10 minute read

Cuento- 30 minutos o muerto

Eduardo Acuña Martínez

Hola. Permíteme contarte la mejor historia que tengo para ofrecer después de varias horas de procrastinar. Por favor no lo tomes a mal, estaba haciendo cosas de vital importancia como ver videos en Youtube que mostraban en cámara genialidades como ¿Qué se encuentra en el interior del cascabel de una serpiente, cuando este es partido a la mitad con una navaja? Tenía el revolver apuntado contra la sien. Las lágrimas se deslizaban una a una por sus mejillas, sentía como todo le temblaba: “perdóname” seguía repitiendo. Estaba listo para mandar todo al infierno. De repente, alguien llamó a la puerta: “Domino’s Pizza” Esta es la historia de Ignacio Pérez Martínez: un hombre de 30 años,

Advertisement

que fácilmente podríamos ser tú o yo: con algo de sobrepeso, y cuya vida ha visto días con más gloria y menos porno. Nacho es cinéfilo, melómano, egocéntrico, cafeinomano, y muchos más términos que él utiliza para presentarse de forma interesantísima, con las chicas nuevas que conoce en sus pobres

(pero constantes) intentos por conseguir un poco de sexo. La verdad es que no la tiene tan mal como otros en el aspecto económico: tiene un puesto elevado como ingeniero en sistemas trabajando para Pemex, un departamento en la Colonia Del Valle, y maneja un hermoso Camaro amarillo con rayas negras. ¿Cuál es el problema con este llorón entonces? Ignacio dice que jamás se entregará

a las garras de la rutina sin dar una buena lucha, que a pesar de vestirse como todo un Godínez tiene alma bohemia. Sin embargo, esas afirmaciones son risas nerviosas ante la cruda realidad de Nacho P. Martínez. Desde hace unos cuantos años, la vida de nuestro gordito amigo ha sido estúpidamente común y aburrida. Se levanta todos los días a las 5:30 a. m. para ir al gimnasio antes del trabajo, conducta que le serviría para bajar de peso sino fuera porque come cuanta porquería se atraviesa en su camino. Después de eso se dirige a la oficina, saluda a su secretaria, Normita. —Hola jefesito hermoso. ¿Cómo está hoy? —Bien Normita gracias. ¿Y usted? —contesta Nacho, con la misma jeta amargada y actitud indiferente de siempre

—¡Jefesito ahora si no me va a creer! Y es a partir de esa célebre frase que, Normita, le cuenta siempre a su jefesito lo que ha visto o leído acerca de su horóscopo y como está segura de que, “ahora sí” ya va a encontrar un hombre que a sus 52 años la quiera con todo y sus varices y estrías. Nacho no cree en pelotudeces como esas, pero como aún conserva un poco de cordura, tiene que aguantar eso todos los días en lugar de decirle a Normita que se deje de idioteces. El día de Nacho por lo general va en picada a partir de este momento, se encierra en la oficina, atiborrado de proyectos, y escucha incansables regaños del viejo senil de su jefe. Sin embargo, hoy Nacho tenía una motivación para soportar el día. Por fin le iba a confesar su amor a alguien. Se trata de Sofía Ricciardi. Alta,

güerita, ojos azules, y nacida en Argentina, esta mujer se ha convertido poco a poco en una de las personas más importantes en la vida de Nachito Pérez. Al principio Sofía era simplemente una de las tantas amigas y amigos con quienes Nacho se juntaba desde la prepa. Sin embargo, Ricciardi se había ganado el cariño de este, por un acto de solidaridad en el pasado. Resulta que Ignacio P. Martínez no siempre había sido el Grinch que es hoy en día. En la universidad era otra persona en varios aspectos: romántico y amante de la cursilería marca Bécquer, obsesivo con el ejercicio y su figura, además de tener un gran gusto por la comedia, expresada en cualquier género. Hoy en día conserva algunos de estos aspectos con ciertas modificaciones. Por ejemplo, todavía ama hacerse el chistosito y los stand-up shows, pero ahora con un gusto por un humor más negro, y en lugar de ser romántico ahora es un pesimista. ¿Pues qué te pasó Nachito? La respuesta yacía en uno de los elixires más amargos de la vida, y no me refiero al tequila. Tenía que ver con los últimos años de la prepa y la mitad de su vida universitaria. Nacho tenía 19 años, y todo era color rosa, y todo era poesía, y todo era tan melancólicamente bello como “Clair de Lune” de Debussy.

Su nombre era María Fernanda Pérez Sanchez, y como diría Nacho enaquellos días: “La prosa no alcanzaba para describirla”, recurría entoncesal poema de Othón:

“En la estepa maldita, bajo el peso de sibilante grisa que asesina, irgues tu talla escultural y fina como un relieve en el confín impreso” “Vibran en el crepúsculo tus ojos, un dardo negro de pasión y enojos que en mi carne y mi espíritu se clava”

Esto, querido lector, no es una exageración. ¿Acaso no hemos sentido todos este amor desbocado e irracional en algún punto de nuestras vidas? Esta era la situación de Ignacio cuando encontró todo lo que necesitaba en Fernanda. Y encontró también destellos de felicidad, y encontró el amor y encontró así, su perdición. Duró dos años el carnaval de las emociones para Ignacio y Fernanda, dos años que ahora le parecían a Nacho como décadas de su vida, que no dejaron atrás más que recuerdos agridulces que invadían sus constantes pesadillas. Lo peor de todo es que había sido su culpa. Probablemente no del todo, pero definitivamente es imposible argumentar que la relación no terminó por las acciones impulsiva de Ignacio. Fue culpa de los celos, de la inseguridad. Sucede a menudo que cuando buscamos conservar algo con tantas ganas, y anhelamos con todas nuestras fuerzas que aquello sea para siempre, el afecto se convierte en obsesión. Llevaban ya un año de relación los tórtolos cuando empezó el declive. Fernanda tenía uno de esos “amiguitos”. De aquellos que para el lado de los novios son unos malditos bastardos, pero que para las novias

simplemente son uno “ay solo es un amigo, que exagerado eres”. El nombre del imbécil no es importante, sino lo que detonó en la relación de Ignacio. Se podría decir que Fernanda era el primer gran amor de Nacho, lo tomó completamente por sorpresa, lo idiotizó. Toda racionalidad fue expulsada de Ignacio cuando conoció a Fernanda, quedaban solo impulsos, sentimientos y ninguna voluntad o razón para controlar todo ese desastre. Un día, en una fiesta, Fernanda ya estaba cansada de las inseguridades y reclamos injustificados de Ignacio. No es que los reclamos fueran completamente injustificados, Nacho estaba desconectado de la realidad, veía problemas donde no existían, se estaba volviendo paranoico, le atormentaba la idea de perderla a tal grado que lo hizo. Fernanda decidió pasar toda la fiesta con el amiguito para demostrarle a Nacho lo que en realidad era ignorarlo por estar con el imbécil. A Ignacio, más que servirle de escarmiento, lo llevó a su perdición,

pues Fernanda no conocía el verdadero nivel de inseguridad en su pareja. Para Nacho esto era la culminación de sus temores. Para su ego y su ira, esto era muy grande para razonarlo de forma objetiva. Esa noche, Ignacio le fue infiel a Fernanda. Era un grito de ayuda, una sublimación de las frustraciones y angustias de Ignacio que con el alcohol se transformaron en pasión, en estupidez por la carne, pero más que nada en la preservación de su ego. El resto es historia, no hay mucho que explicar. Por supuesto que Fernanda lo dejó, sintiéndose traicionada y asqueada al mismo tiempo por las acciones de Ignacio. Al darse cuenta de lo que había hecho, con una perspectiva más sobria y racional, Ignacio se sumió profundamente en una longeva depresión. Fue Sofía Ricciardi, quien poco a poco se preocupó en su buena voluntad, por sacar a Ignacio adelante, porque creía que él era una buena persona que no merecía tanto sufrimiento. Era esa misma Sofía

Ricciardi quien en estos momentos estaba sentada en la mesa de un Bistro frente a Nacho. La misma Sofía Ricciardi quien en estos momentos desconocía los motivos de Nacho, para tan llamativa comida. —Hola, ¿cómo estás? —dijo Sofía —Tenía tiempo que no nos veíamos —replicó Nacho La conversación transcurrió de forma habitual, una que otra carcajada y anécdotas de ambas partes. Ignacio no sabía en qué momento debía actuar, le sudaban las manos y estaba más concentrado en sus propios pensamientos que en lo que Sofía estaba diciendo. De repente, reaccionó. —Voy al baño, ahorita regreso — dijo Sofía. Era la oportunidad de Ignacio, sabía que no debía posponer su confesión ni un minuto más, debía actuar en cuanto Ricciardi re-

gresara a la mesa. —Hola, ¿en qué estábamos? Nacho sudaba cada vez más y más, sentía como todo le temblaba, deseaba estar en otro lugar y en otro universo, pero era demasiado tarde para aquello. —Sofía, tengo que decirte algo — tartamudeó Nacho. —¿No había papel en el baño? — contestó Sofía en tono burlón. —Desde hace tiempo quería decirte esto —dijo él en un tono más serio —la verdad es que tenía miedo… tengo miedo de perderte, pero ya no sé cuánto tiempo más pueda seguir así, creo que no es saludable. —¿Qué no es saludable? —preguntó consternada Sofía. —Me gustas, desde hace tiempo me siento atraído por ti, no sabía cómo decírtelo o cómo reaccionarías, pero me gustas y no sé cómo seguir siendo tu amigo sin antes

decirte esto que siento. Sofía plasmó la mirada en la mesa durante varios segundo. Definitivamente no era el tipo de augurio que confortaría a alguien en esa situación, dio un gran suspiro y dijo: —¿Desde cuándo? ¿Por qué no me habías dicho? No… no me lo esperaba. —Ya tiene un rato, pero te digo, no sabía cómo decírtelo. —Es que no entiendo, ¿por qué? El ánimo de Nacho decaía con cada pregunta, pues sabía que tantas preguntas no eran sinónimos de que el sentimiento fuera recíproco;

sin embargo, continuó respondiendo, desesperanzado. —Pues ya sabes, siempre has estado ahí para mí y bueno, además creo que eres hermosa, simpática… —Yo siempre voy a estar ahí para ti, pero, simplemente no te veo así, eres como mi hermano —dijo Sofía, dilapidando el sistema nervioso de Ignacio. —Está bien —contestó Nacho, —lo entiendo. Aunque la verdad, Nacho no lo entendía. Se realizaba los mismos cuestionamientos que todo hombre fracasado se hace antes esta situación: ¿Por qué no le gusto? Si

siempre estoy ahí para ella y escucho sus problemas. ¿Por qué no lo aprecia? ¿Acaso solo busca estar con imbéciles como sus exnovios? Terminaron de comer en silencio, sumamente incómodos. Intentaron, sin éxito, ignorar lo recién suscitado y abordar otros temas irrelevantes. Nacho sentía náuseas hacía sí mismo, solo quería llegar a casa. Pagó la costosa cuenta, incluyendo los gastos de la argentina y se fue. Al llegar a casa, Nacho confrontó su fracaso como mejor sabía hacerlo: se quedó en calzoncillos, puso un disco de Pink Floyd a todo volumen, se sirvió un vaso de whisky casi al borde, y encendió un porro al mismo tiempo que buscaba pornografía en su laptop. Su comportamiento era como el de un autómata deprimido, probablemente hizo más cosas al llegar a su casa, sin embargo no tomaba conciencia de la mayoría. En algún punto sus pensamientos se distanciaron de los solos de guitarra de David Gilmour y de su precario estado bajo la influencia

de Jack Daniels y drogas. Su mente se centró en los fracasos: cómo odiaba su trabajo a pesar de que le iba muy bien; cómo había hecho el ridículo frente a Sofía, reclamándose por haber sido tan incrédulo; pero, sobre todo, cómo había arruinado su oportunidad con el posible amor de su vida, María Fernanda, la única persona que podría llegar a quererlo con todos sus defectos. En otras palabras, Ignacio se dio cuenta de que no tenía una motivación para seguir adelante. Su vida era un completo fracaso, un chiste enfermo. Se paró y se dirigió a su recámara, donde guardaba una 45mm que su padre le había dejado hace muchos años, y que él nunca había considerado utilizar. Regresó a la sala y terminó su trago de sopetón. “Comfortably Numb” estaba en la mejor parte, en el clímax del segundo solo de guitarra, una de las obras maestras de Gilmour. Tenía el revólver apuntado contra la sien. Las lágrimas se deslizaban una a una por sus mejillas, sentía como todo le temblaba: “per-

dóname” seguía repitiendo. Estaba listo para mandar todo al infierno. De repente, alguien llamó a la puerta: “Domino’s Pizza” En su alienación y actitud de sonámbulo, Ignacio había olvidado que al llegar a su casa había pedido una pizza, sabía que fumarse el porro le generaría un hambre monstruosa. —Domino´s Pizza —repitió el repartidor del otro lado de la puerta. Después de unos minutos, y justo cuando el repartidor estaba a punto de irse, Ignacio abrió la puerta un tanto desconcertado, todavía en calzoncillos. —Domino´s Pizza —dijo el repartidor, encabronado, por vigésima sexta vez. Ignacio ni siquiera preguntó cuánto era, le entregó un billete de 500 pesos, le pidió perdón por la tardanza y le cerró la puerta en la cara. En serio tenía hambre y la pizza olía demasiado bien. Era la favorita de Ignacio: mitad pepperoni, mitad tres quesos. Nacho se dijo a sí mismo, de forma más serena, que comería la pizza y luego decidiría qué hacer con su vida. Después de todo, en serio tenía mucha hambre. Se sentía agotado por la combinación del alcohol con la marihuana. También estaba cansado de llorar como un bebé. Por otra parte el disco de Pink Floyd estaba por terminar, y tenía años que no escuchaba uno de sus discos favortios de principio a fin. Decidió guardar el revólver y encender la televisión, era la hora donde la mayoría de los canales solo trasmiten estúpidos infomerciales, donde se intentan vender soluciones a problemas que en realidad no existen. Ignacio seguía un poco ebrio y sonrió ante la estupidez ajena. Teminó de comer la pizza gustosamente y se fue a dormir. Ya sé, ya sé que esto podría parecer un final absurdo para esta historia, que las buenas historias concretan sus finales y que probablemente soy un maldito arrogante por contar una historia como esta. Sin embargo, así es la vida.

La vida no solo termina de forma abrupta, incluso para los que sí cometen suicidio, siempre hay un funeral después, una segunda vida dependiendo de nuestras creencias. No existen los finales cerrados, pero sí la pizza. Ignacio Pérez Martinez no renunció al suicidio solo por una vulgar (aunque deliciosa) pizza, sino porque entendió que la vida es un jodido chiste sin sentido. Una voluntad externa a todos nosotros que se ríe a carcajadas cada vez que fracasamos. Y entendió también que la felicidad no es algo a lo que se llega, sino pequeños instantes que nos dan la posibilidad de reirnos nosotros también de la vida: manejar un Camaro, reírse de los estúpidos infomerciales, y exigir nuestras pizzas antes de 30 minutos.

This article is from: