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Crónica- Ciudad natal

María Turner Canalla

Mis dedos, aún entumecidos por el frío aire de la mañana, recorren el marco de la ventana del coche. Gotitas de rocío juegan a ser lágrimas sobre el cristal, pero son rápidamente arrastradas por el viento. Los árboles se suceden unos a otros; los he visto tantas veces que ya son viejos amigos. Me sonríen al verme pasar, pues ellos, más que nadie en este mundo, conocen el afán que llevo en el corazón.

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Dentro del coche la atmósfera alimenta la nostalgia. La música habla sobre una bella y una bestia, sobre una joven capaz de ver más allá de su miedo y salvar el corazón de un hombre que la ama. La melodía, que conozco desde niña, quiere arrancarme una lágrima. Miro por la ventana para evitar que las demás lo noten. Mi corazón late cada vez más rápido conforme empiezo a reconocer las últimas curvas de la carretera. La luz dorada y fresca de la mañana ilumina las calles cuando entro a la pequeña ciudad en la que nací. Recuerdos comienzan a asaltar mi cabeza, sin importar lo doloroso que pueda ser. Abro los ojos, miro con avidez cada detalle que había podido olvidar durante mi ausencia. Me encuentro con los árboles que me vieron crecer y con el mismo anciano que pide dinero junto a un semáforo. Lo veo con el pelo aún más blanco, pero le sonrío y él me devuelve la sonrisa. Finalmente, una casa aparece al fondo de la calle. Me bajo del coche, pero aún no me atrevo a entrar. Cada rincón guarda una voz que me grita: “¡Recuerda! ¡Recuerda! ¡Recuerda!”. Los dos árboles que custodian la puerta me sonríen. Testigos de toda mi vida, me vieron entrar y salir de esa casa riendo, llorando, gritando y cantando. Ahora, me reciben con orgullo. Me pregunto si todos los que han dejado su hogar para perseguir sus sueños temen entrar una vez más. Cada casa guarda todos los sueños de la niñez; el miedo a verlos de nuevo y perder la esperanza de cumplirlos puede ser demasiado fuerte. Sin embargo, la valentía para volver a enfrentarlos es el secreto de la juventud del alma. Si recuerdas las metas con las que soñaste cada noche mientras abrazabas tu almohada y leías con emoción todos los cuentos de aventuras que tu papá te había comprado, será más fácil recordar quién eres… Quién esperas ser. Abro la puerta de la casa. El olor de mi antiguo hogar me llena la cabeza y me hace sonreír. Casi lo había olvidado. Mis ojos recorren las escaleras que se alzan frente a mí y las que descienden al resto de la casa. Elijo subir, consciente de que mis papás me esperan. Verlos siempre me pone

nerviosa. Los quiero tanto que el miedo a decepcionarlos me recorre las venas y me paraliza como las pesadillas que solía tener. “¿Mamá?”, mi voz suena tímidamente. Pero mi mamá me ha escuchado, como siempre. Parece que casi lee mi pensamiento: verla dispersa todas mis dudas. Está parada junto a su cuarto, esperándome. Me recibe con una sonrisa que me llena de seguridad. Abrazarla es la mejor de las bienvenidas. Detrás de ella, mi papá ríe. Siempre puedo contar con él para pasar un buen rato; sospecho que tiene copia de la llave de mi risa. Quiero quedarme con ellos todo el tiempo, pero también tengo un deseo terrible de ver a mis hermanos. Me apresuro a bajar las escaleras. Mis pies las recorren con facilidad, recordando acaso todas esas veces en las que les sirvieron como puente para llevarme al mundo real. Entrar a mi antiguo cuarto es un nuevo salto de fe. Temo el vacío que puedo encontrar. Abro la puerta lentamente; esta cede silenciosa, como rendida ante su impotencia. Suspiro. Todo está tal y como lo dejé. Los rayos de la mañana atraviesan la cortina, permitiendo adivinar el nacimiento de un día dorado. La luz cálida juega con las sombras que rodean mi cama. Marcos que cuelgan de las paredes encuadran imágenes que juegan a imitar mis memorias. En su cama, mi hermana duerme. Es extraño mirarla. Ha dejado de ser la pequeña niña que me pedía que le cantara cada noche antes de dormir. Ahora tiene sus propios sueños e ilusiones. Estoy orgullosa, pero me duele un poco pensar que jamás volveremos a encontrar refugio en un castillo de sábanas y almohadas. Después de despertarla, subo a la cocina. Me mueve un deseo intenso de sorprender a mi familia. A pesar de mi ordinaria dificultad para preparar cualquier cosa que supere el nivel de dificultad de una quesadilla, un suave olor a hotcakes comienza a bailar por la casa. La reacción no se hace esperar. Mi hermano pequeño sube rápidamente. No puedo dejar de sorprenderme al notar su altura. A sus 10 años, es

como cualquier otro niño de su edad, por lo que reprimo el impulso de abrazarlo, consciente de lo mucho que le molestaría. Uno a uno, los demás lo siguen para desayunar. Ver a toda mi familia sentada en torno a la mesa enciende un suave calor en mi pecho. No puedo dejar de mirar a cada uno, grabando cada detalle. Ver al tercero de mis hermanos, casi del tamaño de mi papá, jugar con el pequeño me hace reír. Pienso en todas las aventuras que los cuatro vivimos juntos. Todavía podría atravesar el bosque encantado sin perderme y vencer al malvado hechicero con la palabra secreta. El día transcurre rápidamente. Cada minuto forja un cariño aún más estrecho y alimenta las raíces que me hacen recordar quién soy. No sé si al lector le pueda interesar la historia de cómo dejé mi hogar para estudiar o la gran nostalgia que todavía me encuentra por la noches, por más que intento ocultarme bajo las sábanas de mi cama. Sin embargo, sé que el hogar es el último pétalo en caer; y, cuando lo hace, la magia termina. Me fui con los últimos rayos del día. Creo que ellos fueron los culpables del nudo que inundaba mi garganta y que ahogó el último adiós a mi mamá. Me dolió no poder decirlo. El regreso a la gran ciudad fue muy doloroso. Ansiaba la soledad de mi cuarto, el cual ya es experto en consolarme y en recoger las gotitas de agua que inundan mis ojos. Recorro, una vez más, la carretera que me separa de la pequeña ciudad en la que crecí. Mientras las estrellas intentan arrullarme desde su lugar en el firmamento, una pequeña pregunta crece en mi interior. ¿Soy feliz? Para mi sorpresa, no tengo reparos en responder que sí. ¿Cómo lo sé? Porque el dolor que me desgarra al dejar a mi familia me hace ser consciente de mi gran capacidad para amar y de la gran suerte que tengo de ser amada. ¿Acaso no es esa la felicidad?

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