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Cuento- Lo inevitable
Renata Pérez De la O
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Espero que no sea hoy el día en que nuestra isla se hunda. Hemos trabajado tan duro para mantenerla en pie. Al principio sólo era cuestión de construir unas cuantas barreras. El mar había comenzado a olvidarse de sus límites usuales y tímidamente acariciaba pedazos de arena a los que nunca antes se había acercado. Al observar tal fenómeno, los ciudadanos de Marina nos sentimos sumamente alarmados. Después de una asamblea de todo el pueblo, concluimos que solo se
trataba de un leve desplazamiento en el curso de las olas. Seguramente en cuestión de meses el agua volvería a su lugar. Ocurrió todo lo contrario. Apenas había transcurrido medio año y las barreras de cemento ya se encontraban sumergidas bajo el incansable e impaciente océano. Las olas comenzaban a acercarse cada vez más a la zona habitacional. Aquel camino que los niños normalmente usaban
para ir a la escuela, el mismo que yo recorrí tantas veces cuando era pequeña, era intransitable. Tuvimos que convocar a otra asamblea. En esta ocasión el asunto fue tratado con mayor seriedad y decidimos que era necesario asignar un equipo. Participarían seis personas: tres se encargarían de recorrer la isla
diariamente marcando posibles puntos de riesgo y las otras tres irían construyendo barreras. El equipo de los vigilantes indicaría a los constructores qué barreras era necesario reforzar y cuáles debían agrandar. Claro que me ofrecí a formar parte de la brigada. Marina era el único hogar que conocía y no iba a dejar que desapareciera frente a mis ojos. Fui asignada al grupo de vigilantes. Hacíamos muy bien nuestro
trabajo y después de dos meses logramos asegurar la isla. Todo había vuelto a la normalidad. Continuábamos con nuestros rondines solo por precaución, pero ya no había mucho que hacer. Una noche, de esas tan oscuras que es imposible distinguir dónde termina el cielo, salí a dar
una vuelta para inspeccionar las barreras. Caminé por mi ruta usual y luego de unos minutos me detuve a admirar el mar. Tuve que pararme de puntitas para ver, las vallas ya habían alcanzado una altitud considerable. Ahí estaba. Eterno e impasible, hermoso y gigantesco. Me quedé hipnotizada. Siempre que lo veía me sentía pequeña e impotente, frágil y a la vez afortunada de poder ser partícipe, al menos con
la mirada, de un milagro tan exquisito. Lo observé hasta que mis pies se cansaron de sostenerme y después me senté recargada en la barrera. Era una lástima que hubiéramos tenido que construir un muro entre él y nosotros, pero no podíamos permitirnos simplemente desaparecer; en Marina había familias, ancianos,
bebés. Era necesario preservar la isla, mantener nuestras vidas y rutinas lo más intactas posible; todos merecíamos eso, nunca habíamos hecho daño alguno a la naturaleza. Estaba sumida en esos pensamientos cuando sentí algo helado que tocaba mi espalda. Me levanté rápidamente y entonces lo vi. Aquello que temimos por tanto tiempo y tontamente creímos controlar. El mar comenzaba a
rodear las vallas; la humedad y la sal habían debilitado sus cimientos y el agua comenzaba a colarse entre la construcción. Era cuestión de días para que todo se viniera abajo. Entonces me di cuenta de lo irónica que era nuestra situación. Ahí estábamos todos, organizando asambleas, proponiendo soluciones,
intentando evitar lo inevitable, dando pequeños pasos a un lado cada vez que el destino se acercaba trayendo pedazos de la imparable realidad. Y la realidad era que nuestras casas, escuelas, tiendas y lugares de reunión, aquel lugar en el cual cada marinense había echado raíces y enterrado innumerables recuerdos, no tenía más que algunos meses de vida restantes. Toda nuestra isla estaba condenada a desaparecer. Al amanecer convoqué una junta para comunicar a todos lo que había descubierto, pero nadie me
creyó. Ellos estaban convencidos de que, para mantener todo en orden, simplemente era necesario reforzar los muros y añadir más personas a los equipos de vigilancia y construcción. No sé si fue miedo a aceptarlo o ese ego tan típico de los humanos que creen poder controlar la naturaleza, pero mis coterráneos decidieron que era seguro y viable continuar viviendo en Marina. Han pasado dos meses y ahora todos los habitantes dedicamos nuestro esfuerzo diario a fortalecer las paredes que
débilmente nos rodean. Ya nadie trabaja en otra cosa, los niños ya no van a la escuela, no hay reuniones al atardecer o fiestas en la arena. Ni siquiera dialogamos los unos con los otros. Lo único que hacemos es vigilar y construir. Temer en silencio. A pesar de eso nadie escapa, nadie sugiere que nos vayamos. Yo me quedo porque aquí está mi familia, mis amigos, porque no hay otro lugar al que pueda ir. Aunque ahora estoy completamente segura de que me había equivocado, el destino no hace excepciones, la naturaleza no se detiene. La vida jamás permanece intacta.