Revista Zoque Nº 5

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Un tío normal

POR Víctor Rizzo ILUSTRACIÓN Araceli Peña

Soy un tío normal Como con hambre Duermo con sueño Hablo de arte Sueño con pechos Canto a la Luna Y a más de una Me gusta cómo flotan las plumas Un tío que bebe y fuma. Soy un tío normal Como el rojo de Marte Duermo y frunzo el ceño Hablo disparates Sueño y enfermo Canto en la ducha Y al niño en la cuna Me gusta lo que me abruma Un tío que resta más que suma

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TROTAMUNDOS POR Pilar Arijo

Cuando nos avisaron llevaba muerto más de tres horas. Nadie le conocía por su nombre, ni sabían de su historia. Los más viejos, aseguran que había llegado en un barco de bandera panameña; otros, que de bandera australiana; alguno se aventuró en decir, que aún podía recordarle entrando por la puerta de tierra, en una calurosa tarde de un remoto verano. Lo único que se sabe de él a ciencia cierta, es que se quedó varado en aquel puerto, como dicen se varan las ballenas en la playa. Le llamaban Trotamundos y vivía en el muelle uno, en la caseta para las herramientas contigua al antiguo silo, antes almacén de grano, hoy almacén de ratas. Allí le encontraron, tendido en el catre, como si aún estuviera dormido. Cuentan, que no tenía amigos ni los buscaba, que huía de las preguntas como de la peste, que trabajaba en lo que podía por unas cuantas monedas y que nunca, jamás, le oyeron decir más de tres palabras seguidas. Aquella mañana no trenzaba los cabos de las amarras, ni había limpiado las letrinas, por eso buscaron hasta que le hallaron. El médico afirma que murió de puro viejo, que el corazón se le tuvo que cansar de aletear tantos años.

Dicen, que pasaba las tardes observando la bocana, preguntando a los prácticos del puerto la procedencia y destino de cada buque. Si alguno le interesaba, era el primero en llegar al lugar de atraque, entonces, ocupaba su tiempo en medir con lentos pasos la eslora, siempre de proa a popa, de popa a proa, sin perder de vista la escala. De todos eran conocidos sus gestos a fuerza de repetirlos durante años. Sabían que él, esperaría con inagotable paciencia la bajada del capitán a tierra, que le daría un sobre cerrado donde solo aparecía una dirección y un nombre, que le rogaría la echara al correo cuando llegara a su lejano destino y que, sobre su mano, dejaría un billete sucio, gastado, como pago del favor y la estampilla. De ahí le venía el apodo; porque en la cantina, cuando el licor desata el pudor y la lengua, se hablaba de la carta del Trotamundos, del nombre de mujer que se leía en ella, de lo que pensaría al ver que llegaba desde Singapur, Cabo Verde o Turquía, cuando él, jamás se había movido de aquel puerto, varado junto al silo, igual a como dicen se varan las ballenas en la playa. Entre sus pertenencias, hemos encontrado un pasaporte sin usar fechado hace más de cuarenta años, una foto de mujer y una carta sin cerrar. Me he permitido leerla, y sí, debe ser verdad que nunca pronunció seguidas más de tres palabras, porque en el papel solo decía: “Pienso en ti”

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POR Miguel G.

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MĂ LAGA Nacho Mayorga


LISBOA Karla Martínez

SINTRA Karla Martínez

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BUENOS AIRES Gabriel Rocha

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MÁLAGA Alba Bustos Calleja

ALMASSORA Vincent Claussel

SANTIAGO DE COMPOSTELA Javier País


VIENA Christian Adelsberger

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Amanecer

POR Malú Porras ILUST. Alexandre Ríos

El rumor del mar, de las olas, llegaba a través de la pared y se adentraba en la habitación. Él dormía apaciblemente, tendido bocabajo y con la sábana cubriéndole hasta la cintura. A su lado, ella, con los ojos hinchados de no dormir y el cuerpo agotado. Miraba hacia la ventana de aquel pequeño hostal frente al mar, contemplaba la luz que se filtraba por ésta calentando sus cuerpos, y aún más allá, en la lejanía, un punto inconcreto que la hacía estar ausente. Los recuerdos empezaban a agolparse nuevamente, aquello que deseaba olvidar y de lo que había huido. Aquello que la noche anterior la condujo hasta esa pequeña habitación de papeles pintados y olor a mar, a sal, a vida o incluso a muerte En un movimiento involuntario se tocó la cicatriz en el brazo derecho, larga, profunda, a lo largo del recorrido de la vena. Vano intento de terminar con todo. Él le había lamido esa cicatriz la noche anterior, mientras se entregaban a la pasión y ella había vuelto el rostro con una expresión de dolor. Empezó a levantarse lentamente, la diosa de ébano que por una noche había vuelto a ser mortal y a sentir, se acostumbraba de nuevo a estar vacía, a la luz que tímidamente la bañaba traspasándola a la sensación de libertad y de estar lejos de todo mal. Miró hacia la cama sin poder evitar una sonrisa al verle, el pelo revuelto, la piel blanca e impoluta como el mármol. Él, que

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había sido el bálsamo de todas sus heridas aunque fuera por una noche, ahora en un pequeño rincón de su corazón marchito lamentaba que hubiese llegado tan tarde. Junto a la cama, en el suelo, aquel bote de tranquilizantes que siempre llevaba con ella, estaba abierto y algunas pastillas esparcidas por el suelo. Junto al bote, su mano de largas uñas caía desde la cama, donde sin duda continuaba su cuerpo, caparazón vacío y desprovisto de vida. Los ojos aún abiertos y vidriosos parecían mirarla directamente a ella, recriminándose haber huido de su cuerpo, haberse arrebatado la vida. No sintió remordimientos, aún así solo le esperaba vagar eternamente como castigo a su sacrilegio, alivio solamente era lo que sentía. Al fin era verdaderamente libre.


REMORDIMIENTOS POR Celia Bautista

Araceli era la chica más guapa del colegio, al menos, eso pensaban todos los chicos. Pelo castaño, ojos marrones y unas tetas que todas envidiábamos, excepto cuando en clase de gimnasia doña Aurelia la hacía correr, entonces, nos percatábamos de lo ridículo que era ser presa de una talla noventa con tan sólo quince años. Su único afán consistía en ser “Señora de…” el nuestro también, pero no podíamos competir con ella. Así transcurría aquel último año de E.G.B., escuchando los sueños de Araceli y deseando ver nuestros pechos crecer. Recuerdo el día que la llamé puta, me tembló todo el cuerpo. Paralicé las gargantas de mis compañeras y puse fin al suspense con un: “Tú y tu madre”. Aquella noche dormí plácidamente, sólo me levanté de la cama para llorar. A la mañana siguiente, recurrí al engaño y evité ir al colegio, hacía sólo unas semanas que me habían operado de apendicitis, bastó con llevar mi mano a la herida y fingir malestar. Para prevenir males mayores, mi madre decidió que permaneciera en casa ese día. Sin planearlo, me encontré con el fin de semana de por medio. Contaba con cuatro noches para esconder mi remordimiento.

El lunes entré en clase como si nada hubiera sucedido. Me abordó Mari Pepa, la Trotamundos, la llamábamos así porque en segundos se recorría las aulas, en segundos apuntaba en su cerebro cualquier cotilleo y en segundos los contaba, aunque no le prestaras la más mínima atención. Fue como entrar en una cascada interminable. Con su verborrea, la Trotamundos me castigó sin piedad. Después de un eterno bla, bla, bla, puso fin a su monólogo con tres palabras: Te pasaste tía. Me dedicó una pompa con su chicle y dio media vuelta. Por suerte don Antonio llegó puntual. Él no permitía ni un murmullo durante su clase, eso me concedió una hora de silencio. Nadie más me molestó. Busqué la mesa de Araceli con la mirada, vacía. Así permaneció toda la semana. A su vuelta, ni un desprecio, ni un reproche, nada. No volví a nombrar a su madre, ni he vuelto a nombrar a la madre de nadie. Sacar a la luz lo que todos sabíamos no me hizo crecer, al contrario, me ancló a noches de pesadillas, donde a veces, yo soy el cliente, y otras, la madre de Araceli.

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Té, pan caliente y trocitos de sinceridad POR Mary Iribarren

Echo de menos tus manos, o tal vez esa prisa por ser el primero en abrir la panadería. Echo de menos nuestras historias a dos, o nosotros dos en esta historia. Sabes que estás, sabes que estoy. Tal vez la fórmula sea sencilla: té, pan caliente y confitura de sinceridad.


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