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Cuento- La casita azul y el hombre que vive siempre
Ana Muñoz Morales
¡Otra noche estrellada! Parecía que las estrellas anaranjadas iban a meterse saltando por la ventana de la habitación. Eran como aquellas estrellas del cuento de la abuela. Solo que olvidó decirme que hacían mucho ruido, como si fueran truenos. Cerré la ventana despacio para evitar que las dos maderas se tocaran e hicieran el menor ruido. Me quedé viendo las estrellas anaranjadas del cuento de la abuela, por una ranura que era más ancha que las demás.
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Cada día me preguntaba cuándo iba a volver a ver a la abuela, a mamá y a papá; a volver a mi casa azul. Los hombres de negro cada vez me ponían más nervioso. Papá me dijo que estaríamos pronto juntos, con mamá y la abuela, en un gran abrazo en donde todo sería hermoso. El lugar donde todo es hermoso solo puede ser nuestra casita azul. Después de decirme esto, papá, entre lágrimas, me dijo que no me olvidara de la promesa, pasara lo que pasara. Me pregunto por qué papá lloraba tanto, tal vez iba a extrañarme mucho. Entonces, los hombres de negro lo acompañaron hacia adentro de la casa, y a mí me subieron al auto para llevarme al campamento. Un campamento
con juegos que yo no conocía. Correr mucho, levantar costales con piedras que pesaban más que los sacos de arroz que cultivaba papá. Lanzar piedras, duro y lejos. Pero el juego más raro era el del silencio. No podía hablar con ninguno de los otros niños. Los hombres de negro, que al parecer solo saben gritar, no dejan de hablar del “gran día”. Nos teníamos que preparar para el “gran día” (me pregunto de qué fiesta se trataba). Conforme pasaban los días, los juegos iban volviéndose más difíciles, pero cuando oí que los hombres de negro le dijeron a unos niños que tenían que pelear para ver qué tan fuertes eran, comencé a temblar. Me acordé de la abuela, de lo que estaba bien y de lo que estaba mal. Pelear estaba mal. No me gustaban las peleas, nunca en mi vida iba a pelear. El “gran día” se acercaba, y cada vez nos iban prestando más sables y palos.
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Cuando era hora de pelea, el baño era mi escondite. Solo escuchaba gritos de dolor y de odio. Mi intriga acerca del “gran día”, por alguna razón, me hacía pensar en la promesa de la que me habló papá ese día. La cual tampoco dejaba de ser extraña. Recuerdo que la abuela me habló de un hombre que vivió hace muchos años no lejos de aquí, y que hacía muchas cosas buenas. Pero me dijo que aún andaba por aquí y que si me preguntaban si lo conocía, dijera que sí, y que nunca, por nada del mundo, negara conocerlo. Yo solo me preguntaba cómo se podía vivir tanto tiempo. Yo quería encontrármelo. Los hombres de negro parecían estar más agitados que de costumbre. Sus ojillos negros, que era lo único visible de ellos, parecían brillar con preocupación; sobre todo cuando era noche de estrellas anaranjadas. Les oía decir “ya vienen, se los van a llevar”. El “gran día” comenzaría con el alba. Miraba por la ranura grande. Ya no había estrellas ruidosas, pero sí una gran luna llena. Todos dormían, yo no podía dejar de pensar en “el gran día” y en la promesa. De pronto, a lo lejos, en una llanura lejana, pude ver la silueta de lo que parecía ser una caravana, y distinguí una figura, dos. Un hombre le daba de comer a un niño no mayor que yo. Los hombres de negro no sabían nada del cariño, ni de las palabras dulces como las de papá y mamá. La figura me hizo pensar en el hombre del que me habló la abuela. El hombre bueno que vivía siempre. No lo dudé, me había vuelto muy veloz. Tenía que llegar a la caravana donde había hombres buenos y no había peleas. Mientras las piedras me raspaban los pies, me di cuenta de que el lugar hermoso que dijo papá, donde nos reuniríamos en un gran abrazo, no era nuestra casita azul.