Sobre muertos y muy vivos

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GABRIEL LLANOS CERNADAS

Sobre muertos y muy vivos

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© Gabriel Llanos, 2006 © Editorial Yerba Mala Cartonera de Bolivia, 2006. Proyecto social cultural y comunitario sin fines de lucro. yerbamalacartonera@gmail.com http://yerbamalacartonera.blogspot.com Proyectos análogos: Eloísa Cartonera (Argentina), Sarita Cartonera (Perú), Animita Cartonera (Chile), Ediciones la Cartonera (México), Yiyi Yambo (Paraguay) , Dulcinéia Catadora (Brasil), Santa Muerte Cartonera (México) ______________________________________________________ Impreso en: Av. Villazón Carretera Sacaba Cochabamba. Derechos exclusivos en Bolivia Hecho el depósito legal: 4-2-1355-06 Impreso en Bolivia ______________________________________________________

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ALGO ENTRE LAS PIERNAS Alicia entró contorneándose en la tienda de Don Manuel. Se paró frente al viejo y saludó coquetamente. Una blusa blanca ajustada, dejaba distinguir un par de senos abultados, sus pezones parecían observar tras la tela transparente al almacenero. Un par de piernas pálidas y carnosas caían por debajo de una pequeña falda. Don Manuel, quien había conocido a Alicia desde pequeña, miraba fijamente hacia donde ella se encontraba, algo de extraño y ansioso se reflejaba en sus ojos, una gota de sudor rodaba hacia su arrugada barbilla, corría sin prisa para depositarse en su rechoncha barbilla, al mismo tiempo y de improviso, algo empezó a crecer en sus calzoncillos. —¿Tiene fideos?— dijo la niña con una coqueta mueca, el viejo respondió con una venia casi imperceptible. La niñita que venía a pedir dulces había crecido, sus cuerpecito delgado y varonil habían quedado en el olvido, ahora era una mujer hacha y derecha. La mirada del almacenero parecía perderse en las carnosidades de la joven. Su rostro se tornaba escarlata mientras sus ojos parecían explorar el cuerpo de la joven mujer, parecía disfrutar con cierta morbosidad aquellas piernas contorneadas, el sudor frío que caía de su escaso cabello lo delataba, aquellos senos redondos y pulposos que recordaban a la perdida maternidad y aquel bien formado trasero que se dejaba apreciar por la pequeña falda que llevaba la expuesta joven parecían extraviar al hombre entrado en años. La observaba fijamente, la observaba sin pestañear mientras su pulso se aceleraba y el rictus de su cara se transformaba de una amable sonrisa a un libidinoso gesto, a un gesto de sufrimiento e incomodidad, al mismo tiempo, un bulto inmenso crecía en sus pantalones. —Me da dos libras— dijo la joven hembra, entretanto, acariciaba y apretaba fuertemente entre sus dedos largos un sucio billete de veinte pesos. Lo acariciaba lentamente y con suavidad, atravesándolo con el sudor que su mano desprendía, dejándolo lánguido y húmedo. Don Manuel miraba las acciones de la niña-mujer y su transpiración crecía 5


junto con una tensión que se iba extendiendo de sus brazos a sus piernas, junto a sus emociones incontenibles, algo entre sus piernas crecía mas y más. Se acercó Alicia hacia la alacena donde se guardaba la mercadería, abrió uno de los compartimentos que se encontraban debajo, se agachó y dejo entrever bajo su minifalda y sus gruesas piernas una tanga color rosa. Don Manuel con la vista fija en un solo punto, colorado y con la respiración entrecortada sintió que lo que crecía en sus pantalones empezaba a tomar formas desproporcionadas, sintió que de un momento a otro sus calzoncillos explotarían. Alicia cogió una bolsa de tallarines delgados, irguió su tronco y dejó que su larga y negra cabellera acariciara su espalda, desmoronándose en su cintura de ninfa. Estiró la mano hacia uno de los compartimentos para alcanzar una lata de salsa de tomate que se encontraba en la parte alta del estante, al no poder alcanzarla, se puso de puntillas; en ese instante, mientras los talones se alejaban del suelo, sus nalgas se contrajeron y formaron unas curvaturas casi perfectas, más levantadas, más llamativas, más sediciosas. Don Manuel miraba, parecía un toro colorado, su respiración se entrecortaba más, el sudor se convertía en un torrente de aguas salvajes, su barbilla se llenaba de liquido salado, el bulto entre sus piernas seguía creciendo, rellenando el pantalón hasta alcanzar dimensiones inexplicables. La joven en su postura de puntillas comenzó a menearse buscando la lata ansiada, se meneaba y dejaba que sus nalgas se muevan en una danza cadenciosa, se podía divisar un poco de piel, un poco de tela, un poco de gloria, mientras tanto el pobre viejo sentía querer morirse, más rígido, más sudoroso, más colorado, un rostro más deformado y un bulto cada vez más grande. Alcanzó la lata y el espectáculo se dio por concluido, arregló sus diminutos vestidos y con movimientos insidiosos se adelantó hacia la salida de la tienda. Una mirada, un guiño y una sonrisa regaló al pobre hombre tras el mostrador, frunció su nariz y se la tapó con una de sus manos, se dio la vuelta y salió. El viejo Manuel no reclamó, la sensual mujer se iba, el pobre tendero se quedó quieto 6


viendo como la pequeña Alicia salía de su vida sin pagar la cuenta. El extraño cuerpo entre sus piernas seguía creciendo. Mudo con la vista en un solo punto, trato de recuperar la movilidad, arqueó sus piernas porque el cuerpo entre sus piernas lo obligaba a hacerlo, dio media vuelta y a paso lento avanzó, el bulto que había crecido manchaba y embadurnaba la ropa interior del pobre viejo. Con cuidado y dando grandes zancadas se internó en una puerta que llevaba inscrita la palabra BAÑO.

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CHOLAAA...!!!!! Una diarrea galopante había fulminado a Eduviges Mariaca. Una taza inundada de excrementos caducos, un bastón viejo y marchito, una silla de ruedas ensombrecida por la mucha manipulación de las manos gastadas y pestilentes, y un basurero repleto de papeles usados fueron el último lecho de la marchita mujer. Un papel murió pidiendo papel para limpiar sus laceradas nalgas, sus chirridos lastimeros no pudieron traspasar las gruesas paredes del departamento donde habitaba, sólo deseó morir limpia, oliendo a flores, no a defecaciones humanas. Nadie oyó sus gritos de auxilio. El silencio que emanaba de su voz suplicante quedó atrapado en aquel receptáculo, ningún vecino escuchó queja alguna, a nadie le interesó. Sin embargo, y no se sabe por qué, los gritos de la vieja impertinente se dejaban escuchar aún después que ella había muerto. —¡Chola! ¿Dónde te has metido pedazo de imilla? —decía, mitad muerta, mitad sin vida. Unas ojeras profusas y penetrantes manifestaban su estado, la infección la había consumido hasta perderse entre sus mismos huesos, tan poca fuerza, tan débil, tan malediciente. La inmundicia se entremezclaba en sus gritos, al igual que ella iba haciéndose una con el putrefacto cuadro. Todo una misma masa, retornando a la totalidad, regresando a donde un día había salido. —¡Chola! ¿Dónde te has metido, mal agradecida? Si no fuera por mí, serías una puta. ¡Maldita, ven aquí!. Necesitó el talco, los desechables, ven chola cochina, ven a limpiarme, que todo esto huele a mierda. Rufina Quispe no se había dado cuenta. Estaba fría, congelada por el averno que se abría debajo sus pies, no veía ni sentía el calor que el séptimo círculo le regalaba, únicamente los muertos lo sienten. Para ella la vida transcurría sin tiempo. Como siempre, es difícil saber si vives o mueres cuando la náusea ya te ha consumido antes del sueño. —Ya voy señora, ya voy, no me grites que no estoy sorda. —¡Chola!, te voy a enseñar a obedecer a tu patrona. Te voy a 8


botar a la calle por atrevida. ¡Desgraciada! ¡Vení ahorita! ¡Te estoy llamando...! —Ya señora ya voy, te estoy llevando tus ropas para cambiarte El cuerpo de la doméstica era un mostrador de carne oliscada deambulando por los pasillos de la maloliente vivienda. Las moscas rondaban sobre su delgada y patética figura, anidaban sobre sus cabellos despeinados, se acurrucaban en los pabellones de sus orejas y excretaban sobre su puntiaguda y cadavérica nariz, dejando puntitos negros como grandes orzuelos a punto de estallar. Ella, acostumbrada a que los bichos velen su cabeza y su cuerpo, no se inmutaba ante la cruda realidad, no se percataba de aquel estado de degeneración física que sufren los cuerpos exánimes, creía seguir existiendo, en la cocina, en el cuarto de planchar, en el baño. Sentir esa presencia le decía que aún continuaba siendo atormentada por la maravillosa vida. Los gritos retumbaban entre las moscas, entre la inmundicia, entre los dientes rechinantes de Rufina. La ama la había sometido a lo que la palabra la conminaba: a la misma mierda. Detritus humano a la que las buenas costumbres y la etiqueta social le pusieron un rótulo: chola. Rufina debía haber rendido cuentas al creador dos semanas atrás, frente a una muda oscuridad y un corazón que explotaba para sus adentros, pero la factura no alcanzaba para pagar el nicho, el gran padre le dijo que vuelva cuando tenga dinero para alquilar un rinconcito en su grandioso paraíso. Ni los cuarenta años de haber servido a la vieja Eduviges alcanzaban para cubrir los gastos de su sepelio, tampoco la juventud pisada, enclaustrada en ese mundo excrementoso y rutinario, mucho menos los años perdidos limpiando el trasero rugoso de la patrona del vocabulario blasfemo, nada podía cubrir los gastos que trae la muerte, por eso quizás es que la chola ajada decidió seguir deambulando en aquel lugar repugnante.. — Aquí estoy señora, déjate de gritar pues, aquí estoy. ¿Qué quieres? —Chola atrevida, te voy a enseñar a chancearte con tus patrones, tan tarde, tanto he gritado, tantas horas sentada y tú sin venir, maldita, ya vas a ver, te voy a reventar, vas a aprender a comportarte... Eduviges Mariaca observó a la vieja que la bañaba y la 9


toqueteaba cada mañana, no se percató de las moscas y trozos de carne que caían en la loza gastada del baño, ni mucho menos de los ojos que se acurrucaban en las mejillas de la sirvienta; sin embargo, se dio cuenta que algo era diferente en aquel ser, por primera vez en su vida vio a la chola, no lo que era, sino lo que representaba. La odió y se odió por entender en ese momento todo. —Chola cochina, atendeme que para eso estás aquí, apúrate, a mover tus nalgas, ¡floja y mierda! Rufina Quispe con lágrimas en sus ojos desterrados, también miró a la vieja urraca, la observó de pies a cabeza, la vio débil y sin fuerzas, nadando en un mar escatológico y perturbado, también se dio cuenta que la que ocupaba la taza rebalsada se parecía a ella, sólo que más pálida y perversa. Sus ojos se secaron y por primera vez en toda su vida respondió de manera diferente. —La cochina es usted, vieja cagona... Doña Eduviges Mariaca, infamando al aire y a sus ocupantes, sacó fuerzas de su languidecido brazo, tomó el bastón que le hacia compañía, elevó su descompuesta mano y descargó un golpe sobre el rostro de la empleada rebelde. Un trozo de piel violácea y una mano anémica se desprendieron, un bastón impregnado en carnes oliscadas cayó al suelo, salpicó de excrementos los rostros de las difuntas e hizo eco en la penumbra, marcando para la eternidad a ambas mujeres. Chola y ama gritaron de dolor y de miedo, sus quejas se entremezclaron en la oscuridad de la habitación. Por fin se miraban como eran: sólo un par de viejas pudriéndose en un baño, olvidadas en un departamento, desapareciendo y convirtiéndose en ecos perpetuos. Ambas se quedaron quietas por primera vez después de vagar por el limbo durante días; aceptaron su estado. Mas eso no importaba, nadie se había dado cuenta que ellas habían dejado de existir.

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ESTAMOS MUERTOS

—Estamos muertos... —Bah, sonseras hablas, Alfonso, puras sonseras son, ya estas borracho, siempre me dices lo mismo cada vez que chupamos. A ver, pensá un ratito, los muertos no chupan como beduinos —respondió Álvaro en tono trivial, como queriendo minimizar el conflicto del inseparable amigo, mientras tanto iba sorbiendo un vaso con algo que derretía el plástico en sus manos. Después de una larga velada de ron, singani y alcohol, la noche comenzaba a ceder frente a los primeros vistazos de luz; en las montañas se podía distinguir algunas claridades, las manos largas del poderoso querían tocar las redondeces de la coqueta nocturna. La luna abandonaba su puesto para dar paso al dios sol, un juego sensual se desarrollaba entre ambos cada día, el astro señor quería intimidad con la señora noche, pero ésta, ya cansada y madura, había aprendido de los errores, escapaba de las manos del intemperante rey para acurrucarse en los brazos de sus amorosas hijas, de las hijas paridas a raudales por culpa de la promiscuidad del padre. La lujuria siempre muere con los hijos. Si mamá y papá se hubieran cuidado, no existirían pléyades que alumbren la noche y ambos podrían juguetear tranquilamente en la oscuridad. La señora aprovechaba la noche para ocultarse, dispuesta a reposar de la inquietante vida de los mortales y de las fugaces y ardientes manos del esposo lascivo. Álvaro y Alfonso tomaban sus preparados de alcohol y agua, dejaban que el liquido espirituoso caiga de un solo golpe de mano y queme sus entrañas. Tomaban a toda prisa por que la noche acababa y pronto tendrían que volver a su rutina, la reunión de confraternidad se estaba acabando. —La vida no es de sentir, la vida no es de creer, la vida es de vivir y nada más, ¿cómo vamos a estar muertos si bebemos y vivimos como nos place? 11


—En verdad, pues, creo que estamos muertos. —A ver, ¿qué te hace pensar que estás muerto, Alfonso? —Mi esposa, la Anita, ya no se hace caso, la acarició y no siente, la toco y no dice nada, se queda callada, duerme. —No chango, así son las mujeres, romance quieren, plata quieren, todo quieren, menos sexo. Cuando hay hijos ya no hay pasión, eso muere con los años, lo único muerto que tienes es tu matrimonio, Alfonso, nada más. —Pero si hace dos semanas nomás estábamos juntos, me quería, decía, me abrazaba, después no sé qué ha pasado, no me acuerdo, tal vez me he muerto chupando. —No morimos por chupar, del corazón morimos, del frío morimos, del cáncer morimos, de un accidente morimos, pero no por chupar unos inofensivos «mísiles», esos borrachitos mueren de frío no de chupar, difícil que te hayas muerto. Y trago tras trago la noche iba durmiendo, cansada de la faena nocturna, cansada de dar abrigo a borrachos, vagos y ladrones, dándoles consuelo por nada; acurrucada en sus sabanas negras, dormida, mas no reposada, porque las haces del dios la toqueteaban y la ponían nerviosa, sentía asco de aquellas manos ardientes, no dormía, cerraba los ojos para imaginarse que Mercurio la poseía o que sus hijas la consolaban. Álvaro no podía sostenerse en pie, la conversación sobre la otra vida continuaba. Alfonso quería convencer al amigo de su estado post-mortem, quería saber qué le pasaba, no hallaba respuesta al rechazo, no entendía cómo podía ser alguien sin ser alguien. Álvaro no le hacia caso, para él eran cosas de amargados, de impotentes, de borrachos. —En serio, hazme caso, creo que nos hemos muerto. Mis hijos tampoco me escuchan, les grito pidiendo algo y no me oyen, yo tengo que ir a traer mis cosas, yo me sirvo la comida, ya nadie me sirve, nadie me hace caso —Te has vuelto paranoico, Alfonso, los jóvenes son así, a cierta edad nada hacen por ti, se independizan, te esquilman hasta el 12


último centavo y te dejan en la cochina vía para irse a las discos, a las chupas con sus badulaques amigos y sin embargo no pueden servirte, así son, es la ley de la vida. —Pero nadie más bebe hace tiempo con nosotros, sólo los dositos estamos chupando, nadie nos dice nada, ni los pacos nos cargan, ni los pandilleros se acercan, hasta los choros se hacen los locos. —Viejos y sin plata somos, Alfonso, a los viejos nadie les pide cuentas, nadie los molesta, ¡Qué se jodan el hígado, ya han vivido!, ¡que se mueran, son basura!, eso piensan los tiras de mierda, nos quieren matar, y la mejor manera es dejándonos tomar nuestros «tirillos»; en cuanto a los amigos, también son una mierda, sólo te buscan para empobrecerte, para chupar gratis, cuando bien estas: amigo, amigo, te dicen, después te botan, no te conozco, te dicen después, hermanito, ahora ocupado estoy, así te dicen; una vez que consiguen su propósito, se van, una mierda son los amigos. Tampoco los necesitamos. —No, en serio pues, nos hemos muerto y estamos pagando nuestras culpas, los borrachos no vamos al cielo, ¿sabias?, nos vamos con el tata tío, a quemarnos en sus llamas, a oler azufre, a sufrir los suplicios mas inimaginables, a que se coman nuestras tripas los duendes y los demonios, los borrachos vagamos en este mundo, Dios no nos acepta ya, odia el pecado, odia el olor a trago, le repulsa los borrachos, como a mi mujer; por eso, Alfonso, nos hemos muerto, estamos pagando nuestra culpa, tal vez ni el diablo nos quiera reconocer —No, carajo, no estamos muertos, estamos chupando, estamos hablando, los muertos no hacen eso, los muertos sólo duermen, los muertos se quejan por las calles, asustan a los borrachitos como nosotros, les agarran de las patas, se disfrazan de bebe con bigote y después te hablan, se visten de negro y te encandilan, unos jodidos son los muertos, te asustan y después se van. Yo borracho alegre soy, divertido, ¿quién es así?, haber dime: ¿qué 13


muerto conoces que es así? —Los muertos también dicen sus tristezas, tal vez cuentan sus alegrías, sólo que los que viven no quieren escucharlos... escucharnos; es así, Alfonso, los muertos a veces no se dan cuenta que están muertos, son almas en pena que vagan pensando que están vivas, vagan expiando sus faltas, sus pecados. —No estamos vagando, no estamos con cadenas, no decimos buuuu, estamos chupando en el parque Riosiñho, estamos con unos alcoholes que hemos comprado de la tienda de la esquina, estamos a la luz de un farol, estamos disfrutando y olvidando como nos olvidan, vamos, chupate de una vez, ya es tarde, tenemos que irnos ya. Los muertos no chupan, los muertos sólo duermen, y yo no duermo, yo estoy calentándome con ésta que no me engaña. Al escuchar esas palabras, Alfonso defendió por ultima vez en aquella noche sus argumentos. Creyó que podía darle fin a esa eterna discusión. Por fin la respuesta a su tesis se había vislumbrado de una manera simple. —Aja, ¿y a dónde tenemos que irnos? —¿Irnos a dónde? —Ya sabes, Álvaro, adónde tenemos que volver, ¿dónde vas a ir a dormir? Álvaro confundido, sólo atinó a balbucear algunas frases ininteligibles —¿Adónde tenemos que regresar? —Insistió el triunfante beodo, que también tambaleaba por los gases tóxicos que perforaban sus recuerdos y mezclaban fantasía con realidad, vida con muerte, luz con oscuridad, noche con día, alcohol con manjar... —No sé pues, me he olvidado— respondió Alfonso, mientras se bamboleaba y daba de topes al farol. 14


—¿Ves?, ¿ves?, ¿sabes por qué no te acuerdas?, porque estás muerto, estás muerto. Si no te acordarías, los muertos no tienen memoria, los muertos ya no tienen hogar, los muertos dan vueltas, se olvidan, se pierden, mueren y vuelven a vivir, ya no recuerdan, se olvidan, se olvidan como nosotros lo hacemos. —No, no es eso, compadre, borracho estoy no me acuerdo, para qué chupamos tanto, en el camino me voy a acordar. Alfonso al escuchar esto, se dio cuenta que sería imposible convencer al amigo de su sombría situación. El sol había salido con sus manos desesperadas queriendo tocar algo de mujer, sus primeros rayos hicieron que corra la noche para que se esconda tras las sábanas negras, el astro rey buscaba escotes, buscaba ver, las ansias de poseer lo llenaban de ira y rabia, lo llenaban de calor, sus poros explotaban formando grandes nubes radioactivas, su fuerza se centraba en un solo punto, deseaba estallar, y la madre luna durmiendo con sus hijas. La mañana comenzaba a prometer un día de extrema temperatura; los dos amigos se abrazaron, oscilaban como péndulo de reloj antiguo, no sudaban pese a las caricias de Júpiter, tal vez porque la bebida los había secado sus pasos se confundían con el trajín de los pájaros y el ruido de las primeras movilidades que iban directo a la rutina diaria; se dirigieron andando por una de esas calles viejas que conectan el casco viejo con el centro, pareció como si se diluyeran entre las paredes de una casona antigua, quizás fue una visión producto de las emanaciones de vapores que empezaba a desprender el asfalto. Mañana, estoy seguro, continuarán su conversación sin solución, hoy, hoy tienen que volver a casa.

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FRÍGIDA

Su indiferencia fundida con la noche se entremezcla en los claroscuros de la vida. Un poco de oscuridad, otro poco de ausentismo, un poco de soledad, otro poco de miedo, todo en ella se pierde en la noche: sus cabellos largos y cenagosos, sus ojos profundos: ni un halito de luz, ni siquiera una chispa. Todo escalofriante. La cavidad oculta entre sus piernas: seca, extremadamente seca, como el desierto: sin vida, sin líquidos, sin sentido. Todo en ella se confunde, como si fuera una sola con la noche Ardiendo, quemándome entre las llamas del deseo, en el congelado cuarto, con mi cuerpo entumecido, únicamente una sábana nos tapa. Tiemblo de frío y jadeo de calor, enfermo, delirante de pasión, de morbosidad, de sed y de amor. Mis piernas trepidan, no atinan a apoyarse sobre las de ella, resbalan sobre su cuerpo. No se inmuta, no se mueve, mira hacia la pared de azulejos blancos, que son tan oscuros por el reflejo de la soledad, lo prefiero así, me llenan de espanto aquellos hermosos y profundos ojos, tan solemnes y fijos, tan tristes, tan sin vida. Resbalan mis piernas al intentar abrir las suyas, su fuerza es superior a la mía, cuando logro abrirlas, ellas vuelven a su posición inicial chocando tobillo contra tobillo. Me rechaza, me enfurezco, muero por entrar y hacerla mía, como todas las noches. Apetezco su carne, su sequedad, su frialdad. Abre tus piernas Frígida amada, quiero hacerte el amor, que sientas mi dulzura dentro tuyo, ábrete querida, te amo. No me oye, no se mueve, se abandona y se disuelve en la penumbra. Un juego, un simple juego de pareja, ella no se deja, yo la obligo, ella se deja, es feliz, somos felices, creo escuchar su gemido leve y sensual, parece decir algo, aunque esta fría, es de suponerse, el 16


azulejo es frío, su espalda choca contra él. Gimotea de dolor y de placer, parece hacerlo, no la escucho, me oculto en mis deseos, en mis divagaciones, veo otros cuerpos, el cuerpo de Carla, de Luisa, de Andrea, de Lucia, muerdo sus pechos, dos conos, está congelada, la caliento, soy tierno también, la abrazó, no termino, prefiero así, el juego tiene que alargarse, hacerse eterno. Todo un juego, un simple, sano y lúdico preámbulo antes de la explosión en la que entraremos los dos. No se deja, necesita disfrutar más, los amigos siempre me dijeron: las mujeres necesitan romance. Dejo de preocuparme, acaricio su piel, siento como el terror se apodera de mí, está fría, tan fría como la noche, no se inmuta, no se queja ante el imperturbable clima, desea continuar el juego, trato de calmarme: es normal: noche fría, una sábana, el azulejo, nuestros cuerpos desnudos, también me muero de frío. Ha cedido, ha dejado que nuestros cuerpos se fundan, sus piernas se mantienen abiertas, ha dejado que entre, ha abierto sus puertas para mí, he aquí, aquí voy querida, guarda silencio, me gusta tu silencio, me gusta que calles, me excitas cuando enmudeces. Entro, socavo, profundizo en ella, en su oscuridad, ya no hay miedo, únicamente curiosidad, hambre, búsqueda de calor y aquella luz al final del camino. Sin embargo, está seca, tan seca como la noche, tan dolorosa como el silencio que le obligo a tener. Jadeo, un gimoteo de dolor, de indescriptible malestar, angosto el camino, demasiado angosto, tan estrecho como el cuarto que nos cobija, tan frío, tan oscuro, tan siniestro. Necesita caricias, muchas caricias, caricias para que el camino se alise, para que no gima, para que lo disfrute, para no oírla: calla, calla, déjame sentirte. Sangro, demasiado seco, más caricias, más vida, toma un poco de calor, toma un poco de mí, eres mía, soy tuyo, eres tú, te amo, ámame, disfruta, pero calla… Termino, lo logro, exploto dentro, un hueco de sangre y sudor, de cansancio colorado, hemorrágico, lacerado. Ella parece no sentirlo, mi amada Frígida, tan inestable, tan fría. No te has dado cuenta, susurro a tus oídos que te amo, no me contestas, has vuelto a cerrar tus piernas, haciendo resonar en las frías paredes de azulejos 17


blancos el contacto de tus tobillos; te susurro en los pabellones de tus gélidas orejas que te amo. Ella sigue mirando la pared, espero una respuesta, no me responde, sólo espera que me vaya, ella no me dirige palabra alguna. La tapo, ha dejado que sus senos tiesos se queden al aire, no se ha cobijado con la tela blanca, no siente frío, no me responde. Me visto: pantalón blanco, camisa de popelina, zapatillas y barbijo. Vuelvo mañana, le digo, abro la pesada puerta y se cierra con furia, escucho: desde afuera se oye como ella comienza a llorar, lo ha sentido, lo ha disfrutado, soy su hombre, soy de ella, ha sido mía... igual que todas las noches....

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Ediciones Yerba Mala Cartonera Para no desesperar en las trancaderas, para dejar pasar las propagandas de la TV, para aguantar las marchas, para caminar subidas sin darse cuenta, para bailar al ritmo de la cumbia del minibús o para cuando tengas simplemente ganas de leer. Un libro cartonero, casero, tu mejor cómplice.

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