Revista Zoque Nº 9

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W W W.R EVI STAZ O Q U E.C O M

R E V I S T A L I T E R A R I A / N ยบ 7/ E J E M P L A R G R A T U I T O

R EVI STA LITE R AR IA/Nยบ9/EJ E M PLAR G R ATU ITO

W W W . R E V I S T A Z O Q U E . C O M


P R O Y E C T O C U LT U R A L Y E S PA C I O D E C R E A C IÓN Sigue nues tras a ctivid a d e s e in iciativa s e n : RevistaZoque

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R E V I S T A

ZOQUE S T A F F

N Ú M E R O

09 INVIERNO 2014

Málaga. España © De los autores www.revistazoque.com

La Portada Autor: Migue Tomé. Título: Sabor Oeste. Serie: Ipso Facto. Técnica: Fotografía digital a color (No fotomontaje). Inspiración: Surrealismo, Dadaismo, Pop Art, Neopop. Contacto: mamtome@gmail.com Web: www.miguetome.com / www.miguetome.tumblr.com

El Sumario 04 / NARRATIVA MÍRAME 06 / NARRATIVA TELA DE ARAÑA 08 / NARRATIVA LAS GAVIOTAS NO SABEN... 10 / POESÍA INEVITABLE 12 / NARRATIVA DIEZ METROS DE PASILLO 14 / NARRATIVA NUDOS 17 / POESÍA COSMOS 18 / NARRATIVA PRÉSTAMOS 19 / NARRATIVA NO ME OLVIDES NUNCA 22 / NARRATIVA A FUEGO LENTO -- / CONTRAPORTADA SIN TÍTULO

RevistaZoque @Revista_Zoque

ISSN 2174-565x Depósito Legal: MA 1370-2011 zoque@mitaddoble.com

Dirección: Gabriel Vargas Zapata Correcciones: Pilar Arijo Dirección de arte: Sacha Reyes Marketing: Mary Iribarren Ayudante de dirección: Nacho Mayorga

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Mírame POR Bernardino Contreras FOTO Silvia Lorenzo Corrales

Empezaremos de nuevo. Fingiré no conocerte y me haré el encontradizo. Dejaré flores en las esquinas para que las encuentres camino al trabajo. Sabrás que son mías. Desconfiarás al principio y pensarás en mí cuando no esté. Me pondré el traje de los domingos y hablaré con tus padres. Pasearás de mi brazo y saludaremos a los conocidos. Mírame. Te daré mi hombro en el cine, cuando te asustes, cuando te duermas. Te besaré en tu portal y las interminables despedidas nos parecerán cortas. Copiaré poemas y juraré que los escribí para ti. Ya sabes lo mal que escribo. Te esperaré en la puerta de la iglesia con una flor en la solapa y una corbata horrorosa. Tu madre llorará. Tu padre repartirá puros. Mis primos tirarán arroz. Como aquella vez, serás mía por primera vez. Mírame. Construiré nuestra casita en cualquier lugar, junto a un árbol centenario. Serás feliz. Otearás el horizonte esperando mi regreso al atardecer. Discutiremos por tonterías solo por el placer de reconciliarnos. Llenaremos la casa de niños, construiré un columpio en el árbol. Les curarás las pupas con besos. Nos arreglaremos los domingos, saldremos a pasear. Y nunca, nunca, volveré a ponerte la mano encima. Mírame. ¡Mírame cuando te hablo!

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Tela de araña

POR Sandra Sánchez González ILUSTRACIÓN Aintzane Cruceta

Tanto visitante inesperado alertó a los más recelosos del pueblo y generó una sensación de incomodo y preocupación en la mayoría de sus habitantes. La red de carreteras, entretejida y confusa, dejaba caer por allí a los foráneos muy de cuando en cuando, casi siempre, excursionistas solitarios o parejas en busca de aventuras. Aun así, imperó la cordura y la calma. Los vecinos decidieron hacer caso omiso a los agoreros, y prepararon los cacharros matanceros convencidos de que, en el pantano, todavía habría sitio para un autobús entre tanto esqueleto de moto y bicicleta.

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Las gaviotas no saben guardar secretos POR Virginia Solera García COLLAGE Siobhan Riordan

Al despertarme, una de mis manos rozaba la arena, estaba húmeda. Las olas habían empezado a atacar a los turistas mientras yo dormía. Las miré con sonrisa cómplice y pensé: “Sí, a por ellos, echadlos a todos. Esta es mi casa y ya es hora de que se vayan”. Detesto a los que creen que la playa es suya, como el vecino rezagado que es el último en marcharse de la fiesta, porque siempre tiene algo más que añadir y se siente con más derecho a quedarse. Al fin y al cabo, él vive al lado. Los que tienen un piso o una casa cerca de la playa son los peores, consideran que es una prolongación de su terraza o jardín privado. Nunca viví cerca del mar. Nunca lo había visto hasta que me escapé de casa con dieciséis años. No creo que a mis padres les pillara por sorpresa. En el pueblo me llamaban “Amapola”. Los pueblerinos tienen mucha gracia a la hora de poner motes, bueno, sobre todo, cuando se los ponen a los hijos de los demás. Por si no ha quedado claro, no me llamaban así por ser pelirroja, ni porque me gustase el campo, lo hacían por los efectos psicotrópicos que se achacan a esa flor. Como si yo, con dieciséis años, fuera a fumarme una amapola en lugar de un buen “piti” de marihuana. ¿Qué cómo eran mis padres? Buena gente, campesinos 8 / ZOQUE / Nº9 INVIERNO 2014

que se pasaron años trabajando para dejarles a sus hijos un pedazo de tierra, de orgullo, de futuro. Y a cambio, ellos recibieron la bendición de una hija rebelde, desobediente, e incapaz de entenderles. Me vine a la playa no tanto por huir de ellos, del pueblo, de los ensordecedores murmullos a cada esquina, como por librarles de mí. Sí, podía haber viajado más, conocer mundo y romper con la pobre tradición de estar, de permanecer en un solo lugar, como si eso te protegiera de todos los males. Creo que mis padres tenían la firme convicción de que nada malo podría pasarle a su hija en aquel pueblo. Yo viajo con las olas, me traen historias de todo el mundo. Las caracolas son portadoras de secretos y las gaviotas… todo lo contrario, no puedes fiarte de ellas, les cuentas cualquier cosa y al día siguiente lo sabe todo el puerto. Vivo en la playa. Mi trabajo es construir castillos, a veces, también palacios. No le pido ayuda a nadie. En algunas ocasiones tengo la tentación de llamar a alguno de los niños que están sentados junto a sus madres sin hacer nada. Me dan pena, quizás, ellos puedan renovar mi obra, después de diez años haciendo castillos en la misma playa lo tengo claro: me he quedado obsoleta.


No me parezco en nada a mis padres. Fui una broma de la genética o víctima de algún experimento extraterrestre. Mis padres son bajitos, rechonchos y oscuros. Yo soy alta, espigada y mi pelo… bueno, mi madre solía decir de mi pelo que le había robado la luz al sol. No los describo con ruindad, es que se fueron haciendo pequeños a fuerza de encorvar la espalda para recoger patatas y, en cuanto a lo de “oscuros”, ya se sabe, en los pueblos siempre hay alguien por quien llorar. Durante años he pensado que lo único que tienen en común el pueblo y mi playa, es que no hay tierra ni arena que conserve las huellas de lo que fuimos.

Me vine a la playa porque el mar lame suavemente las heridas, y más tarde o temprano, el sol y la sal acaban cicatrizándolas. Sin embargo, hoy no estoy tan segura. Quizás el pueblo, sus gentes, las absurdas tradiciones, la falta de libertad, de espacio, y sus terribles fronteras –todo son fronteras físicas y morales en los pueblos-, no sea tan destructivo. Quizás, sea un buen lugar para crecer, jugando entre amapolas y bañándose en el río. Quizás también pueda construir allí castillos de sueños. No me gusta reconocerlo, pero tal vez mis padres tuvieran razón, y, en el pueblo, a mi hijo, no pueda pasarle nada malo.

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Inevitable POR Dolors Lluy FOTOGRAFÍA Martín de Arriba

Existen cosas inevitables: las cuatro fases lunares, que después del verano llegue el otoño, contagiar los bostezos. La sirena del colegio que suena a las nueve, que tras el relámpago se escuche el trueno. Cerrar los ojos cuando se da un beso. Y quererte. No es que sea fácil quererte, es que es inevitable.

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Diez metros de pasillo POR Jesús Ordóñez ILUSTRACIÓN Alexandre Ríos

”El parto viene con alguna dificultad, no puede pasar a la sala, debe quedarse aquí, tardaremos un poco más”. Menuda lumbreras de enfermera, viene y suelta esa tontería, solo hará que mi suegra se ponga más nerviosa

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de lo que ya está, ¡mira que me lo temía! ¿Por qué habré dejado de fumar justo ahora? en el coche tengo un pitillo, estará seco, pero bueno… ¡cualquiera se quita de en medio! ¿para qué me habré metido en este embrollo? ¡tener un hijo con la que esta ca-


yendo! la quiero pero… ¿por qué me habré casado?, con lo bien que estaba soltero… mi jefe está loco, quiere comprar una máquina nueva y que yo la maneje, al menos, podré tener un par de meses tranquilos de trabajo mientras me hago a ella…, ahora que recuerdo… la chica nueva sí que está buena, estaremos babeando bastante tiempo, lo mismo la ha contratado por eso, tiene un puesto muy tranquilito para haber empezado ahora, ¡será sinvergüenza! ¿qué estará pasando…? mi suegro está callado, ¡cualquiera, con esa bestia al lado! seguro que alguna vez ha pensado en marcharse, ¡cómo aguanta Dios mío! menos mal que mi Elena no se parece a su madre, me suicido, ¡que digo, la mato!, bueno, mejor me divorcio, que seguro viene su mamaíta a verme todos los días a la cárcel para recordarme a su hija, pero no, ella se parece más a su padre, menos mal… ¡qué sucio está este hospital! los médicos ni te miran a la cara, ¡serán imbéciles! no hay ni una enfermera joven, mejor, que a mí se me nota mucho lo que pienso, a quien no comprendo es a mi cuñada: funcionaria, con novio, y que no se haya ido, ¿qué le dirá la bruja?, tengo que revisar el coche, ahora no podemos comprar otro, ese ruido que tiene no me gusta, iré a ver a Fernando que me pone las piezas más baratas, ¡cuánto tiempo sin salir con él de farra!, desde que se casó ni un día, ¡menudo calzonazos! tres hi-

jos y no se le parece ninguno, si fuera yo, ni me haría la prueba de ADN, ¡está clarísimo!, ¡si no se parecen ni entre ellos!, y a su madre menos… ¡qué tardan! me estoy meando, no sé si ir, voy a reventar, mi suegra está más roja todavía, parece que va a explotar, ¿seré un buen padre? no sé si quiero tenerlo, me imagino todas las noches con los lloros, ¡qué horror! y la víbora todos los días en casa diciendo qué está mal, o qué está peor, ¡decidido: me voy de casa!, la quiero mucho, pero no estoy dispuesto a destrozar mi vida, me voy con Alberto, cincuenta años y soltero, con esa marcha que tiene… ¡y como triunfa!, les pasaré una buena pensión, lo iré a ver los viernes antes de irme de juerga…, parece que pasa algo…, la enfermera sale, ¿que todo ha salido bien? ¡¿Dónde esta mi hijo?! ¡¿dónde está mi Elena?! ¡Aquí…, aquí! ¡Qué guapa está!, pero qué cansada se la ve ¡qué oscuro está el niño! y la enfermera quiere que lo coja, ¡mejor no!, ¡mejor no!... ¡qué cosa tan fea! qué cara de bobo se me está poniendo… ¿Por qué no lo puedo soltar?

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Nudos POR Cristina Molina Molero FOTOGRAFÍA Jesús Azuaga

Corría sin mirar atrás entre la maleza, desaforadamente. Corría con todas sus fuerzas, cortando el aire con el aliento. Pisaba la tierra aún caliente con los pies descalzos y arañados. La blusa hecha jirones, el pelo enredado, los ojos enrojecidos por el miedo. Llegó al camino, no había lugar donde esconderse… la luna llena teñía la tierra de un gris plateado. Se giró y observó en silencio, alerta, reprimiendo un grito de terror animal; en la mano temblorosa sostenía un cuchillo del que chorreaba el líquido espeso. Escuchaba sus pasos, arrastrándose, el susurro sibilino…, así se dirigía a ella siempre que entraba en aquel cuarto, pronunciando su nombre despacio, mirando sonriente hacia el lecho. Recordó cómo despertó amordazada y atada a la cama. Fue una cita a ciegas, e hicieron el amor hasta caer rendidos. Al verle con aquel cilindro fálico, se excitó pensando que se trataba del próximo juego. Le obedeció. Cerró los ojos y lo sintió dentro de sí. Las vibraciones deseadas se convirtieron en una descarga eléctrica que sacudió su cuerpo: fue la primera de cientos en los días de cautiverio. Al principio sentía un dolor desgarrador en la vagina, penetrada siempre con un orden sistemático: su puño, su pene, y diversos objetos. Hacía lo mismo por detrás, tumbándola boca abajo. Después de cada sesión la lavaba con esmero, aflojando los nudos, para evitar heridas y llagas en su piel. Durante días entró en un estado de anestesia moral frente a mordiscos, penetraciones y quemaduras: sólo pensaba en que quedaría estéril. Aquella noche le dijo que cenarían juntos, sería su segunda cita. Por primera vez la desató y la sacó de la habitación: su mazmorra. Le costó horrores ponerse en pie, pero lo logró finalmente, cerró las piernas con todas sus fuerzas. Sintió

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que el mundo volvía a su lugar. La bañó y vistió alabando su belleza. Era imposible que aquel secuestrador, sádico violador hijo de puta, se comportara de forma amable, y temió lo peor… acabaría con ella. No sabía cómo reaccionar, el miedo se le escapaba por el muslo en un hilillo caliente y dorado: se limpió con la mano. Él la invitó a bailar. Aborrecería para siempre esas canciones. Susurrando palabras tiernas, pidió que le perdonara, argumentó que se volvió loco de deseo. Tenía un regalo para ella, como los buenos novios, comentó, y fue a buscar la sorpresa al cuarto contiguo. Al verse sola, cogió el cuchillo que estaba sobre de la mesa y lo escondió bajo su blusa. No había nada que perder. Traía un anillo y, a modo de pedida de mano, se arrodilló. En un instante ella le rajó la cara interior de ambas muñecas, manando una fuente de sangre. Forcejearon, le apuñaló en la pierna y le tiró al suelo: no era muy corpulento. Fue hacia la puerta y corrió campo a través todo lo que pudo. Ahora veía el destello de su fría sonrisa saliendo del bosque. La imagen de su verdugo cojeando se acercaba entre las sombras. Era el momento de dar en el blanco, o seguir corriendo.

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Cosmos TEXTO Y FOTOGRAFÍA DE Raquel Lozano Callejas

Te escondo en el reverso de mi piel, donde guardo lo incorrecto, lo im-Perfecto.

Te navego en el fango de la incomprensión, de la presión, de la cerrazón.

Te sondeo en universos poliédricos sin vértices amables, afables, trazables.

Mi centro de gravedad, tus manos. Nº9 INVIERNO 2014 / ZOQUE / 17


Préstamos POR Antonio José Royuela FOTOGRAFÍA Daniel DRV

Gemelas y educadas para no ser egoístas, me costó mucho trabajo entender por qué siempre era yo la que prestaba. Las gafas de sol y un cinturón que nunca me devolvió fueron el inicio de nuestras desavenencias. Se sirvió de absurdas excusas para ir desvalijándome lentamente de mis pequeños tesoros. La mañana que me pidió prestado a mi marido no supe qué contestar. Era mi hermana y a él pareció no disgustarle la idea. Diez años más tarde todavía oteo por la mirilla antes de abrir la puerta, no sea que mi hermana necesite algún que otro complemento.

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No me olvides nunca POR Olga Colmenero Artal ILUSTRACIÓN Guillermo Martín Bermejo

Llevaba horas de eterna espera. El diagnóstico no había sido claro hasta entonces. Hacía falta esperar para que pudiéramos estar seguros, como en todo. Y en el momento en el que menos lo esperábamos, llegó la noticia. La suerte no estuvo de nuestro lado esa tarde lluviosa del 4 de octubre. Nos informaron a mis padres y a mí de que mi abuela padecía alzheimer, en fase primaria, pero irreversible. La ilusión se desvaneció en un instante y sentí como si un látigo arremetiera contra mi costado produciendo una herida que tardaría mucho en cicatrizar. Quizás demasiado.

Los primeros meses fueron duros, pero al mismo tiempo llevaderos. Al principio, tratamos de seguir con nuestras vidas de forma natural, como siempre lo habíamos hecho, sin olvidar tener especial cuidado y vigilancia por cómo pudiera desarrollarse la enfermedad. No sabíamos muy bien, o mejor dicho, queríamos dudar, de si iba a ser un proceso degenerativo lento, o rápido y marcado, aunque hubiéramos recibido negativos presagios por parte del neurólogo. No obstante, a partir del medio año de la noticia, no cupo lugar a dudas: mi abuela perdía una parte de sí misma cada nuevo

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amanecer. Y con esa parte, se desvanecía un pedazo de nosotros, inexorablemente. La frustración y el pesar comenzaron a reinar en la atmósfera familiar, trayendo consigo discusiones sobre todo en mis padres. Yo al tener once años, era menos consciente de las difíciles circunstancias, pero no por ello inmune. Sentía que tenía la mejor abuela del mundo y que siempre estaría allí, preparando mi plato favorito para comer o invitándome a pasear. Pero en lo más profundo de mi ser, sabía que aquello dejaría de suceder irremediablemente. Sin embargo, no me di por vencida y se me ocurrió una idea que podría ayudarla a no olvidarnos. Me alimentaba de una fe, muy característico para una niña de mi edad, más tarde agradecería esa dulce inocencia. Empecé a escribir sobre la vida de mi abuela, sucesos que ella me había relatado durante años y que recordaba. Conseguí rescatar en los estertores de su memoria otros recuerdos, de esos estremecedores, alumbrantes o incomprensibles que ella no me hubiera contado anteriormente. En aquellas tardes en las que nos hacíamos compañía, ella en su sillón, yo a su lado escribiendo lo que a duras penas podía recordar, pensaba que realmente estaba rescatándola del tiempo. Lo que desconocía es que el tiempo no se puede esquivar ni retener, es un huésped que nunca avisa de su visita.

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Al final, llegó el día. El más frío de todos. Volví del colegio y la sola mirada de mi madre me bastó. Fui a visitar a mi abuela rápidamente. Un rostro insondable me transmitió el peor de los temores: ya no me reconocía. Desde entonces, día tras día le leía sus historias, su vida, con la esperanza de que al terminar uno de los relatos, volviera a ser quien era. Pero no ocurrió. Ella permanecía callada casi siempre, salvo por algún gesto o palabra desdeñosa que emitía incoherentemente. Así se sucedieron tres años, hasta que una noche de otoño, en la que débilmente peleaba por sus últimos alientos, y yo me hundía petrificada en un borde de la cama, me observó con detenimiento y me dijo con una suave sonrisa: “Nunca te olvides de mí, Clara. Porque yo nunca lo he hecho”. Alzó la mano izquierda, rozó mi mejilla empapada y acto seguido, la posó en las memorias que yacían también en la cama y que, tras su último suspiro, se perdieron en el pasado. Pero ella jamás se perdió en mi recuerdo. Jamás para mí.


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A fuego lento TEXTO Y FOTOGRAFÍA POR Nacho Mayorga

La cacerola esperaba paciente sobre el fuego. En ella se cocinaba una sopa de fideos: ajo, orégano, silencio, amargura y porqués. Por qué no volvía a Francia. Por qué existe la soledad. Por qué me gusta tanto el mar. Por qué hay insectos que mutan a otra forma física. Y quizá el último de mis porqués: por qué no le pongo matarratas. Varios minutos, pensamientos e ingredientes más, ya estaba lista la sopa. Servida en la vajilla de regalo de boda. Me quedé ahí, sentada, en silencio, viendo cómo se la comía el muy maldito.

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Por extraĂąo que parezca ya no pienso en ti. Y me lo repito cada segundo de cada hora de cada dĂ­a. POR Rosa Ortega


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