Revista Zoque Nº 13

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W W W.R EVI STAZ O Q U E.C O M

R E V I S T A L I T E R A R I A / N ยบ 7/ E J E M P L A R G R A T U I T O

R EVI STA LITE R AR IA/Nยบ13/EJ E M PLAR G R ATU ITO

W W W . R E V I S T A Z O Q U E . C O M



R E V I S T A

ZOQUE S T A F F

N Ú M E R O

13 INVIERNO 2017

La Portada Autor: Erypall Título: Pirate´s Soul Técnica: Ilustración digital Contacto: www.instagram.com/erypall/

El Sumario 05 / LA M CON LA A 07 / LA GEMELA FEA 08 / HE VENIDO 10 / PERSÉFONE 11 / APRENDIZAJES TRANSVERSALES 12 / EL SALTO DE ÁNGEL 15 / ANSIA 16 / CÓMPLICES 18 / SIETE SIN PIEDAD 20 / EN EL ABISMO CONTRAPORTADA / MICRORRELATOS

Málaga. España © De los autores www.revistazoque.com RevistaZoque @Revista_Zoque @Revista_Zoque

ISSN 2174-565x Depósito Legal: MA 1370-2011 Edita A. C. Proyecto Zoque info@revistazoque.com

Dirección: Gabriel Vargas Zapata Correcciones: Pilar Arijo Dirección de arte: Sacha Reyes Marketing: Mary Iribarren Ayudante de dirección: Nacho Mayorga

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La M con la A POR Yolanda Nava ILUSTRACIÓN Christian Luque

Está sentada frente a un cuaderno de caligrafía con dibujos, tiene que escribir debajo la palabra que los describe. Últimamente está haciendo progresos, ya sujeta el lápiz correctamente y sabe todas las vocales y muchas consonantes. Mira atenta la ilustración: una mujer alimenta a un niño. Presiona sobre el papel y dibuja una eme, después una a. Las une. Traza una línea para juntarla con la siguiente eme que se desdibuja con la lágrima que le ha caído encima. Aparta el lápiz y se queda mirando el dibujo mientras quién sabe qué recuerdos, llenan de llanto sus ancianos ojos.

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La gemela fea POR Patricia Esteban Erlés ILUSTRACIÓN Gabriela Moncayo

Te peinaré siempre que tú me lo pidas, le decía la gemela fea a la gemela guapa, asumiendo su papel de pequeña doncella condenada a las sombras. A la gemela guapa le gustaba escuchar cerca la respiración perruna de su hermana, saberla despierta en la oscuridad las noches de tormenta en que velaba su sueño. Te prohíbo dormir, le decía, no te duermas antes que yo, y si viene el monstruo, tiene que comerte a ti primero. La gemela fea agitaba la cabeza. Obedecía y aguantaba la respiración, le anudaba el lazo del vestido, lustraba sus zapatos blancos de charol, cualquier cosa que ella le pidiera era una orden, el deseo irrevocable de un ser perfecto, de esa versión ideal de sí misma, la que estuvo a punto de ser y no fue. La gemela fea continuó peinándola cada noche, alisando cada mechón de su cabello una y cien veces ante el espejo, aunque la gemela guapa llorara bajito y le dijera que ya no, que por favor ya no. Sorda, como la lealtad de un perro que no deja de amarte ni muerto.

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He venido POR Amparo Paniagua Muñoz FOTOCOMPOSICIÓN Sandra Lara

He venido para liberar a todas las mariposas presas en mi pecho. Le hago un poema sin jaulas a cada una. Locura propia de poeta. Me abstengo de dar pena, nadie más que yo ha equivocado los caminos, las distancias, los inalcanzables anhelos. Vine para desmentir el presagio de la indolencia, para aprender la humildad de la carne y que la lealtad de unos pocos es suficiente. He cometido tantos amaneceres rotos... He pronunciado heridas tan profundas... En mi descargo he empezado a abrazar árboles desnudos, planto flores en el hielo y las riego en la penumbra con gotas de niebla y breves caricias. Me ha dado por inventar playas colindantes. Y es que está el mar tan lejos...

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Perséfone POR Isabel Benítez Barrios

Me dijeron que debía marcharme. Yo les dije que no, que buscaran a otra, que me había cansado de librar batallas para los demás. Me dolían las costillas, la boca me sabía a sangre seca por el tiempo que había pasado sin besar a nadie. Volvieron a llamarme, vinieron a por mí, me esperaron al pie de los cerezos. Pero yo ya le había dado un beso. Ella tampoco quería que me marchara, nadie la había besado como yo. Nadie, nunca, le había contado a la Muerte las historias que yo le susurraba por las noches. Me dejó vivir, me dejó dormir en su cama, me cuidó las heridas con sus manos frías. Por las mañanas me abría la puerta y veía la fuente, los juncos, aquel gato que me robó las flores que recogí para hacerse una corona. Ella se reía. Por las noches me preguntaba qué quería por nuestro aniversario. “Regálame a mi hermano”, le decía yo. “Te lo llevaste sin dejarle siquiera escribir sus cartas”. Ella se ponía triste y se cubría entonces con las sábanas. Pasaron los meses, dejaron de llamarme. De vez en cuando le escondía regalos en la casa, pequeñas cartas con las letras dobladas. Ella me ponía flores de loto en el pelo, me susurraba las oraciones que escuchaba de los niños, que no entendía, pero que se le asemejaban a la primavera de la montaña. Una noche vinieron. Quemaron los cerezos, me despertaron. Ella gritó que no me fuera. Me sacaron de la casa con las primeras llamas. Mis compañeros no quieren hablar conmigo. Les dan miedo mis dibujos, mis poemas. A mí me gusta pintarme los labios mientras me miran. Cierro los ojos y me imagino que es ella, que está sentada frente a mí con una corona de flores secas en la cabeza. Algún día se la presentaré a todos. He estado practicando con la cuerda y el maquillaje. Pronto volveré a verla. Me dirá que estoy muy guapa, que el azul pega con mis ojos grises. Le diré que es nuestro aniversario y ella, por fin, podrá llevarme con mi hermano.

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Aprendizajes transversales TEXTO Y FOTOGRAFÍA POR Lola López-Cózar

Algunas veces mi padre llegaba a casa nos llamaba desde la entrada y decía: “Nos vamos al cine”. Con él nunca había cola en la taquilla porque nunca miraba el horario de la película. Seguíamos a un señor con linterna y nos sentábamos. Tardábamos un rato en saber de qué iba y siempre quedaban cabos sueltos. Después del final, dejábamos que todos salieran y esperábamos a que empezara de nuevo, entonces entendíamos las cosas que nos faltaban. Justo cuando llegaba la escena donde habíamos entrado, nos salíamos, veíamos la siguiente secuencia ya repetida mientras caminábamos por el pasillo a oscuras, y seguíamos mirando mientras la puerta se cerraba de camino a la calle, era como el comienzo de un ciclo. Según mi hermana, es por eso que podemos construir una historia desde cualquier punto, no necesitamos un principio para entenderla porque nos enseñaron a inventar. Por eso, cuando veo que la vida se pone cíclica y sé lo que va a ocurrir en la siguiente escena, me levanto a oscuras y sigo por el pasillo hasta la calle.

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El salto de Ángel TEXTO E ILUSTRACIÓN POR Carlos Oliva

Primero fue el diseño de la A en una cartulina, una A mayúscula bien grande, que le ocupara todo el pecho. Rotulador rojo para el interior de la letra, amarillo para el fondo y negro para resaltar el contorno. Después aplicó el pegamento súper adherente por la parte de atrás de la letra y presionó con todas sus fuerzas apoyando un libro voluminoso sobre la camiseta azul eléctrico, esa que se le ceñía al tronco como una segunda piel. Pensó que era el mismo efecto que produce en los jugadores la camiseta de la selección italiana, o la del Betis, y se congratuló al ver cómo combinaba con sus slips blancos. Una vez dada por buena la imagen en el espejo, se enfundó en ella. Introdujo las piernas en los leotardos azules de su hermana y remachó con unos bóxer rojos superpuestos y dados de sí. Con una toalla del mismo color se hizo una capa que anudó sobre su cuello con un imperdible. Se puso unas botas de agua también rojas que, de tan nuevas, reflejaban un poco las cosas. Se remiró al espejo otra vez, hizo varias posturitas más y se gustó. Aún no tenía edad para marcar músculos, pero no importaba: él los veía. Tampoco le importó que la letra estuviese ahora un poco rígida, ni que los leotardos fueran de un azul distinto y le quedaran algo grandes, aunque no tanto como las botas, por lo menos tres números por encima del suyo, dada la afición de su madre a comprarle calzado para varios años. Clavó la vista en la ventana y como llamado por una misión corrió con vivacidad y la abrió. Enfrente había un bloque de edificios; entre ambos, le ilusionó ver una franja de cielo sin nubes. Aproximó una silla y se subió a ella. Al hacerlo, consiguió la altura con que le gustaría mirar siempre las cosas. Notó el viento en contra, un aire fresco, de principio de primavera. Con seguridad pasmosa dio un primer paso hasta el alféizar, estuvo a punto de tropezar y caerse porque la bota le bailaba un poco. No quiso bajarse para poner papel o algodón, para encajarlas mejor, tal y como a veces lo solucionaba su madre. No cabían más interrupciones, era el momento. Puso saliva en un par de dedos y se enroscó aún más el mechón acaracolado del flequillo. Una vecina lo vio asomarse. Comenzó a gritar. Lo llamó por su nombre. En seguida se formó un corrillo. La alarma convocó a otros vecinos. Ahora todos, incluso quienes no le conocían, gritaban su nombre y repetían imperativamente que se metiera para adentro. 12 / ZOQUE / Nº13 INVIERNO 2017


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Estuvo a punto de hacerlo, pero decidió ignorarlos. No le importó que arreciaran las voces; al fin y al cabo ya habían descubierto su personalidad secreta. Dirigió los ojos hacia un punto del cielo, como si buscara el lugar que ocupó una remota estrella extinguida, y levantó el puño. Cerró los ojos, se concentró. Llamaron por el electrónico, pero eso él, con el vocerío, no lo oyó; como tampoco a su madre correr por el pasillo, abrir la puerta. —¡Ángel! ¡No! Desde el sexto piso su figura de colores marcó los tiempos del salto, como el atleta en un trampolín olímpico, sin prisas, sin pausa, con el impulso perfecto. Las manos de su madre no llegaron y la ley de la gravedad hizo de sí misma. Ángel no perdió la compostura, maniobró el descenso con la pose más aerodinámica de las ensayadas sobre su cama. Volar era exactamente como en sueños. Ángel pudo oír los gritos de la gente mientras caía. Cuatro pisos, tres, dos, uno. Un vecino había tirado una manta para intentar amortiguar la caída y varios voluntarios corrían para ponerse en la vertical de la ventana. Sabían que no llegarían a tiempo. A punto de tocar el suelo, Ángel corrigió la trayectoria en picado en una curva elíptica ascendente. En el último momento, por culpa de la fuerza centrípeta, se le escurrió una de las botas de goma que por muy poquito no impactó en la cara de un curioso. Ahora su madre lo miraba desde la ventana, muda, con las lágrimas bordeando las orillas de los párpados. Su hijo se había encaramado a la cornisa del edificio de enfrente. No le importó que sus pintas de superhéroe de pacotilla no fueran las idóneas para estar en la calle. Quería decirle que no se tirara más, que ni se le ocurriera volver a intentarlo, quería decírselo por si ese desenlace insólito era consecuencia de un milagro de la Virgen, y que, por tentar una segunda vez, no se atendiera la plegaria, confiado en exceso el niño después de una primera prueba exitosa. Entonces llegaron los demás gritos. En el octavo, un niño disfrazado de Peter Pan tiene asida de la mano a su hermana, y esta a su hermano, y este a su hermanita pequeña. Todos están en pijama y llevan espadas de madera.

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Ansia POR Toni Ávila ILUSTRACIÓN Omar Janaan

Me llama, otra vez. Ambos sabemos que no tengo fuerza de voluntad suficiente para resistirme a sus provocaciones, así que acudo raudo a su encuentro. Con la respiración entrecortada voy directo al grano: la agarro con las dos manos y me la llevo a la boca, donde mi juguetona lengua espera ya, ansiosa, deseando sentir su textura. Empiezo poco a poco, pero cada vez estoy más excitado y acabo metiéndomela prácticamente entera, como un animal. Cierro los ojos y gimo: hmmm. Y lamo, muerdo, saboreo… Y trago, incontables veces, hasta quedar ahíto y satisfecho. En cuanto las ondas de placer se diluyen, llegan fieles a su cita la culpa y el remordimiento. Mientras me limpio la boca, juro que esta ha sido la última, que la próxima vez que trate de tentarme, seré fuerte. Y estoy a punto de creérmelo cuando vuelvo a escuchar mi nombre. Miro con resignación hacia la encimera de la cocina. La tableta de chocolate me llama, otra vez. Nº13 INVIERNO 2017 / ZOQUE / 15


Cómplices POR Fernando García de la Cruz Ávila COLLAGE Adrián Escribano

Todos los días a las siete y media de la tarde me doy una ducha. Desde la pequeña, cuadrada y siempre abierta ventana de mi cuarto de baño veo la ventana, también abierta y cuadrada aunque de dimensiones algo mayores, del baño en la casa de enfrente. Una apertura ubicada a idéntica altura, apenas a una decena de metros. Al igual que yo, mi vecina siempre se ducha a las siete y media. Pero nunca sola. Se acompaña de hombres, no más de uno por tarde, jamás el mismo, a los que besa, abraza y estruja entre sus brazos mientras el agua espumosa los envuelve. A ella, el cabello se le enmaraña sobre los hombros morenos, de tacto aparentemente suaves, punto más bajo al que llegan mis ojos al otro lado del marco de aluminio blanco. A mi vecina le gusta colocar a sus acompañantes de espaldas, contra la ventana, para así no perder de vista el baño de enfrente. Cada tarde nos miramos largo rato y ella, toda besos, manos y deseo, mueve sus labios sin parar, pronunciando palabras de vapor que la distancia no me permite escuchar. La ducha acaba a los quince minutos, cuando ellos se separan y mi vecina cierra con una sonrisa la ventana. Una constante durante las tardes del último mes. Pero hoy es diferente. Su acompañante, puede que extrañado por las palabras que dibujan los labios de mi vecina y que él sí oye, se gira y me descubre mirándolos; en realidad solo la miro a ella. No ha debido gustarle, porque rápidamente la empuja y luego, de nuevo de espaldas contra la ventana, parece que la increpa mientras eleva un dedo admonitorio, amenazador. Mi vecina no protesta. Aunque ella también alza un brazo, el derecho, que en un abrir y cerrar de ojos estampa con brillo metálico sobre su amante. La sangre en la nuca no es visible hasta el quinto golpe de grifo. Sé que ha muerto antes de observar cómo desaparece, resbalando poco a poco, igual que un barco naufragado. Una vez hundido para siempre el acompañante, mi vecina se asoma al sol de la tarde con una sonrisa. Por primera vez me lanza un beso. Quiero corresponder pero ella ya no está. Y ha dejado la ventana abierta.

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Siete sin piedad POR Pedro Ríos ILUSTRACIÓN Kawabonga Alexis

Nunca supo lo que era el miedo hasta ese día. Consiguió escaquearse varias veces hasta que fue inevitable. Tras seis meses de relación, tenía que ir a comer a casa de los padres de ella. El “día D” llegó, e iba a ser peor de lo imaginado. Estarían no solo los padres, también los dos hermanos pequeños y la abuela. Siete personas sin piedad. El veredicto solo podía ser uno: ¡Culpable! Se puso traje, cosa inusual en él que normalmente iba de sport, pero todo fuera por causar buena impresión. Llegó puntual. En la puerta lo recibió la novia, que le presentó a su familia. Si Hércules tuvo sus doce trabajos, nuestro héroe tendrá sus pruebas de valor. Después de las presentaciones, todos van a la mesa y, tras un incómodo silencio, le sientan junto al padre de su novia. Entre la madre y la novia empiezan a servir los platos. De primero algo ligerito: puchero. A partir de este punto, vamos a dejar que el invitado nos cuente la historia. Primer plato: tan lleno que, al meter la cuchara y con el humo que echa, consigue empañarme las gafas. Rebosa por todos lados derramándose en el mantel. Primera mirada de reprobación del padre. La abuela recalca que han hecho puchero porque yo venía. En mitad de la nube de humo que sale del plato, meto la cuchara y ¡zas!, me quemo la lengua. Terminado el primer plato que he tenido que rebañar, cosa que nunca hago, llega el segundo: croquetas. Repiten una y otra vez que son caseras, hechas por la madre. Intento hacer tiempo para que baje el puchero, pero me apremian a que las pruebe, cedo y… ¡zas! Estaban ardiendo, casi se me saltan las lagrimas. En mi plato, una docena de esas pelotas de carne rebozada; al que más le han puesto, como me ven delgado es a quien sirven más comida. Intento dejar dos, pero los niños me señalan y amenazan: si no me las como todas, ellos tampoco. Esto no puede terminar bien. 18 / ZOQUE / Nº13 INVIERNO 2017


Exhausto, hinchado, con el estómago con vida autónoma, intento relajarme, pero el intervalo viene acompañado de que de postre hay tiramisú -casero para variar-, que ha hecho la abuela. Mi novia dice que me encanta lo dulce. ¡Mal presagio! Digo que poquito, que tampoco quiero abusar, pero no hay remedio, ¡zas! No me han puesto un trozo tan grande de nada en la vida. Pido café para ganar tiempo. Mi sistema digestivo sigue protestando. ¿Dónde está el baño? Cuando parece que ya no hay más cosas que comer, aparece una bandeja de pastitas. ¿Caseras?, pregunto. Digo que estoy lleno, pero aún no he terminado la frase y la abuela empieza a llorar, ¿las habrá echo ella y creerá que le estoy haciendo un feo? ¡No puedo más! ¡Esto es un infierno! Mi novia dice que no haga llorar a su abuela, que si no me da cosa. El padre ya me ha sentenciado y me echa una mirada asesina. Me levanto con disimulo entre lloros, gritos, aullidos y, silenciosamente, salgo de esa casa. Bueno, creo que habrá que buscar otra novia. A poder ser… huérfana.

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En el abismo POR Elena Carrasco ILUSTRACIÓN Cristina Sáenz de Maturana

Primero fue la mirada perdida en el infinito. Soñador, creí que imaginaba otros mundos, luego fijaba sus ojos en mí como un desconocido. Día a día esas ausencias se hicieron habituales. Más tarde fueron estallidos de mal humor cuando se le llevaba la contraria o algo no salía como había previsto. Su carácter se agrió y se convirtió en una mala compañía, inestable el ánimo, irritable, dispuesto a saltar a lo más mínimo. Esperaba que se tratara de una mala racha, algún problema irresoluble que no me quería contar, algún negocio que habría salido mal.

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Perdíamos dinero, mucho cada día. Él hablaba de la bolsa, de la crisis; no me preocupé, teníamos las casas, el barco, bonos del estado, era imposible perderlo todo, pero fue un fuego fatuo, el dinero desapareció sin haber sentido la certeza de que fuera de nuestra propiedad, en un juego de especulación, vaivenes de la moneda, intereses, palabrejas incomprensibles para mí. En medio de la catástrofe me propuso un viaje para relajarnos, en nuestro barco, a las islas griegas, los dos solos, como en otra luna de miel.

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La ilusión del amor maduro, el atardecer con una copa, olas que dibujan el futuro de esperanza, porque nada importa si estamos juntos. Pobre ilusa, el amor no existe. No puedo recordar en qué momento lo supe, los gritos no me asustaban, era lo habitual, pero sus ojos se hicieron de hielo, me atravesaban vigilantes. Sufrí pequeños accidentes sin importancia aparente, una cuerda suelta, una vela a la deriva... Hay tantos peligros en un barco, formas de morir en un tropiezo, mala mar, balanceo extremo, la soledad entre el horizonte y el miedo. Yo sé que valgo más muerta que viva, que él cobrará el seguro, que solventará sus deudas y seguirá su camino, mientras yo permaneceré flotando en el abismo, entre peces que picotearán mis dedos, con los ojos abiertos y la profundidad del horror reflejado en mi pupila. Se oyen a diario en mi puerta los gruñidos de mi enemigo, me llama tonta, me promete que no me va a hacer nada. Ya no salgo del camarote, atrincherada con agua y algunas latas, esperando que, en algún momento, haya cobertura en el teléfono móvil. Pedir ayuda, que me crean o me den por loca, no importa si salvo la vida. Hoy, sin embargo, no oigo nada, puede que sea un engaño, para que abra los cerrojos o puede que navegue a la deriva, sola, incapaz de hacerme con los mandos del barco, como él sabe. Sentenciada de una forma u otra.

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Gula primigenia Y dio otro bocado, y otro más, hasta terminar de comer toda la manzana. Total, pensó Adán, ¿qué es lo peor que nos puede pasar?

Respuesta precipitada Noé, decide ya: ¿qué hacemos con las sirenas? POR Belén Lorenzo


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