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Magia

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Señor “chichis

Señor “chichis

Alex Haro Díaz UAEMex

Cuando era niño, jamás entendí a qué se debía tanta insistencia por parte de mi mamá acerca de la importancia de la familia. Su actitud era agobiante, al grado de que cada vez que una reunión, cena, comida, cumpleaños o celebración de cualquier tipo se acercaba, mi hermano y yo temíamos la llegada de esa fecha. Desde días antes, mi mamá se transformaba. Era como si todo lo que existía a su alrededor se desvaneciera. De pronto, lo único que importaba en el mundo era estar con su familia: ¡nada más! Y todo lo que atentara a la posibilidad de que ella disfrutara hasta el más mínimo instante de esa reunión, se convertía en su enemigo más acérrimo. No me malentiendan, yo también la solía pasar muy bien con mi familia: saludar a mis tíos y alguno que otro pariente lejano al que solo podía ver una o dos veces al año; jugar con mis primos, y comprar cantidades inhóspitas de dulces, papitas y chocolates con nuestros respectivos “domingos”; ah, y, sobre todo, saludar a la abuela y atascarme con su comida hasta que sentía que la panza me iba a explotar. Sin embargo, la obsesión de mi mamá rayaba casi en lo enfermizo. Sobre todo, me molestaba que, en cuanto su familia pronunciaba una sola palabra, yo sentía que dejaba de existir para ella. De golpe, todas sus energías se concentraban en ayudarlos en cualquiera que fuera su problema, incluso si me parecía un caprichito. Y, además, me molestaba muchísimo que los defendiera a capa y espada, en especial en los días en que, según yo, ellos estaban mal. Sentía que los ponía por encima de mi propia familia nuclear. A diferencia de otras familias, según lo que he escuchado de amigos y compañeros de escuela, la mía no se fue separando con el paso del tiempo. Todo lo contrario, pareciera que, con cada año que pasaba, ellos encontraban más motivos para seguirse reuniendo. Nunca conocí ninguna otra familia que estuviera en contacto todos los días, ¡todos los días! Muchas veces, medio en broma y medio en serio, le dije a mi mamá que eso parecía ya una cuestión de persecución enfermiza, como si ellos fungieran como los guardias de prisión el uno del otro. Y, muchas veces, le expliqué cómo, en cuanto yo me independizara, jamás haría una cosa semejante… Recién leo lo que acaba de escribir, y sé que corro el riesgo de parecer un ogro. Una vez más,

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tendré que recurrir a tu buena voluntad, querido lector, para que me tengas tantita consideración. Yo siempre amé a mi familia, a todos y cada uno de ellos. Apreciaba muchísimo el tiempo que pasábamos juntos y traté de ayudarlos todas las veces que me fue posible. Lo único que digo es que, a mi parecer, mi mamá y sus hermanos lo llevaban a un extremo poco sano. Recuerdo que yo pensaba: “si de grande tengo que seguir soportando las llamadas y mensajes constantes, me voy a volver loco” Pues, un día, mi deseo se hizo realidad. Terminé de estudiar, conseguí trabajo en otra ciudad y, al fin, logré independizarse. No lo voy a negar, de todos modos, de qué me serviría: al principio, disfruté la sensación de libertad como siempre había soñado. Por primera vez, yo controlaba la forma en que me comunicaba con mis familiares. Las llamadas y mensajes dejaron de ser una obligación diaria, que cumplía solo para librarme del requisito, y se convirtieron en una oportunidad ocasional y placentera de ponerme en contacto con los míos. Y, por supuesto, todavía acudía con regularidad a todas las reuniones familiares… bueno, a todas las que podía, por supuesto. Todo iba bien hasta que, de pronto, apareció la pandemia. Con pesar, mi mamá me llamó para informarme los festejos que el virus nos iba a arruinar: “ya sabes que el catorce y el dieciocho son los cumpleaños de tus tíos, y creo que este año querían hacer una sola fiesta para festejar ambos. Luego, el quince de abril era el santo de tu tía Inés, y tus primos y yo queríamos llevarla a desayunar… Ay, y en noviembre es la boda de tu prima Carla. Pero bueno, yo espero que ya para esas fechas ya nos hayamos librado de todo esto”. En ese entonces, sentí que me dividía en dos. Por un lado, me aliviaba saber de todos los protocolos familiares que evitaría gracias a la cancelación de esas fiestas. De golpe, desaparecían de mi futuro las típicas preguntas de siempre: ¿para cuándo conocemos a la novia, mijo?, ¿por qué no te buscas un mejor trabajo?, ¿a poco no sabías que tu primo, el que estudió medicina, ya tiene su propio consultorio y le va requetebién?, ¿no habría sido mejor que hubieras estudiado otra cosa?... En fin, la lista podría seguir por horas. Por otro lado, los primeros días de la pandemia sentí un golpe de melancolía muy fuerte, pues no sabía cuándo sería la siguiente ocasión en que podría ver a toda mi familia. De pron-

to, sentía amenazadas las historias de mi abuela que, sin importar que siempre fueran las mismas, seguían causándome la misma risa que la primera vez que las escuché. No tenía idea de hasta cuándo podría volver a ver a mi tío Felipe intentar bailar, un espectáculo como ningún otro en el planeta; en especial en aquellas ocasiones en que no medía sus copas y terminaba, “hasta las chanclas”, como diría mi tía Remedios, bailando caballo dorado él solito en medio de toda la fiesta. A lo mejor fue por eso que me contagié de COVID, mi mamá siempre ha dicho que cuando uno se pone triste las defensas se te bajan bien rápido. Eso lo hizo todo mucho peor. En cuanto me dieron mi diagnóstico positivo, recibí instrucciones de resguardarme en mi departamento y no salir hasta nuevo aviso. Tan pronto como llegué a mi casa, les conté a mis papás. Mi mamá casi se pone a rezar un rosario ahí mismo en cuanto le dije que era coronavirus. Pero, cuando por fin se hubo calmado, con ayuda de mi papá, me aseguró que me ayudarían en todo lo que fuera posible. Por fortuna para mí, mi despensa estaba lo suficientemente llena como para resistirme una semana, o dos si lograba administrar todo de la mejor manera posible. Así que le pedí a mi madre que no me llamara a cada rato para saber sobre mi situación, pues el médico me había indicado que necesitaría mucho reposo, y sus constantes llamadas no me lo iban a permitir. Ah, eso sí, para ganarme ese favor tuve que prometerle, sobre la tumba de mis ancestros, que yo la llamaría al menos dos veces al día y que, en caso de que la situación se complicara, ellos serían los primeros en saberlo. ―¿No sería mejor llamarle a un doctor, mamá?― le dije, antes de despedirme. ―¡Ay, Emiliano!― me respondió ella, muy molesta―, tú siempre con tus tonterías, ¡te estoy hablando en serio! Cuando mi cuarentena personal inició, me aterró la idea de los posibles síntomas a los que me enfrentaría. Había leído mucho sobre todas las cosas que podían pasarme: diarrea, cuerpo cortado, tos seca que no parece detenerse por ningún motivo, dificultades para respirar, fiebre elevada y muchas otras torturas. Sin embargo, los días pasaban y no sentía nada muy grave. Tenía un dolor de cabeza persistente pero soportable, y dormir resultaba bastante complicado. Ah, eso sí. Lo que no me abandonó desde el día uno fue una terrible sensación de frío que no lograba quitarme de encima, sin importar cuántas capas de ropa me pusiera encima. Es más, no solo no lograba sacudírmela, sino que a cada momento pare-

cía hacerse mucho peor. El frío comenzaba en el pecho, donde tenía un nido gigantesco con la forma y tamaño de un balón de basketball, y caminaba por mis venas, cubriendo el resto de mi cuerpo. Así pasé la primera semana. El dolor que me causaba el frío era tan fuerte que, un día, olvidé hacer una de las dos llamadas reglamentarias que había acordado con mi madre. Cuando, en la noche, me lo recordó, me excusé diciéndole la verdad. Ella se mostró muy preocupada y, con el tono de voz más dulce que tenía, ese que usaba para chantajearme cuando era niño, me preguntó si podía hacer algo más por mí. Le dije que no y colgué. Al día siguiente me desperté muy tarde, seguramente a causa de la pésima noche que había pasado. Ni siquiera me levanté de forma natural, sino que fue el sonido del teléfono el que me sacó de mis sueños. Era mi mamá. Luego de cumplir el protocolo de preguntarme cómo estaba, me dijo si había recogido lo que me dejó en la puerta. Evidentemente, contesté que no sabía de qué hablaba y ella me pidió que abriera. Caminé hasta la entrada y, luego de verificar que no hubiera nadie, abrí la puerta. Me había dejado una muy buena cantidad de sopa en un tupper enorme, de esos que mi mamá compraba casi para armar una colección. Era una dotación considerable de su delicioso caldo de pollo, la comida superpoderosa capaz de destruir cualquier enfermedad. No perdí más el tiempo: colgué la llamada, no sin antes agradecer con entusiasmo el regalo, y fui a calentar la comida. Aunque el microondas habría sido mucho más rápido, yo sabía que habría sido casi un sacrilegio calentar el caldo de pollo familiar ahí. Entonces, tuve que esperar a que la estufa hiciera lo propio. Estaba metiendo la cuchara en el plato para degustar el primer bocado cuando mi teléfono anunció una videollamada entrante. En cualquier otra situación me habría disgustado. No obstante, la que llamaba era mi madre, y sentía una enorme deuda con ella por el gesto tan lindo que había tenido. Además, me había mandado un mensaje que decía: “te tengo otra sorpresa”. Contesté y lo primero que vi fue una toma del celular, que temblaba un poco, seguramente porque mi padre era quien lo manipulaba. Por fin lo sostuvo con firmeza y pude ver a mi madre y a mi abuela, sentadas en la cocina, listas para comer. No pude contener mi emoción y saludé afectuosamente. Mi abuela comenzó a regañarme por haberme contagiado; luego,

me preguntó cómo me sentía y qué tal estaba la sopa. Me llevé la primera cucharada a la boca y sentí el calor del líquido recorrer toda mi garganta y descansar en mi estómago. La cara que puse, de total satisfacción, debió ser tan genuina que logré sacarles unas carcajadas a las mujeres al otro lado de la pantalla. Después, mi papá acomodó el teléfono en la mesa y ahora él apareció en escena. Ellos también comenzaron a comer. Era la primera vez en meses que tenía compañía en la mesa. Cuando terminamos con nuestros platos, nos quedamos platicando un par de horas más sobre cualquier cosa e, incluso, en un punto los vi jugar cartas. De un momento a otro, desapareció por completo el frío.

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