


hasta socarronamente, y por eso he elegido diez de mis fracasos amorosos más espectaculares para reunirlos bajo el título de Libro de mal amor, porque el mal amor es garantía de buen humor. El mal amor no es el amor truncado por la desdicha, el infortunio o la tragedia, ya que entonces hablaríamos del mal humor. No. El buen humor de mi libro viene del amor cargoso, del amor visto a través de una cámara escondida y de los amores ridículos, si me permiten jugar con el título de una obra de Kundera. ¿Y por qué cierto género de literatura amorosa se convierte en literatura humorosa? Como ustedes saben, al amor le van la intimidad, el plano corto y los susurros; pero si le aplicamos publicidad, tomas panorámicas y un que otro chillido, lo que nos queda es humor. Los amantes cuando se aman —por ejemplo— fundan lenguajes y códigos secretos que sólo tienen sentido en los instantes más intensos del amor, esos momentos arrebatados en que a nadie le avergüenza que le llamen «mi Terminator» o «mi Spice Girl». No es lo mismo que nuestra pareja pronuncie tales piropos con voz afiebrada de placer en el recogimiento de una habitación, que gritando a voz en cuello a través del programa de radio donde ha llamado para dedicarnos una canción. Entre una cosa y la otra existe la misma diferencia que hay entre correrse y salir corriendo, porque los amantes que presumen de arrumacos no hacen el amor sino más bien el humor. Uno ha leído estas líneas con la sensación de haberlas escrito durante años y con la certeza de poder trazarlas sin necesidad de poblar una pantalla, una libreta o unas cuartillas, porque contar historias es un ocio antiguo aunque hoy parezca un moderno negocio. Siempre he creído que un narrador es algo más que un funcionario de la prosa, una criatura mediática o una vedette editorial, porque un narrador lo es ante todo por placer, y si está enfermo terminal de literatosis, mejor. Uno respeta a quienes escriben por comprometidos, como denuncia o para transformar el mundo, mas no ignoro que nadie respeta a los que escribimos para divertirnos. Y ya que las obras serias son las que se prestan mejor para desentrañar palimpsestos, fonocentrismos, prolepsis y cualquiera de las suertes más semióticas de la crítica deconstructiva, uno quiere advertir a los amables filólogos de guardia que no intenten hallar en 10


mi obra nada semejante, ya que desde que tuve mi primera experiencia textual estoy a favor del texto libre, de las relaciones textuales sin compromiso, del texto por el texto y de la literatura homotextual, bitextual o heterotextual. Y es que un servidor no cree en la escritura como texto de representación, sino como texto de presentación. Uno quiere reivindicar aquí y ahora la felicidad de leer y escribir, la alegría de contar y la dicha de comentar. ¿Qué me lleva si no a recrear mi infancia, confesar mis fracasos amorosos o compartir mi sentido del humor, si no es la necesidad de gozar? Hace unos años conocí a un profesor americano que me admitió que ya no leía literatura —«una pérdida de tiempo», dijo— sino exclusivamente crítica o crítica de la crítica, aunque no epistemología, porque aquel profesor tampoco creía en el logos. Uno desearía tener cómplices antes que críticos así, pues créanme que cuando alguien quiere narrar por el mero placer de hacerlo, el texto es sólo un pretexto para disfrutar. Universidad Católica de Angers Angers, 27 de Abril del 2000

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SANTA PROSA DE LIMA Literatura, Centralismo y Globalización en el Perú de los 90 EL TORO DE la narrativa peruana está a punto de salir de los chiqueros, pero antes de entrar en faena literaria debo hacer el paseíllo académico: ¿qué criterios filológicos, hermenéuticos, sociológicos o de género voy a emplear para torearlo? Y como se me antoja muy delicado pronunciarme sobre la sexualidad del prójimo, establecer qué novela es peruana o no es peruana y dictaminar quién es un autor colonial o simplemente posmoderno, prefiero limitarme a pregonar los títulos y autores peruanos que más he disfrutado durante los últimos diez años. Quiero hacer hincapié en el placer, pues para buscarse problemas ya están los críticos y los profesores universitarios que practican el acoso textual1. Por último, como descreo de las generaciones, las etiquetas y las banderías, elegiré a los autores que me interesan sin importarme si son conservadores o revolucionarios, homosexuales o heterosexuales, andinos o cosmopolitas, y femeninos o masculinas, a quienes ordenaré según las repisas de mi propia biblioteca. Es decir, novela, cuento, crónica, fragmento y miscelánea. Y conste que prescindo de Bryce, Ribeyro y Vargas Llosa. 12


Novela A lo largo de los años noventa he tenido la fortuna de leer algunas estupendas novelas peruanas como La medianoche del japonés (1991) de Jorge Salazar, País de Jauja (1993) de Edgardo Rivera Martínez, Ximena de dos caminos (1994) de Laura Riesco, El copista (1994) de Teresa Ruiz Rosas y Los últimos días de «La Prensa» (1996) de Jaime Bayly, mas si tuviera que recomendar la narrativa completa de ciertos novelistas elegiría a Jorge Eduardo Benavides, Iván Thays y Alonso Cueto. Jorge Eduardo Benavides (Arequipa, 1964) es un autor que se ha dado a conocer de manera fulgurante con apenas dos novelas: Los años inútiles (2002) y El año que rompí contigo (2003), ambas soberbias, complejas, ambiciosas y perturbadoras. Exiliado en Tenerife desde hace más de una década, Benavides había publicado un libro de relatos —Cuentario (1989)— y alguna que otra prosa en periódicos y revistas ínfimas, pero la espera no ha podido ser más gratificante, pues Los años inútiles es —junto a Los detectives salvajes del chileno Roberto Bolaño y El fin de la locura del mexicano Jorge Volpi— de lo mejor que ha dado la nueva literatura hispanoamericana. Las novelas de Jorge Eduardo Benavides describen el naufragio de la sociedad peruana a través de una serie de personajes cuyas historias se imbrican y se encabalgan, aunque sin llegar a resolverse del todo en Los años inútiles y más bien destapando la caja de los truenos en El año que rompí contigo. La técnica narrativa opera el prodigio, ya que Benavides es un estudioso de los mecanismos novelescos de Faulkner, Onetti, Vargas Llosa y Muñoz Molina. Por lo tanto, no es cierto que su modelo literario sea solamente Conversación en la Catedral, sino además Luz de agosto, Juntacadáveres y El jinete polaco. Iván Thays (Lima, 1968) es un escritor orgulloso de sus lecturas y así espolvorea contraseñas literarias por cuentos y novelas. Ya en su primer libro —Los retratos de Frances Farmer (1992)— 13


encontramos la prosa lírica, el trasmundo personal y la intimidad estética que propone en novelas como Escena de caza (1995), El viaje interior (1999) y especialmente La disciplina de la vanidad (2000), donde el humor y la melancolía adquieren madurez y plenitud. Cada escritor se inventa su tradición y por eso Thays se proclama del linaje de Luis Loayza, Gastón Fernández y Carlos Calderón Fajardo, tres autores discretos, esquivos y austeros que Thays convoca a la vera de Proust, Chéjov y Nabokov. De ahí que el instrumental político y sociológico que muchos críticos acarrean resulte inútil para analizar la obra de Thays, pues sus novelas y relatos tan sólo consienten la digresión literaria. ¿Y el mundo andino, la identidad peruana y el Estado-Nación? Teniendo en cuenta lo poco que influyó Conrad en la revolución polaca y lo mucho que significa en la literatura universal, preferiría que Thays se olvide de la revolución polaca. Alonso Cueto (Lima, 1954) es el escritor peruano de más prestigio internacional después de Vargas Llosa, Bryce y Ribeyro, pues su obra ha merecido diversos premios europeos, norteamericanos y latinoamericanos. Como cuentista ha publicado La batalla del pasado (1983), Los vestidos de una dama (1987), Amores de invierno (1994), Cinco para las nueve y otros relatos (1996) y Pálido cielo (1998); pero es en la novela donde Alonso Cueto ha sobresalido de manera especial. Pienso en Deseo de noche (1993) y El vuelo de la ceniza (1995) —dos piezas breves, delicadas y minuciosas como una miniatura literaria— o en El tigre blanco (1985), Demonio del mediodía (1999), El otro amor de Diana Abril (2002) y Grandes miradas (2003), sus narraciones más largas y ambiciosas. Como Henry James o Scott Fitzgerald, Alonso Cueto prefiere crear atmósferas familiares antes que contextos sociales, y por eso encuentro esenciales a sus personajes, ya que ellos transgreden, atropellan, fantasean y claudican, llevando sus existencias de ficción hasta unos límites morales que nos estrellan bruscamente contra la realidad. Así, los personajes de Alonso Cueto son como la mayoría de los peruanos: todos tienen algo que esconder y una deuda que saldar, todos se aferran a una monótona pasión y a un deseo sin sublimar. 14


Cuento Por razones estéticas, económicas y editoriales —en ese orden— en el Perú se publican más cuentos que novelas, y por eso mismo es más sencillo citar un buen número de magníficas colecciones de relatos que de novelas. Así se me antojan excelentes CordilleraNegra (1985) de Óscar Colchado, La primera espada del imperio (1988) de Siu Kam Wen, Señores destos Reynos (1994) de Luis Nieto Degregori, Un único desierto (1997) de Enrique Prochazka, Atado de nervios (1999) de Giovanna Pollarolo y París Personal (2002) de Marco García Falcón, aunque por el conjunto y valor de sus obras deseo destacar a tres autores: Leyla Bartet, Carlos Herrera y Fernando Ampuero. Leyla Bartet (Lima, 1950) ha publicado apenas dos libros de cuentos —Ojos que no ven (1997) y Me envolverán las sombras (1998)—, pero por su sensibilidad, intuición, talento y originalidad, me atrevo a considerarla por encima de otros autores con más experiencia y publicaciones. Sus relatos son ricos en registros, hallazgos y obsesiones, y me hace ilusión precisar que no la selecciono por cumplir con una cuota o para ser políticamente correcto. De hecho, ahora que una gran mayoría de escritoras se empeña en construir un «discurso» para sus personajes femeninos, uno agradece que Leyla Bartet sólo se proponga dotarles de «voz». La «voz» tiene la frescura de la espontaneidad, la austeridad del asombro y la intensidad del deseo, mientras que el «discurso» no participa de ninguna de estas virtudes y casi nunca es literario sino más bien panfletario. Carlos Herrera (Arequipa, 1960) es autor de tres magníficos libros de cuentos. A saber, Morgana (1988), Las musas y los muertos (1997) y Crueldad del ajedrez (1999). Sus relatos son esencialmente inteligentes, irónicos y eruditos, pues nos remiten a lecturas clásicas amén de otras exquisitas expresiones artísticas, mismamente las matemáticas. Escasamente traducido y antologado, me encantaría que la obra de Carlos Herrera fuera mejor conocida más allá de las fronteras de la literatura peruana. Sobre todo Crueldad del ajedrez, un 15


libro maravilloso trufado de fábulas, greguerías, microrrelatos y fragmentos. Fernando Ampuero (Lima, 1949) es escritor de amplia y copiosa bibliografía, aunque no lo convoco aquí por sus novelas —Mamotreto (1974), Miraflores Melody (1979) y Caramelo verde (1992)— ni por sus crónicas literarias —Gato encerrado (1987) y El enano (2001)— sino por su narrativa breve reunida en Paren el mundo que acá me bajo (1972), Deliremos juntos (1975), Malos modales (1994) y Bicho raro (1996). Sus cuentos prefiguran las opciones estéticas de muchos narradores hispanoamericanos de los noventa, más obsesionados en el realismo sucio que en el realismo mágico. Sin embargo, veinte años antes Ampuero ya escribía una literatura de calidad con registros musicales, cinematográficos y —por supuesto— literarios. Y es que Ampuero no se emborracha con Bukowski sino con Truman Capote, no sueña con Madonna sino con Kim Novak, y no escucha Nirvana sino a los Rolling Stones. Por eso Ampuero no envejece: porque sigue en sus trece. Crónicas Mientras ciertos periodistas se empeñan en pasar como literatura la prensa de sucesos, algunos escritores convierten en literatura los sucesos de la prensa. Y advierto que no es lo mismo el artículo de fondo que la crónica literaria, pues el primero tiene pretensiones políticas y la segunda ambiciones estéticas. Sin embargo, la crónica literaria peruana no había tenido un momento tan dulce desde los tiempos de Héctor Velarde, aquel genial humorista que en sus ratos libres ejercía la arquitectura y que nos enseñó a hacer el humor además de la guerra, pues la crónica literaria peruana o tiene ironía o no es peruana. Así, entre los escritores más importantes del género se encuentra el poeta Antonio Cisneros (Lima, 1942), autor de El arte de envolver pescado (1990), El libro del buen salvaje (1995) y las crónicas de viaje Ciudades en el tiempo (2001). También son poetas 16


Abelardo Sánchez León (Lima, 1947) y Jorge Eslava (Lima, 1953), autores de La balada del gol perdido (1993) y Flor de azufre (1997), respectivamente, dos libros hermosos, divertidos e inteligentes cuya lectura nunca me cansaré de recomendar. Por otro lado, desde una perspectiva más periodística aunque no por ello menos literaria, deseo romper una lanza por Jaime Bedoya (Lima, 1965), quien con ¡Ay, qué rico! (1991) y Kilómetro Cero (1995) nos ha demostrado que una buena crónica puede ser culta y risueña, plástica y filosófica, tierna y achorada. Finalmente, Julio Villanueva Chang ha reunido sus artículos en Mariposas y murciélagos (1999), un retablo de personajes patéticos, melancólicos y valleinclanescos. Fragmentos El fragmento es un género vagaroso y huidizo, pero de una enorme dignidad clásica y poética. No existía en la literatura peruana una tradición de fragmentos, pero en los últimos diez años ha aparecido un conjunto de libros de los que deseo rescatar cuatro: Habitaciones (1993) de Ricardo Sumalavia, Cuaderno imaginario (1996) de José Miguel Oviedo, El amor en los tiempos del cole (2000) de Lorenzo Helguero y Epístola a los transeúntes (2001) de Eduardo Chirinos. Ricardo Sumalavia y José Miguel Oviedo consienten la narración, mientras que Helguero y Chirinos intuyen la poesía. Los fragmentos de Sumalavia y Oviedo son virutas del taller de la escritura, en tanto que los fragmentos de Helguero y Chirinos son juguetes poéticos a los que nunca se les acabará la cuerda. Los fragmentos —desde Apolodoro— son la cifra del mundo y a la vez su entraña. Miscelánea 17


Una miscelánea es un cajón de sastre o un desastre de cajón, según. Y algunos autores peruanos han cultivado con maestría este género más propio del Siglo de Oro que de estos tiempos pazguatos que corren. El primero es Luis Freire Sarriá (Lima, 1945), autor de una novela histórica desopilante —El cronista que volvió del fuego (2002)— y de dos libros misceláneos por inclasificables. A saber, Memorias de Obélix (1993) y Examen de ingenios (1997). En resumen: el Perú en posición fetal momificado por un Inca loco. Una maravilla. Por último, no quiero dejar de incluir en este inventario a Leopoldo de Trazegnies (Lima, 1941), un escritor secreto y transterrado que distribuye sus libros —constelados de humor y melancolía— a través de un portal en Internet (http://www.literaturasatirica.com). El catastro de la literatura peruana contemporánea sería del todo catastrófico si prescindiéramos de Conjeturas y otras cojudeces de un sudaca (1997), La lámpara de un cretino (2000), La carcajada del diablo (2001) y especialmente de Bulevar Proust (2002), un libro bellísimo y al mismo tiempo entrañable.

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MÁRKETING SOCIOLÓGICO Se habla mucho de los factores extraliterarios y de las distorsiones del mercado editorial, pero si en el subtítulo de estas reflexiones no hubiera estampado aquello de «Literatura, Centralismo y Globalización en el Perú de los 90», el amable y bucólico filólogo no habría llegado hasta esta línea. Y es que hay un márketing literario y un márketing de la crítica. Al primero le va el tema sexual y al segundo le puede el piropo sociológico. —¡Ese título no sirve para atraer lectores! —Ya, pero yo quiero atraer críticos. Sin embargo, uno tiende a ser honrado y desea meter el centralismo y la globalización a como dé lugar. Quizás yo no sepa por qué, pero los críticos sí que lo saben. Al escritor Abraham Valdelomar se le atribuye una frase que ha hecho fortuna en el imaginario peruano: «El Perú es Lima, Lima es el Jirón de La Unión, el Jirón de la Unión es el Palais Concert y el Palais Concert, soy yo». Desde entonces hasta nuestros días han existido otros bares, otras calles y otros escritores, pero jamás otra ciudad. Lima sigue siendo el Perú y no parece haber vida literaria fuera de Lima. El cometido original de estas reflexiones era hacer un inventario de la narrativa peruana surgida a partir de los noventa, mas mi primera conclusión es que deberíamos hablar de literatura limeña, pues quien no ha nacido en Lima, escribe sobre Lima o desde Lima, y quien no publica en Lima o vive en Lima, tiene una existencia ectoplásmica o cuando menos dudosa. Si la vida literaria supone crítica, librerías, editoriales, lectores y por supuesto escritores, se da la paradoja de que puede haber literatura peruana (limeña) en Leeds, pero no en Huancayo. 19


Felizmente en la red hay una infinita variedad de sitios donde la producción crítica y literaria ya no depende de los centros políticos y económicos, y así los recursos de la globalización se han puesto al servicio de las periferias culturales. Pienso en portales como www.ciberayllu.org y www.sololiteratura.com, donde no todo está escrito en la Santa Prosa de Lima, ese hablar empalagoso de la narrativa peruana de los noventa. Universidad de Leeds Leeds, 3 de Mayo de 2003

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LAS HORMIGAS EN FRANCIA CAMINAN CON ELEGANCIA AUNQUE EL ARTE y la literatura de Francia son uno de los fundamentos de la cultura occidental, y aunque todos los pueblos civilizados del mundo fueron alguna vez afrancesados para demostrar precisamente que formaban parte de la civilización, mi primer conocimiento de Francia no me lo proporcionaron ni Descartes ni Voltaire, ni Flaubert ni Levi-Strauss, ni Napoleón ni Toulouse Lautrec. No. Mi primera intuición francesa me la dio una famosa tortuga de la televisión, cuyo grito de guerra entonaba cada vez que luchaba contra mi hermano: «¡D’Artagnan al ataqueeee!». A mamá le desesperaban nuestros chillidos, pero especialmente la pronunciación de la «egrre» de D’Artagnan, pues aquella «egrre» francesa le recordaba a las monjas del Belén. Fue así como descubrí que mi madre había estudiado en el colegio de los Sagrados Corazones de Lima, una escuela privada de señoritas que eran educadas por unas monjas que hablaban como la tortuga de los dibujos. ¿Así que D’Artagnan era francesa? Mamá me enseñó que cuando viera un nombre escrito con una «g» y una «n» entre dos vocales, seguro que era un nombre francés y debía pronunciarse como una eñe. «Como tu colegio», me dijo. Y era verdad, porque el nombre de mi colegio se escribía Champagnat y se pronunciaba «Champañá». ¿O sea que mi colegio era francés? Lo paradójico es que las monjitas de mi colegio no eran francesas sino españolas, y mi afrancesamiento no les hizo ninguna gracia. Sobre todo cuando les dije que Alejandro Maño también era francés como D’Artañán y el beato Marcelino Champañá. «¡Si es maño es de Zaragoza!», me contestaron gritando más fuerte que la tortuga. Si ahora tuviera que hacer inventario de todas las influencias francesas de mi infancia, sin duda tendría que mencionar los cuentos de Perrault, Las travesuras de Sofía de la Condesa de Ségur, Nuestra Señora de París de Víctor Hugo y todas las novelas de Julio Verne, 21


libros que heredé de mi madre y que leí con fervor antes de cumplir los doce años, aunque yo no descubrí que estos autores eran franceses hasta muchos años después. O por lo menos, antes de cumplir los doce años nunca me parecieron tan franceses como la tortuga D'Artagnan. Soy consciente de que la «excepción cultural» es una reivindicación contra la industria audiovisual americana, pero debo confesar que mi simpatía infantil hacia Francia se la debo a los dibujos animados americanos que devoré cuando era niño en Perú. Por un lado estaba la mosquetera tortuga D’Artagnan —quien con su fiel escudero Dum-Dum se batía contra todos los malhechores— y por otro estaba la rubia y bellísima Penélope Glamour, quien al volante de un coqueto coche de carreras ganaba los rallies más peligrosos, a pesar de las trampas que le tendía el perverso Pierre Nodoyuna, villano redomado que conducía un bólido lleno de trucos que jamás funcionaban y que provocaban la risa asmática de su perro Patán. Como los peruanos nunca hemos salido en los dibujos, siempre me he preguntado qué sentirían los niños franceses cada vez que Pepé Le Pew —la seductora mofeta de la Warner— se abalanzaba sobre las gatas manchadas de pintura para besuquearlas y susurrarles chéri, mom amour y oh-la-lá. Desde niño intuí que el francés era el idioma del amor, pues cada vez que Morticia Adams decía ¡voilá!, Gómez Adams2 le respondía enardecido: «¡Tisha, Chéri, has hablado en francés!», y la besaba vehemente desde la mano hasta el pescuezo. Los niños peruanos contemplábamos estas escenas con pecaminosa inquietud, pero quiero pensar que en Francia Pepé Le Pew tendrá por lo menos un monumento, porque si Pepé Le Pew hubiera sido peruano la mofeta estaría en nuestra bandera. No será el caso —supongo— del torpísimo inspector Clouseau, tenaz perseguidor de la Pantera Rosa y otros escurridizos criminales que siempre lo dejaban en ridículo, aunque quiero dejar claro que Clouseau nunca me pareció el arquetipo del francés, pues todos los personajes franceses de las series y los dibujos eran más bien románticos, seductores, artísticos y maestros de la etiqueta y la cortesía. Por eso en Les Pierrafeu3, cuando Fred Caillou quiso entrar en el más exclusivo club de Bedrock, matriculó a Wilma en una escuela de urbanidad y buenas maneras donde un relamido profesor la 22


obligaba a caminar llevando una piedra en la cabeza mientras repetía una frase que todavía reverbera luminosa en mi memoria: «Las hormigas en Francia caminan con elegancia». ¿Por qué las hormigas en Francia caminaban con elegancia? De niño aquella frase me intrigaba y ya de adolescente comencé a intuir algo, pues las chicas del liceo francés nos volvían locos a todos. «Si las alumnas del colegio Franco-Peruano son así de guapas —pensaba— las francesas de Francia tienen que ser tremendas». Pero hasta entonces mis nociones más remotas del francés provenían de la televisión y hasta era capaz de emplear algunas expresiones curiosas como el heroico ¡en garde! de D'Artagnan; la maldición de Pierre Nodoyuna cada vez que se le escapaba Penélope Glamour: ¡sacred blond!; y el arrebatado chéri de Pepé Le Pew, que yo repetía mirando intensamente con ojos de cordero degollado: chéri... aunque tengo que reconocer que mi primera frase completa en francés se la debo —como tantas otras cosas— a los Beatles: Michelle, ma belle, sont les mots qui vont très bien ensemble, tres bien ensemble. Como estudié en un colegio de monjas y curas españoles y el Perú había sido una colonia española, el nombre de Francia comenzó a deslizarse en los manuales de historia cuando empezamos a estudiar la independencia. Así descubrimos que Voltaire y Diderot fueron íntimos amigos del escritor limeño Pablo de Olavide; que los próceres de nuestra patria eran todos revolucionarios, enciclopedistas e ilustrados; que la Revolución Francesa desató la independencia peruana, y que nuestros libertadores —el generalísimo San Martín y el carismático Simón Bolívar— lucharon contra Napoleón pero querían ser como Napoleón. ¿Por qué Francia inspiraba de manera tan generosa la independencia y la libertad de todos los pueblos del mundo? Con doce años recién cumplidos no lo dudé ni un instante: porque los franceses descendían de Astèrix y su aldea de irreductibles galos. Las historietas de Astèrix eran carísimas en aquellos tiempos de superinflación, y por eso ni siquiera la biblioteca del colegio las tenía. Para leerlas era preciso pedírselas a ciertos amigos, quienes sólo las prestaban después de mil recomendaciones. Con todo, cuánto disfruté con cada una de sus aventuras y cómo me he reído con las 23


andanzas de Astèrix, Obélix, Panorámix, Abraracurcix y Asurancéturix. Recién entonces comprendí que la tortuga D’Artagnan no sólo no era francesa, sino que el inspector Clouseau tenía que ser romano. Sin embargo, volviendo a la historia peruana, nuestro nacimiento como república independiente constituye un episodio apócrifo de la historia política de Francia, pues los conservadores peruanos fueron seguidores de Guizot, Cousin y Royer-Collard, mientras que los liberales criollos se reclamaban discípulos de Constant, Courier y Béranger. Por supuesto que todo ello lo supe más tarde, cuando entré en la universidad, aunque me arrasa la ternura cada vez que recuerdo cómo me enseñaron en el colegio los debates doctrinarios entre Bartolomé Herrera y Benito Laso: el primero defendiendo la «democracia censitaria» y el segundo postulando la «soberanía popular». Pero entonces era muy joven para saber que las ideas también venían de París, igual que los bebés. Oh, París, la ciudad del Louvre y de los ex-presidentes del Perú. ¿Por qué los ex-presidentes del Perú siempre se mudaban a París después de perder las elecciones o de ser derrocados por un golpe de Estado? Ninguno se exiliaba en Bolivia o Ecuador —que nos quedaba más cerca— sino directamente en París, donde uno ignora si llamarían más la atención por peruanos que por ex-presidentes. En el capítulo VIII de la segunda parte de Rojo y Negro, el conde Altamira abandona a la bella Matilde porque un general peruano irrumpe napoleónico en el baile del duque de Retz4. ¿Habría algo más exótico en los salones parisinos del siglo XIX que un peruano napoleónico? Probablemente un latin-lover peruano, pues Leonide Massine creó un personaje cómico-patético para la Gaîté Parisienne llamado precisamente le peruvian. En cualquier caso, tantos ex-presidentes y generales napoleónicos peruanos en París al menos sí consiguieron algo muy importante. A saber, que militares franceses entrenaran al ejército peruano, satisfacción que nos deparó una derrota aplastante en la Guerra del Pacífico de 1879, porque el ejército chileno había sido entrenado por militares prusianos. Sin embargo, Francia no abandonó a los peruanos y así el almirante Abel Bergasse du Petit Thouars 24


impidió que Lima fuera destruida por los invasores. Corrían los días terribles de la ocupación chilena y el gran hospital de Lima era la Maison Santé de la Sociedad Francesa de Beneficencia y la única farmacia que se salvó del saqueo fue la Botica Francesa, providencial por su ambulancia y sus medicinas. Tras la Guerra del Pacífico y ya en el umbral del siglo XX, terminó la influencia político-económica de Francia en el Perú y comenzó la de los Estados Unidos; pero su hechizo artístico e intelectual todavía daría más de sí. El primer gran poeta de la literatura peruana fue Carlos Augusto Salaverry, hijo natural de un ex–presidente fusilado, máximo exponente del romanticismo durante el siglo XIX y autor de una obra que influyó en la poesía peruana de manera tan decisiva como poco reconocida. Salaverry publicó en París Albores y destellos (1871) y falleció en la capital francesa en 1891, nimbado de bohemia y pobreza. Sus versos arrasados, su aureola melancólica, su exilio europeo y su muerte parisina impresionaron a un jovencísimo César Vallejo, quien le dedicó su tesis de bachillerato y soñó también con una muerte semejante. Aquel memorable poema de Vallejo: Me moriré en París con aguacero, / un día del cual tengo ya el recuerdo. / Me moriré en París —y no me corro— / tal vez un jueves, como es hoy, de otoño; no sólo es un poema premonitorio sino profundamente salaverrino. César Vallejo se convirtió así en el arquetipo del artista e intelectual peruano en París, difuminando la leyenda parisina de otros paisanos anteriores y contemporáneos como la del ensayista Manuel González Prada, que publicó en París su célebre Pájinas Libres (1894); Ventura García Calderón, propuesto al Nóbel de Literatura por la Academia Francesa; el periodista Gonzalo More, amigo de Henry Miller y amante de Anaïs Nin; o el músico Alfonso de Silva, de día compositor de lieder y de noche pianista de tangos en una boîte de París. Tras la estela de Vallejo se instalaron en París los más notables artistas y escritores peruanos del siglo XX. Pienso en el poeta surrealista César Moro, que escribía en francés y fue camarada de Breton; en el pintor Fernando de Szyszlo, que frecuentó a Tamayo, Matta y Giacometti, o en el escritor Sebastián Salazar Bondy, que nos dejó un testimonio maravilloso de aquellos años en Pobre gente de 25


París (1958). Sin embargo, la fascinación parisina de las letras peruanas llegó a su máxima expresión gracias a Julio Ramón Ribeyro, Mario Vargas Llosa y Alfredo Bryce Echenique. Los cuentos de Ribeyro —reunidos en Perú bajo el título de La palabra del mudo (1977-1992)— estaban casi siempre fechados en París, lo cual los perfumaba de un dandysmo que nada tenía que ver con la soledad y las estrecheces padecidas por el escritor y que hoy conocemos a través de La tentación del fracaso (2003), sus diarios de duelos y quebrantos. Por otro lado, Mario Vargas Llosa escribió en París sus primeras novelas y su devoción por Hugo, Flaubert, Sartre, Camus, Malraux, Aron y otros clásicos franceses puede rastrearse por numerosos ensayos y artículos, pero hasta El Paraíso en la otra esquina (2003) esa pasión no había llegado a su literatura. Sin embargo, no hay en toda la obra de Vargas Llosa una elegía francesa más conmovedora que el capítulo dedicado a su primer viaje a París en El pez en el agua (1993). Finalmente, Alfredo Bryce Echenique sí ha convertido a París, Nanterre y Montpellier en sus propios territorios literarios, como puede apreciarse en la lectura de Tantas veces Pedro (1977), El hombre que hablaba de Octavia de Cádiz (1985), La última mudanza de Felipe Carrillo (1988), Reo de nocturnidad (1997), Guía triste de París (1999) y de manera especial en La vida exagerada de Martín Romaña (1981), una novela desternillante que demuestra cómo los peruanos, españoles, argentinos, chilenos y mexicanos fueron quienes realmente tomaron París en Mayo del 68. Ribeyro, Vargas Llosa y Bryce Echenique son —con toda seguridad— los últimos afrancesados de la literatura peruana. Pertenezco a una generación de universitarios peruanos que aprendió muy pronto el inglés porque soñábamos con los doctorados de las universidades americanas, pero a través de mis maestros educados en la vieja École de Les Annales me formé como historiador leyendo a Marc Bloch, Lucien Febvre y Fernand Braudel. En mi facultad de historia se promovía la lectura minuciosa de Maurice Dobb, Georges Duby, Gilbert Durand, Jean Delumeau, Jacques Le Goff, Philippe Ariès y Michelle Vovelle, por no hablar de Georges Dumézil, Gastón Bachelard y George Steiner. En el dominio 26


estrictamente literario no considero prudente abundar en los escritores franceses que admiro y releo, mas no quiero dejar de citar al más grande de todos, pues yo sólo envidio a quienes todavía pueden leer por primera vez La Cartuja de Parma y no dormir —desvelados— por la magia de Stendhal. Sé que no corren buenos tiempos para la cultura y la lengua francesa, mas quiero recordar una vez más que hubo un tiempo no muy lejano en el que lo francés era sinónimo de civilización. Aquel proceso empezó con la Ilustración y conviene recordar que entonces todo el mundo civilizado quiso ser ilustrado: desde los intelectuales hispanoamericanos que alentaron la independencia de las colonias indianas, hasta los príncipes prusianos que soñaban con arrasar Francia, pasando por los aristócratas españoles que miraban acomplejados a los franceses. Luego llegó la Revolución Francesa con su Declaración Universal de los Derechos del Hombre y sus consecuencias jurídicas, políticas y constitucionales en todo el mundo contemporáneo. ¿Y qué podemos decir del arte, la literatura, el gusto y la bohemia cultural? París encarnó el Dorado de miles de pintores, músicos y escritores de todo el mundo, quienes a lo largo de más de un siglo alimentaron su gloria y su leyenda. Pienso en Rubén Darío, Van Gogh, Scott Fitzgerald, Modigliani, Oscar Wilde, Brancusi, Huidobro, Foujita, Hemingway, Prokofiev, Gertrude Stein, Picasso y muchos más. El «Boom» latinoamericano jamás habría existido sin París y sin París tampoco habría existido el Mayo del 68. Y después del 68 vino el 69, porque antes de que existiera Francia ya existía el beso «francés». Por lo tanto, la globalización francesa ha sido mucho más longeva y fecunda que la americana, y ha enriquecido durante más de doscientos cincuenta años a la humanidad. Hace más de un siglo, un disidente de la Restauración Meiji pasó los primeros años de su exilio en París, antes que la pobreza y la Gran Guerra lo persuadieran de viajar hacia el Perú. Mi abuelo fue uno de los pocos japoneses que vivieron en París a fines del siglo XIX y comienzos del XX. Me gusta fantasear que fue Pierre Loti quien le habló de la gran pagoda de Eiffel; quizás uno de los kimonos que compró Monet era suyo; quiero creer que conoció al señor Hadata, 27


florista de Proust5, o que hablaría de Momosuké Iwasaki con Madame Sadayakko6. Pero no tengo cómo saberlo porque mi abuelo Ariichi murió en Lima cuando mi padre apenas tenía doce años y sólo podría devolverle la vida a través de la magia menor de la literatura. Por eso escribiré algún día sobre los años de mi abuelo Ariichi en París. Ari-ichi significa «la primera de las hormigas», y estoy seguro que a mi abuelo también le hubiera divertido saber que las hormigas en Francia caminan con elegancia. Universidad de La Sorbona París, 12 de Mayo de 2004

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LA VISA MÚLTIPLE COMO IDENTIDAD EN LA NARRATIVA PERUANA CONTEMPORÁNEA

EL PROPÓSITO DE esta conferencia es formular en alta voz algunas reflexiones más literarias que filológicas y más humorísticas que sociológicas, sobre uno de los valores extra-literarios más apreciados en las obras literarias del Perú. A saber, su presunta misión o capacidad para interpretar, definir o acrisolar la identidad peruana. El crítico Antonio Cornejo Polar lo resumía así: «La revelación y crítica de la realidad del país ha sido y sigue siendo una tenaz obsesión de la narrativa peruana desde, por lo menos, el siglo pasado. Como es evidente, tales funciones implican, a veces de manera soterrada o tangencial, la construcción de una imagen y de un proyecto de nación»7. Aunque no descarto que algunos narradores peruanos escriban poseídos por la honesta y legítima ambición de fraguar una obra que dilucide totalmente al Perú y explique de una vez por todas qué es, cómo es y dónde vive; pienso que la «revelación y crítica de la realidad del país» no es precisamente una obsesión de los narradores, sino más bien de los críticos, filólogos, periodistas y estudiosos varios de la realidad peruana. Durante mis años de estudiante universitario aprendí que la literatura peruana comenzaba con Vallejo y que todos los autores anteriores eran calificados como «coloniales», con la honrosa excepción del indio ladino Felipe Guamán Poma de Ayala, cuya Nueva Corónica era considerada el paradigma de la «visión de los vencidos» y de la literatura andina, en oposición a los Comentarios Reales del Inca Garcilaso, mestizo hispanófilo que vivió, escribió y murió en Andalucía. ¿Sería menos andina la Nueva Corónica si llegara a demostrarse que Guamán Poma no era el indio quechuahablante que todos creíamos, sino el jesuita criollo Blas 29


Valera?8 Personalmente pienso que no, porque sus credenciales andinas son evidentes. Lo que ya no sería admisible, es su condición de cimiento de la identidad peruana. En realidad, el concepto de «identidad» aplicado a la historia de la literatura peruana cumple una función canónica, pues a partir de ciertas nociones preconcebidas de lo «peruano», lo «andino» y lo «nacional», consagra las obras y autores que deberían perdurar dentro del canon. Así, para muchos críticos existen autores más peruanos que otros, e incluso autores que ni siquiera tendrían que ser considerados peruanos. El caso de Vargas Llosa es el más representativo, pues se podría hacer un inventario muy prolijo de estudios y ensayos dedicados a demostrar que las novelas y narraciones de Vargas Llosa no deberían formar parte de la literatura peruana porque su público es internacional, porque la recepción peruana de sus obras es periférica, porque no es andina o simplemente porque no contribuye a definir la identidad peruana. Y aquí entro yo con mi circunstancia —como decía Ortega— porque mi narrativa no es andina, mis libros apenas llegan al Perú y no niego que también me gustaría tener un público internacional. Por lo tanto, aunque les dijera que en mis narraciones refulge nevada y precolombina la telúrica identidad peruana, teniendo un apellido japonés y viviendo en Sevilla, no espero que me crean en Londres. Por eso he venido a hablarles de identidades, visados y pasaportes, que al final es lo único que cuenta cada vez que uno viaja para hablar de literatura. Entre 1914 y 1915 vivió en Southamptom un olvidado escritor peruano. Se llamaba Félix del Valle y fue fundador de las revistas «Colónida» y «Amauta». En Lima publicó una plaquette titulada Prosas poemáticas (1921) y desde 1923 se instaló en España, donde colaboró en diversos periódicos, ganó premios de crónicas literarias y compartió veladas jondas con García Lorca, Bergamín, Manuel Machado y Cansinos-Asséns. De aquellos años republicanos y flamencos nos queda su libro El camino hacia mí mismo (1930), una novela absolutamente vanguardista que lo mismo transcurre en los cabarets de París, en los tablaos sevillanos o en las tabernas de 30


Bristol. Félix del Valle peleó en el bando republicano y tras la guerra civil española tuvo que exiliarse una vez más en Buenos Aires, donde escribió cuatro nuevos libros sobre arte flamenco, estampas andaluzas y viajes por España. Sin embargo, Félix del Valle no está dentro del canon de la literatura peruana, tampoco aparece en los inventarios de literatura española y mucho menos en los de Argentina. Hace un momento he citado a Mario Vargas Llosa, pero con quien me identifico en realidad es con el último Félix del Valle, ese peruano que escribía en Buenos Aires sobre Andalucía. Hace diez años, la diputación provincial de Huelva reeditó mi primer libro de cuentos —Tres noches de corbata— y tuvo la gentileza de invitarme a firmar ejemplares en su caseta de la Feria del Libro de Huelva. Sólo dediqué un libro en todo aquel día y ni siquiera era mío. Corrían las ocho de la noche cuando una señora puso delante de mí Un artista del mundo flotante de Kazuo Ishiguro. «Usted perdone» —le dije— «¿De verdad quiere que le firme este libro?». «¿Fernando Ishiguro, no?», me respondió. Yo la contemplé perplejo mientras miraba a hurtadillas la foto del autor, pero al verla sonreír puse cara de Ishiguro y le dediqué Un artista del mundo flotante «con todo mi cariño». ¿Alguna vez habrá dedicado Ishiguro un libro mío? Ishiguro que no. En el Perú a nadie le extraña que uno tenga un apellido japonés, porque desde la escuela convivimos con amigos que tienen nombres italianos, eslavos, chinos, judíos, anglosajones, portugueses, armenios, alemanes y —por supuesto— japoneses. Sin embargo, en España no es así y la gente todavía se extraña cuando uno tiene un nombre raro sin ser futbolista. Sung-Lee juega en la Real Sociedad, Makukula es delantero del Sevilla y todo el mundo sabe que Milosevic es del Osasuna, pero el Iwasaki de los periódicos no parece un columnista comunitario. Una vez un señor me detuvo en la calle y me abrazó emocionado: «Iwasaki, siempre te leo y te felicito». «Muchas gracias» —le dije— «Me alegra que le gusten mis artículos». «Qué va, tus artículos no me gustan ni mijita» —contestó— «Yo te felicito por lo bien que has aprendido a escribir en español. Coño, que se te entiende todo». ¿De qué hubiera servido que mis libros estuvieran perfumados por la flor de papa de la 31


identidad peruana, si aquel hombre sólo veía un ikebana? Me despedí con una venia la mar de japonesa. Pero los malentendidos son más curiosos cuando viajo, ya que en los aviones me sirven menú japonés sin consultarme y en los hoteles me suelen dejar una relación de los templos shintoístas locales. No obstante, la pregunta más rocambolesca me la formuló hace apenas un año un policía del aeropuerto Kennedy de Nueva York: «¿Por qué usted viaja con pasaporte español si tiene apellido japonés y ha nacido en Perú?». Ese policía ignoraba que su futuro no estaba en la aduana del aeropuerto sino en la crítica literaria, pues cada día surgen nuevas aduanas literarias o filológicas donde a uno le exigen el pasaporte de la identidad nacional. ¿Por qué hay que ser de un solo país cuando se puede ser de todos y de ninguno? A ciertos críticos les irrita que algunos escritores hispanoamericanos no ambienten sus historias en sus países de origen o que ni siquiera mencionen a sus países de origen en sus narraciones, porque tienen asumido que un genuino escritor «nacional» siempre escribirá novelas o cuentos que transcurran en su país y con personajes del mismo país, ya que de no hacerlo ni serían escritores, ni serían nacionales, ni harían literatura. Sin embargo, para mí Lolita es una novela extraordinaria y me trae sin cuidado que su autor haya sido un ruso que escribía en inglés. ¿Acaso La Cartuja de Parma no es una de las cumbres de la literatura universal, a pesar de transcurrir en Italia y de haber sido escrita por un francés? Ignoro si las novelas de Conrad han contribuido a definir la identidad nacional polaca, pero el infierno africano que nos narró en inglés —me refiero a El corazón de las tinieblas— es un libro que nos sumerge en los pantanos más siniestros de la condición humana. ¿Henry James es considerado un escritor exótico en Inglaterra y T.S. Eliot un poeta «colonial» en Estados Unidos? ¿Qué se le perdió a Shakespeare en Dinamarca y en Italia? ¿Por qué Thomas Mann no escribió «Muerte en Hannover», con lo bonito que es Hannover? La literatura siempre ha sido un mundo global y sin fronteras desde los tiempos de Homero —ese griego que ambientaba sus poemas en Turquía— y por eso no comprendo las críticas contra los 32


escritores latinoamericanos que sitúan sus ficciones en cualquier lugar del mundo. La fantasía y la literatura no sólo carecen de fronteras, sino que a través del hechizo de la lectura podemos abolir el tiempo lineal y convertirnos en contemporáneos de Homero, Stendhal, Tolstoi o Eça de Queirós. ¿Cuántos narradores españoles contemporáneos despertaron a la literatura gracias a los escritores latinoamericanos? Beatus Ille de Muñoz Molina surge al conjuro de Cien años de soledad y El jinete polaco es un alarde de las técnicas aprendidas en la lectura minuciosa de Vargas Llosa y Onetti; la obra de Enrique Vila-Matas sería impensable sin la influencia de Borges, Arreola, Monterroso y Cortázar, y las novelas de Eduardo Mendicutti tienen una deuda evidente con Manuel Puig y Guillermo Cabrera Infante. Sin embargo, tampoco la narrativa de García Márquez sería posible sin las improntas de Faulkner, Kafka y Hemingway, por citar sólo un ejemplo de entre todos los autores del «boom». No existe el escritor nacional químicamente puro, cuya literatura no esté contaminada por lecturas de otras culturas y tradiciones, de otros tiempos y lenguas. Y aunque existiera no me siento capaz de considerar una expresión de riqueza el que aquel escritor sólo hubiera leído a los autores de su propio país. Todo lo contrario, para mí sería una forma de pobreza y un síntoma de aridez intelectual. Sin embargo, algunos críticos como Timothy Brenan, aseguran que «ciertos sectores ilustrados del Tercer Mundo han empleado la novela como un artefacto a través del cual se han presentado y legitimado culturalmente ante las metrópolis, las cuales, a su vez, han permitido que esta forma cosmopolita, la novela, desempeñe un papel nacional sólo en la arena internacional»9. Esta hipótesis, desarrollada a lo largo de un sugerente libro —At Home in the World10— se propone demostrar cómo Salman Rushdie, Julio Cortázar, Hanif Kureishi, Alejo Carpentier, Tariq Alí, Jorge Luis Borges o Vikram Seth, entre otros, son escritores que se han posicionado en el mercado internacional a través del cosmopolitismo impostado de sus fabulaciones. Miren por dónde los extremos se tocan, pues las teorías políticamente correctas de Brennan al final se 33


han encontrado con las teorías políticamente incorrectas de Samuel Huntington11, porque ambas suponen la existencia del Otro tercermundista. Uno de los conceptos más divertidos e interesantes de la sociología y de la moderna crítica literaria es la idea del Otro. El Otro no se puede dilucidar porque entonces dejaría de ser el Otro. Sin embargo, a veces el Otro asoma el plumero a través del arte, la literatura y los documentos etnográficos, aunque los estudiosos saben de sobra que cualquier representación del Otro lo convierte en otro. O sea, en uno de ellos. O de nosotros, según. El Otro es la negación del antropocentrismo, de la civilización y de lo occidental, pero nadie ha encontrado al Otro en estado puro, porque o no sería el Otro o no sería puro. De ahí que la obsesión de muchos investigadores se limite a oír la voz del Otro o a decodificar la mirada del Otro, propósitos encomiables sin duda y sin duda condenados al fracaso, pues el más tenue intento hermenéutico de teorizar la comprensión del Otro distorsionaría su identidad cultural y lo dejaría como a cualquier otro. Es decir, como uno de ellos. O de nosotros, según. ¿Cómo podría reconocer un crítico literario del Primer Mundo la identidad nacional —la esencia— del Otro tercermundista, si tal cosa es epistemológicamente imposible? Y lo peor de todo es que el Otro está empeñado en dejar de ser el Otro y convertirse —por ejemplo— en ciudadano de los Estados Unidos de América, privilegio que nos permite votar en Patterson-New Jersey o morir en Bagdad-Middle East. Cada vez que abro la página web de un periódico peruano, me encuentro un link fosforescente que dice: «Contacta con nosotros y consigue tu visa múltiple e indefinida para los Estados Unidos». Yo no quiero creer que la literatura sea una suerte de visa múltiple e indefinida que se estampa sobre nuestros humildes pasaportes peruanos, para permitirnos circular por el Primer Mundo en calidad de escritores pseudo cosmopolitas. No acepto las aduanas culturales y no le reconozco a nadie la autoridad de exigir el pasaporte literario, aunque mi exilio final sea el olvido, como el del escritor Félix del Valle. Más bien, lo que me propongo tener es una identidad múltiple e 34


indefinida —peruana, japonesa, italiana y española, con sus respectivos pasaportes— para horror de los críticos literarios y de los policías del aeropuerto Kennedy. Instituto Cervantes Londres, 12 de Octubre de 2004

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DIE KARTOFFELBLÜTE O LA FLOR DE PAPA

HACE VEINTE AÑOS pasé una semana en Munich alojado en el Lateinamerika Kollege, una institución más conocida como «Latanko», que era una divertida mezcla de salsódromo y campo de refugiados dirigida por un cura —el padre Gilhaus— que era incapaz de advertir la diferencia entre un pecador arrepentido y otro entusiasmado. Por entonces la imagen del Perú que existía en Munich se debatía entre Machu-Picchu y los documentales de National Geographic, aunque nuestra identidad inequívocamente andina era permanentemente reforzada por un grupo de música folklórica que a media tarde tomaba Marientplatz con sus quenas, bombos, charangos y zampoñas, para hacer las delicias de los transeúntes interpretando «El cóndor pasa», «Cholito cordillerano», «Mambo de Machahuay» y otros grandes éxitos de la música andina como «La flor de papa», antítesis serrana y musical del criollo y costeño valsecito «La flor de la canela». Y me consta que todo era así, porque un día toqué el charango en Marientplatz con aquel rocambolesco grupo, para lo cual me vistieron con poncho, chullo, huaraca y ojotas. Es decir, como un peruano disfrazado de peruano. Veinte años más tarde regreso a Munich para hablarles de literatura peruana e hispanoamericana, y espero que nadie eche de menos aquel traje típico. Ay, los trajes típicos. ¿Por qué nunca me dijeron que los trajes típicos eran tan importantes para los críticos literarios como para los jueces de Miss Universo? ¿Para qué le podrían servir los trajes típicos a la literatura? ¿También hay que leer según el traje típico de los autores? Mucho antes de leer a Ribeyro, Arguedas o Vargas Llosa, en casa de mis padres devoré los libros de Stevenson, Mark Twain, Julio Verne, Alejandro Dumas y Oscar Wilde. Mucho antes de leer a Rulfo, Carpentier y García Márquez, intuí el realismo mágico a través de los cuentos de los hermanos Grimm, los bestiarios medievales y las aventuras de los nobles caballeros de la Tabla Redonda, en una bella edición de John Steinbeck. Mucho antes de leer a Borges, Arreola y 36


Cortázar, las inquietantes historias de Lovecraft y los fabulosos cómics de la Márvel me prepararon para decodificar la literatura fantástica. ¿Sería quien soy si sólo hubiera leído a autores peruanos con traje típico de escritor peruano? Quizás no sólo sería culturalmente más pobre, sino que tal vez ni siquiera sería escritor. No reniego ni del realismo mágico ni de la tradición literaria latinoamericana, autores del «Boom» incluidos. ¿Cómo podría menospreciar lo que significan —para la literatura universal y en español— los nombres de Mario Vargas Llosa, Gabriel García Márquez o Guillermo Cabrera Infante? Sin embargo, ni entonces ni ahora tuvimos o tenemos «nuevas» posiciones estéticas en Hispanoamérica, en el sentido más estricto del término, pues ninguno inventó nada que ya no existiera en la tradición literaria de occidente. Ni siquiera el realismo mágico tiene copy-right latinoamericano, ya que lo encontramos en autores españoles como Valle Inclán, Álvaro Cunqueiro y Juan Perucho. ¿Por qué el fantasma de la novela El lápiz del carpintero (1998) de Manuel Rivas tiene que provenir del espectro de Prudencio Aguilar de Cien años de soledad (1967), si los fantasmas ya hablaban con los vivos en El bosque animado (1943) de Wenceslao Fernández-Flórez? ¿Por qué la apócrifa aventura de la Cueva de Montesinos no puede ser el primer episodio «real maravilloso» de la historia de la literatura en español? Cualquiera que conozca mínimamente esa delirante cultura que engendró la multitud de Vidas de Santos, Crónicas de Indias y novelas del Siglo de Oro, estaría de acuerdo conmigo en que la mariposa latinoamericana del realismo mágico alguna vez fue un gusano barroco español. Comprendo que para un lector alemán lo latinoamericano pueda ser «mágico», «exótico» y «sobrenatural», pero cuando escucho semejantes adjetivos dentro de España se me alborota el cóndor que se supone que todos los peruanos escondemos en la jaula del canario. En España los nigromantes, adivinadores y charlatanes tienen más presencia que los científicos e investigadores en la televisión pública, pero eso no es realismo mágico. En numerosas plazas de toros españolas y en diversos aviones de la flota de Iberia no existe la fila de asientos número 13, pero eso no es realismo mágico. Y en Bélmez —un pueblo de la provincia andaluza de Jaén— el 37


ayuntamiento ha declarado monumento local una casa donde aparecen y desaparecen una serie de rostros fantasmagóricos, pero eso tampoco es realismo mágico aunque ese pueblo sea gobernado por Izquierda Unida. No creo que deba existir otra posición literaria —en Alemania, España o América Latina— que no sea la de vivir para la literatura. Pienso en los ensayos de Thomas Mann sobre Tolstoi, Cervantes, Chéjov, Zola y Dostoievski, y estoy seguro de que nadie considera que un escritor alemán no debería tomarse la libertad de hablar sobre literatura rusa, española o francesa. ¿Acaso los italianos viven ofendidos porque La muerte en Venecia —como novela alemana— se haya ambientado en una ciudad profundamente italiana como Venecia? Viajar por el mundo con un pasaporte español, teniendo un apellido japonés y habiendo nacido en Perú, me ha convertido en una refutación viviente de los regionalismos, las identidades y los trajes típicos. Ay, los trajes típicos. Hace veinte años, mientras me ponía el poncho, el chullo y las ojotas de rigor, descubrí perplejo que el único peruano de aquel grupo supuestamente peruano era yo, porque aquellos músicos que todas las tardes abordaban el metro en la estación de Nordfriedhof para tocar en Marientplatz eran más bien chilenos, bolivianos, argentinos y paraguayos, pero con qué fervor patrio le explicaban a los amables transeúntes que «La flor de papa» —Die Kartoffelblüte— era un poderoso afrodisíaco andino que ellos mismos vendían por sólo cinco marcos el bote. Y así, mientras los muniqueses bailaban esa presunta danza de la fertilidad peruana, indiferentes a una letra que decía: La flor de papa, la flor de papa, esa gordita no se me escapa. La flor de papa, la flor de papa, en quince días la pongo flaca. 38


Yo me decĂ­a conmovido, que lo importante no era ser peruano sino solamente parecerlo. Instituto Cervantes Munich, 16 de Junio 2005

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EL ESCRITOR «COMUNITARIO» Fútbol, identidad y literatura

AUNQUE TENGO LA certeza de que soy el primer escritor peruano de apellido japonés que representa a España en un instituto alemán de Francia, quiero hacer hincapié en que me encuentro aquí porque soy —como muchos futbolistas— un escritor «comunitario»; es decir, un novelista que no ocupa plaza de extranjero en las ligas literarias europeas. Por lo tanto, me gustaría aferrarme a esa condición para reflexionar sobre el fútbol, la identidad y la literatura. ¿Cómo se construye la identidad en el fútbol? ¿Sería posible hablar de un sentimiento de identidad futbolística que no tenga ninguna relación con los nacionalismos y las identidades nacionales? ¿Tendrán algún equipo preferido los millones de aficionados que no están representados por una selección nacional en el Mundial de Alemania 2006? ¿A quién apoyan los colombianos, los húngaros, los kuwaitíes y los cameruneses? Si la política, la geografía y la sociología fueran suficientes para dilucidar las enrevesadas pasiones del fútbol, entonces los chilenos deberían ser hinchas de Argentina, los escoceses tendrían que hacer la ola por Inglaterra, los egipcios estarían a muerte con Túnez y los belgas desearían que Francia ganara la Copa del Mundo. No obstante, en aras de la buena vecindad sugeriría no hacer ninguna encuesta al respecto, porque después de haberle cortado el gas no creo que Rusia quiera que Ucrania sea campeona del mundo. El tema de la identidad o la simpatía futbolera es tan complejo, que yo mismo experimento una enorme confusión. ¿A quién debería apoyar en este Mundial de Alemania 2006? ¿A Ecuador, que es vecino de mi Perú natal? ¿A España, que es el país que he elegido para vivir? ¿A Japón, que es la tierra de mi abuelo paterno? ¿A Italia, que es la patria de mi familia materna? La ventaja de haber nacido en un país que futbolísticamente nunca ganará nada 40


—y que además no tiene la menor intención de hacerlo— es que me ha permitido ser hincha de Brasil en México 70, de Holanda en Alemania 74, de Holanda otra vez en Argentina 78, de Brasil en España 82, de Francia en México 86, de Colombia en Italia 90, de Brasil en USA 94, de Brasil en Francia 98 y de nuevo Brasil en Corea/Japón 2002. Como se puede apreciar, no siempre me he identificado con las selecciones que han sido campeonas del mundo, pero estoy seguro de que siempre he estado a favor de las que han jugado más bonito y con arte. Por lo tanto, puestos a elegir entre lo nacional y lo artístico, no tengo más remedio que admitir que prefiero lo segundo. Y aquí es donde entra la literatura. El latin Glober Según la mitología sentimental, existe un género singular de amantes —morenos, apasionados, insaciables y ardientes— siempre dispuestos a la aventura, que se beben la vida a sorbos y que viven convencidos de gustar porque se gustan a sí mismos. Aquellos amantes han tenido varios nombres literarios —como el italiano Casanova, el hispánico «Don Juan» o cualquier personaje de Stendhal— hasta que Hollywood bautizó a esa gozosa especie con el mote musical de latin lover. Así, comenzando con Rodolfo Valentino y terminando en Antonio Banderas —pasando por Alain Delon, Marcelo Mastroianni, Jean-Paul Belmondo y Andy García— todos los «amantes latinos» han dejado su impronta en el imaginario erótico universal. ¿Sería posible trasladar al fútbol el arquetipo del latin lover? ¿Habrá una manera «latina» de darle al balón y tocar la pelota? Pienso que sí, y me propongo bautizar a esa especie con el nombre de latin glober12: Latin Glober. Pelotero latino. Dícese del futbolista más técnico que atlético, más inteligente que corpulento y más artista que obrero. ║ 2. Especie balompédica que habita en las selvas brasileñas, la pampa argentina, la meseta colombiana, los Andes peruanos y los valles chilenos. ║ 3. Jugador que 41


cuesta caro, juega poco, se lesiona mucho y pone de los nervios a los entrenadores cuadriculados ║ 4. Rara avis del fútbol europeo que sólo aparece en los países de tradición latina: Francia (Platini), Italia (Baggio), Bélgica (Scifo), Rumanía (Hagi), Portugal (Futre) y España (Butragueño). Basta seguir las evoluciones de cualquier liga europea para comprobar que los «sombreros», las «gambetas», los «taconazos», las «rabonas», los «caracoleos», las «chilenas», los «relojes», las «huachas», los «rabos de vaca» y las folhas secas forman parte de un mágico repertorio de artificios que caracterizan al jugador latinoamericano, y que muy raras veces improvisan sus lejanos primos de Europa: italianos, franceses, españoles, belgas, portugueses y rumanos. En realidad, tales suertes no gozan de la simpatía de los entrenadores europeos porque presuntamente le restan fuerza y verticalidad al fútbol de laboratorio y pizarra del Viejo Mundo. De ahí que el latin glober —el «pelotero latino»— casi no exista en estado silvestre en Europa y por eso los grandes clubes de Italia, España y Alemania siempre procuran fichar a algún pelotero o funambulista latinoamericano, capaz de resolver un partido en un chisporroteo de genialidad o sacando un milagro de la chistera. Tal es la misión de Ronaldinho en el Barcelona, de Kaká en el Milán o de Juninho Pernambucano en el Olympique de Lyon. Los tres artistas, los tres latin globers y los tres brasileños. ¿Cómo no voy a apostar por una selección de latin globers como la de Brasil? Incluso perdiendo, Brasil siempre me enamorará más que un equipo táctico, defensivo, físico y devoto del músculo. De hecho, ni Zico ni Platini fueron campeones del mundo, pero lideraron unas selecciones que nos perfumaron de arte para siempre. Apolíneos y dionisíacos ¿Cuántas selecciones que jamás ganaron un mundial de fútbol, reverberan todavía en nuestra memoria como una constelación 42


de estrellas? Hungría en 1954, Portugal en 1966, Holanda en 1974, Brasil en 1982 y Francia en 1986. Ninguna de estas selecciones ganó la Copa del Mundo que le tocó en suerte, pero fueron infinitamente mejores que los campeones de aquellos mundiales. Rozaron la gloria y mordieron el polvo, porque no siempre Dionisio consigue derrotar a Apolo. En efecto, la célebre dicotomía entre lo «apolíneo» y lo «dionisíaco» —que abarca las oposiciones entre la vida y la muerte, el gozo y la represión o el sueño y la embriaguez— también podría servir para clasificar a los equipos de los mundiales, algunos más cerca del ideal racionalista y otros incursos en la «locura trágica» que tanto irritaba a Platón. De esta manera, Italia, Inglaterra, República Checa y Alemania serían «apolíneos», mientras Croacia, Portugal, Argentina y Brasil serían «dionisíacos». Francia —por ejemplo— dejó de ser una selección «dionisíaca» después de ganar la Copa del Mundo y fue eliminada en la primera vuelta del Mundial de Corea/Japón por dársela de «apolínea». Siento una simpatía incondicional por esas selecciones «dionisíacas» que son capaces de lo peor y de lo mejor. ¿Por qué Holanda juega apenas con tres defensas? ¿Por qué Argentina sólo sabe jugar al ataque? ¿Por qué a los brasileños no les basta con ganar sino que encima se obsesionan con hacerlo bonito? Porque son las ménades del fútbol, la suma del arte, del gozo y la genialidad, pero también la irracionalidad, la imprudencia y el desenfreno. Por contra, Italia, Inglaterra y Alemania encarnan el ideal «apolíneo» del juego reflexivo, ejecutado siempre con precisión matemática y devoto de leyes inexorables y fulminantes. Por eso los goles de estas selecciones llegan todos de la misma manera —de córner, de contragolpe o de cabezaso— y tanto sus triunfos como sus derrotas merecen analizarse en sesiones teóricas de estrategia, pues ganando o perdiendo siempre nos dejan una lección. ¿Acaso no es obvio que Totti, Ballack y Nevded han subordinado su talento a un sistema de juego, mientras que sobre 43


el talento de Figo, Riquelme y Ronaldinho giran los sistemas de sus respectivos equipos? No estoy diciendo que un ideal sea más valioso o eficaz que el otro, pues solamente trato de explicar mis propias simpatías y antipatías. A los «apolíneos» siempre se les exige ganar y acertar, y por ello sus errores son imperdonables. En cambio, de los «dionisíacos» perdura indeleble la memoria de las vertiginosas orgías que siguen a la victoria, y sus derrotas —como las tragedias griegas— tienen efectos catárticos. Si aplicáramos las leyes del márketing al fútbol podríamos afirmar que jugar bonito y además ganar le gusta a todo el mundo. Que jugar horrible pero al menos ganar, sería un ideal «apolíneo». Que perder jugando bonito sería suficiente para un espíritu «dionisíaco». Y que perder jugando horroroso no debería gustarle a nadie. Como cliente o aficionado —según— a mí no me importaría perder como siempre si al menos jugamos como nunca, porque lo esencial para mí no es ganar sino enamorar jugando. Por eso los latin globers siempre son «dionisíacos». El escritor «comunitario» y las ligas nacionales ¿Qué sería más interesante? ¿Un mundial de selecciones nacionales o una liga mundial de clubes? Si pudiera elegir, preferiría una liga mundial de clubes. ¿Quién desearía que en las ligas nacionales sólo pudieran jugar futbolistas autóctonos? Supongo que ningún degustador del buen fútbol querría campeonatos tan sosos y descafeinados, de la misma manera que un amante de la literatura jamás se conformaría con leer solamente a los escritores nacidos en su país. El juego de las selecciones europeas se ha enriquecido gracias a los futbolistas que sus clubes fichan por todo el mundo para competir en sus respectivas ligas, mientras que el nivel de las selecciones del Tercer Mundo ha crecido gracias a la exportación de jugadores que triunfan en Europa. ¿Hasta qué punto el Chelsea practica el típico fútbol británico si en su plantilla apenas hay ingleses 44


y su entrenador es portugués? ¿Cuántos hinchas tendrá el Chelsea en Costa de Marfil gracias a su delantero Drogbá? Los grandes clubes de fútbol se han convertido en los verdaderos disolventes de las identidades nacionales, pues hasta el mismísimo F.C. Barcelona —buque insignia del nacionalismo catalán— ha sido sucesivamente el equipo más popular de Portugal (cuando jugaban Couto, Figo y Víctor Baía), el más popular de Holanda (cuando Van Gaal fichó a Overmars, Bogarde, Cocu, Reizinger, Hesp, Zenden, Kluivert y a los hermanos De Boer) y últimamente el más popular de Brasil, desde que en Can Barça juegan Edmilson, Motta, Belletti, Silvinho y sobre todo Ronaldinho Gaúcho. Sin embargo, tres de los cinco brasileños del F.C. Barcelona son «comunitarios» y en menos de un año los dos restantes lo serán. Después de todo, este fenómeno no es nuevo en el fútbol español, ya que las máximas estrellas de la «Furia» española fueron un argentino del Real Madrid —Alfredo Di Stefano— y un húngaro del F.C. Barcelona —Ladislao Kubala— precursores sin querer del moderno futbolista «comunitario». Los amantes del fútbol no tenemos por qué estar hipotecados a una selección nacional, tal como los amantes de la literatura no estamos hipotecados a una tradición literaria nacional. Hay equipos de ataque y equipos defensivos, selecciones artísticas y selecciones prácticas, jugadores técnicos y jugadores rudos, entrenadores atrevidos y entrenadores conservadores, fútbol «apolíneo» y fútbol «dionisíaco», latin globers y todos los demás. Si Ronaldinho se hubiera quedado en Brasil, quizás no hubiera explotado como un auténtico fenómeno del fútbol mundial. Igual que Nabokov si no hubiera salido de Rusia, igual que Joyce si no hubiera huido de Irlanda, igual que Conrad si no hubiera emigrado de Polonia, igual que T.S. Eliot si no se hubiera marchado de Estados Unidos e igual que Julio Cortázar si no se hubiera exiliado de Argentina. Y la enumeración podría ser mucho más larga e ilustre, porque a los artistas, poetas, escritores y futbolistas nos vienen de maravilla el destierro y el desarraigo para descubrir los espejismos y las limitaciones de la identidad nacional. ¿Por qué hay que ser de un 45


solo sitio si se puede ser de todas partes y de ninguna? Por fortuna ni el buen fĂştbol ni la buena literatura tienen una sola patria. Lyon, 30 de Mayo de 2006

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NOTAS 1

Remito al lector a los siguientes estudios sobre la narrativa peruana de los noventa. A saber, Fernando AMPUERO: «La teoría de la malagua. Narradores peruanos de fin de siglo», en el suplemento Dominical de El Comercio (Lima, 14.XI.99); Iván Thays: «La edad de la inocencia. Acerca de la narrativa peruana última», en Vórtice 5 (Lima, 1999); Susana REISZ: «¿Transgresión o negociación? Sexualidad y homoerotismo en la narrativa peruana reciente», en Arrabal 1 (Lleida, 1998); Marcel VELÁZQUEZ: «La cena de las cenizas. Novela y posmodernidad en el Perú contemporáneo», en Ajos y Zafiros 2 (Lima, 2001), y Mark R. Cox: «Perspectivas hacia una definición de la narrativa andina peruana contemporánea», en http:// www. andes.missouri.edu/andes/comentario/MRC_Perspectivas.html. 2

En América Latina, «Homero Adams».

3

En América Latina y España «Los Picapiedra».

4

Luis Loayza glosa el episodio en «Vagamente dos peruanos» en El sol de Lima, Mosca Azul Editores (Lima, 1974), pp. 75-82. 5

George PAINTER: Marcel Proust. Biografía 1871-1903, Alianza-Lumen (Madrid, 1972), t. I, p. 215. 6

Sada Koyama fue una geisha que triunfó como actriz en París entre 1900 y 1903, donde fue retratada por Picasso y Van Dongen . Casada desde muy joven con un empresario artístico, después de enviudar contrajo matrimonio con Momosuké Iwasaki, su secreto y verdadero amor desde la adolescencia. Su biografía ha sido publicada por Lesley DOWNER: Madame Sadayakko. The Geisha Who Bewitched the West, Gotham Books (New York, 2003). 47


7

Antonio CORNEJO POLAR: «Profecía y experiencia del caos: la narrativa peruana de las últimas décadas», en Literatura peruana hoy. Crisis y creación, Karl Kohut, José Morales Saravia y Sonia Rose [Editores], Vervuet (Frankfurt, 1998), p. 27. 8

Ver las actas del seminario convocado al respecto en Francesca CANTÚ [Compiladora]: Guamán Poma y Blas Valera. Tradición Andina e Historia Colonial. Actas del Coloquio Internacional. Instituto Italo Latinoamericano (IILA). Antonio Pellicani Editores (Roma, 2001). 9

Timothy BRENNAN: «The National Longing for Form», en Nation and Narration, Homi BHABHA [editor+). Routledge (London, 1990) pp. 44-70. 10

Timothy BRENAN: At Home in the World. Cosmopolitanism Now. Harvard University Press (Cambridge, 1997). 11

Samuel P. HUNTINGTON: The Clash of Civilizations. Simon & Schuster (New York, 1996). 12

Acuñé el concepto de «latin glober» en El sentimiento trágico de la Liga (Editorial Renacimiento, Sevilla, 1995) y desde entonces lo he seguido desarrollando en otros textos como El Descubrimiento de España (Ediciones Nóbel, Oviedo, 1996) y «La Furia Española y el latin glober. Epílogo Ultramarino» en Diccionario de Fútbol (Signatura Ediciones, Sevilla, 2002). Dirección del trabajo principal Línea 2 de dirección Línea 3 de dirección Línea 4 de dirección Teléfono: 555-555-5555 Fax: 555-555-5555 Correo: alguien@example.com 48


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Ediciones Yerba Mala Cartonera Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

Otros títulos:

Crispín Portugal, Almha, la vengadora Gabriel Pantoja, Plenilunio Juan Pablo Piñeiro, El bolero triunfal de Sara Jessica Freudenthal, Poemas ocultos Beto Cáceres, Línea 257 Darío Manuel Luna, Khari-khari Gabriel Llanos, De muertos y muy vivos Santiago Roncagliolo, El arte nazi Fernando Iwasaki, Mi poncho es un kimono flamenco Nicolás Recoaro, 27.182.414 Marco Montellano, Narciso tiene tos Vicky Aillón, Liberalia Banesa Morales, Memorias de una samaritana Washington Cucurto, Mi ticki cumbiantera Crispín Portugal, !Cago pues! Nelson Vanm Jaliri, Los poemas de mi hermanito Gabriel Llanos, Sobre muertos y muy vivos Gabriel Pantoja, Plenilunio

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