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Ensayo - Our place among the stars
Denise Rojas Jiménez
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Son las 7 p.m. y todo luce taciturno. Alzo la mirada para contemplar cómo los últimos rayos del sol pintan la escena de un rosa tenue. Los colores se van perdiendo poco a poco y a lo lejos veo la primera estrella que anuncia la llegada de la noche. Al mirarla recordé una época, hace muchos años atrás, cuando a mi pobre e ingenuo conocimiento me dejaron creer que aquellas no eran más que luces brillantes que flotaban, como luciérnagas, en un manto de oscuridad, y que, si lo deseaba,
podía sostenerlas en la palma de mi mano. Si aquella era mi concepción de las estrellas me pregunto qué habrán visto quienes vivieron muchos años antes que yo, qué habrán sentido aquellos seres cuya presencia el tiempo casi ha borrado de la Tierra. ¿Vieron y se asombraron? ¿O vieron y temieron? Hoy en día la gente mira, pero no observa, sabe pero no comprende; se pregunta constantemente por qué se invierte gran cantidad de tiempo y dinero en centros
dedicados a la búsqueda de nuestro lugar en el universo cuando el cosmos, al final, también es una historia sobre nosotros mismos. Es la saga de cómo las bandas errantes de cazadores y recolectores encontraron su camino hacia las estrellas. Y recordemos lo que dijo en su día el célebre astrónomo Carl Sagan: “El universo está dentro de nosotros. Estamos hechos de polvo de estrellas y somos un medio para que el cosmos se conozca a sí mismo”. Nos despertamos en este mundo diminuto bajo un manto de estrellas, como un bebé abandonado en un portal sin una nota que explique de dónde venimos, quiénes somos y cómo surgió nuestro universo. Nacimos en un misterio que nos ha fascinado por tanto tiempo desde que somos humanos. Desde los primeros años de nuestra existencia nos hemos preocupado por el lugar que ocupamos en la tierra, queriendo dominar todo cuanto nos rodea. Desde el descubrimiento del fuego y de la agricultura — señales de una conciencia mayor en aquellos seres erguidos a los que llamamos nuestros antepasados— se ha notado el deseo por querer destacar sobre las demás especies, a pesar de nuestra pobre y frágil condición. Sin la menor idea de cómo terminar con nuestro aislamiento cósmico, tuvimos que dilucidarlo nosotros mismos. Nuestra mayor ventaja fue nuestra inteligencia, especialmente nuestro talento para el reconocimiento de patrones —afinado a través de años de evolución. Las culturas que se encontraban en el planeta miraron arriba, hacia las mismas estrellas, y encontraron diversas imágenes dibujadas en él. Así, usamos este don nuestro para reconocer patrones en la naturaleza y leer el calendario del cielo. Los mensajes escritos en ellas les indicaban a nuestros ancestros cuándo acampar y cuándo mudarse; cuándo vendrían los rebaños migratorios, las lluvias y el frío; cuándo cesarían por un tiempo. Cuando observaron la conexión directa entre el movimiento de las estrellas y los ciclos estacionales de
la vida en la Tierra, concluyeron, naturalmente, que lo que ocurría allá arriba debía estar dirigido para nosotros aquí abajo. Y así, cuando el orden celeste se veía de repente violado por la aparición de un cometa en el cielo, se lo tomaban como algo personal ¿podemos culparlos de verdad? En esa época no tenían otra explicación lógica para lo que pasaba. Esto fue mucho antes de que cualquiera imaginara que la Tierra era un planeta que giraba sobre un eje inclinado y que orbitaba alrededor de un sol. Todas las culturas humanas antiguas cometieron el mismo error: creían que el cometa debía ser un mensaje enviado por los dioses (o por un dios en particular) especialmente para ellos. Y casi invariablemente nuestros ancestros concluyeron que las noticias no eran buenas. No importaba si se trataba de un azteca, un anglosajón, babilonio o un hindú; los cometas eran portentos de perdición. La única diferencia entre ellos era la naturaleza precisa del desastre por venir. “Desastre”, igual que la palabra griega “mala estrella”, podía significar muchas cosas. Para unos era hambruna, para otros significaba guerra y para algunos más era enfermedad. Ansiamos la relevancia; buscamos señales de que nuestra existencia personal tiene un significado especial para el universo y, para tal fin, estamos dispuestos a engañarnos a nosotros mismos y a otros: como hallar una advertencia divina en un cometa. Durante las cuarenta mil generaciones de la humanidad debieron haber alrededor de cien mil apariciones de un cometa brillante. Durante todo ese tiempo, lo más que podíamos hacer era ver hacia arriba maravillados, indefensos, prisioneros de la Tierra y sin un lugar donde buscar una explicación más allá de nuestra culpa y de nuestros propios temores. Pero ¿cómo podemos los humanos, que raramente vivimos más de un siglo, esperar entender la extensión del tiempo que es la historia del cosmos? El universo tiene 13, 800
millones de años, pero para poder imaginarlo podemos comprimir todo ese tiempo en un calendario de un año, donde el primero de enero sería el nacimiento de nuestro universo, pero no sería hasta las 23:59 horas con 46 segundos del último mes donde se grabaría toda la historia registrada de la humanidad. Todos esos reyes y batallas, migraciones e inventos, guerras y amores; todo cuanto conocemos en los libros de historia ocurrió en los últimos segundos del calendario cósmico. Hace 6,000 años la escritura realizó su aparición, esto nos permitió guardar nuestros pensamientos y enviarlos mucho más lejos del espacio y en el tiempo. Aquellas marcas diminutas en tablas de barro se convirtieron en un medio para derrotar la mortalidad. Pero
no fue sino hace menos de dos segundos que las dos mitades de la Tierra se descubrieron entre sí. Y fue solo en el último segundo del calendario que empezamos a usar la ciencia para revelar los secretos y leyes de la naturaleza. El método científico es tan poderoso que en tan solo unos siglos nos
ha llevado desde el primer vistazo de Galileo por un telescopio a otro mundo, hasta dejar nuestras huellas en el satélite más cercano: la Luna. Nos permitió ver a través del espacio y del tiempo para descubrir cuándo y dónde estamos en el universo. Ahora lo sabemos… Sabemos que la edad y el tamaño del cosmos se encuentran más allá del ordinario entendimiento humano. Nos encontramos perdidos en algún lugar entre la inmensidad y la eternidad, donde en una perspectiva más amplia, las preocupaciones humanas parecen tristes e insignificantes. Sin embargo, nuestra especie es joven y curiosa; hacemos nuestro mundo significante por la valentía de nuestras preguntas y por la profundidad de nuestras respuestas. Reconocemos nuestra grandeza en la inmensidad del universo, sabiendo que flotamos en él, como una mota de polvo por el cielo de la mañana, y que cada uno de nosotros es valioso, pues en cien billones de galaxias no volverás a encontrar otro igual. Alzo de nuevo la mirada. El cielo ha dejado atrás el tinte rosado y en su lugar se ha colocado un ejército de estrellas. Recuerdo entonces una época, hace ya muchos años, cuando creía que no eran más que puntos brillantes flotando en un manto de oscuridad. Las veo de nuevo, pero las miro diferente. Las miro de lejos, con respeto. Las miro con el peso de los años luz que nos separan. Las miro como un millón de fantasmas que acechan la noche, pues muchas de ellas ya han dejado de existir; sin embargo, su luz — presente después de su muerte— nos sigue contando que alguna vez vivieron y brillaron, nos cuentan que venimos de ellas y a ellas vamos, nos cuentan que nosotros algún día seremos olvidados y que solo somos un parpadeo de su existencia.