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Cuento- Heridas de guerra

Sofía Rodríguez Cardoza

A mí me gustaba salir con mis mejores amigas, las hermanas Susana y Roxana Martínez. Y es que a una le agarra más platicadera mientras se camina. Cuando llegábamos al parque Darío, nos sentábamos abajo del árbol de mamones. A cada rato se caían y había un montón tirados en el suelo. Era el único momento en que nos paraba la boca, que si no, se nos podía atorar la semilla que estaba enorme. —¿Y si vamos a la casa de la Mabel? —preguntó un día Susana.

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—Pues yo no sé si Milagro tenga ganas ¿querés ir? ¿o ya te vas para la venta? —me volteó a ver Roxana. Yo encogí los hombros y asentí con la cabeza. El tiempo en la casa de Mabel se pasaba volando sin que nos diéramos cuenta. Entre platicar y ver como su hermano Carlos tocaba el piano, no volteábamos siquiera a ver el reloj. En esa ocasión en particular, se hizo bastante tarde. Ya era de noche y todavía nos encontrábamos charlando en la puerta. A punto

estábamos de irnos cuando la Susana dijo, extrañada: —Oíme, vos ¿Qué es eso? Seguimos su mirada hasta el final de la calle y pudimos ver a un grupo grande de guardias armados acercándose. —¡Metete ya, chavala! —me dijo Carlos, agarrándome del hombro. No me había dado cuenta de que ya todos estaban dentro de la casa menos yo. El hermano de Mabel cerró la puerta despacio, apagó la luz y se unió a nosotras a ver qué estaba pasando. Ahí nos encontrábamos los cuatro, haciendo tumulto en la ventana. Tal vez eran más, pero solo alcancé a contar quince. Caminaban todos bien sincronizados y en fila con sus uniformes y cascos verdes; traían sus armas en mano. —¿Son los de Somoza? —pregunté yo. —Sí —confirmó Mabel— Pero ¿Para dónde van? No he escuchado que haya ningún alboroto. —¿Y cómo vas a saber vos? Si no te para la boca, ni tiempo nos da de escuchar las noticias —bromeó Roxana; pero nadie se rió. No daba risa.

Ese problema ya existía desde antes de que yo naciera. Sandino buscaba acabar con los ideales de los Somoza desde el comienzo de los años sesenta. Pero no fue sino hasta hace dos años atrás, en 1976, que los levantamientos entre el ejército de Somoza y la guerrilla de Sandino comenzaron a tomar fuerza. A veces, algunos civiles que se oponían a la dictadura, llevaban a cabo revueltas y tomaban iglesias. El ejército intervenía lanzando bombas de gas lacrimógeno o disparando. Mi familia no se metía en esas cosas, pero como éramos simpatizantes de Sandino, donábamos material de papelería para que se pudieran hacer folletos que fomentaran la lucha contra el régimen opresor. Por lo menos, así era aquí en Matagalpa. Me imagino que, en la capital, era más fuerte. Que un grupo de guardias patrullara las calles no era algo extraño, siempre pasaba. Pero era la primera vez que lo veía en persona. Y es que ese día se nos había olvidado el toque de queda.

*** A la mañana siguiente, no pude ir al

instituto. Mientras comía rosquillas y to- maba fresco de cacao junto con mis siete hermanos y mis padres, escuchamos en la radio la noticia de un paro nacional. El Frente Sandinista de Liberación Nacional logró entrar a varias ciudades del país, pero aún le faltaba Matagalpa. Ya no eran movimientos civiles, ahora era una lucha entre el ejército de Somoza y los guerrilleros de Sandino. Uno no podía estar tranquilo ni siquiera en su propia casa. La venta ya no abría. Ya no veía gente venir a comprar lápices, libros o cuadernos. Mis amigas ya no me visitaban, ya no podía ir a comer fruta con ellas al parque; se les presentó la oportunidad de irse a Costa Rica para escapar de la guerra que se avecinaba y, por supuesto, la tomaron. Las extrañaba, pero estaba feliz por ellas y agradecía a Dios que estuvieran a salvo.

*** Escuché que mataron a Mauricio, un muchacho con retraso mental que vendía periódicos en la calle. Todos lo queríamos mucho, era muy amable. Le advirtieron que no saliera a vender,

porque afuera era muy peligroso. —¿Qué decís vos? ¡Si de los dos bandos son amigos míos! —fue lo último que dijo antes de salir y que un francotirador le disparara en la cabeza. Tuvieron que enterrarlo a medias en el patio de una casa, pues era imposible ir al cementerio.

*** En una ocasión, mi hermano David partió hacia el cerro junto con un grupo de guerrilleros sandinistas. Él quería ayudar en lo que se pudiera. Mi madre le imploraba que no fuera, pero era terco, decía que no pasaba nada, que ya llevaba una pistola para estar bien protegido. —¡Ahí viene la avioneta! —avisó mi hermana María. No era necesario que lo gritara, ya todos sabíamos muy bien como sonaba un push and pull cuando se aproximaba. Corrimos rápidamente a uno de los cuartos del fondo donde siempre nos refugiábamos. Tuvimos que llevar a mi padre casi arrastrando, pues tan preocupado estaba por David que comenzó a sentirse mal. Una vez ahí, colocamos un colchón sobre la puerta.

Todos nos quedamos en silencio, oyendo a la avioneta volar por los aires. De repente, un silbido; conocía bien ese sonido. Y entonces, ocurrió una explosión tan fuerte y cercana, que hizo temblar todo. Jamás había oído caer una bomba tan cerca. El miedo se había apoderado de mí. Me recargué en la pared y me fui arrastrando poco a poco hasta el suelo; estaba tan aterrorizada que, pese a sentir las lágrimas caer por mis mejillas a montones, de mi boca no salió ni un sonido. “Ya tiraron la casa…”, pensé. Ya estaba harta. Quería ir a sentarme en la venta y que José me sacara de ahí, porque yo no hacía absolutamente nada. Deseaba que las Martínez volvieran para que me acompañaran al parque para platicar y reír sin parar. Tan solo tenía dieciséis, yo no merecía nada de lo que estaba pasando. Nadie lo merecía. Milagrosamente, David volvió al cabo de unas horas, cuando ya estaba anocheciendo. Nos dijo que lo mejor era ponerse manos a la obra y cavar un refugio antiaéreo en el jardín en lugar de seguir escondiéndonos

dentro de la casa. Gracias a Dios, nuestro hogar estaba intacto.

*** La vecina, junto con su hija de veinte años, nos sugirieron ir a la estación de bomberos. Esta, junto con las iglesias, estaba funcionando como refugio; pero mi familia y yo, aunque contemplamos la idea de acompañarlas, optamos por permanecer en casa. Al final, ninguna vivienda de la cuadra quedó destruida ese día; sin embargo, la estación de bomberos fue bombardeada. La señora y su hija nunca regresaron.

*** Conforme pasaban los meses, la situación en Matagalpa empeoraba y mi padre temía aún más por nosotros. Por lo que un día, de forma repentina, nos dio la noticia de que junto con unos vecinos huiríamos a San Isidro, excepto él y mis tres hermanos Juan, Samuel y José. Eso sería hasta las cinco, cuando el anochecer impedía cualquier tipo de lucha. Mientras

tanto, pasaríamos la mañana entera y parte de la tarde en casa de un amigo suyo, al otro lado del Río Grande de Matagalpa. Yo lloraba, no quería irme de mi hogar ni de mi ciudad, menos si tenía que dejar a cuatro seres queridos atrás. —Pues si nos vamos a morir todos ¡Qué nos muramos en el mismo lugar! —decía yo. De cualquier forma, nadie me escuchó. Así que, ni cortos ni perezoso, salimos a las nueve de la mañana de la casa rumbo al otro lado del río. Todo el trayecto tuvimos que caminar agachados para que no nos balacearan. Después de ocho horas encerrados en la casa del amigo de mi padre, escuchando bombas, balazos y el avanzar lento del avión Dundo Eulalio mientras ametrallaba, nos dispusimos a irnos a San Isidro. Caminamos agachados otra vez; tal vez en las noches ya no había aviones, tanquetas o francotiradores que amenazaran nuestras vidas, pero sí se podía escuchar una vez por allá un balazo. En una de esas ¡Escuché una bala chiflarme justo encima! ¿Y

cómo no me iban a disparar, si traía un suéter naranja chillón? ¿Así, quién no me vería? —¡Vos, chigüina, te van a pegar! —me regañó uno de los vecinos. Yo no dije nada, solo comencé a caminar más rápido. Una vez que logramos llegar al límite de la ciudad, los guerrilleros nos prohi- bieron escapar, pues ya mucha gente lo había hecho y si el ejército se daba cuenta que ya no quedaban civiles, destruirían Matagalpa por completo. Nos regresamos a casa otra vez. Cuando estuvimos en la esquina, Minerva, nuestra perra bóxer, pegó la carrera para donde estábamos nosotros, feliz de vernos otra vez. No intentamos huir de Matagalpa nuevamente.

*** El 17 de julio de 1979 se anunció el Día de la Alegría Nacional, pues la mayoría de las ciudades de Nicaragua fueron tomadas por la guerrilla de Sandino, acabando con el ejército enemigo. Pero no fue sino hasta dos días después que todo el país celebró

su libertad y la partida permanente del último integrante de la dictadura Somocista. Todos nos abrazamos, felices de estar sanos y salvos, pero con el dolor de corazón por aquellos guerrilleros y personas inocentes que murieron. Me acuerdo que salí hacia el parque Darío, sola. Ahí encontré al árbol de mamones intacto entre todo el caos que lo rodeaba. Me quedé con la mirada fija en él. La gente que festejaba a mi alrededor se comenzó a mover en cámara lenta, sus voces sonaban como ecos en la lejanía. Otra vez comencé a llorar sin producir sonido alguno y estuve a punto de caer de rodillas. Estaba feliz. La guerra se había acabado.

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