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Cuento- La virtud de la ceguera

La virtud de la ceguera

La mañana del 29 de octubre, el día más aburrido del año, Tobías perdió el zapato izquierdo de su vigesimoquinta pata. Y claro, tener cincuenta pares de zapatos no es tarea fácil, ni siquiera para un ciempiés. Se requiere en primer lugar de un cuidadoso método de organización, porque han de saber que a los ciempiés les molesta mucho el desorden, tanto que el barullo y los desbarajustes son la principal causa de

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muerte entre su especie. Hay que recalcar un hecho de gran envergadura: el décimo tercer par de zapatos es decisivo para la existencia de un ciempiés. Por cuestiones de gravedad y fenómenos físicos propios de la naturaleza, estos artrópodos necesitan un ángulo de aproximadamente tres grados de inclinación con respecto a la tierra para alterar su colocación postural y evitar romperse a la mitad y morir. Para

conseguirlo, los ortopedistas más prestigiosos recomiendan usar un, y solo un par, de zapatos de tacón. Tobías sentía un amor muy especial por sus zapatillas. Hacía 10 años, 3 meses y 14 días que las compró en aquel iluminado aparador de la calle del centro. Eran perfectas: tacón de gatito, delgadas, menudas y con una ligera curva en el borde del talón; más negras que la soledad. Tres mil setecientos cincuenta y cuatro días había usado el calzado especial, tres mil setecientos cincuenta y cuatro días había guardado cuidadosamente el calzado especial (y los otros 98 zapatos comunes) en la zapatera de madera que había usado su padre y el padre de su padre antes que él. Pero esa insulsa mañana de otoño algo muy raro había sucedido, porque el zapato del que dependía su vida, o al menos la mitad de ella, había desaparecido. Es bien sabido (y de no ser así habrá que leer acerca del reino animal más a menudo, siendo el Atlas Básico de Biología, editorial Parramón un buen comienzo) que algunas escolopendras carecen del sentido de la vista, son ciegas, no ven un burro a tres pasos. Para fortuna de nuestro querido invertebrado, llevaba años perfeccionando y agudizando el sentido del oído, lo cual le permitía tener una vida casi normal. A pesar de tener un par de ojos inútiles, sabía cuándo cruzar la calle porque podía escuchar el clic del cambio de luces en el semáforo; conseguía el mejor pan porque podía escuchar la alarma del horno; era el primero en levantarse porque podía escuchar las plantas crujir con los primeros rayos del sol. Esta prodigiosa habilidad era producto de una casualidad. Sin pretenderlo, había entrenado el oído

gracias a un obsequio que su tía abuela le había hecho mucho tiempo atrás. Se trataba de una colección de discos de música clásica de la época del romanticismo ruso. Tobías había memorizado un total de 455 melodías. Entre sus compositores favoritos figuraban Piotr Ilich Chaikovski y, aunque parezca un poco contradictorio, el grupo de Los Cinco liderado por Mili Balákriev. Así, entre armonía occidental y folklorismo ruso, cada una de las membranas del oído del ciempiés se había educado. Pero ya nada de esto importaba porque le hacía falta una zapatilla y sin ella no podría vivir. Ante tal tragedia y después de unos minutos de reflexión Tobías exclamó en voz alta: “¡Pero qué tontería!” Por supuesto que los ciempiés no pueden hablar y mucho menos exclamar nada en voz alta. Sin embargo, son unos animalitos de pensamientos muy complejos y profundos. Analizando las distintas posibilidades, Tobías llegó a la conclusión de que alguien se había llevado su vigesimoquinta zapatilla izquierda, ¿pero, quién? Le

vinieron a la mente dos sospechosos: el caballito del diablo azul y la mantis religiosa. El caballito del diablo azul era un insecto que no le inspiraba confianza por el simple hecho de ser azul. Y aunque no sabía cómo se veía el azul, ni lo que se sentía en las pupilas ver ningún color, sabía (por habladurías) que el cielo y el mar eran azules y que había un punto en el horizonte en que ambos se confundían creando un efecto de inmensidad, y esas cosas tan inconmensurables lo hacían sentir diminuto y lo asustaban. El azul daba miedo y cualquier bicharraco que portara ese color no era de fiar. Por otro lado, la mantis religiosa pasaba los días recluida en su pequeña casa. Entre rezos y plegarias la mantis era una fanática, tenía un pequeño altar hermosamente adornado con flores y velas que perfumaban el santuario de adoración. Una de las muchas creencias que Tobías encontraba absurdas era que la mantis estaba convencida de que los tacones hacían demasiado ruido y que con tanto alboroto sus ora-

ciones jamás serían escuchadas. Quizás en un arranque de desesperación la mantis había hurtado su zapatilla. Un momento, ¿ruido? ¿taconeo? ¡Pero claro! Tobías sabía perfectamente cómo encontraría su zapato de tacón. Sus habilidades auditivas le permitirían reconocer el inconfundible sonido que hacía su zapatilla al chocar contra el suelo. Correría hasta ella y atraparía al ladrón. Respiró muy hondo tres veces y se concentró en los sonidos del mundo exterior. Al principio fue difícil porque el exterior es un lugar muy ruidoso. Poco a poco el bullicio se fue haciendo cada vez más nítido y pudo distinguir una que otra suela arrastrándose perezosamente a su destino, el lloriqueo de una lombriz antes de ser devorada por un polluelo recién nacido, hasta pudo distinguir al caballito del diablo azul suspirando por un amor mal correspondido y a la mantis religiosa encendiendo una veladora, pero de su zapatilla no había rastro alguno. Un sonido captó la atención del ciempiés: “Ring, ring”. Era agudo, alarmante. Lo escuchaba repetidamente y cada vez más cerca de él: “¡Ring, ring! ¡Ring, ring! ¡RING, RING!” Tobías se puso en 50 patas y apagó el despertador. Había sido un mal sueño. Se acercó a la zapatera de madera y descubrió que el zapato izquierdo de su vigesimoquinta pata había desaparecido…

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