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Cuestiones de fondo

Ramón Castillo

“Pensemos que las metáforas, como la gastronomía, como la literatura, viven de muchas formas con nosotros, que compartimos un fondo básico, un solo apetito por las ideas, los sueños y las palabras”

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Uno

Pensemos en un viaje al centro de los elementos, una aventura en la que se interroga por los componentes primarios de algún asunto. Pensemos en una aventura submarina, arqueológica, detectivesca y hasta culinaria. Pensemos en un lance al interior del inagotable seno de aquello que nos dio origen. Pensemos en ir al fondo de las cosas. Pero esa travesía es sólo una expresión, una imagen, un tropo. Este artilugio verbal tan flexible y tan potente, tan inesperado como asiduo, sin embargo, es el origen y posibilidad de nuestra realidad. A través de su uso y abuso edificamos la manera en que comprendemos, damos forma e interactuamos con nuestro interior y el mundo allende al cuerpo. El prodigio de la metáfora se revela al recrear el universo de tal manera que al multiplicar sus sentidos, multiplica sus posibilidades.

Así pues, ir al fondo es una suerte de chapuzón que implica agotar todas las opciones, aventurarse en lo profundo más ignoto de nosotros mismos y del afuera siempre abierto. Buscamos sentidos como una vía para leer la realidad mientras jugamos con ella, observamos las secretas coincidencias, los empalmes inesperados. Como en cualquier nuevo plato, anhelamos la revelación que nos invite a descubrir los ingredientes, pedir otra ronda, disfrutar la experiencia de un nuevo motivo para seguir.

Dos

Aquí, el periplo tiene un sentido peculiar. En el territorio de fogones, cazos y cazuelas el fondo es la piedra filosofal de toda cocina, la fuente mágica desde la cual emanan salsas, potajes y sápidas arquitecturas. Acostumbrados a ir de adelante hacia atrás para encontrarlo, aquí es necesario aceptar que el fondo es lo primero. Servidos de la plasticidad de las palabras, de sus sentidos y, especialmente, del poder de la comida, llegamos a uno de los más grandes y distinguidos inventos del ser humano, esto es, los caldos. Auguste Escoffier, chef francés que revolucionó la manera de comprender la gastronomía de su tiempo, explica la gravedad del tema al señalar que este jugo aromático, concentrado, lleno de sabor, nutrientes y gallardo poderío es un requisito indispensable para la grandeza. En sus palabras: “De hecho, el fondo es todo en la cocina, al menos, en la cocina francesa. Sin él, nada puede ser hecho. Si un fondo es bueno, el resto del trabajo es fácil; pero si, por otro lado, es malo o simplemente mediocre, es bastante inútil esperar cualquier cosa cercana a un resultado satisfactorio. El cocinero concentrado en el éxito, por tanto, dirigirá naturalmente su atención a la impecable preparación de su fondo y, en vista de alcanzar este resultado, no sólo encontrará necesario hacer uso de los más frescos y finos productos, sino también ejercer el más escrupuloso cuidado en su preparación, puesto que, en cocina,

el cuidado es la mitad de la batalla”. Se infiere por las palabras de Monsieur Escoffier que en estos portentosos concentrados deben aunarse las virtudes de sus ingredientes. Su apariencia, rigurosamente ambarina, reclama que para ser perfectos sean límpidos, claros, sin ningún elemento superfluo. Justo como debe ser el estilo literario. En ambos registros, la construcción ambiciosa carente de motivo, los recursos y la técnica abigarrados, las palabras grandes, las frases presuntuosas hacen que cualquier platillo resultante sea indigesto y sobrecargado. El fondo es, como lo dice el chef galo, la extracción de lo mejor, el punto de partida, pero también la más sustanciosa de las preparaciones. En li- teratura, Jorge Ibargüengoitia, por ejemplo, es un claro ejemplo de que no se debe confundir la claridad con lo superfluo, la concentración de ingre- dientes con el acto de acumularlos, por ello es tan agradable su digestión y tan vivificante su lectura. Ahora bien, al partir de un buen estilo, lo demás viene por añadidura.

El punto no es quedarse en un excelente principio, sino el evitar darlo por descontado. Hay que ser meticulosos en su obtención, atentos, pacientes al proceso para llegar a él. Las palabras deben tener sabor, textura, aroma para dar al caldo la vitalidad necesaria que fortalecerá el espíritu del lector. Tener enton- ces dominada esa parte permite, entonces sí, levantar increíbles construcciones literarias. Habrá que tener como regla principal, cuando de comida y literatura se trate, tomar el tiempo de saborear cada frase, limpiarla bien, extraerle su máximo y evitar a toda costa el infame Knorr Suiza.

Tres

No es coincidencia, ni gratuidad que insistamos en la necesidad filosófica de ahondar en los enigmas de un buen fondo, puesto que en la revelación de un caldo bien concentrado, caliente, en el punto exacto de su plenitud buscamos la forma de llevar más allá el secreto de sus confidencias, extender sus posibi- lidades, utilizarlo como el espíritu que anima, mueve, revitaliza a los alimentos y a nosotros mismos. ¿Qué argumentos en contra puede esgrimir cualquiera ante la me- lancólica autoridad del caldo de pollo de nuestras madres o abuelas? Al percibir la caricia de su olor en el aire, la comida se vuelve en ese instante una máquina del tiempo, y todos volvemos a tener unos cuantos años. Quizá nos hemos caído y raspado las rodillas, padecemos un terrible dolor de cabeza por la fiebre y la gripa, o tal vez, por primera ocasión, quien nos gustaba había destruido nuestras ilusiones. Entonces, la esperanza se adereza con trocitos de pollo, tal vez mollejas, queso o limón. Un chile verde, cebolla y cilantro reconstituyen las heridas y poco a poco, cucharada a cucharada, las fuerzas vuelven. Desde la sopa de fideo hasta el mole, pasando por el arroz a la mexicana, la comida se insufla cuando parte de un sólido fondo de pollo, elevando su sabor a niveles de fiesta patronal. Sin embargo, también es cierto que estas cumbres de nuestra cocina cotidiana

son guisos que viven gracias a que en ellos se concentra la simplicidad de la vida, su esencia más decantada. Sazonados con la lenta alquimia del recuerdo, al probarlos compren- demos que el sustrato elemental que nos a- nima pasa necesariamente por el estómago pero, sobre todo, por los sentimientos que ella nos permite compartir y rememorar. El fondo es la forma que nos delinea y alimenta, es la expresión de que existen ciertos elementos que, no por terrenales, son ajenos a las constelaciones celestes del universo.

Cuatro

Al rememorar la consoladora tibieza de su abrazo, el caldo primigenio en el que todos nadamos durante nueve plácidos meses es, de una manera evidente, el fondo base desde el cual todo comienza. Quizá ahí radique la búsqueda por el sentido, por la recreación de los gustos del paladar, la magia de esa perenne, aunque siempre infructuosa, pretensión de regresar al estrato primigenio. Líquido amniótico universal, el océano des- pierta sueños y deseos desconocidos, acaso otra añoranza todavía más lejana. El mar, con su reconfortante vaivén, desprende un olor a proteína ancestral, el misterio de su canto, la sal que lo aliña cumple con lo indispensable para ser el guiso ancestral del cual nació la

vida sobre esta tierra. Lo imaginamos como bullente sopa, caldo de cultivo, desde donde alguna minúscula bacteria hace millones de años tuvo a bien dividirse en dos y propagar, de manera escandalosa, una progenie que en el código genético llevara inscrita la melancolía por su antiguo germen y por su ineluctable final. O, como mejor lo dijo Vicente Huidobro: He ahí el mar El mar abierto de par en par He ahí el mar quebrado de repente Para que el ojo vea el comienzo del mundo He ahí el mar De una ola a la otra hay el tiempo de la vida De sus olas a mis ojos hay la distancia de la muerte

Cinco

Pensemos que las metáforas, como la gastronomía, como la literatura, viven de muchas formas con nosotros, que compartimos un fondo básico, un solo apetito por las ideas, los sueños y las palabras. El acto de comerse los libros, las personas y el universo entero obedece a esta idea. Pensemos que esto implica acabarse a la existencia, devorar con deleite hasta la última gota, perdernos en su fuerza desconocida, en faltar a los modales de la buena mesa y sorber directamente del plato con la consigna de hacerlo por el puro placer de gozar hasta transgredir los límites de lo posible. Pensemos que, después de todo, quizá ese sea el fondo último de las cosas.

RAMÓN CASTILLO

Orizaba, Veracruz. 9 de septiembre de 1981. En 2003 publicó un breve volumen de cuentos, en la editorial Enegé, de Guadalajara.

Fue becario en la Fundación para las Letras Mexicanas de 2009 a

2011 en el área de ensayo. Textos suyos han aparecido en revis-

tas como Este País, Replicante, Casa del Tiempo, el suplemento

Laberinto, de Milenio Diario y Confabulario de El Universal. En

2013, fue incluido en el libro Asedios/Errancias Muestra de literatura joven de México, e-

ditada por Ediciones sin nombre y la Fundación para las Letras Mexicanas; en 2014 formó

parte de la Antología del ensayo literario veracruzano 1950-2010, publicado por el Gobierno del Estado de Veracruz. En 2015 participó en el XI Encuentro Nacional de Ensayistas de Tierra Adentro.

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