NARCÍS SURIÑACH BACH
LA HUELLA DE LOS ATLANTES
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Notaba un malestar en aumento sobre los párpados que aún mantenía cerrados y, como queriendo asustar o ahuyentar la causa de mi problema, moví las manos como si el viento que provocaban me pudiera ayudar. Al fin abrí los ojos y, aparte del sol tempranero, que con todo su esplendor desafiaba mi mirada aún medio dormida, pude ver aquella cara de color cobre, acribillada de arrugas, seca y desdentada que, agachada sobre mí, me miraba socarronamente no queriendo evitar que viera que en cierto modo se reía de mí, y seguro que por eso me había soplado la cara. Sin darme tiempo a decir nada, al ver que lo miraba me dijo: —¿Cómo está señor? Veo que el pisco1 le ha hecho un largo efecto. —¿Quién es usted? ¿Qué quiere insinuar? —dije un poco molesto. —Yo soy Leoncio Quispe, de la aldea de Pisagua. Hace tres días que vigilo el pasto de mis guanacos aquí en Dolores y cuando llegué, le encontré acostado y envuelto cerca de este coche, que supuse que era suyo, donde pensé que se había acostado para esperar que le pasara el, por lo que veo, largo efecto. En ese momento reaccioné y entendí que el viejo pastor aimara, al haberme encontrado acostado allí en el descampado 1. Aguardiente muy fuerte de hoja de un cierto tipo de agave, muy usada en Chile.
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cerca del coche, había creído que mi larga estancia tumbado en el suelo era fruto de una borrachera. —¿Qué quiere decir con “un largo efecto”? —pregunté algo molesto. —Hombre, yo llegué el lunes por la mañana y usted ya estaba aquí acostado y bien envuelto con la frazada. Como vi que dormía plácidamente, no le quise molestar, pero ahora, después de tres días, de intentar despertarlo sin conseguir ningún efecto ya me empezaba a preocupar, ya que quería marcharme y no dejarlo aquí inconsciente. Usted estaba totalmente inmóvil, pero como respiraba, no sabía qué hacer. Si hoy no se hubiera despertado, me habría acercado hasta la carretera para pedir a alguno de los coches que pasan que avisaran a algún doctor de Arica o Huara según la dirección del vehículo. —Entonces, ¿qué día es hoy? —Hoy estamos a miércoles y usted está aquí... bueno, yo le encontré el lunes por la mañana, por lo tanto... Saber que yo había estado más de tres días inerte sobre la arena me produjo una sensación muy rara. En primer lugar, no tenía ningún sentimiento de hambre o sed, ni notaba dolor en ninguna parte del cuerpo, como teóricamente tendría que haber ocurrido habiendo estado tantas horas tumbado sobre la arena. Podía ser —pensé— la sensación que se supone que sienten los animales en hibernación. El primer pensamiento fue agradecer que mi situación no hubiese sido provocada por ningún daño, ya que de lo contrario, esa alma caritativa me habría dejado morir con toda tranquilidad esperando mi despertar de la presunta borrachera. A medida que iba reaccionando, recordaba que había ido a Dolores para observar el firmamento con calma y que tenía pre-
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visto retornar a Iquique el lunes por la mañana. Entonces, ¿por qué me quedé tres días aturdido o dormido en medio del desierto sin haber tomado ningún somnífero y sin recordar nada más? Di las gracias a aquel hombre que, sin yo saberlo, me había acompañado durante tantas horas, y me pareció que tenía que compensarle de alguna manera y le obsequié con la manta, cosa que le hizo muy feliz. Me metí en el coche, di la vuelta en el obelisco tratando de no arrollar a aquel escuálido rebaño de guanacos, y encaré la carretera en dirección al sur, camino de Iquique. Como no entendía nada, un montón de preguntas asaltaron mi cabeza. ¿Cómo era posible que fuera ya miércoles? ¿Cómo era posible que yo hubiera permanecido tres días dormido? ¿No sería que aquella alma cándida, se había equivocado y realmente estábamos a lunes? Mi estado corporal me daba la sensación de tener el apetito normal de cualquier día al despertarme, pero absolutamente ningún otro síntoma, cosa que me hacía sentir desconcertado y perplejo. Entonces, si mi cuerpo había permanecido dormido tres días en el suelo, ¿qué pasaba con mi sueño o sentimiento de abducción, que explicaré más adelante? Al llegar a casa, en la ciudad, y estacionar el auto, el conserje del edificio, el simpático e inteligente Jon Álvarez, antiguo luchador de espíritu comunista y ferviente seguidor de Salvador Allende, por lo que fue castigado y encerrado allá en el campo de concentración de Pisagua, al verme, esbozó una sincera sonrisa y me dijo: —Buenos días, señor. Parece que su salida ha sido más larga de lo que tenía previsto. Aparte de sus empleados, que han venido varias veces a preguntar, también han venido otras personas preguntando por usted. Yo, a todos los he dirigido a su negocio allí en la ZOFRI (la Zona Franca de Iquique).
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Un poco confundido, le di las gracias y con rapidez entré en el ascensor para, al llegar al apartamento, meterme en la ducha para tratar de aclarar las ideas. Es verdad que me refresqué y que, al afeitarme, el pelo de la cara se veía más largo de lo normal, sin embargo, ni siquiera una vez desayunado —bastante más tarde del horario habitual—, ni vestido para irme, mi situación y el estado de ánimo no habían cambiado. Mi cerebro estaba como si todavía durmiera y llegué al negocio en un horario totalmente anormal, casi con miedo de enfrentarme con los empleados, tal era mi desconcierto. ¿Qué podía haber pasado allá arriba en el desierto que me hubiera provocado ese estado como de ataraxia en que me encontraba inmerso? Solo recordaba que durante horas estuve tendido en el suelo, mirando y estudiando el firmamento, y cuán bien me había sentido en todo momento, hasta que creí que me había dormido y que el viejo quechua pastor de guanacos, en medio de aquellos cuatro hierbajos, me había despertado. ¿Pero fue así? ¿Me despertó él o lo hice yo de forma natural? Acostumbrado a todo tipo de situaciones a causa de tantos problemas en la vida, procuré adaptarme al momento y a las pocas horas ya me había hecho cargo de la situación de la marcha en el negocio, y sin intentar encontrar una explicación plausible a esa tan extraña aventura, lo procuré olvidar. Al cabo de unos días, volví a Paraguay y de allí a Vic, en mi dulce Cataluña, y una vez más inmerso en medio de aquella rutina frenética a la que obliga un negocio cuando es ya importante, aquel hecho desapareció por completo de dentro de mi mente, y no pensé nunca más hasta ahora y, por lo que veo, debo entender que ese olvido no fue casual.
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ACLARACIÓN Mi nombre es Juan Soler Soldevila y nací en un hermoso y pequeño pueblo de Cataluña allá en la Plana de Vic, cuando hacía pocos meses que había comenzado la sangrienta Guerra Civil española, en la que mi padre, como tantas otras personas inocentes, se vio desgraciadamente involucrado luchando en las peores batallas. Cuando la guerra terminó, mi padre volvió a casa muy enfermo y ya nunca más se recuperó. Después las cosas, y durante años, fueron de mal en peor. Mi padre murió muy joven y, como millones de españoles, lo pasé muy mal, y mi madre, yo y un hermanito llegado a última hora cuando mi padre estaba a punto de morir —puede ser que en lugar de última hora, debería decir a deshora— nos arreglamos como pudimos, debo confesar que he vivido una vida, en la que nunca he tenido tiempo de aburrirme. Las emociones no siempre buenas —casi nunca, diría yo— han sido fuertes y constantes. Estoy convencido, de que al concebirme mi madre tuvo la ayuda de todos los dioses del Universo para poder darme un corazón de tanta resistencia, pero una cabeza quizás de más voluntad que entendimiento. Ahora, como ya soy muy mayor —eufemismo por no decir muy viejo— y como pienso y creo que así me fue revelado o, mejor
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dicho, en cierto modo ordenado en el momento de los hechos, de los que todavía dudo, y donde creo que se me dijo que en un momento determinado haría memoria, siento que ha llegado ese momento y que vale la pena que deje escrito unos extraños acontecimientos que me pasaron en febrero de 1992 allá en Chile, en pleno desierto de Atacama, uno de los más áridos del mundo, y que de alguna manera guardaban cierta y extraña relación con unos de mis primeros viajes al extranjero, concretamente con dos de los años 1973 y 1977. Por otra lado, creo que sería muy triste que mis descendientes, no tuvieran noticia de unos hechos que, aún ahora, yo soy el primero en poner en duda, y nunca sabré qué hay de verdad o de sueño enfermizo de mi situación anímica de aquellos días. Sé muy bien que cuando una persona tiene muchos problemas que no puede o no sabe controlar, puede llegar a tener alucinaciones sin saberlo. Sea como sea, como creo que se me había ordenado que durante años lo olvidara por completo, y ahora me ha vuelto a la memoria con tanta lucidez, como ya se me había anunciado, lo procuraré dejar escrito tan fielmente como pueda, cosa ciertamente difícil dada mi incertidumbre y mis dudas. Empezamos Ya en su momento mostré de forma clara en mis memorias, escritas en arrebatos y sin demasiado orden, que en mi primera visita a la República Dominicana, en 1973 debido a mi inexperiencia como viajero, y acompañado de la gran presión que sufría por la precariedad económica que pasábamos en la empresa de la que me había hecho cargo con más voluntad que acierto, el chico que me acompañaba, Pepito Costa, dominicano de origen gallego, al verme tan preocupado, cosa que él no entendía, ya que
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desconocía mi problema y la magnitud del mismo. Dado que el chico estaba satisfecho por las muy buenas ventas que hacíamos, me quiso hacer un obsequio para ver si me animaba y me llevó a unas extrañas y exóticas grutas bajo el nivel del mar no muy lejos de la capital Santo Domingo, llamadas Los Tres Ojos, que realmente, y tal vez por mi poca experiencia viajera, me impactaron. Me imagino que, aún ahora, deben ser un lugar de fuerte atractivo para los turistas tan abundantes actualmente en ese país. Aquellas tres cavidades subterráneas obra de la Naturaleza, me parecieron un verdadero espectáculo. Ya frente a la primera, esa laguna grandiosa y de un agua tan cristalina, totalmente transparente que dejaba ver el fondo a una gran profundidad, y que parecía tener una luz de origen desconocido, realmente me conmovió y me llevó a un estado, yo diría de éxtasis, nunca experimentado. Allí fue donde vi por primera vez aquella figura tan especial y fuera de lo común. Al otro lado de la laguna donde estábamos nosotros, tal vez a unos ciento veinte metros de distancia, aquella persona desconocida que yo describo en mis memorias no igual, pero sí muy parecido al artista indio Kabir Bedi, famoso en aquella época por ser el protagonista de la serie Sandokán, con aquellos ojos tan penetrantes, pero con las abundantes y largas cabellera y barba totalmente blancas en lugar del negro brillante del artista, que dirigiéndose a mí —o en la distancia así lo creí— me hacía unos gestos como de ánimo, como si aquel ser extraño me conociera o supiera de mi duelo interior. Tan explícita fue su agradable gesticulación, y estaba tan convencido de que se dirigía a mí, que decidí dar la media vuelta en el lago, pasando por detrás de la gruta, para reunirme con él en la otra parte, y poder saber quién era y de qué me conocía.
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Grande fue mi decepción al llegar donde creía haberlo visto y no encontrar que ninguna de las personas presentes se pareciera en algo a la visión que yo había tenido. Mucho busqué, pero la visión —o la personalidad— había desaparecido. Pasé unos días más o menos preocupado por ese hecho misterioso, pero el tiempo lo borra todo y tenía bastantes más problemas para estar preocupado, que el recuerdo de aquel hombre (?) extraño se fue desvaneciendo. Unos tres años después, mis problemas económicos seguían siendo importantes —lo explico extensamente en mis memorias—2 y me encontraba en el emirato de Dubai allá en el Golfo Pérsico, entonces todavía tan desértico y primitivo, intentando vender cuanto más mejor, pero al mismo tiempo ganar un provecho interesante (algo difícil con clientes espabilados y despiadados como los de allí, que siempre intentan quitarte la piel), para poder ir rehaciendo nuestra economía tan precaria, cuando junto con mi agente indio, Seifuhdin, atravesábamos esa vía de agua que llaman el Dubai Creek, de pie sobre esa frágil barquilla, para ir de Deira Said a Dubai Said,3 los dos lugares más importantes del emirato para intentar hacer negocio cuando, en otra barquilla similar de las muchas que circulaban en dirección contraria, a unos cincuenta metros, volví a tener de manera clara esa visión. Aquel hombre resplandeciente de pelo largo blanco y ojos brillantes, casi fosforescentes, que dirigiéndose directamente 2. Records de la meva vida. Ed. Emboscall, 2004.
3. Deira Saeed y Dubai Saeed son (o eran, hace años que no voy) los barrios comerciales más importantes del Emirato, separados por un brazo de agua de mar (una ría) de cerca de 700 metros de ancho, atravesado por cientos de pequeñas barquitas que hacen (hacían, no sé ahora) el servicio de taxi colectivo fluvial.
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a mí, me hacía aquellos dulces gestos de ánimo y cordialidad que tanto recordaba de mi anterior visión. Desgraciadamente las dos barquillas en sentido contrario la una de la otra, se fueron alejando y no me fue posible ver más esa figura tan fuera de lo normal. Lo que me hizo dudar nuevamente de mi visión fue que ninguna persona del sinfín de barquitas, parecía darse cuenta de personaje tan singular. Ni en Los Tres Ojos dominicanos, ni en Dubai, nadie parecía extrañarse de tan rara visión. O, ¿tal vez solo era yo quien la tenía? También tengo el borroso recuerdo de haberlo visto en otro viaje cerca de la Gran Esfinge, allá en Giza, no lo sé. Es todo tan extraño... Aunque como digo, ya lo he explicado en mis memorias, he querido dejar constancia aquí, porque tiene mucho que ver con los hechos que explicaré a continuación. Deseo que los posibles lectores que lleguen a conocer este extraño escrito, entiendan que lo que leerán no es ni pretende ser una narración exagerada de extraterrestres o algo similar; es el resultado de una serie de hechos y posibles sueños (¿o alucinaciones?) que yo, el autor, soy el primero en desconocer dónde empiezan unos y terminan otros. No es pues una novela, ni una narración cien por cien ajustada a hechos reales. Es la exposición más o menos plausible, de lo que fue, pudo ser y que yo considero real. Sean pues benevolentes los posibles lectores e intenten ponerse en mi lugar. Yo, Juan Soler Soldevila, protagonista (¡o espectador? ) de los hechos.