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CAMPESINOCATALÁNCONGUITARRA

Joan Miró (1924)

Óleo sobre lienzo

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Museo Nacional Thyssen-Bornemisza (Madrid)

Siendo un joven estudiante de arte, Joan Miró conoce, gracias a los círculos artísticos barceloneses, al marchante de arte Josep Dalmau, interesado en la obra del joven pintor y quien será una figura importantísima en el desarrollo y la promoción de este artista (sobre todo a partir de los años 20).

Será, precisamente, gracias a Dalmau por quien Miró tendrá la posibilidad de viajar por primera vez a París, centro artístico indiscutible del arte y de la Vanguardia Europea del momento. Allí, Miró conocerá a Picasso y entrará en contacto con los círculos y las publicaciones artísticas más interesantes e innovadoras del momento.

En ese instante quedó claro: Joan debía empezar una nueva etapa profesional en París.

Cuando Miró se muda a París en 1921, se lleva un puñado de hierba de Mont-Roig, el pueblecito de la comarca del Baix Camp catalana donde, retratando la cotidianidad rural del Mas familiar, había iniciado su transformación pictórica al crear una pieza como “La masía” (punto de inflexión en su obra).

Quizás eso nos explique cómo, en esta etapa parisina inicial, Miró construye un universo en el que observamos la suma de, por un lado, una mirada esencial e identitaria hacia la tierra; en concreto, hacia Mont-roig (donde Joan vuelve recurrentemente para seguir creando).

Y, por otro, las influencias vanguardistas que recibe gracias a su contacto con el ambiente surrealista, en el que cuenta con amigos como André Masson, Paul Elouard o André Breton (a través de quienes conocerá, también, la práctica dadaísta).

Entre 1923 y 1924, crea obras como “Tierra Labrada”, “Paisaje Catalán” o (más concretamente) la pieza que estamos comentando, “Campesino Catalán con Guitarra” (creada en 1924).

En ellas, queda patente el nuevo camino pictórico e iconográfico trazado a partir de “La Masia” (1921-22), pero también observamos el influjo de las nuevas tendencias artísticas vanguardistas que le ayudan a someter a la imagen a un proceso de abstracción y esencialización; codificándola y distanciándola (progresivamente) del terreno de lo mimético.

En consecuencia, podemos observar el nacimiento de todo un vocabulario de símbolos y referencias iconográficas que actúan alegóricamente para revelar el ámbito geográfico e identitario en el que se asientan las raíces de Miró: el campo catalán.

Miró nos habla del arquetipo del campesino catalán a través de elementos como la barretina, la pipa (de la que emanan estrellas y una llama en forma de lengua que presenta los colores de la senyera), e incluso la configuración de su propio cuerpo, que (creado a través de una composición dinámica de líneas negras) se asemeja a las veletas que coronan y dan vida a las masías.

En nuestra propuesta expositiva, hemos querido hacer dialogar esta pieza de Joan Miró con algunas obras creadas por Wassily Kandinsky a principios de los años veinte, porque la tendencia a la abstracción del pintor catalán en este lienzo, unida a la composición cromática nos han llevado a ligar conceptualmente la obra de ambos artistas.

Kandinsky no sólo fue uno de los artistas pioneros en el camino hacia la abstracción pictórica (no el primero, pues debemos recordar la figura de Hilma af Klint); también fue relevante su labor en torno a lo cromático pues, en su teoría del color planteada en “De lo Espiritual en el Arte” (1911) desarrolló todo un sistema analítico en el que ponía en relación a los diferentes colores con las sensaciones y emociones que estos despertaban en el ser humano.

No nos parece casual, por tanto, que Miró base la composición cromática de “Campesino Catalán con Guitarra” en el uso de cinco colores como son: el azul -profundo- y el amarillo -agudo(que, en la teoría de Kandinsky plantean la gran antinomia entre los colores fríos y los cálidos); el rojo (vibrante, potente, tenaz), el blanco -silencio esencial- y el negro -profundo, vacío-.

Miró no nos aporta información espacial en esta obra. De hecho, la figura parece flotar en una masa azul (¿celeste?), pero la presencia de los elementos alegóricos que ya hemos comentado (barretina, pipa, veleta), unida al uso de los colores vivaces y llamativos (sobre todo el amarillo y el rojo - presentes en la bandera catalana-) generan un espacio simbólico plenamente reconocible: la conceptualización de lo catalán por parte de Joan Miró.

NATURAMORTA(NaturalezaMuerta)

Salvador Dalí (1926)

Óleo sobre lienzo

Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid)

Corría el año 1926. Salvador Dalí, junto con su tía, Caterina, y su hermana, Anna Maria, tuvo la oportunidad de viajar a París por primera vez en su vida.

Para él, fue todo un acontecimiento: París era, por aquel entonces, el centro cultural más relevante del mundo contemporáneo. Durante aquella visita, Salvador quedó maravillado por las obras expuestas en el Museo del Louvre… pero, quizás, aquello que le fascinó y removió sus cimientos fue la oportunidad de conocer a Pablo Ruiz Picasso.

Picasso, en aquellos años, se encontraba inmerso en la etapa artística que, desde la Historia del Arte, se ha dado en llamar “Neoclasicista”, un momento visualmente más conservador, claramente figurativo, en el que sus obras muestran la influencia que el Renacimiento había provocado en él durante uno de sus primeros viajes a Italia.

Pero no son estas obras las que impresionan al joven Salvador Dalí en su encuentro con el maestro.

Dalí se ve seducido, sobre todo, por los lienzos cubistas de Picasso. Y, más concretamente, por aquellos que formaban parte de la llamada “etapa sintética”, que se desarrolló entre 1912 y 1919. Un periodo en el que el color vuelve a la obra de Picasso, en el que el facetamiento cubista permanece en su construcción espacio-temporal de la imagen; pero de un modo menos conceptual y más figurativo que en la primera etapa (la analítica).

Con esto en mente, y ya de vuelta a Figueres, Dalí crea esta obra: “Natura Morta”.

En ella, observamos una clarísima influencia de los bodegones cubistas sintéticos de Picasso. Así como también se nos muestran ecos de las naturalezas muertas creadas por otros artistas cubistas como, por ejemplo, Juan Gris.

Esto queda patente en diversos detalles: por un lado, la inclusión de elementos como una guitarra o una botella; por otro, el tratamiento facetado de la imagen, donde los objetos parecen haber sido atomizados para luego volver a ser reconstruidos; consiguiendo, de este modo, que queden reflejadas múltiples perspectivas que, por tanto, dejan una rendija abierta para que el movimiento (y, en definitiva, el tiempo) se cuele en la composición.

El color es otro de esos componentes que nos remiten al cubismo analítico. Pero, cuidado, no debemos confundirnos, pues éste es un uso del color, además, muy significativo.

Si prestamos atención a la composición cromática, veremos que la zona coloreada actúa del mismo modo en el que lo haría un foco de luz.

El espacio en el que se ubica este bodegón ha sido creado en escala de grises. Se trata de una lectura contemporánea de la grisalla, en la que vemos reminiscencias de lo cubista, pero también 10 del expresionismo alemán (de hecho, la representación de lo arquitectónico que observamos en esta obra, tiene mucho que ver con las imágenes urbanas creadas por Lyonel Feininger).

Ese contexto oscuro, nocturno es, de hecho, un espacio exterior. Un lugar que podemos identificar con las calles de un pueblo pescador en cuya orilla vemos el mar… un mar negro, profundo, en el que el reflejo de la luna llena parece bailar, tintineante.

En primer plano, observamos algunos detalles que confirman nuestras sospechas: bajo el bodegón aparecen redes de pesca sobre las que descansan varios pescados.

El espacio que vemos reflejado a través de la grisalla es, efectivamente, Cadaqués.

Ahora bien, como hemos señalado anteriormente, la zona central del cuadro aparece destacada gracias al uso del color, que actúa de modo semejante a un haz de luz que no sólo ilumina, también destaca una zona concreta de la imagen.

En este recurso se produce un efecto curioso porque la luz parece emanar de la luna que, gracias al juego creado a través de las líneas en ángulo que observamos a la izquierda de este satélite, le convierten en una suerte de flexo, de foco.

En cualquier caso, ahora cabría preguntarse: ¿qué ilumina ese haz de luz? Y la respuesta no es baladí. Pues los objetos enfocados son, entre otras cosas: una guitarra, un busto que parece representar a Federico García Lorca y un pequeño pez.

Salvador Dalí había conocido a Federico García Lorca entre 1921 y 1922 en la Residencia de Estudiantes de Madrid, lugar en el que ambos vivían.

Allí se fragua una intensa amistad en la que se verán acompañados por otros intelectuales y artistas como Luis Buñuel o Pepín Bello. Pero, Federico y Salvador ven crecer su relación: esta se torna más profunda, más pasional y personal.

Federico pasa el verano de 1925 en Cadaqués. Es justo el verano anterior al viaje de la familia Dalí a París. En 1926, Salvador es expulsado de la Academia de Bellas Artes de San Fernando y abandona la Residencia de Estudiantes… debe volver a su tierra natal.

Esta etapa, en la que Dalí vive a medio camino entre Figueres y Cadaquès, es el momento en el que el artista catalán crea la obra que estamos comentando: “Natura Morta”. Un momento en el que había sido distanciado de sus amigos y del que, muy probablemente, fuera su pareja. Un momento, por tanto, en el que Cadaqués se vuelve oscuro y lo único que ilumina ese paisaje es el recuerdo de Federico (de ahí que veamos su busto retratado); de sus poemas y canciones (representadas a través de la guitarra)… ante ese recuerdo, Dalí vuelve a sentirse vivo. Y esa emoción se refleja en el pequeño pescado que aparece representado en color. Dalí, en múltiples ocasiones se identificó con la figura del pez, llegando a narrarlo (de manera irónica) en su “Diario de un genio” (Dalí, S., 1964, p. 39):

“¡Por otra parte, debía ocurrirme durante esta jornada uno de los acontecimientos más angustiosos de mi vida, puesto que me convertí en pez! Esto merece la pena ser contado.”

Pero, si queréis saber lo que sucedió aquella mañana, os recomendamos que hojéeis su Diario. Por ahora, no dejéis de disfrutar un ratito más de esta obra de su etapa pre-surrealista: “Natura Morta”.

Pintura(Hombreconpipa)

Joan Miró (1927)

Óleo sobre lienzo

Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía (Madrid)

Otoño de 1924. Joan Miró lleva ya tres años viviendo en París. Ha encontrado su lugar. Pablo (Gargallo) se ha portado muy bien con él y le ha permitido asentarse allí, en el taller de la Rue Blomet, 45, donde Joan vive y trabaja. Ha tenido mucha suerte, desde el principio encajó muy bien con su vecino André Masson y no sólo se hicieron amigos, también le presentó a gente estupenda que ya forma parte de su círculo de amistades: Antonin Artaud, Jean Dubuffet, Paul Elouard…

Ellos han sido quienes le han introducido en el mundo del arte dadaísta, junto a ellos está indagando y reflexionando sobre nuevos conceptos creativos: ¿debe introducir el automatismo en sus piezas? ¿Qué diría Freud si pudiera preguntárselo?

Hoy han quedado para ir a ver una exposición que se ha inaugurado hace unos días en la Galerie Vavin-Raspail con obra del artista suizo Paul Klee. Joan tiene muchísimas ganas de ver la obra de Klee en vivo y en directo. Hasta ahora, sólo ha podido hojear las reproducciones que aparecen en las monografías que tiene Masson en su taller… ¡cómo le encantaría poder viajar a Weimar para asistir a las clases de Klee en la Bauhaus!

Así imaginamos al joven Joan Miró momentos antes de visitar una de las exposiciones que, en su etapa de formación, más influencia tendrían sobre la obra de este artista. Aquella visita, la posibilidad de ver la obra de Paul Klee en directo, impactó al artista catalán de tal manera que muchos años después le reconocería a Brassaï:

‹‹Klee fue el encuentro capital de mi vida. Fue bajo su influencia como mi pintura se liberó de toda vinculación terrestre. Klee me hizo comprender que una mancha, una espiral, un punto incluso, pueden ser temas pictóricos tanto como un rostro, un paisaje o un monumento.›› (Brassai, 1982, p.55).

Para nuestra exposición, sentíamos que era necesario hacer dialogar al ‹‹Hombre con pipa›› de Miró con algunos de los retratos y figuras antropomorfas creadas por Paul Klee. Pues, a través de esta pieza, se percibe perfectamente la influencia que tuvo el artista suizo sobre la obra del creador catalán.

Desde este rincón, nos observan personajes de carácter naïf, en los que la línea dibujística define sus gestos pero los sintetiza hasta convertirlos en una mueca sutil. Trazos que, por otro lado, contrastan y combinan con las manchas de color que conforman la composición de estas otras. En el caso de Miró, la pieza se antoja casi monócroma.

Desde el lienzo, nos interpela una masa gris que, a través de un juego de líneas y puntos cruza los límites de lo abstracto para convertirse en una figura antropomorfa. De repente, todo encaja: ante nosotros se encuentra un hombre que frunce sus labios para aspirar el humo de ¿una pipa?. Eso, al menos, es lo que nos indica el título de la obra.

Pero, en realidad, ¿qué más da? Esa pipa podría ser un pequeño planeta que flota en un universo donde las formas parecen ser aparentemente simples. Un espacio bidimensional en el que, gracias al juego con una mancha de color negro perfectamente situada, observamos como el círculo adquiere volumen, tornándose una esfera… la única referencia volumétrica que aparece reflejada en este óleo.

Cinco líneas emergen de ella, ¿la mano del fumador? Es posible… de hecho, esas líneas se repiten más allá de la pipa y nosotros las percibimos como las manos que dibujaría un niño.

Y, de repente, un trazo rojo rompe la monotonía cromática. Tan sólo con una línea, Miró es capaz de crear el contrapeso visual necesario para abrir la composición y generarnos nuevas preguntas.

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