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Artículo Los osos del velódromo
Federico Vegas
Los osos del velódromo
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Una tarde, a comienzos de diciembre de 2020, acompañé a mi hija Alejandra al velódromo del Centro Olímpico en Santo Domingo. Hacía un calor picante y me sentí metido en una olla alargada similar a las usadas para cocinar un mero de varios kilos. Los bordes de la pista se inclinan en las curvas con el peralte justo para compensar la fuerza centrífuga de los veloces ciclistas, creando una concavidad que te separa del resto del parque e incluso del mundo.
Cuando hay más de tres mil sillas y eres el único espectador, luces como el auténtico solitario, lo que explica mi sorpresa cuando descubro que en el asiento a mi derecha hay un oso. Me levanto y encuentro un segundo oso en la silla donde he estado sentado y un tercero en el de la izquierda. En la inesperada compañía de aquellos tres seres, mi soledad aumenta. No tengo con quién compartir el hallazgo o que me ofrezca una explicación.
A veces la manía de encontrarle una razón a todo fenómeno nos aleja de realidades más divertidas y profundas. En vez de contemplar con atención aquellos inesperados dibujos, pongo toda mi atención en indagar cómo se originan.
Las sillas de plástico tienen una concavidad más suave que la de la pista. Justo en el centro, los asientos están fijos a una barra mediante una tuerca rodeada por tres equidistantes agujeros que impiden al agua de la lluvia se deposite. Partiendo de estos cuatro puntos invariables, van surgiendo manchas por efecto del agua y del sol que sugieren rostros de osos. Aunque se repiten las mismas medidas, las imágenes son muy diferentes. El que está a mi derecha luce seguro de sí mismo, exhibiendo un cierto abolengo y peludo orgullo; el que habita en la que ha sido mi silla (donde ya no me atrevo a sentarme) tiene algo de recién llegado y muestra un estupor semejante al mío; el de la izquierda aparece un tercer oso con aspecto de mono o de gato; es sin duda un oso, pero muy al borde de su especie y cuesta precisar si la evidente diferencia lo apena o lo llena de orgullo.
Los fotógrafos que llegan a una comunidad remota y primitiva se pasan varios meses estableciendo contactos y relaciones antes de sacar la cámara. Yo me comporto como un gatillo alegre y retrato a los osos sin piedad ni consideración. Tomar fotos suele equivaler a llevarte algo que aún no te pertenece. He debido dedicar más tiempo a familiarizarme, pero sigo el camino de quien descubre un tesoro y, por querer hacerlo suyo, no llega a disfrutarlo y muchas veces lo destruye. La razón de mi posesiva exaltación es que continúan apareciendo osos y más osos a lo largo de todas las filas y sillas, miles de ellos. Los enfrento como si estuvieran a punto de escaparse, o de ejercer su poder y perseguirme con malas intenciones. No dejo de preguntarme por qué en esos asientos de plástico siempre aparecen osos, con la excepción de algunos rasgos gatunos, perrunos y hasta humanos que confirman la regla y la hacen más evidente. He llegado a pensar que otras personas verán otros animales, otros paisajes, otras tormentas, o simplemente una costra que puede ensuciarles los pantalones.
Lo que resulta más fascinante no está en cada uno de los dibujos, algunos muy bellos, sino en el proceso de su aparición, incluso de su evolución, pues se trata de imágenes vivas cuyos rasgos continúan acentuándose o desvaneciéndose.
Ya anocheciendo, caminando de regreso a casa con Alejandra, le conté lo que me había pasado. Fue la descripción más emocionante que he logrado hasta ahora. Mientras más pienso y discurro más me alejo de esa tarde inquietante y juguetona. Estos asuntos del azar y la naturaleza conviven mejor en la frescura y la magia de una primera vez.