Trump: espectáculo, demagogia y caos

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espectáculo,

demagogia y caos

Naief Yehya

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ueva York, NY.-Donald J. Trump mató a un hombre en Reno. Algunos dicen que lo hizo sólo para ver como agonizaba. El magnate de los bienes raíces estafó a cientos de inversionistas, manoseó niñas de primaria frente a sus padres, no le pagó a docenas de contratistas y violó a una monja en la catedral de San Patricio. No tengo pruebas de lo anterior pero, sin duda, por lo menos algunas de esas acusaciones son ciertas. Las evidencias son lo de menos. Trump es un político post fáctico, un engendro mediático que se alimenta de ratings, un oportunista ambicioso y egocéntrico que entiende que la realidad es algo que se manufactura de acuerdo con las necesidades para complacer a un auditorio. Para Trump la vida es actuación y performance, lo que hace aún más inverosímil la percepción popular (de cierta parte del pópulo) de que es un hombre que “dice las cosas como son”. A lo largo de los años Trump interpreta a un heredero millonario, a un acosador sexual, a un playboy, a un estrambótico jerarca de los bienes raíces y, eventualmente, en un giro casi mágico, al protagonista de un Reality Show. En su programa televisivo The Apprentice sometía a los par-

ticipantes a diferentes pruebas. Los ganadores avanzaban a la siguiente fase y los perdedores eran despedidos con un You’re fired! (¡Estás despedido!), frase que se volvió el sello de identidad de la exitosa emisión de la cadena NBS. Hoy, ese hombre sacado de una pesadilla hiperreal baudrillardiana está a punto de ser presidente de un país. Este es un hombre impaciente, sin capacidad de la menor concentración que, de acuerdo con sus biógrafos, es incapaz de abrir un libro, pero tiene el olfato del tiburón para identificar las debilidades de sus rivales y enemigos y asestar el golpe mortal. Trump es carismático, pero la noción de escrúpulos le es ajena; es un abstemio que parece estar siempre bajo el efecto de algún speed o de un alucinógeno; es un hombre inteligente al que el conocimiento le parece aburrido; en cambio, le parecen fascinantes las grandes conspiraciones, los misterios sin resolver y manipulaciones del poder que no pueden ni requieren demostrarse con hechos ni datos. Trump es un apasionado de los escándalos ocultos que él quisiera revelar, así como las historias de fraudes insólitos y maquinaciones demoniacas que él imagina poder resolver por sí solo. Trump configuró su visión del universo a partir de la ambición de su padre (un casero y contratista ambicioso


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El hombre de piel naranja puede llenar auditorios con miles de seguidores anti establishment, antidemocracia, antielitismo, y mantenerlos aullando durante horas con la promesa de crear empleos, encarcelar a Hillary, romper tratados internacionales y construir un muro. Asimismo, quiere limitar la libertad de prensa, eliminar cualquier restricción para portar o vender armas, borrar leyes de protección ambiental y hacer muy pero muy buenos negocios. Su redención parece algo sacado de los filmes de Marvel que cautivan el imaginario planetario y se incrustan en la Zeitgeist. Trump se ofrece como alguien que llegará a hacer una tabla rasa brutal, expulsará a millones de ilegales mexicanos, acabará con la amenaza musulmana y construirá un ejército prodigioso e incontenible, sin precedente en la historia de la humanidad. Trump irrita, confunde y ofende a quienes tenemos un mínimo de respeto por las formas de un proceso electoral, por la mínima etiqueta que debe tener un candidato a cualquier puesto público, por el más elemental decoro y responsabilidad,

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Trump podía conquistar a unos cuantos millonarios con sus promesas, pero su verdadero talento fue que supo hacer que esas masas legítimamente frustradas canalizaran el rencor de décadas de engaños y promesas sin cumplir.

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Defensor del pueblo al revés Su primer intento por llegar a la Presidencia fue un fracaso estrepitoso; sin embargo, en una cena en la Casa Blanca fue objeto de las burlas de Obama y eso lo hirió profundamente. Quizá ese desencuentro fue el motivo que lo hizo volver a intentar llegar a ser presidente, pero esta vez interpretaría a otro personaje: un xenófobo, nativista, un multimillonario que no temía ser visto como villano, pero que paradójicamente construiría su base con los proletarios desencantados que se sabían abandonados, tanto por los demócratas como por los republicanos. Trump podía conquistar a unos cuantos millonarios con sus promesas, pero su verdadero talento fue que supo hacer que esas masas legítimamente frustradas canalizaran el rencor de décadas de engaños y promesas sin cumplir, del colapso de la industria tradicional, la desaparición de empleos y los abusos de las instituciones financieras. El candidato a la Presidencia se creó la imagen de un defensor del pueblo, pero no tanto por aplicar la ley sino por ser alguien que sabía como usar y abusar del sistema, una especie de súper héroe que castigará a los políticos corruptos y a la clase dirigente enquistada en el Senado y la Cámara Baja. Trump sería un millonario que, desde el gobierno, enriquecería a unos cuantos, pero beneficiara a todos mediante el trickle down economics. Este populista encontró un ejército de entusiastas y voluntarios entre los fanáticos de los programas de radio, televisión,

así como de los sitios y foros de discusión en línea de extrema derecha. Estos enfebrecidos seguidores son, en buena medida, las masas que nunca aceptaron que un hombre negro llegara a la Presidencia y que hoy están dispuestos a llegar hasta las últimas consecuencias con tal de que una mujer, Hillary Clinton, no llegue al poder. Trump hizo salir del clóset a los racistas, los misóginos, los homófobos y otros energúmenos que odian a una variedad de minorías, a los cuales Hillary Clinton llamó “la canasta de los deplorables”. Trump no creó a estas masas ni les infundió esas ideas, sino que sólo les mostró que podían expresar su odio y rencor con orgullo y sinceridad, que podían decir lo que en realidad sentían.

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que vivía de sus rentas en la zona de Queens, en Nueva York), de las enseñanzas de la prestigiosa escuela de finanzas de Wharton y muy especialmente de la cultura televisiva chatarra de los años 60 y 70. Aunque estaba acostumbrado a aparecer continuamente en programas televisivos de todo tipo, su vida cambió radicalmente cuando se convirtió en la estrella de su propio show. Se convenció de que si podía cautivar al auditorio del horario AAA, entonces podía conquistar al mundo. Súbitamente dejó de conformarse con poseer el certamen Miss Universo, hoteles y casinos, con aparecer incesantemente en programas de radio y televisión o bien pregonando una variedad de productos, desde corbatas y bisteces hasta su propia universidad. Quiso entonces ser presidente. Después de décadas de ser un tipo desenfadado, con nociones políticas relativamente liberales (hablaba a favor del aborto, de la educación sexual, de la seguridad social universal y gratuita) dio un giro hacia la derecha conservadora y su primer golpe mediático fue integrarse y apropiarse del movimiento birther, el cual trataba de demostrar que el presidente Obama era ilegítimo ya que supuestamente no había nacido en Estados Unidos. Así, el burgués que en su vida no había tenido el menor interés de relacionarse con el pueblo descubrió su vena populista.

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incluso al mentir (una de las principales astucias que debe tener cualquier político). No obstante, Trump representa a una nueva clase de político, uno que no teme a equivocarse, que desconoce el ridículo, que no le teme al pueblo y que no sabe suficiente como para preocuparse de su ignorancia. Este tipo de político crudo es capaz de destruir al sistema al poner en evidencia su fragilidad, al exhibir la tersa hipocresía, los cambios de posición y las concesiones de los políticos profesionales. Con su babeante mitología, Trump representa una amenaza muy peculiar si consideramos las implicaciones de un líder que busca no sólo el poder sino la manufactura de su propia realidad. El espectáculo Trump es sin duda divertido y tiene momentos en los que sirve como ariete demoledor de las campañas bélicas de George Bush (padre e hijo), de las políticas neoliberales compartidas por demócratas y republicanos, y del mismo partido que terminó por postularlo en un estado casi de rehén. En buena medida, el millonario ostentoso y frívolo logró lo que no pudieron hacer los políticos liberales, con la excepción de Bernie Sanders: decir en voz alta que la política en Medio Oriente es un desastre. Sin embargo, hay que considerar que también miente consistentemente al decir que se opuso a la guerra de Irak desde su inicio, algo que demostraron varios medios. Pero el gusto cruel, o como dicen los alemanes el schadenfreude, que provoca ver a Trump destripar al Partido Republicano, dividirlo y amenazar con romperlo, lleva implícita cierta culpa. Trump cosechó lo sembrado por el Tea Party y su histeria racista que el partido republicano absorbió en los últimos años y justificó como un rechazo a la corrección política de los liberales. La política de la destrucción de Trump no se limitará a castigar a los líderes del Partido Republicano, ni a sus confundidos militantes y seguidores, sino a todo el sistema democrático y a dejar las bases para un movimiento claramente fascista que podrá seguir en crecimiento y organización. El fascismo de república bananera de un régimen trumpiano se anuncia en su promesa de que encarcelará a Hillary Clinton en cuanto llegue a la Casa Blanca, a su afirmación de que empleará la tortura con los cautivos que él quiera, que usará el arsenal nuclear y dejará que otras naciones tengan sus propias bombas atómicas y que sólo él puede arreglar

las desgracias que afligen a la primera potencia mundial. Cuando esto se escribe las encuestas muestran a Trump en caída libre, después de aparecer un video en el que alardea, antes de un programa de televisión, acerca de cómo le gusta besar y agarrar a las mujeres bellas por la vagina (¿?) simplemente porque “ellas se dejan cuando uno es famoso”. Luego de asegurar que nunca había hecho eso y que se trataba únicamente de una “conversación de vestidores”, nueve mujeres declararon haber sido acosadas sexualmente por Trump. Si bien esto no disuadió a sus seguidores más fervientes, probablemente no lo ayudó a conquistar nuevos devotos, en especial del género femenino. Numerosos republicanos decidieron en ese momento dejarlo de respaldar, lo cual es muy significativo y refleja bien sus prejuicios: soportaron que insultara a los mexicanos, a los musulmanes, a los afroamericanos, a los minusválidos, pero no toleraron que ofendiera a mujeres blancas. Todo parece indicar que Trump perderá, aunque sería peligroso no considerar que algo espectacularmente trágico pueda suceder en la elección del 8 de noviembre. Es probable que el verdadero objetivo de Trump sea, como se especula, la creación de un canal noticioso al estilo Fox News, con el apoyo de la red de noticias y propaganda hiperconservadora Breitbart.com. Tal vez construya y presida un nuevo partido al estilo del Frente Nacional francés. O bien quizá sólo quiere convertirse en la persona más famosa del mundo para estar siempre en las pantallas, sin tener que pagar por ello. En el tercer debate presidencial, Trump anunció que aún no está listo para aceptar el resultado de la elección y que tendrá que esperar hasta después de los comicios para dar una respuesta. Al día siguiente, sin el menor pudor, dijo a sus seguidores que sí aceptará el resultado, pero sólo si él gana. La metáfora shelleyiana es tan evidente que hasta sobra mencionarla, pero a la vez es imposible evitarla: Trump es el monstruo y su partido adoptivo es Frankenstein. Una vez que el engendro es liberado es imposible controlarlo y sólo queda esperar a ver qué quedará de la devastación. A estas alturas del caos político que arrasa a Estados Unidos como un huracán, la verdad deja de ser referencia y el pragmatismo desesperado lleva a un gran sector de la población a apreciar a Hillary, una candidata que hasta hace poco parecía el símbolo de lo más abyecto de la política de ese país.


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