Caprichos del destino

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Mª Àngels Villegas

Caprichos del destino

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Edicions 3Quartans


Caprichos del destino © Mª Àngels Villegas Registro General de la Propiedad Intelectual nº B-0886-14 mangelsvillegas@gmail.com https://www.facebook.com/mangelsvillegas © 2014, Edicions 3Quartans / Carla Xargayó www.3quartans.com

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ISBN: 978-84-940900-2-8 DL: B 6463-2014 Impreso en España / Printed in Spain


CAPRICHOS DEL DESTINO

CAPÍTULO I Negros nubarrones se dirigen hacia el oeste, avanzando desde el mar y deseosos de descargar la lluvia que albergan. En El Garrigué, un pequeño pueblo situado en el macizo del Montseny, la gente cierra las ventanas para protegerse del temporal que les acecha. Gloria está triste y preocupada. No desea que la lluvia estropee la fiesta que hoy, Lunes de Pentecostés, reúne a todos los habitantes del pueblo en el Pla de la Sardana. El Garrigué tiene seiscientos habitantes, parte campesinos y parte obreros de la fábrica de los señores Vilar. El pueblo está empotrado en la montaña, desde donde se divisa el citado Pla. En un día tan señalado, acuden paradas que harán alarde de sus mercancías y vaciarán los bolsillos de los asistentes. Quincallerías, churros, helados y bebidas harán las delicias de todos. No falta, como cada año, una pícara vieja que trae el pajarito de la suerte, animal que tiene domesticado para sacar un papelito al azar, que siempre augura futuros fantásticos y maravillosos a todos aquellos que estén dispuestos a pagar para saber su porvenir. Abundan las sardanas, amenizadas por dos coblas, mientras los diversos sexos se divierten a su manera. La fiesta significa mucho para los habitantes, que anhelan su llegada en el esplendor primaveral. 9


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Teniendo en cuenta que en El Garrigué muchos son los habitantes que gozan de bienestar, gracias a la gran fábrica de cárnicas de la que sacan su jornal: los obreros humildes están satisfechos de pertenecer a Ruvilar, propiedad de la familia Vilar: poseedores de una gran fortuna amasada de gran linaje, en el pueblo dan ejemplo de grandes valores de honestidad. El señor don Rufino es alcalde, consejero, protector y justiciero. Hombre muy inteligente, de cincuenta años de edad y con algunas canas blancas que le dan un aire entre interesante y señorial. Es más bien alto, de porte señorial y carácter comprensivo. Todas sus virtudes son dones que nadie se atreve a criticar. Su esposa, la señora Encarnación, pertenece al seno de una familia noble. Dama de alta alcurnia, es morena, con tinte en el cabello, de expresión amable. Siempre se halla dispuesta a socorrer a quien lo necesite. No obstante es un poco altiva. Goza de chófer particular. Gasta poco en las tiendas de su pueblo porque va a menudo a la capital. Administra todas las entidades del pueblo que, gracias a su presencia, lucen de mejor ejemplo en la comarca por su ilustre honestidad. Muy caritativa, no duda en proteger a las gentes menos afortunadas. Su joven y único hijo, Carlos, con solo veinticuatro años, es alto, guapo, de porte señorial, moreno castizo, de rostro sonriente y jovial, de ojos negros y penetrantes. Siempre va muy bien arreglado y es pulcro en toda su persona. Su voz es potente y segura. Todo en él es personalidad y firmeza. Posee el título de abogado, aunque no ejerce su carrera por continuar con el negocio familiar, y no le importa compartir su despacho con Gloria, su joven secretaria. Con amigos de su alcurnia disfruta de sonadas correrías, aunque nadie le relaciona con ninguna mujer. También en la casa vive una señora, que entró como niñera del que en su día era el niñito Vilar y se quedó luego por cocinera. 10


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Algunas veces el señorito, como Dolores le llama, le gasta pequeñas bromitas si los señores no están presentes, como exigirle que le rasque la espalda, cosa a la que Dolores replica y el joven la provoca con cierto descaro: “¿Con la de veces que me has lavado el culo, a qué viene tanta precaución?”, dice, mientras Dolores piensa: “Es un don del cielo tener un patrón con tanta amabilidad”. Las nubes siguen su curso y mengua poco a poco el temporal. Nadie se asoma a sus ventanas a contemplar la fresca lluvia que sigue azotando todavía. Gloria, sumisa y ansiosa, joven atractiva, en la flor de la vida, espera a sus amigas que sin duda acudirán sin retraso. Hoy hay una gran fiesta en el pueblo. Como tal, deben engalanarse sin regatear, haciendo resaltar su hermosura con toques de lucidez. No solo la juventud se siente inquieta, el pueblo entero revolotea por doquier invitando a sus parientes, amigos y conocidos. Portadores de las risas y convivencia que gozan con los demás. Por fin el sol se impone con fuerza y resplandor, invitando a las gentes a salir y poner alegría en la celebración. Gloria no se hace esperar: sus alegres amigas ya están allí. Se saludan mutuamente y se van. Una de ellas, María, es morenita como una mora, de baja estatura, con voz extremadamente chillona. Acapara con la mirada todo cuanto le es posible. La otra, Herminia, es algo más templada, pelirroja y con el rostro salpicado de pecas. Las tres, jóvenes y hermosas, lucen vestidos veraniegos y bastante vaporosos. Van con cómodas alpargatas, dispuestas para puntear las delicias de la sardana. Por costumbre, Gloria siempre va en medio de las dos. Misteriosa y pensativa, cubriendo su tez lleva una larga cabellera de color castaño brillante que realza su bello semblante, la frente larga, sus labios carnosos y de aspecto llamativo. Sus ojos brillan como 11


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dos chispas de fuego de color verde. Fascinadores, verdaderamente hermosos, pero un poco tristes. Mide un metro sesenta y cinco y, con cincuenta y ocho kilos de peso, su silueta puede calificarse de casi perfecta; de piernas largas y bien proporcionadas, cuello esbelto, manos largas y finas como dos azucenas. En fin, toda su persona refleja confianza y paz, ya que parece vérsele el alma cuando se mira su semblante. Huye de las miradas ajenas tanto como le es posible y, sin embargo, se ve acorralada a menudo por su atractiva belleza. Los chicos, cuando la conocen, se hacen esperanzas de poder conquistarla, especialmente Rafael, un gallardo mozo de veintidós años —dos más que Gloria— que se cree muy seguro de sí mismo. Está económicamente independizado y trabaja por su cuenta. Con su carácter lanzado y descarado, piensa que hoy será una buena ocasión para cortejarla, ya que hace tiempo que le gusta la joven. Se acerca a las muchachas poniéndose al lado de María y la saluda con estas palabras: —¡Hola, morenita! —le dice a María. Luego se dirige a las demás—. Bueno, hola a todas. —Hola —le saludan las chicas. —Hoy es un día espléndido. Me siento generoso ¿A qué no os atrevéis a venir a tomar un helado conmigo? —¡Mira qué galán! Claro que sí —contestan María y Herminia—. Por una vez al año que nos vienen visitas, solo faltaría no darles ganancias. —Y a ti, ¿no te apetece, Gloria? —dice el chico. —A mí no, gracias. —¿Prefieres churros? —insiste él—. La parada está más arriba. ¿Qué me dices? —¡Oye, nene! —contesta María—. ¿No te parece que no es muy agradable esto de servir de trampolín? 12


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—Perdona, chica —se disculpa Rafael—. ¡No puedo meterme en medio de las tres! —Vaya, vaya —se queja María—. Un poco de picardía, hijo. De manera que la invitación y elogios son para la señorita Venus, ¿no? ¡Ya te digo yo...! ¡Qué cara tienes! —¿Sabes, María? —interviene Herminia—. Será mejor ir solas, ya que si se nos acerca algún mozo al menos sabremos que será por nuestro palmito. A continuación se dirige a Rafael y le dice: —Y el helado, te lo puedes tomar con quien quieras. —¡Vamos, vamos! No seáis tan quisquillosas —dice el chico. —No os enfadéis —les dice Gloria—. Metámonos en una sardana. ¿Qué os parece? Mientras enlazamos la manos haremos las paces. —Por mí encantado. Se acercan a un grupo que empieza a darse las manos para seguir el compás de la agradable danza. Gloria hace uso de su picardía y realiza una brusca maniobra falseando que se le ha torcido el tobillo y coloca de esta manera a Rafael al lado de sus amigas, quedando de esta forma libre de pareja. Pero pronto se le acerca un excursionista, con pantalón corto y una espesa barba, y le pide ser su compañero para danzar a su lado. Ella acepta sin reparos mientras escucha complacida sus elogios. Lo único que quiere es no tener a Rafael junto a ella. —¡Jamás había creído que se criaran flores tan bonitas en la montaña! —le dice el desconocido visitante. —¿Es usted de aquí? —Muy amable —le contesta ella—. ¿Acaso es usted de ciudad? —Más bien soy un trotamundos. Pero nunca desperdicio la ocasión, si veo una flor silvestre, para gozar de su aroma. Un movimiento fugaz le llama la atención por el rabillo del ojo. Gloria desvía la mirada con ansia para ver quién se apea de aquel 13


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coche que acaba de llegar. Pero qué decepción. Después de dejar a los señores Vilar, que son recibidos con agradable satisfacción por los allí asistentes, el coche da la vuelta y desaparece. Aunque su gran nobleza les convierte en gente de alto rango, en días de fiesta comparten alegría y sencillez con el pueblo. El apellido Vilar tiene resonancia, desde sus abuelos, como personas entendidas, vivaces para los negocios y cualquier palabra suya basta, pues siempre son sinceras y bien acertadas. Saber negociar es conservar el patrimonio, que muy bien se lo administran. Gloria, cogida de las manos en el coro, sigue bailando mientras contempla como en su paseo por el Pla, los señores Vilar son saludados por todos los asistentes. Su cerebro se remueve como un torbellino, ella espera ansiosamente que terminen los últimos compases y hallar algún pretexto para marcharse. No le apetece nada quedarse a la fiesta. Mientras, el galán que tiene a su lado no deja de hablar. Ha finalizado la sardana y el joven, muy correcto, le da las gracias y le pide nuevamente que sea su pareja en la próxima danza, a lo que Gloria contesta: —Quién sabe, a lo mejor... —Entonces, ¡hasta luego! Gloria da la vuelta, se coge a María y le murmura: —Escucha. Me voy a casa. No sé qué me pasa, me duele mucho la cabeza. Pero hazme un favor, te lo suplico: ¡quédate con Rafael! —No te preocupes —contesta María—, déjalo en mis manos. Además: tú sabes que lo haré con gusto, ya conoces mis sentimientos. —Gracias. ¡Qué buena eres! Llegan Herminia y Rafael riéndose. —¡Qué bonita sardana! —exclama el muchacho—. Y ¿qué? Ya he visto que no te has aburrido, Gloria —le dice con cierta picardía. 14


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—Sí, sí. Era un chico muy agradable y la música siempre da nota de alegría. —¿Y el helado que nos prometiste? —comenta María. —¡Es verdad, chico! ¿A qué esperamos? —insiste Herminia. —¡Pues a vosotras! —protesta Rafael. Se meten, pues, en medio del gentío y así puede desaparecer Gloria, no sin antes tener algunas complicaciones para dejar el Pla de la Sardana. Una vez a la salida, se da cuenta de que está muy transitado el sendero. Medita un momento y decide subir por la carretera. Tardará más rato pero le da igual: tiene toda la tarde de tiempo. Lo toma como un paseo hasta llegar a la curva cuyo mirador queda encima de la fiesta. Se sienta en una piedra al borde del camino, que parece está esperando que alguien repare en ella, y contempla detenidamente el bullicio de allí abajo. Gloria observa, mientras descansa cómodamente, cómo se están juntando los diversos grupos mientras la orquesta lanza, acompasada, notas al aire. Otros se entretienen metiendo los pies en el pequeño arroyo que procede de la cascada. También algunas parejas hacen el amor escondiéndose en los escasos árboles que hay en el Pla. Se viene celebrando año tras año, si el tiempo lo permite, y es muy concurrido por su bello paraje, que está cubierto de pequeño césped durante casi todo el año. La altura de las diversas montañas que lo envuelven le dan una gracia exquisita y una temperatura muy agradable. El sol, mirado desde allí, te viene a visitar por allá a las diez de la mañana y vuelve a marcharse a las cinco de la tarde, quedando, al desaparecer, una luz verde oscuro que se va aclarando a medida que oscurece, ya que los pinos dejan de brillar a causa de la caída de la tarde. Las tiendas de campaña de diversos colores dan la bienvenida a los visitantes. Tiene un aspecto bonito y acogedor el escenario que divisa Gloria desde aquella curva. Las 15


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carcajadas del numeroso gentío llegan a sus oídos con resonancia de cansancio. Por su parte Gloria se dice: “Ellos podrán reír si van por el camino de la dicha, mientras que yo... la tengo tan lejos. Solo Dios sabe dónde está y con quién se encuentra. ¡Oh, señor, haced que pueda verle y oírle pronto!”. Con estos pensamientos se alza para seguir en dirección a su casa. Solo da unos pasos cuando, de repente, el motor de un coche se le viene encima. —¡Ay! —exclama Gloria poniendo las manos encima del radiador. Se escucha un fuerte frenazo. Se abren las puertas del vehículo y Carlos salta precipitadamente y cogiéndola en sus brazos exclama: —¿Te he hecho daño, pequeña? Gloria le mira con ojos aturdidos. “Es él y estoy junto a su pecho. ¡Qué suerte la mía en este momento!”. Exhala un suspiro. Carlos también siente una dicha que jamás había descubierto, pero viendo que ella no contesta, se estremece; volviéndole a preguntar, le dice: —¿Te duele este rasguño o es un golpe fuerte? —mirando una herida que le sangra en el brazo, a lo que Gloria contesta que ni se había dado cuenta—. ¡Y pensar que te podía haber matado...! Dios mío, no quiero imaginarlo. —Si es que la culpa es mía. —¡Qué horror, Gloria! —le dice cerrando los ojos—. No pensaba encontrarte aquí. Los amigos que van junto con Carlos en el coche también se apean y contemplan la escena, preguntan si es grave, a lo que Carlos responde: —Parece que no tiene importancia, si no es que me miente la niña. Yo sí he notado el golpe. 16


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—No, no. No me ha pasado nada. Pueden estar seguros. Estoy bien. —Mejor así —comentan los amigos—. Tendríamos la tarde rota y nuestro afán es ir a divertirnos. No hay contestación. Carlos la acompaña hasta el lado del camino, se mete de nuevo detrás del volante, no sin antes darle de nuevo una cariñosa mirada. Los jóvenes le siguen sin comentarios y Gloria reanuda su camino. La casa de Gloria está en la calle Capuchinos, al final. Está construida con ladrillos y no tiene bonita fachada. Hay dos puertas: la de entrada que da a la calle, como es natural, y la otra, la puerta de atrás, a su galería, que está en un primer piso, donde la gente tiende la ropa por haber un trozo de tierra sin cultivar. Al pie de la escalera Gloria tiene un bonito jardín y abundantes macetas con flores de diversas especies en la barandilla. Las cuida con ardor, lo mismo que todos los quehaceres de buena ama de casa. Limpia y aseada, tiene visillos en sus ventanas e igual que cortinaje, de gusto refinado aunque no de presupuesto, en cuantos sitios son adecuados. Gloria es un encanto: joven y de buen porvenir. Quien consiga conquistarla tendrá una verdadera joya. Ha dejado la carretera antes de llegar a la calle mayor, a la entrada del pueblo, y pasa por el pequeño sendero detrás de la iglesia. Cruza el callejón pasando por en medio de las huertas hasta llegar a su casa. Sube corriendo las escaleras, abre la puerta sin pensar en cerrarla, cantando y dando vueltas y saltos. Corre a mirarse al espejo, se pone las manos en el corazón y repite: —¡Le quiero! ¡Le quiero!... Cómo me ha mirado... Uf. Ay, ay... mi corazón parece que está loco. ¡Loco de amor por él! Si pudiera conseguirle... ¡Soy feliz! ¡Muy feliz! Hoy sí que he tenido una gran fiesta. —¿Quién es esta persona tan feliz? 17


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—Ah, ¡papá! ¿Eres tú? —Sí, hija, ¿quién entonces? —No sé, me parecía que tu voz me sonaba a distinto. —¡Ay, ay, ay...! Que todo esto a mí me suena a otra cosa. Bueno, bueno ¿Y el atropello qué? —¡Ah! No ha sido nada. Pero qué rápida es la gente. ¿Quién te lo ha dicho? Si se puede saber. —¡Quién va a ser! El joven conductor mismo. Temía que fuera algo grave. —Pues ya ves. Gracias a Dios no tiene importancia. —Ya lo veo, ya. Pero en efecto, te encuentro un poco rara. —Ay, papá, no sé lo que me pasa... —Lo que no me explico es por qué motivo te has ido de la fiesta. Todo el pueblo está allí. Y tengo un mal presentimiento. ¿Es que huyes de alguien o es que estás enamorada? —Gloria no contesta y don Ramón vuelve a insistir—. Yo también he sido joven y creo que podré entenderte si tratas de explicarte. —Es que... no sé cómo empezar. —¿Quieres que te ayude, hija? Vamos a ver: tú quieres a Carlos, ¿no es así? —¡Oh, sí, papá! Con toda el alma. Aunque a veces, al mirarme, expreso dentro de mí una grata satisfacción y un vacío que no llego a comprender lo que significa. ¿Será por ser tan poca cosa ante su ser o quizás su mirada no es tan clara como creo entender? —Te advierto, hija, que esto es muy complicado. Pero que mucho. Nosotros no podemos ponernos a su altura. —Tú lo has dicho. —Y sin embargo desearía que así fuera, porque quiero todo lo mejor para ti. Pero tampoco quiero darte esperanzas. Aunque Dios puso en ti unas buenas armas: simpatía, dulzura, bondad y belleza. 18


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—Papá, ¡eres muy bueno! Pero no me preocupa mi persona sino mi porvenir. Pienso que la señora Encarnación es un poco altiva. —¡Gloria! No quiero que digas eso. Ni siquiera lo pienses. ¿Acaso has olvidado que fue ella quien te acompañó al altar el día de tu primera comunión? ¿Y las veces que has estado en su casa cuando eras niña? —Sí, ya lo sé, que con Carlos hemos vivido muy juntos. Y sin embargo temo que la señora intente estropear mi felicidad. Y dime papá: ¿Por qué no vino Carlos a mi fiesta? —Estaba muy lejos, en un colegio de Suiza estudiando. Pero fue en otra ocasión cuando demostró mucho interés y protección hacia ti. —¡Ah! Pues, ¿por qué no me cuentas cosas de mi pasado? Ya sabes que me gusta hablar de ello, sobre todo si Carlos está involucrado. Nunca me cuentas mis travesuras de niña chiquita... —¿De verdad quieres saberlo? —Sí, sí. —Está bien. Un domingo por la tarde jugabais todos los niños con el señor cura. Rafael, que siempre te ha tenido manía y envidia al ver que los mayores te protegían —es un chico de pueblo, dos años menor que Carlos, con quien nuca se ha entendido de ninguna manera. Carlos, rico y poderoso, siempre ha sido el joven más admirado del pueblo. Rafael tiene una personalidad muy fuerte y no deja intimidarse por nadie, es algo grosero y caprichoso. Dos jóvenes muy distintos unidos por sus juegos y enfrentados por sus sentimientos—, aquel día, según parece, empezó a correr tras de ti hasta que te cogió y luego te mordió con toda su malicia. Tu empezaste a gritar. Vino al instante Carlos, que tenía más edad, y, después de darle un par de puñetazos al chico, te trajo a casa diciéndome estas palabras: “Si no se hubiera metido el señor cura, le hago la cara nueva a ese cobarde”. Yo, como es natural, 19


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tuve que hacer verdaderos esfuerzos para contenerme la risa, ¡pues lo decía de una forma...! Y, además, muy enfadado. Y él, dándose cuenta, murmuró: “La he defendido y no me arrepiento. Créame” y se marchó. Yo no le di mucha importancia al asunto, ya que en verdad nunca habían congeniado y, por otra parte, Rafael no cuenta con grandes amistades en el pueblo, que yo sepa. Gloria no habla. Está pensativa y seria. Don Ramón se da cuenta y se acerca a ella y le pone una mano en el hombro. Gloria se vuelve con una dulce sonrisa, aunque su pensamiento está algo nublado. Aún tiene grabado en su mente un día del invierno pasado, a las ocho de la tarde, cuando volvía de su trabajo. Se había retrasado un poco más por terminar unas cuartillas y, al salir a la calle, vio con desagradable sorpresa que la aguardaba Rafael. Pasó por su lado sin darle la más mínima importancia, igual que si no lo hubiera visto, y alargó el paso. Cuando notó que él la seguía a corta distancia, salvó los pocos metros que la separaban de su casa. Al sentir cómo forzaba la puerta para poder entrar, sin conseguirlo, Gloria se asustó muchísimo. El corazón le latía con fuerza mientras rogaba a Dios que la ayudase, ya que aquella noche su padre no dormía en casa. Jamás desde aquella ocasión había vuelto a dirigirle la palabra hasta aquella tarde, y prefirió huir de su presencia dejándolo con María. Estaba segura de que ya no le vería en todo el resto del día. Rafael, aunque no está mal —es alto, moreno y bien plantado—, mirado con los ojos de su amiga tiene más atractivo, porque María ve que el chico es interesante, sobre todo porque su padre posee un camión de transporte que, además de llevar la leche de los contornos por la mañanas a Vic, va dos veces por semana a Barcelona. Allí está su desgracia. Con estos absurdos pensamientos apoya la cabeza en el hombro de su padre diciendo: 20


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—Sígueme hablando de cosas de mi niñez. Por favor, lo deseo tanto... —¿Qué quieres que te cuente de tu infancia? Eras una niña normal, hacías travesuras propias de la edad. —¡Oye, papá! Ya ves que por mi parte no he escatimado las palabras y he abierto por completo el corazón, confiándote mis ilusiones. —No, no me digas que es mi obligación. —Ya lo sé. Y me pregunto a veces que debiste de querer mucho a mi madre para guardar tanto silencio. ¿O quizás soy motivo de estorbo para tus planes? Don Ramón medita. “Ya es una mujer y debe saber la verdad. Creo que ha llegado el momento”. El padre duda un instante, pero como si algo en su interior le dijera que debe tener fuerza para afrontar la realidad, se decide a hablar, cosa que no ha hecho antes. Quiere quitarse este peso que lleva dentro guardando silencio y que en el fondo le atormenta. “Ojalá que nunca la pierda”. Don Ramón desvía la mirada a tiempo de coger un cigarrillo y encenderlo. Luego, se sienta apoyando el codo en la mesa y pone el pie encima de la otra rodilla, se coge con la mano el tobillo y respira hondo. Mira a Gloria, es su hija, la ha querido con locura, pero también es una mujer: tiene que saber la verdad. Gloria piensa que ha ofendido a su padre y debe rectificar, pero no tiene tiempo. Don Ramón empieza a hablar en tono bajo y reposado, su voz es clara y a la vez segura. —Te equivocas, Gloria. Y te llamo por tu nombre, ya que voy a empezar desde el principio y entonces te llamaré hija, si tú lo deseas, ya que ni siguiera nos une parentesco. —¡Papá! ¿Qué significan estas feas palabras? ¿Acaso no le gustan mis ideas de moza? ¿O piensa con egoísmo en perderme? Si es así, se equivoca. 21


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Gloria se arrodilla, se sienta luego en el suelo, coge con las manos la pierna de su padre y, mirándole a los ojos con ternura, exclama: —Ya no soy tan niña para no saber distinguir el amor. Ni tampoco pienso separarme de usted. Y... ¿por qué ha dicho esto tan feo de no tener ningún parentesco? —¡Cuánto he sentido siempre este pesar, dulce muñequita! Y, sin embargo, por desgracia es la verdad. —¿Qué verdad? Explíquese de una vez. Pasa la mano por el rostro de Gloria y continúa. —Siempre he estado orgulloso de ti, y jamás has sido un estorbo. Al contrario, una gran ilusión y una agradable compañía dentro de mi soledad. Gloria lo mira con extrañeza. No comprende absolutamente nada y don Ramón, con gran pesar, se lo cuenta todo desde el principio.

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