García Erosa Everardo

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Escritores Siglo XX

Everardo García Erosa

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• Biografía •

Everardo García Erosa Maestro, periodista y narrador. Nació en Espita, Yucatán y falleció en Mérida (1908-1971). Tuvo a su cargo el taller literario de la Escuela Normal de San Diego, Tekax. Laboró muchos años para la Secretaría de Agricultura y en el Diario del Sureste coordinó una página semanal sobre ese tema. También fue vendedor ambulante de libros por algún tiempo. Escribió artículos y cuentos para el Diario del Sureste así como una sugestiva serie sobre el Istmo de Tehuantepec. Ocupó la secretaría particular del gobernador González Beytia y posteriormente la secretaría de la Dirección General de Bellas Artes. Su obra literaria es breve pero importante, y acaso sea el mejor narrador de Yucatán durante la primera mitad del siglo XX. En 1995 publicó La ñapa y otros cuentos, trabajo reeditando por la Universidad de Yucatán en 1995. Recientemente esta institución rescató varios de sus cuentos poco conocidos. Es autor también de una novela inédita, Fuego en el henequenal, escrita en 1937. Acerca de La Ñapa y otros cuentos afirma Leopoldo Peniche Vallado: “Es el resultado de una tarea larga y tesonera, paciente y acuciosa, de selección y pulimento, que… muestra un espíritu fino dotado de firmes cualidades”.1

1 Diccionario de Escritores Yucatecos. Peniche Barrera Roldán y Gómez Chacón Gaspar. Segunda Edición CEPSA, 2003.


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• Obra(s) • EL TESTIGO La ñapa y otros cuentos.1 El tren llegó, como otras veces, a medio día y de él descendió un desconocido cuya sola presencia provocó comentarios entre las gentes que se encontraban reunidas en la estación, esperando el paso del convoy. No fue su figura vigorosa ni su rostro largo y duro lo que atrajo sobre el viajero la atención de los curiosos, sino su vestimenta. Vestía sombrero de ala grande, chamarra de cuero, pantalones de montar y relucientes botas. Y cuando aquellas gentes que lo observaban se dieron cuenta de la pistola que portaba, su admiración se convirtió en disgusto porque pensaron: “este tipo viene a algo malo”. El forastero fingió ignorar la extrañeza que causaba y ordenó a un cargador que lo guiara “al mejor hotel”. Después de lavarse en la fonda —única posada que había en el pueblo— se ajustó el cinturón cargado de cartuchos, arriscó las alas de su “texano” y se informó del sitio en que vivía el presidente municipal. Llenas de crudo sol se veían las calles que el desconocido caminó con pasos anchos y marciales, hasta detenerse frente al punto que buscaba. Los ocupantes de la casa, entre ellos don Ramón, estaban acostados, disfrutando de su siesta. Quietud y silencio envolvían la mansión, pues las habitaciones guardaban suave penumbra y tibia temperatura que invitaban al sueño. El forastero tocó sin miramientos. Se poblaron de ruido las salas y don Ramón cabeceó sobre la almohada, preguntándose quién podría ser el 1 La Ñapa y otros cuentos. García Erosa Everardo. Ediciones de la Universidad Autónoma de Yucatán, 1994.


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que en esta forma desconsiderada violaba las costumbres y perturbaba su descanso; y lo maldijo con su boca amarga. Volvió a hacerse el silencio y los ojos de don Ramón se cerraron plácidamente; mas sonaron nuevos golpes y entonces sí que despertó la casa. La alcaldesa se incorporó, dio un grito y asomó por la ventana una criada. Si no hubiera sido aquel desconocido de tan severas trazas el que golpeaba, sin duda que lo regaña. —¿Quiere ver usted a don Ramón? —preguntó, tragándose la barbaridad que a punto estuvo de soltar y haciendo clara y dulce la voz. Y como el otro le contestaba afirmativamente, se apresuró a invitarlo a pasar al interior. Don Ramón salió al encuentro del visitante, con aire resignado. Este se presentó, enseñándole unas credenciales que lo acreditaban como inspector de hacienda. Además, era coronel; es decir, ex coronel. De los “dorados” de Villa nada menos. Venía al pueblo, según dijo, “a visitar al comercio y ver cómo andaban las cuentecitas”. El presidente lo escuchaba con urbanidad, mientras se secaba el sudor que le escurría por el rostro. Este don Ramón era hombre maduro, apacible, lento y aunque en los años de su juventud fue dado a armas y correrías, quedó intimado frente al ex coronel. Este refirió anécdotas de su vida revolucionaria — “allá en el Norte, con “mi” General Villa”— y aludió a sus compadrazgos con hombres prominentes del gobierno. Pertenecía a esa clase de personas que se enardecen con sus propias palabras y a medida que hablaba iba caldeándose con su propia charla. Don Ramón le escuchaba. ¿Qué importarle aquel discurso? Don Ramón quería su siesta; la penumbra del cuarto, el contacto de las sábanas. Ganas l daban de mandar a paseo al ex coronel; pero pudo más en su ánimo su socarronería campesina y dijo: —Bienvenido a este pueblo, señor coronel. Estoy a sus órdenes y le ruego, me indique en qué puedo servirle.


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El forastero se acarició los bigotes. —Muy agradecido, señor presidente —contestó—. En realidad, lo que deseo de usted es poca cosa. —¿Quiere que le presente a los causantes? —inquirió don Ramón, con el propósito evidente de serle agradable. —¡Oh, no! Eso no es necesario. He venido a tomar por mi cuenta a los causantes y para hacerlo me basto yo solo; pero quiero que me haga un favor especial… Muy especial. —¿Un favor muy especial? —preguntó don Ramón. —No se alarme. —Se apresuró a decir el ex coronel, sonriendo ante el asombro del alcalde. —Solamente le pido que me proporcione una persona de su confianza que pueda acompañarme. —¡Ah, sí, sí comprendo! –dijo don Ramón y respiró con tranquilidad.— Lo que usted quiere es un testigo. —Eso es. Como me veré obligado a levantar actas y la ley… —Sí, ya sé… —interrumpió don Ramón y agregó: —No veo inconveniente en acceder a su petición: sólo que así, de pronto, no recuerdo a la persona más idónea para tal función. El ex coronel se le quedó mirando. —Déjese de retóricas, “mi” presidente. Ni la función es delicada ni se requiere de alguien que sea idóneo…. Cualquier gente sirve. —En ese caso… —En ese caso no se preocupe. Más tarde iré a visitarle al Ayuntamiento y confío en que para entonces me tendrá usted al testigo que necesito.


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Se despidió el visitante y don Ramón volvió a su cuarto. Por más vueltas que daba a su memoria no lograba fijarse en la persona que pudiera acompañar al inspector y malhumorado por el esfuerzo cerró los ojos, tratando de reanudar el sueño. Unas horas después despertó; tomó un baño, vistió ropas frescas y salió a la calle. Gustaba detenerse todas las tardes en la fonda para beberse una taza de café y conversar con sus amigos, mas aquella vez eludió la tertulia y siguió su camino, dominado aún por el mal humor. Le tenía contrariado no hallar el testigo que necesitaba el inspector y su disgusto se acrecentó cuando, al subir las escaleras que conducían a sus oficinas, distinguió al visitante caminando por los corredores del palacio. Don Ramón puso la mejor cara que pudo y trató de saludarlo, pero el otro se le adelantó, interpretándolo: —¿Ya me tiene mi testigo? Así de pronto, don Ramón no supo qué responder. Las palabras se le negaban: sentía el cerebro vacío. En realidad, no encontró una excusa para dar. Dirigió la mirada hacia más allá de la calle, hasta el jardín y gritó: —Pancho Flaco, ven acá. Un hombre alto, delgado, entrado en canas, avanzó. Traía una escoba en la mano y un pistolón pendiente del cinto. —Aquí llega su testigo —dijo don Ramón con timidez—. ¿Le parece bien? El ex coronel hizo un gesto afirmativo y el alcalde explicó, ya más seguro de sí: —Es el único policía que tenemos en el pueblo y le aseguro que es muy buena persona. Lleva treinta años de servir al Municipio y es cumplido y honrado como nadie. Creo que le será muy útil.


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Pancho Flaco se había detenido junto a don Ramón; estaba encendido, escuchando los elogios que le dedicaba su jefe. El ex coronel lo observaba. Reparó con sus ojos experimentados el aire de mansedumbre que envolvía al guardián municipal e intuyó una vida opaca monótona, sin ambiciones grandes ni pequeñas; contempló a su gusto la enteca figura y sonrió al mirar el viejo pistolón. —Así que usted es mi testigo. —Le dijo con simpatía, en tanto que le observaba los descalzos pies. El policía estaba mudo; su mirada vagaba por el suelo y sus manos jugaban con su sombrero. Don Ramón le dijo, aludiendo al ex coronel: —El señor es inspector de Hacienda y viene a trabajar a este pueblo; me ha pedido un ayudante y he pensado en ti; espero que no me dejes mal y que lo obedezcas en lo que te mande. Vete con él. Armados con una maquinilla de escribir y una cartera repleta de papeles, el ex coronel y Pancho Flaco se presentaron más tarde en la tienda de don Eduardo. El tendero interrumpió su quehacer y se acercó a ellos. —¿Qué te trae por aquí? –preguntó secamente a Pancho Flaco. El inspector frunció el entrecejo, engoló la voz y enseñó sus credenciales. Don Eduardo, entonces, se deshizo en cumplidos. Tenía fama de avaro y aborrecía a aquellos tipos que mandaba el gobierno “a sacar dinero al comercio”; pero conocía bien su negocio y, aunque refunfuñando, descorchó una botella de coñac y sirvió dos copas, una de las cuales entregó al inspector. —¿Tú prefieres una “caña”, verdad? —dijo, dirigiéndose al policía. El ex coronel lo interrumpió: —No; deme otro coñac para don Pancho. La revisión de los libros se hizo con rapidez. El tendero deslizó un billete de banco entre las hojas del libro “Mayor”; el inspector lo guardó con displicencia en la cartera y puso en actividad la maquinilla de escribir,


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en la cual levantó un acta “de conformidad”. Había cambiado su actitud; se convirtió en un hombre amable, dicharachero, que contaba chistes picantes y refería sabrosas anécdotas. Don Eduardo reconoció, muy a su pesar, que el inspector sacaba el dinero con mucha gracia… Y descorchó otra botella. Buen rato estuvieron reunidos. El ex coronel hablaba sin descanso, Pancho Flaco le escuchaba con respecto y don Eduardo seguía llenando copas. El tendero parecía complacido con la plática del inspector; se sentía alegre y eufórico; sin embargo, pronto cambió su actitud y fue cuando éste le pidió un par de zapatos. Logró disimular el disgusto que experimentaba y preguntó melosamente: —¿De qué medida los quiere? El inspector dijo que no sabía y, aludiendo a los pies de Pancho Flaco, preguntó a su vez: —Mire usted, don Eduardo… ¿No se le hace cargo de conciencia que nade descalzo en representante de la autoridad? Pancho Flaco quedó calzado y los tres hombres siguieron bebiendo. El policía no alcanzaba a descubrir la mágica circunstancia a la que debía su buena suerte y cuando terminada otra botella de coñac acompañó al inspector hasta la puerta de su posada y éste le puso un billete en la mano, llegó al asombro. Caminando rumbo a su casa —con la cabeza caldeada por el coñac y los pies apresados por los zapatos nuevos— preguntábase si estaría soñando; mas con tanto mirar y remirar aquel billete tuvo el convencimiento de que no dormía y apresuró el paso, deseoso de informar a su mujer de su fortuna. Como todas las mañanas, Pancho Flaco se encaminó al Ayuntamiento. Pasó la escoba por las callecillas pavimentadas del parque, limpió los corredores del palacio y caminó luego hasta la fonda, para despertar al inspector. Los billetes de banco y los regalos, así como las copas y las reverencias no escasearon en las visitas que hicieron aquel día y cargado de


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paquetes, dinero y alcohol regresó Pancho Flaco a su casa, ya anochecido. Los vapores del coñac alegraban sus pensamientos y ponían su gustillo en su boca. Sentía el corazón alegre y un calor agradable en su pecho, acaso producido por el contacto del puño de billetes que guardaba en el bolsillo de la guayabera. Veinticuatro horas bastaron para alterar el ritmo fácil y manso de su existencia. Una fuerza desconocida entró en ella y transformaba en otro hombre al Pancho Flaco apático y melancólico que el pueblo conocía. Sus movimientos firmes, el aire solemne, la sonrisa confiada, eran los síntomas de tal transformación. Y no sólo se debía el cambio a la presión de los zapatos, a los billetes y a los vapores del licor. Había causas más hondas: la dulzura de los halagos y la conciencia de sentirse alguien junto a personas importantes, para quienes siempre fue Pancho Flaco, a secas. Para espíritus como el suyo, las emociones recibidas resultaban intensas. A tal punto estaba excitado que se sentía fascinado por el ex coronel. ¿No sería éste —se preguntaba— un brujo a quien alguna fuerza sobrenatural situó en su camino con el único fin de que le hiciera bien? Solamente un hombre conocedor de las artes mágicas y asistido por mágicos poderes era capaz de cambiar con flamantes billetes de banco los garabatos que Pancho Flaco trazaba en las actas que el inspector escribía en su maquinilla. Y pensando así, el policía caminaba confuso y asombrado, como quien cree estar mirando milagros. Los milagros se repitieron el tercer día; pero esa noche Pancho Flaco no regresó a su casa a la hora temprana en que por costumbre regresaba; por el contrario, se presentó en la madrugada, esponja de licor. Sin embargo, se levantó tan pronto comenzó a clarear, con el cuerpo adolorido y el espíritu nebuloso y se encaminó al Ayuntamiento. Allí supo que el ex coronel se marchaba. Se marchaba tal como había llegado: un poco sigilosamente. Pancho Flaco tomó su escoba, barrió, barrió con obstinación, como si tratara de barrer su tristeza y más tarde fue a la estación a despedir al viajero. Cuando el tren se perdió en el horizonte sintió que desfallecía. La distancia


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se tragaba a su amigo, se lo engullía, se lo robaba y con el corazón apuñado por la angustia regresó a su escoba municipal. Como si hallara placer en martirizarse, volvía a recorrer los sitios que horas antes visitaran en calidad de sombra del inspector. Entraba a las tiendas a beberse una “caña” —que el tendero le cobraba con especial cuidado— y hablaba con insistencia del ausente. Sin que el policía se diera cuenta del fenómeno, las gentes que trataba y la nostalgia que sentía situábanlo en su antiguo mundo. Ahora que el inspector se había marchado, ¡cómo resonaba en sus oídos aquel “don Pancho” respetuoso y cordial que le decía y cómo recordaba sus atenciones! Ya no habría más coñac ni billetes ni regalos. Ahora volvía a ser Pancho Flaco de siempre… y tal vez para siempre. Pronto comprendió que su dolor era de él solo y trató de disimularlo. Cumplía sus funciones con la cachaza que le era habitual y evitaba hablar del ex coronel; parecía haber vuelto a su vida ordinaria y nadie, en la calle, hubiera podido adivinar en los largos silencios y en las frecuentes inhibiciones, sus dolorosos pensamientos. Sin embargo, su mujer se presentó una mañana en el despacho de don Ramón. —¿Qué te trae por aquí? —le preguntó el alcalde, al verla temerosa y angustiada. —Señor, vengo a acusar a mi marido. —¿A acusar a Pancho Flaco? —don Ramón se extrañó. La mujer soltó las lágrimas que le escondían los ojos. —¿Te acuerdas de qué bueno era y cómo nos quería?... ¡Ay, señor! —Se lamentó.— Pues desde que vino ese “mi coronel”, que ya se fue, Pancho ha cambiado: se emborracha diariamente y aleja de su lado a los niños, pegándoles y diciéndoles malas palabras. ¡Ya no sé qué hacer! Se pasa los días acordándose de “mi coronel” y las noches llorando, como si


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estuviera muriendo… Y cuando le pregunto qué es lo que le duele, sólo contesta que quiere ser testigo. —¡Yo quiero ser testigo!... ¡Yo quiero ser testigo! —se pone a gritar. Don Ramón no pudo contener la risa. La mujer se ahogaba en su llanto. —¡Pobre, pobre Pancho! —gimió— Se está volviendo loco. El alcalde dejó de reír. Se puso serio y dándole una palmada cariñosa en el hombro, dijo a la mujer. —No, no hija, tu marido no está loco. Te aseguro que está muy cuerdo… ¿No ves que yo también quiero ser testigo?


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DIÁLOGOS EN EL CAMIÓN El camión llegó al final de la calzada que conduce al pueblo, cruzó la línea del tren y enfiló la carretera, con rumbo a la ciudad. Un viejo que viajaba sentado en la parte trasera, junto a la puerta de emergencia, le preguntó a la mujer que tenía a su lado: —Oye, ¿es cierto que murió Cres? —Hoy lo enterraron —le respondió la interrogada—. Ahí está: si en vez de estarle cantando y cantando le llevan un doctor, no se hubiera muerto. —¡Qué barbaridad! —Se asombra otra—. ¡Y yo que no lo sabía! —Pues sí, hace un rato que lo enterraron al pobre y sus hijas ya se están peleando. La más chica cogió las herramientas del difunto: la pala, la cuchara, el nivel; hasta el cajón para la mezcla y dice que es su herencia, que se la vayan a quitar. —¡Qué barbaridad! —Si es la mayor, no quiso que nadie más que ella se sentara en la carroza, junto al chofer, que porque ella tenía derecho, ya que sólo ella estaba costeando el entierro de su papá. —¡Qué barbaridad!..... ¿Y la otra? El viejo, por más que lo intentara, no logró intervenir en el diálogo, pues las mujeres no le daban oportunidad. La primera respondió con una pregunta: —¿La “entremedia”?..... A ésa no le hacen caso, porque como no se mete con nadie… Se me figura que es la única que está sintiendo la muerte del pobre Cres. —¡Ay, pobre, cómo se fue a morir! —El doctor se los dijo bien claro: “Si me hubieran llamado a tiempo, no se hubiera muerto. Ustedes dejaron que se muriera su papá”… “Pero,


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doctor, ¿Cómo es así, si le estuvimos cantando desde que cogió la hamaca?”. El doctor se molestó mucho y no quiso darles el certificado. “No lo doy –les dijo-. No quiero que digan por allá que este es otro enfermo que se me muere. Que vean ustedes cómo le hacen para enterrarlo”. Y no lo dio. Quién sabe qué hicieron ellas, porque por más que estuve averigua y averigua no logré averiguarlo. —¡Qué barbaridad! —dijo, al fin, el viejo. El camionero conectó el aparato de radio y un cha cha chá apagó las voces. El hombre silbó ruidosamente la melodía y alguien comentó: —Se ve que está contento… —¿Pero cómo no va a estar contento si anoche le pegó a la bolita? —¿Con el siete ochenta y nueve? —Con el mismo… Parece que no sabes que ese es el premio… —Yo sí que nunca saco nada —se lamentó una mujer—. Cuando juego el 17 sale el 71 y si juego éste sale otro cualquiera, menos mi número… Ya juré que no vuelvo a juga; pero sigo jugando. Un joven que viajaba en el asiento de enfrente la consoló: —¿de qué te quejas? Eso quiere decir que estás bien en amores. —Sí, hombre —contestó ella.— Con el condenado hombre que me tocó en suerte… Si es como si fuera un sultán… —Y tú su favorita. —Sí para darle su comida y lavarle la ropa. Subieron varios obreros y con su presencia perdió el paisaje su fisonomía suburbana. Uno de los recién llegados llevaba un brazo enyesado y otro preguntó a éste:


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—¿Qué te dijeron? -Que como no fue en el trabajo en donde me lastimé, no pueden pagarme mis salarios… Ya le expliqué que estaba yo viniendo a la chamba cuando me sucedió… —¿Y ya se lo dijiste a los del sindicato? —Esos no quieren intervenir. Dicen que yo me embrome, que para qué viajo en el estribo. Lo curioso es que el chofer dice lo mismo, a pesar de que no puede negar que me arrastró a la malagueña… Así es que a otra cosa, mariposa. —Pues estás mal… —Pero, hombre; no estoy mal; estoy pésimo. Si hasta mi mujer cree que por borracho me pasó… Si te digo que cuando empieza a dar negro… En el pasillo del vehículo viajan diversos bultos: cestos que contienen frutas, flores, verduras, pan de maíz recién torteado, atados de escobas de huano. En un canasto van pollos y gallinas. Son de esa raza que se caracteriza por el pescuezo sin plumas y el plumón que les mal cubre la cabeza, como una tonsura. Una de las panaderas tocó el timbre y el guiador abrió la puerta trasera. La mujer pidió su cesto y el interlocutor del fracturado se lo colocó en la cabeza. —Lo menos pesa veinticinco kilos —comentó, refiriéndose al cesto. —Y lo está torteando desde las tres de la madrugada —informó una florista-. Total para ganar unos cuantos centavos en el kilo de masa; pero las marchantas no se cansan de gritar que cada día está más cara la tortilla. —Y por eso prefiero hacerme tonta vendiendo en Santa Ana —dijo la que llevaba verduras—. Con estos chayotes y estas “loles” de calabaza me defiendo y no tengo que estar pegada a la lumbre.


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—Es que aquella es panadera desde su abuela —le refutó el viejo. —Es tonta —comentó la del marido asultanado—. Además, no lo necesita. Su esposo es muy trabajador y le da su semana completa. Si le hubiera tocado un borracho como a mí, ya vería lo que es bueno. Desde el viernes empieza a tirar el semanal. Todo lo deja en la cantina y cuando llega el lunes y lo levanto para que vaya a su trabajo, dice que está “crudo”. ¿Cuándo acabará de cocerse el condenado? Las risas no la dejaron terminar. Pero toca el radio ahora una musiquilla en boga y una viejecita muy atildada que pasado el Estadio abordó el vehículo, comenta dirigiéndose a su vecina: —¡Oiga usted, oiga usted eso, señora! Bueno, es que las canciones de ahora no pueden ser más vulgares. Y ve usted a la gente que se vuelve loca cantando: “Corazón de melón, de melón, de melón, melón, melón…..” ¿Qué es eso así? —Y siquiera esta no es grosera. Y esa del aro hula-hula?..... Casi es pornográfica. —¡Porquerías! —gritó indignada la anciana. —Así es… El otro día mi hija dio a luz una niña y le dije: “ Ay, hija, consuélate: has parido a una futura exótica… porque al paso que va el mundo…..” —Y con lo caro que está todo. Antes se vestía una con unos cuantos centavos; pero ahora, la telita más insignificante vale un capital. —¿Y la comida? Lleva una cincuenta pesos al mercado y vuelve con la boca aguada por tantas cosas que no se pudo comprar. Hoy se los dije a mis hijos: “ Voy a hacerles casón entomatado; pero sin tomate…..” ¡Si cada tomate cuesta un ojo de la cara! —¿Y cómo hace usted el cazón entomatado? —Es muy fácil. Toma usted el cazón y lo pone a cocer con bastante


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agua. Antes de que rompa el primer hervor se le echa su puntito de sal y después… Cruzó el vehículo la Avenida Colón. El conductor emprendió una carrera loca, con la cual dejó atrás al camión de otra ruta, que venía coleándolo. El hombre del brazo enyesado dio un traspié y cayó sobre el viejo. Sin duda le pisó algún callo porque el anciano largó un quejido que hizo al pasaje voltear a verle. El hombre trató de disculparse; pero el anciano replicó: —No es usted el que debe pedir perdón sino ese chofer que parece un alocado. Todos apoyaron lo dicho por el viejo; pero el hombre del volante apagó el radio y desoyendo las protestas, siguió corriendo hasta detenerse, con ruido de frenos y quemaduras de llantas, junto al “Hospital del Niño”, en donde un grupo de mujeres esperaba un transporte. Subieron las mujeres con su racimo de niños enfermos, macilentos y desarrapados y el ácido olor de la enfermedad y la miseria invadió el camión. Como por encanto, un silencio cargado de tristeza se adueñó del ambiente. Solamente los pollos estaban alegres y piaban, con la cabeza al borde del canasto. Algunos niños los veían con resignada expresión. Así prosiguió el viaje, hasta que más adelante subieron dos religiosas. Silenciosas, ingrávidas, como ausentes del mundo, se sienta una enfrente de la otra y abren sus devocionarios. Pero una se ha fijado en los pollos y, dice llena de júbilo, a su compañera: —Mire, hermana, que pollitos tan monos… ¿Verdad que parecen franciscanos? La aludida fulminó a la otra con una mirada poco cristiana y se refugió en su libro. El pasaje rió la ingenuidad y, entre risas, llegó al paradero.


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• Crítica Literaria • Por inicio García Erosa es concebido dentro del género de la narrativa, con un fino dominio de la fluidez y sensibilidad sobre diversos temas recogidos de la realidad como si se trataran de fotografías mentales vividas o soñadas en su memoria con un valor auténtico. No parece haber experimentado con otro género literario dibujando su estilo con características cuentistas adaptando su medio, paisajes, costumbres y tendencias sociales, entre otras, que logran palmar el interés del lector por el encanto literario. Los hechos reales se ven transfigurados por su talento descriptivo sin perder veracidad y espontaneidad; siempre recopilando cada detalle en el ambiente que lo rodea y que es capaz de contemplar con los ojos desbordantes de la imaginación. García Erosa desdibuja en sus cuentos cada pedazo de vida arrancado de su cotidianeidad, entre henequenales y chozas típicas hasta el transporte urbano que todos alguna vez abordamos y en el que se dejan la esencia de muchas vidas, muchas historias. Es inteligente en el manejo del lenguaje, sin folklorismos excesivos que limiten al lector, se puede apreciar su espíritu libre en las formas o estructuras, para García Erosa todas las cosas son buenas ideas para evocar la magia dramática que conciben personajes vivos para cada lector. Leopoldo Peniche Vallado, prologuista de La Ñapa y otros cuentos, y citado en este breve comentario sobre la obra de García Erosa; percibe semejanzas rulfianas como coincidencia de la pareja calidad de ambos escritores. También hace mención de la amplia experiencia viajera que García Erosa obtuvo de un largo período conociendo lugares de la Península haciéndose testigo y portavoz de historias, visiones y hechos que confeccionaron su obra. Para 1992 no se conocía con exactitud los detalles cronológicos acerca de la aparición de sus cuentos, por lo que no se puede asegurar si los cuentos que se aumentaron en la edición del mismo año de la Ñapa y otros cuentos fueron escritos antes o después de la primera edición.1 1 Del prólogo de Leopoldo Peniche Vallado incluido en La Ñapa y otros cuentos, Diciembre de 1996.


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