Barrios del caribe calle larga y playa del arsenal

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http://barriosdelcaribe.wordpress.com/2012/12/04/getsemani-la-calle-larga-y-la-playa-delarsenal/ Getsemaní: La Calle Larga y la Playa del Arsenal Posted on diciembre 4, 2012

Por Antonio Mora Vélez Mis primeros años de vida los viví en la ciudad de Cartagena. Era la Cartagena de los coches tirados por caballos que hacían las veces de taxis; del hoy moderno sector de El Laguito rodeado entonces de arena, de palmeras y de arbustos de hicaco; de la estación del ferrocarril ubicada en el lugar donde hoy queda el Banco Popular; del campo de La Matuna, escenario de partidos de pelota entre equipos improvisados; del reinado de belleza en el Teatro Cartagena y de las retretas en el Parque del Centenario; de cuando los notables con vestidos enteros de lino blanco se reunían en el camellón de Los Mártires todas las noches para hablar de todo. Era la colonial Cartagena en cuyo horizonte solo sobresalían las iglesias y las moles de los edificios Ganem y Andian y la torre de la Universidad, y que no se extendía más allá de los barrios El Bosque, Olaya Herrera, Amberes, Canapote y Marbella. Viví en dos casas de la calle Larga del barrio Getsemaní. Una que hacía esquina con la calle de Las Palmas, adonde llegué unos meses después de mi nacimiento en Barranquilla el 14 de julio de 1942, recuperado de una enfermedad que casi me lleva a la tumba y de la que me salvé gracias a la asistencia médica humanitaria de un doctor de apellido Murillo que no le cobró a mi madre Rosa Elena sus servicios profesionales. Era la casa de mi tío-­‐abuelo Luis Vélez Llamas y a ella nos llevó mi tío Agustín Vélez luego de saber que habíamos quedado abandonados en Barranquilla por mi padre biológico, quien se marchó para Bogotá a reclamar su herencia paterna y nunca más volvió. Años después, cuando ya tuve la edad de comprender su ausencia, mi mamá me llevó varias veces a consultar a las adivinas que instalaban toldas en el muelle de Los Pegasos y casi siempre la respuesta era: Su padre lo piensa mucho y está planeando el viaje de regreso para hacerse cargo de su futuro, que era lo que yo quería escuchar. Pero no lo hizo. No volvió. Y solo pude ver su aparición fantasmal una noche en el patio de la casa que habitábamos en 1956, justo el día en el que murió, de lo cual me enteré por el aviso de las honras fúnebres que publicó un diario de la capital. En esa primera casa de la calle Larga viví los años que no se dejan agarrar por el recuerdo. La casa aún existe, es de una sola planta con un patio central empedrado lleno de matas al cual tienen acceso las habitaciones, la cocina, el comedor y la sala. En la esquina de enfrente –calle de tierra


de por medio– había una casona colonial de dos pisos con balcones de madera y debajo, en el primer piso, la tienda de Lila, una agraciada y joven mujer que tenía un hermano sin tocayo que se llamaba Osterman, y en la que compraba las “arrancamuelas” y los “caballitos” de papaya con los centavos que me daban mi padrino Francio y mi madrina Luisita. De allí partieron el 25 de noviembre de 1944 en coche, mi mamá y mis padrinos, primos-­‐hermanos de ella, a bautizarme en la iglesia de la Santísima Trinidad, situada en el corazón del barrio. Tenía dos años y cuatro meses, y según me contó años después mi madrina Luisita Vélez –alma buena que Dios tenga en su santo seno– yo le menté la madre al cura Wendelino Mass cuando me echó el agua bendita helada sobre la cabeza. Recuerdo de estos años al maestro Florencio Ospino, ebanista y dueño de una carpintería situada en una casa ya destruida que era la penúltima antes de llegar al edificio republicano de La Gota de Leche contiguo al Puente Román. En esa carpintería me hice famoso como despilfarrador de puntillas y claveteador de cuanta mesa o tabla encontrara en mi camino, labor que me alcahueteaba el mismo dueño, quien me tenía un gran aprecio. Una hija de él, Raquel, tenía amores con el joven estudiante de Derecho, Felipe Zapata Herrera, quien sería con el correr del tiempo mi amigo y compañero de luchas políticas en Córdoba, y que éste, sabedor de mi celo por sus visitas, me decía en broma: Toñito, como yo sé que tú estás enamorado de Raquel te propongo que la dividamos en dos por el ombligo. ¿Tú que parte escoges? “Del ombligo para abajo”, le contesté. En la calle de Las Palmas estaba la escuela del profesor Fortunato Sepúlveda –el profesor Fortu, le decían–, en donde hice mi primer año del kínder y en donde conocí el rigor de los métodos de entonces para amansar estudiantes díscolos, o como en mi caso, niños paralizados por el terror de verse en una casa extraña que más parecía una catacumba de los primeros años de la cristiandad. Impresionado por el ambiente lóbrego de la casa lloré como un penitente el primer día de clases y solo cuando hice una especie de shock los profesores me llevaron corriendo a la casa donde mi mamá para que me calmara, lo que hizo con un poco de agua de valeriana con azúcar. Pero el recuerdo más vívido en esa casa de la esquina con la calle de Las Palmas fue el de la muerte de una niña mayor que yo que me quería y jugaba conmigo, hija de una hermana de mi tía María Vásquez de nombre Emma y que murió mirándome con unos ojos tristes que se me quedaron grabados para siempre. Cuando esto ocurrió, las primas de mi mamá le dijeron a María Ladeus, la cocinera. que me sacara del cuarto para que no viera los despojos de la muerte pero ya era tarde, porque yo había visto el misterioso momento en el que la vida salía de ese cuerpo joven convertida en una especie de visión viajera que iniciaba el recorrido hacia la eternidad y entendido, a esa temprana edad, que la muerte no es otra cosa que un sueño del que no se despierta jamás. Sobre la adoquinada calle Larga, en una casa colonial de dos plantas y amplios balcones de balaústres torneados, decorados con matas colgantes, vivía en el primer piso la señora Esperanza Flórez – vendedora de flores y de helados en forma de cubos envueltos en papel que yo le compraba–, y en el segundo piso, una niña china de apellido Wong a la que solía ponerle serenatas con canciones como El gallo tuerto y La varita de caña de José Barros y a la que finalmente le gritaba, con toda la ingenuidad de un niño de cinco años: “Georgina Wong, la del balcón, asómate, que te voy a tirar un besito”.


Uno o dos años después mi tío Luis, quien tenía una tienda de abarrotes y una piladora de maíz en el mercado, empezó a construir un edificio de tres pisos que salía a la playa del Arsenal, que por esa época era un fondeadero de embarcaciones medianas y un pequeño astillero en el que se construían y reparaban las lanchas de madera que viajaban a Barú y a Bocachica. En el primer piso con la numeración 10-­‐B-­‐46 nos mudamos y desde su estrecha ventana pude observar las fiestas de noviembre y los desfiles de coches tirados por caballos, los cuales eran decorados con guirnaldas y festones de papel crepé. Y los hombres y mujeres disfrazados con los tradicionales capuchones rojos que me producían miedo; y a los muchos niños que salían a pedir regalos el día de Los Inocentes y que cantaban: Ángeles somos, del cielo vinimos, pidiendo limosnas para nosotros mismos. Aguardiente y vino para Marcelino, aguardiente y ron para Marcelón. Y que le decían a las amas de casa que se demoraban en responder: No te dilates, no te dilates, saca el bollo del escaparate. Y si no les regalaban, siquiera un dulce: Esta casa es de aguja donde viven todas las brujas. Y si les regalaban algo: Esta casa es de rosas donde viven mujeres hermosas. También recuerdo las procesiones religiosas que organizaba la parroquia de la Santísima Trinidad, en especial la de la Virgen de Fátima que era traída de Portugal y que según el Avé María que cantaban los fieles, “bajó de los cielos en Cova de Iría”. Por estos años, mi abuelo Nicolás Vélez Llamas, a quien yo le decía abuelo capi, sufrió un derrame cerebral que lo dejó inválido con medio cuerpo muerto y que lo mantuvo sin poder valerse por sí mismo hasta su muerte por un coma diabético en el año 1954. Todavía está indeleble en mi memoria el sepelio, la ausencia de sus hermanos y el llanto de mi madre frente al cajón que casi no cerraba, y las imágenes anteriores de ella, hija abnegada, bañándolo desnudo y lidiándole su parálisis de medio cuerpo que lo mantenía atado a una cama de la que se levantaba ayudado para hacer sus necesidades fisiológicas en una bacinilla. También las imágenes de mi abuelo capi sentado en una mecedora con la boca torcida, la mirada perdida y el cuerpo desgonzado, el día que le dio el derrame cerebral después de comerse un plato de sopa de codillo de res. Y a Evelia diciendo: Eso le pasa por borrachín. Y a mi madre corriendo por toda la playa del Arsenal en chancletas, como una loca, para ir a avisarle a su tío Luis, que estaba en la piladora, que su hermano se moría. A mi abuelo Nicolás –el único abuelo que conocí– le decía abuelo capi porque todos le decían el capi ya que le puso a un camión de su propiedad: El Piñango, que era el nombre de una conocida lancha de cabotaje que atracaba en la bahía de Las Ánimas. Una vez terminado, mi tío Luis se mudó con la familia a estrenar el segundo piso de su edificio y mi recuerdo se desplaza al balcón de atrás, frente la playa, desde el cual observaba la llegada de las lanchas de los pescadores con tortugas y sábalos inmensos que abrían y tasajeaban allí mismo, a la vista de los demás, y a quienes mi tía María les compraba varias libras para el consumo de la casa. Desde allí escuchaba el golpeteo de los trabajadores cuando rebajaban con sus hachuelas los listones de madera de las embarcaciones en construcción y recibía el olor a brea que usaban en el calafateo de las mismas. Por ese mismo balcón con barandales de concreto veía el desfile de las empleadas domésticas que contoneaban sus caderas desde la calle del Pedregal y alrededores hasta el Mercado. Y de las palenqueras vendedoras de alegrías con coco y anís, panelitas de leche y cocadas y caballitos. Y sentía bien temprano el olor del carburo y oía el tropel de los operarios de los talleres de soldadura vecinos y de las sierras de un aserrío ubicado a cien metros, y los oía porque yo dormía en el salón comedor que daba para el balcón de ese lado de la casa, en donde también dormía un turpial que me despertaba todas las mañanas a las 6 con un canto casi militar que hoy puedo repetirles sin equivocar una nota. El apartamento tenía una sala amplia, una sala


de recibo en donde mis tíos Luis y María y las primas de mi mamá, escuchaban el radioperiódico Síntesis y el programa Coltejer toca a su puerta de La Voz de Antioquia; el comedor principal, tres alcobas y el salón comedor de atrás en donde dormíamos el turpial y yo, él en una jaula grande y pintada de dorado y yo en una estera, en el piso, un piso que tenía unas baldosas que, de tanto brillarlas, todavía reconozco en el lugar que las encuentre. La calle y playa del Arsenal, no sobra decirlo, era de tierra, en algunas partes cubierta por los residuos de madera de los astilleros y en otras por la basura que dejaban los camiones que llegaban con víveres para acopio de sus tiendas y depósitos mayoristas. Se estrechaba a la altura de la llamada Batería del Reducto –la antigua sede de la Virgen que hoy está sobre un pedestal en la bahía– porque allí estaban dos edificaciones posteriormente demolidas, una casa colonial ruinosa, donde tenía la carpintería el señor Florencio, y una casa de mampostería con rejas de hierro, contigua a la muralla, en donde quedaba la llamada Gota de Leche, un dispensario para madres pobres.-­‐ De esta época datan las pilatunas que hice, como emborrachar al gato de Angora con valeriana, la misma valeriana que mi mamá usaba para conciliar mis sueños; comerme los confites que mis tías primas dejaban sobre el Tocador, espiarlas para verlas cuando se depilaban las piernas blancas y robustas con piedra pómez, comerme la leche en polvo y el chocolate de batir que guardaban en la alacena; o darle nalgadas a María Cocina (así denominé a la cocinera María Ladeus para diferenciarla de mi Tía abuela política) y quien se las ingenió para mantenerme lejos con la calavera de un conejo. Eran mis vecinos en esta época el entonces niño aprendiz de piano y violín Mario Mendoza Orozco y un señor de nombre Gilberto Blanco que era gaitanista y a quien le escuché por primera vez el discurso político liberal que en casa era casi un sacrilegio pronunciar. A propósito, todavía conservo en la memoria la imagen de muchas personas mal vestidas que corrían hacia el camellón de Los Mártires, vociferando contra los asesinos, el día en el que la oligarquía a la que el caudillo del pueblo combatía, decidió acallar el mensaje democrático y esperanzador de Jorge Eliécer Gaitàn. Las calles Larga y del Arsenal tienen también para mí el recuerdo de las primeras cosas. Viviendo en ellas conocí el cine. Recuerdo que mi mamá me llevó a ver en los cines Almirante Padilla y Rialto, entre otras, las películas Genoveva de Brabante, Besos brujos con Libertad Lamarque, Un día con el diablo con Cantinflas y ¡Ay Jalisco no te rajes! con Jorge Negrete. Y que me llevó a ver el primer partido de béisbol de primera categoría, deporte al cual era aficionado desde pequeño y que escuchaba por la radio, afición que llegaba a los extremos de poner a San Antonio de cabeza para que me hiciera el milagro del triunfo de mi equipo. Recuerdo que se celebraba la Novena Serie Mundial de pelota y mi tío Luis le dijo a mi mamá que me llevara, que ese día jugaba Colombia con Cuba. Mi mamá me subió a un bus de Popa y me llevó al estadio Once de Noviembre recientemente construido, que estaba de “bote en bote”, y ya adentro, sentados en las gradas de sombra, empecé a sentir el temor de verme en medio de una multitud que no conocía y que le gritaba a los jugadores palabras que no entendía. Hoy no sé qué fue, si un hit impulsador de algún pelotero colombiano, de “Chita” Miranda por ejemplo, o el tercer strike de “Petaca” Rodríguez a un bateador cubano con las bases llenas, pero lo cierto fue que ese monstruo de mil cabezas se levantó de sus asientos y produjo una algarabía monumental que me hizo estallar en pánico y en llanto, y a mi madre no le quedó otra alternativa, recomendada por los espectadores vecinos, que sacarme del estadio y llevarme a casa. Años después transitaría por esa misma calle Larga con rumbo al colegio León XIII, que quedaba en la calle de Don Sancho, y haría paradas en barberías, en las refresquerías del Mercado y en ventorrillos durante el trayecto para escuchar a partir de la


una de la tarde a Melanio Porto comentar por radio los partidos de la pelota profesional, sobre todo los triunfos de Los Indios de “Chulungo” del Monte sobre el Vanytor de Barranquilla, con José Nakamura en el box o “lomita de los sustos”, como decía el locutor Marcos Pérez Caicedo. La playa del Arsenal fue también testigo de mi primera herida. Jugábamos a los piratas y por tratar de imitar al espadachín Errol Flyn –uno de mis héroes del celuloide– pisé mal y me fui de bruces sobre uno de los maderos de la armazón de una lancha y el filo de una de sus aristas me abrió una herida de tres puntos en la ceja derecha cuya cicatriz todavía conservo. A mi madre casi le da un patatús cuando me vio la cara bañada en sangre y desde ese día me quedó terminantemente prohibido subirme a las lanchas en construcción, a jugar a los filibusteros del Caribe con “los negritos” de la plaza del Pozo del barrio Getsemaní. También fue esa playa el escenario de mi primer trabajo remunerado. En una casa vecina había una fábrica artesanal de helados que usaba las célebres maquinitas de madera y aluminio en forma de tanque y yo me apunté a la lista de operarios que le daban vuelta a la manivela hasta que el hielo y la sal congelaban la leche con sabores. Me ganaba por ese ejercicio de las mañanas de domingo, una jarra de helado que compartía con mis primos. Y fue la casa de la calle Larga el lugar en el que comí las primeras almendras “made in USA” –las mismas de nuestros patios y calles y que en Colombia todavía no las recubrían de caramelo—, y en el que degusté las primeras galletas redondas con crema y las primeras barras de chocolate con maní, las ciruelas pasas y los caramelos de sabores que yo les hurtaba de las confiteras del tocador a las primas de mi mamá –Evelia y Luisita—y que ellas compraban en el Almacén Delikatessen, almacén importador de licores y golosinas que quedaba a pocas casas de distancia. Y finalmente, el balcón principal de la citada casa fue el escenario de mi primer arrebato amoroso, una tarde en la que una niña hermosa me saludó con un abrazo tierno y sentí la fragancia de espliego que despedía su cuello y la tersura y tibieza de su piel de durazno. La agraciada, que nunca supo del sentimiento que despertó con ese abrazo, era una prima pecosa y rubia que nos visitaba los domingos y que vivía en el barrio Manga, en una calle que quedaba justo detrás del “right field” del ya clausurado y enmalezado estadio La Cabaña, por donde el pelotero Andrés “Fantasma” Cavadía, que bateaba a la zurda, metió la pelota de jonrón en muchas ocasiones. Escrito para el proyecto ‘Vuelta a la manzana’ de Álvaro Suescún. Sincelejo, octubre de 2007


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