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Dejarte ir para encontrarme a mí

Karla Camila Castro Marmolejo UAEMex

Querido ajeno:

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En mi mente parecía sencillo nombrarte así, y dentro de esta nausea que estoy pasando, tengo mis razones para saber que esto nunca fue nuestro, fue ajeno. A veces olvido el sonido de tu voz o esos pequeños detalles que tenías conmigo, la comida que solías comer, las canciones que solías escuchar, todas las veces en las que me dijiste que nunca iba a estar sola, y la peor de las mentiras, que me ibas a cuidar. Y es que lo que han dicho al menos para mí se convirtió en realidad, que el primer amor nunca se olvida; pero casualmente no me está molestando olvidarte. Al contrario, se me hace el mejor método para volver a ser feliz, porque al final del día si las cosas pasan es porque algo te quería decir la vida, algo a gritos. Y eso que la vida me quiso decir es: “nada es para siempre.” Quisiera poder hablar claro, porque sé que tanto te disgusta que divague en mis pensamientos y diga cosas sin sentido. Empiezo a entender que realmente no me dolía decirte adiós a ti, a tu persona, a tu esencia; me dolía decirle adiós a todo lo que hice por ti, de hecho, me daba rabia despedir a la persona en quien me convertí cuando te tuve cerca. Pero no me refiero a esa persona gris, en la que tiempo después me transformé, más bien, al coraje que gané cuando llegaste a mi vida y tuve que luchar por lo ajeno, por un lugar que no me correspondía, a los comentarios que todos me decían sobre el tipo de persona que eras, a los muchos malos tratos.

Eso, eso era de lo que me estaba despidiendo cuando te vi partir, cuando supe que no volvería a ser la misma persona después de ti. Y entonces fue cuando me di cuen-

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ta, dejarte ir fue encontrarme a mí. Porque sin ti me di cuenta de lo grandiosa que soy, de lo valiente que puedo ser al luchar por alguien, lo feliz y hermosa que me veo cuando ahora giro al espejo y visto el atuendo que no podía. Aunque uno de tus recuerdos más fuertes me grita al oído “si yo no te voy a amar,

¿quién lo va a hacer?” alzó la mirada y me digo fuertemente “yo, yo me amo y así siempre será.” Esta vez me despido de ti, y no voy a volver, pero en mi despedida se entromete un “gracias”, porque al fin haré todo lo que me hiciste detener, porque esta vez seremos yo y mi hermosa soledad. Y no tienes de que preocuparte porque yo siempre estaré para ti, como un día tú lo estuviste para mí, como aquel día en el que no podía dejar de llorar y me diste un dulce, me dijiste que lo increíble de las cosas es que siempre llegan a su fin, y que las lágrimas se secaban, pero los recuerdos se quedaban, ¿te das cuenta del poder de las palabras? Siguen aquí conmigo, después de tantos años y hoy tomo esas mismas palabras marcadas en gris para despedirme y dejar que el color regrese a mi vida.

Quiero esta nueva vida, quiero amarme sin miedo y con mucha libertad, ponerme la ropa que tanto te gustaba criticar, escuchar la música que yo misma no me permitía disfrutar, quiero lo más maravilloso es eso; que después de ti, quiero.

Sueños y Melodías

Daniela Olivares Arteaga

El sol le besaba la cara y el viento seducía su piel. Era un día de invierno tranquilo aburrido, como casi siempre. La habitación le parecía gris, como si dentro del propio cuarto estuviera nublado, el ambiente le parecía pesado y, por todos los dioses, hasta deprimente., Por más que lo intentaba, simplemente no podía desprenderse de aquella sensación de fría indiferencia por el mundo y la calurosa y bien conocida flojera que llevaba hacia el ocio más banal que se le pudiera ocurrir. Los videojuegos ya no le brindaban una grandiosa diversión, deseaba algo más, como una inspiración inminente o crear una melodía maravillosa. Tonto, pensó. Claro que no podría hacer algo así. No en un momento tan... Frunció el ceño ¿Cuál era la palabra exacta que estaba buscando? Y más frustrante para él, ¿importaba eso?, desde cuándo le interesaban tanto las palabras que pensaba para sí al describir una situación o cómo se sentía. En realidad, nunca se había dado cuenta de que echara en falta algo así. Pensó unos segundos más. No en un momento tan... inapetente. Sí, inapetente. Aunque no estaba seguro de dónde sacó esa palabra, pero le quedaba como anillo al dedo a ese malestar que sentía. -Inapetente- canturreó en susurros - e interminable día - se interrumpió de pronto y suspiró pesado, casi un gruñido -Maldita sea -. Se levantó, sacó su MP3 junto con los auriculares del cajón de su escritorio y se los colocó. Al menos tenía un consuelo para combatir esa sensación tan desagradable. Su música. Esa música. Como sirena cantarina que le alegraba las profundidades de su alma, le llenaba el cuerpo con vibraciones y le ponía la piel y el corazón de

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Sueños y melodías

gallina. En sus oídos resonaba la banda y lo abrazaban los ritmos: rock & roll, pop, orquesta clásica, instrumental, baladas, metal - pesado y ligero -. Mil y un melodías de diferentes idiomas y autores. Pero la estancia, en realidad, se encontraba en silencio, aún con el poco ruido de la ciudad a lo lejos no conseguía romperlo del todo y, mucho menos, penetrar la barrera creada con notas apasionadas. Y él les admiraba tanto. A ellos y ellas. A esas personas que lo inspiraban. Quienes decidieron seguir el sueño imposible, más bien improbable, de seguir los latidos del deseo que yacían en la brisa de lo incierto del futuro impredecible entre el éxito y el fracaso rotundo; ese miedo y emoción que te amarran las entrañas con cadenas de impotencia. Siempre pasaba eso cuando ella le sonreía porque era sincera, abierta y encantadora. Ese tipo de gestos que vienen de una amistad la cual conoces bien y te contagia con facilidad. Ella le entregó una cuartilla escrita a mano con tachones y palabras acomodadas entre líneas. - Estoy aquí para apoyarte - la mirada de ella lo hacía sentirse algo incómodo, pues era demasiado dulce y directa -. Sé que puedes hacerlo. Confío en ti -. Tomó la hoja con desgana y se quitó los audífonos. La realidad lo golpeó de lleno. Sintió un escalofrío recorrerle la columna, pero aspiró y exhaló lenta y profundamente, no dejaría que algo como aquello le afligiera, y se puso manos a la obra con una nueva confianza en sí mismo. Cerró la cortina y el sol, con sus rayos, fue censurado; el viento apenas sacudía la tela con timidez misteriosa y apacible. La inspiración ahora reinaba. Tenía que hacerlo, si él no se mantenía sereno y en busca de inspiración, pudiera no terminar nunca la canción. Tomó su guitarra y comenzó a quebrar el silencio con notas al azar. Así comenzó a tomar forma y, con su pie, marcaba un tiempo agradable que iba a la perfección con la letra. Tap tap tapiti tap, tap tap taptaptap.

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Al componer la melodía se llenaba de ella y no sentía el tiempo pasar. Afortunadamente tenía a su amiga, que también era su letrista, que le llevaba comida, lo obligaba a estirar las piernas, lavarse y dormir; se volvía un niño grande pero estaba tan concentrado que ni cuenta se daba; era tan normal como respirar. Se transformaba en un adicto al trabajo, cosa que amaba, y ella le cuidaba; al igual que él lo hacía cuando ella se enfrascaba en escribir, inconsciente de todo a su alrededor con tal de terminar su obra poética del momento. No quería defraudarla, sabía que era muy importante para ella. A veces pensaba que más que para él. Así pasó el tiempo, a lo mucho una semana, ¿cuánto exactamente? No lo sabía. Tampoco era que eso le quitara el sueño, ni mucho menos, cosas como esa le tenían sin cuidado. Conforme pasaba el tiempo, su pecho se hinchaba de orgullo cuando le pedía a ella que escuchara un pedazo de la melodía y a ella le brillaban los ojos, maravillada por su trabajo. Se desbordaba en halagos y hacía comentarios juiciosos cuando algo no le gustaba o pensaba que podría mejorarse. Por supuesto, él no dejó de tocar hasta que la canción quedó lista. Era indescriptible la pasión que desbordaba con sus manos e instrumentos. Tocaba con precisión; sin embargo, había algo más. Sus manos se deslizaban por sus instrumentos como si, en vez de simples cosas materiales, de tiernas e inocentes notas amorosas se trataran y él fuera el amante experto que las acariciaba para darles un placer musical y sus suspiros extasiados fueran la melodía que él tan acertadamente hacía fluir de ellas. El clímax al que llegaban marcaba el final de la canción. Era delicioso. Exquisito como una brisa fresca del verano, saborear la comida preferida o un beso apasionado. No. Era mucho, mucho más. Sabiéndola acabada, la grabó, la escuchó, le agregó la letra cantada por ambos con sus voces inexpertas, la editó, archivó los borradores y las partituras originales, envió una copia a la disquera que buscaba nuevos

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talentos; ahora solo esperaban, no quedaba más que hacer. Ella abrió las cortinas, pero el sol no se asomó. Él intentó no poner mala cara y escondió su decepción bajo una máscara impasible de fingido desinterés. Llovía. Era tremendo diluvio que bien se pudo haber confundido con el de Noé; azotaba como un látigo al suelo, aunque no había rayos ni truenos que atravesaran como fuego azul lo argentado del firmamento. Él suspiró. Era deprimente, pensó por un instante, como un mal augurio que le decía que nada iría bien. Volvió la mirada, ella le sonreía juguetona y en sus ojos escondía una secreta travesura. Eso le quitó el aliento, pensaba que no habría forma de cambiar su humor y ponerlo de buen ánimo, pero la actitud optimista de ella lograba, de alguna manera que él no entendía, envolverlo del todo y, de pronto, se encontró sonriendo junto con ella. - ¡Vamos! - exclamó ella -. Casi le disloca el hombro del tirón tan fuerte que le dio para salir al patio de la casa, donde se empaparon con las lágrimas del cielo al poner un solo pie fuera. Jugaron. Se mojaron. Rieron. Como niños y amigos de toda la vida - con todo y que eso era mentira, no se conocían desde hacía mucho, pero eso eran: amigos -. Las gotas les explotaban en la ropa y la piel con sordos golpeteos, firmes y fugaces, mientras ellos bailaban y corrían de aquí para allá. Y nada les importaba, porque no existía nada más que ese momento de alegría. Cuando entraron de nuevo a la casa ya era el crepúsculo. El sol apenas se asomaba en el horizonte. Se secaron rápidamente, se cambiaron y arreglaron lo mejor que pudieron, pues estaban tan empapados como si hubieran estado nadando en un cenote; podría decirse que chorreaban pureza, risas y olor a lluvia. Y, demonios, le gustaba. Quería vivir de ese modo para siempre.

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Miró el reloj y se apresuró aún más. Se hacía tarde. Había que correr al concierto. Sí, se había olvidado casi por completo de aquello. El famoso concierto donde daría a conocer su música al mundo. Recordó que se vería con sus amigos - que también eran miembros de su banda - en la entrada del bar de la esquina de siempre para cenar y luego tocar. Como mínimo, se consoló, les darían la bebida y comida gratis. Temblaba de emoción y miedo. No podía controlarse. Cerró los ojos y, mentalmente, contó hasta diez para calmarse, mas eso únicamente logró ponerlo todavía más nervioso. Ella puso una mano sobre la suya, cosa que él agradeció. Desde que la conoció, su contacto frío le devolvía a la realidad y lograba aclarar mejor sus pensamientos y, para su desgracia, sus descontrolados sentimientos. -No dudes de ti - le dijo ella, con voz suave pero decidida. Se vio obligado a abrir los ojos y mirarla -. Estás listo, lo sé. Naciste para esto. Así que no dudes de ti porque yo no lo haré . - le sonrió irónica, sin mostrar los dientes. Ligeramente burlona -. Y si se te ocurre echarte para atrás, te mato. Lo prometo. No me esforcé y pasé días sin dormir escribiendo la letra para nada - él se sorprendió riendo -. Siempre sabía qué decir para hacerlo reír. Era por eso que eran tan amigos. Y, por supuesto, él se lo agradecía desde el fondo. No solo a ella, sino a sus amigos, familia y algunos fans que lo apoyaban y le decían palabras alentadoras para alejar el temor que lo acechaba. Por Dios, lo deseaba. Necesitaba interpretar sus canciones, transmitirlas al mundo. Tomó su guitarra y se encaminó junto con ella al lugar de encuentro con la banda. El escenario lo llamaba. ¿Lo hacía con el objetivo de impregnarse de aplausos y el inicio de la fama? No, quería sumergirse en sus obras y ahogarse

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en sensaciones, como cuando el frío de la lluvia y el fuego de la música le calaban los huesos. Era su esencia que se le escapaba por la voz, buscando llegar a alguien; a quien quisiera escucharlo. Era el amor que transmitía al mundo. Porque cuando tocaba era él encontrándose y amándose con todas sus fuerzas. Era él quebrando su inapetencia por la apatía. Simplemente, era él.

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