REVISTA CULTURAL- Año 2 – N° 7 - Diciembre 2017 -Tucumán – Argentina
DISTRIBUCIÓN LIBRE Y GRATUITA
ISSN 2451-7402
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Colaboraciones Blas Rivadeneira Carlos Alonso María Lobo Santiago Garmendia Verónica Juliano Ezequiel Nacusse Fabián Soberón
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Diseño y Diagramación
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Fotografía
Artista Invitado
Valentín Mopty
Damián Esteban Díaz
ISSN 2451-7402 Cada autor es el único responsable de las ideas vertidas en sus correspondientes artículos.
”CUENTOS”. Tren Fantasma por Carlos Alonso La mano de Kezuro por Ezequiel Nacusse Rodolfo por Fabián Soberón Mestres por María Lobo Labastida o al gran libro del mundo por Santiago Garmendia Que sepan coser por Verónica Juliano Grafiti por Blas Rivadeneira
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PALABRAS
INICIALES
POR MARÍA LOBO
ESTIMADOS COLEGAS
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onvencidos del poder de la ficción para movilizar pensamiento crítico acerca del mundo, compartimos en este último número de 2017 una selección de cuentos de autores tucumanos. Estos relatos no representan un estado actual de la literatura tucumana, ni un compendio de mejores narradores o un mapa de escritores de la provincia. Son, simplemente, relatos que invitan a hacernos preguntas y a desentrañar la belleza. En el conjunto, nuestros lectores encontrarán la fotografía de una de las disputas más actuales que se sucede en el campo de la literatura: la contienda entre las miradas del extrañamiento y aquellas de tendencia realista. De un lado, obras de formas atrevidas. Radicalización. Desfamiliarización, desfiguramiento, desautomatización. Autores con una mirada distópica, exagerada, que denuncia las distorsiones que el mundo ha naturalizado. Autores que atienden a la violencia. Como lo ha definido el italiano Franco Moretti, extrañamiento. Obras que, ya sea a partir de un género como el fantástico o la distopía, o ya en la elección de temáticas inquietantes, transitan la senda de la oscuridad. Lo señalado por Foucault: la buena litera-
tura está en esas obras que no aumentan el volumen de la biblioteca sino que pretenden interrumpirlo. Proponen la transgresión, la perforación del lienzo de la literatura y eso es posible solo mediante el extrañamiento. Cierta rareza, cierta excentricidad, cierta marginación. Algo espeluznante, o que sea capaz de provocar revulsión. En otra zona del conjunto, relatos que se deslizan en los márgenes de un realismo hoy desprestigiado en las capitales que denuncian su agotamiento. Obras que insisten con la técnica de la mímesis y que, en ese repetir del realismo decimonónico, denuncian la supervivencia de los valores que el capitalismo sigue escribiendo silenciosamente en la sociedad actual. Suelen perforar el discurso de la familia o de la industria del trabajo. Prefieren aguijonear en la vida mutilada de las burguesías. Y lo hacen con ese material inflamable; la llama que pone una luz distinta una vez que alguna página ha sido leída. Benjamin: “He aquí la poderosa inquietud que atiza la llama que en el lector consume la novela. Lo que importa no es en modo alguno una enseñanza cualquiera que la vida del héroe nos transmita. Es más bien su destino mismo el que, por la
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llama que lo devora, le comunica al lector un calor que este jamás podría extraer de su propia vida”. La voluntad de extrañamiento aparece con fuerza en el evocativo "Tren fantasma" de Carlos Alonso, o en la inquietud de "La mano de Kezuro" de Ezequiel Nacusse; también en la distopía feminista que Verónica Juliano propone en "Que sepan coser", en la violencia oscura del "Graffiti" de Blas Rivadeneira, en ese giro entre realidad o sueño del "Labastida" de Santiago Garmendia. Del otro lado, los relatos "Rodolfo" y "Mestres" emergen como manifestaciones de un realismo suave. Más allá de ese horizonte -y entre la línea que separa lo extraño de lo real-, cada uno de estos relatos propone miradas del mundo que se traducen en obras de una profunda belleza. Estamos seguros de que nuestros lectores podrán distinguir entre la estética de lo extraño y la mímesis realista; que sabrán dejarse llevar por estas tensiones estéticas. Y que celebrarán con nosotros la magnitud de estos relatos y la existencia de las disputas. Pues es la discusión lo que, en definitiva, mantiene a nuestra literatura latente, viva.
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TREN FANTASMA - CARLOS ALONSO
Al aproximarse la máquina con el 216 sin la pancita del seis de bronce, se presentan, también de la nada, el suicida saltando a las vías en una pirueta de desamor y el linyera desafortunado que tropezó varias veces en vida hasta que la última (la del intento de trepar al furgón de cola como polizonte) fue la última vez, porque un tropezón, sin duda, es caída para los vencidos; y el borracho abandonado a su suerte en medio de las paralelas; y los perros flacos, tristones de tanto olisquear basura, sordos a la bocina o imperturbables en raspar donde no se debe, todos acuden al unísono con el tren; y en el segundo vagón, ¡la estrella!: un chico transparente surfeando sobre el techo, ajeno a lo efímero, a la fragilidad de la existencia, sin que alguien le reproche su alocada chacota porque al fin y al cabo a cualquiera le pasa cuando disfruta sus hombría de quince años retozando en el lomo de un tren; y hasta una vaca ¡pobre! de andar torpe, cansada de pastear en la monotonía campestre, con un cuerno fracturado por sorpresa en la mitad, en cuyo extremo gira con dinamismo, la pancita de un seis que supo ser de bronce. Y si uno agudiza la vista podría encontrar, a la retaguardia de la formación, ¿a quién?, al mismísimo negro Maturana, precursor de la serie de aparecidos que hizo famoso al tren, cargando sobre el hombro la viga de madera que, aquel día en la playa de maniobras, le ocultara el retroceso del 216; fantasma ya entrado en años y jubilado de tanto espantar, con permiso para rezagarse, no tanto por remolón, si no para dejar lugar, como corresponde, a las apariciones más jóvenes. Todos, todos, encubiertos de alguna manera por bocanadas de vapor y menos mal ese gustillo a pudor que brinda el Más Allá, porque nadie está entero, son pedazos de almas en pena, residuos tóxicos de un cuerpo embolsado por la policía, para garantizar la salud pública pese a las protestas de las ratas. Para variar siempre faltan los Varela, lástima, no vienen ni siquiera por una cuestión de afinidad, muertos en gracia de Dios (según la bendición del cura) en la camioneta de la repartición, hermanos de Don Varela, el legislador,
quien, durante el responso ordenara el retiro del 216, coche a galpón dicen que dijo, y galpón no había, así que la condena fue pudrirse a la intemperie. Tal vez la humedad o la erosión del herrumbre o las antorchas de la Revolución Libertadora (cuando entraron a los tiros en los talleres del ferrocarril, borrando del mapa lo referente al General y sus descamisados), o quizás esas cosas del oscurantismo que no dejan a los difuntos en paz, la cuestión es que el tren se desvaneció en el aire, se hizo humo, literalmente hablando, humo, y sólo en los equinoccios de marzo, deja la leyenda de lado para materializarse en su función de recolector, y va llegando con un estrépito sobrenatural y altera la escena de los que esperan en sus bancos y la descompone en vibraciones, cuerda de guitarra que es una y mil, hasta que se puede volver a enfocarla en una única visión y cuando se presupone (dada la aceleración que trae, el modelo de locomotora y la ausencia de maquinista), cuando se presupone la imposibilidad de su detenimiento, se planta con violencia, sin ningún chirrido de frenos, ni inercia lógica, ni chispas; entonces se puede advertir que en esa falta de respeto hacia lo convencional para este mundo, radica su efecto espeluznante. El guarda desciende blandiendo una campana en su mano sin vida, mientras la otra destapa un reloj de bolsillo para comprobar, a lo Napoleón, la hora; porque la hora de abordar, es la hora, ni un minuto antes ni uno después. Sus ojos opacos, sin pupilas, impenetrables y blancos, ostras solitarias inspeccionando a los que trepan, tal cual eran, tal cual vestían y después, la taciturna barbilla en alto que apura a indecisos y protestones; les sacude la modorra de difuntos y se reavivan en un cuchicheo silencioso: eh, tanto tiempo sin vernos, ¡Minucha, qué demacrada estás, querida!, ¿vos también por acá? y desocupan sus bancos de espera para los que llegarán en breve, mañana o en cualquier momento. Apremiado por la madrugada, el guarda agita el cencerro convocante, vamos, vamos que nos vamos y un tufo a manteca fermentada se desprende del uniforme descolorido: el olor del tren recolector. Imprevistamente, quizá con la carga a medio acomodar, el convoy avanza sobre los rieles que se van disolviendo junto a la estación, toma velocidad hasta confluir en un punto oscuro; solo deja un viento rancio que ni polvo levanta porque, en realidad, no existe. A veces me subía al 216 por un ratito. Sí, al tren imaginado por los viejos cuenteros, sin maquinista, ni vendedores de revistas, ¿puede creerme? La última, el pasado equinoccio de marzo, volví a treparme y aquí sigo. Aquí sigo… *El relato “Tren fantasma” fue publicado originalmente en Incertidumbres y Certezas, Lucio Piérola Ediciones, 2014. *Docente de la Carrera de Medicina de la Facultad de Medicina, UNT.
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or lo que se sabe, el equinoccio de otoño es una época muy particular y cuando ocurre por estas latitudes, suele aparecer, cortando la noche, una formación tironeada por aquella locomotora con vetas de moho gris verdoso, célebre por su flanco izquierdo: un escudo de la República Argentina y el rostro melancólico de Evita flanqueando un 216 de bronce al que le falta la pancita del seis. Surge de la nada, precedida por un silbido plateado, humeante, de tal intensidad que es imposible no darse vuelta, aunque más no sea para evitar la colisión. Las vías, inexistentes hasta el chifle de vapor, resplandecen de pronto bajo la luz de su reflector poderoso. Unen el atrás con el adelante perdiéndose en la negrura. Y ahí nomás, la misma luminosidad descubre a los pasajeros del andén arrastrando sus pies de mal dormidos. A lo lejos hay otra estación con más espectros. Aguardando…
Biografía
Carlos Alonso nació en Tucumán y se graduó en la Facultad de Medicina de la UNT. Allí se desempeña como docente en la Cátedra de Clínica Médica II y actualmente es miembro del Consejo Superirr y miembro de la Asamblea Universitaria. Ha publicado el volumen de cuentos Incertidumbres y certezas (Lucio Piérola), y muchos de sus relatos fueron incluidos en distintas antologías como Panorama del Microrrelato en el Noroeste Argentino, Panorama de la Narrativa Tucumana, Estos Animales (Perfiles médicos) y Escritores de Tucumán Siglo XXI. Su obra también ha sido distinguida con los premios Julio Cortázar del Colegio de Graduados de Ciencias Económicas y el Premio Literario del Colegio Médico de TucuDOSSIER CUENTOS
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“El convoy avanza sobre los rieles que se van disolviendo junto a la estación, toma velocidad hasta confluir en un punto oscuro; solo deja un viento rancio que ni polvo levanta porque, en realidad, no existe.” PÁGINA 4
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ezuro atravesó la cortina que dividía el campamento del resto del bosque. La mañana era gris y húmeda. Sobre una pila de madera chamuscada hervía el agua para el té. Adivinó que Xian No había despertado antes que él y admiró su vitalidad. Se refregó las manos y sopló aire tibio en sus palmas. Tomó el balde violeta que recogía agua de lluvia y se restregó el líquido frío sobre los ojos, la boca y el pelo. El día comenzaba en el aserradero Keret, aunque las mujeres y los niños no se levantarían hasta pasadas las siete. Kezuro debía hacer el recorrido matutino marcando los árboles que talarían durante la semana él y su buen amigo Xian No. Bebió a largos sorbos el té y espió a través de la cortina. Taomi dormía en un rincón de la carpa. Se habían enamorado hace casi un año y esperaban una niña para la semana entrante. El vientre puntiagudo le sobresalía entre las frazadas. Ya estaba listo para partir cuando escuchó la voz de Xian No.
—Kezuro, esta tarde vamos al Palacio. Pony prometió que estaría ahí –le dijo mientras reía agarrándose el abdomen con las manos sucias–. Tenemos que festejar tu paternidad, ¿no es así? Kezuro asintió pensando que Izuki sería un buen nombre para la niña. CUENTOS
Eran las 12.40. Llevaba 52 árboles marcados, que era el número exigido por la compañía. Traía sobre la cabeza un sombrero hecho de hojas secas y barro. El balde de pintura en una mano y en la otra un pequeño atado con tres duraznos. Caminaba lento. Se sentó a la sombra de un árbol enorme de hojas finas y curvadas como las espadas de los samurái, se quitó las sandalias y hundió los pies en la tierra húmeda, arqueando y abriendo las junturas de sus dedos. El barro fresco le enfriaba las plantas doloridas. Estiraba su cuello hacia atrás y dejaba caer la mandíbula. Para llevar 3 años en este trabajo, Kezuro estaba muy desacostumbrado. Solía emitir sonidos extraños que en la soledad de la selva lo aliviaban. A veces se comportaba como un idiota y corría sin dirección, chocándose con los árboles e imitando a un gorila en celo. Mientras revolvía la tierra con placer descubrió que bajo la fresca espesura del barro había excremento de orangután. Kezuro ya estaba familiarizado con la consistencia de este material. Era como un puré lechoso, le había dicho a Xian No la primera vez que por accidente resbaló sobre un montículo de mierda. Tenía un color rojizo apagado. El olor era estimulante. Kezuro recordó la última noche de sábado, siete días atrás. Se bajó los pantalones apresurado y comenzó a masturbarse. El sol había endurecido la piel de su pecho y manos, el trato con la madera y la sierra habían convertido a sus dedos en largas trenzas de caña. Todo su cuerpo era cuero duro y roído por el trabajo, pero en la tensa piel de su pene, Kezuro creía guardar la suavidad de Pony. Acabó sobre su panza y luego hechó jugo de durazno allí. PÁGINA 6
Cuando se secara no quedaría rastro de lo que había hecho. Terminó su almuerzo chupándose los dedos. Durante el regreso Kezuro pensó en Izuki. La niña había crecido a ritmo acelerado en el vientre de su madre la última semana. Él ya no recordaba el cuerpo de Taomi. Sin embargo se preguntaba si Izuki sería como ella, realmente no deseaba que se pareciera a él: los hombros caídos, la cara estirada y el labio superior mucho más ancho de lo normal. Taomi, en cambio, tenía la figura delgada de una bailarina, labios pequeños y rosados y los párpados anchos, como si siempre estuviera llorando. A Kezuro le encantaba verla llorar y sentir que podía protegerla. Ahora sí recordaba su cuerpo. Se sentía un mandril. De vuelta en el campamento Kezuro comió una taza de arroz y se sometió al interrogatorio de su esposa:
—Vas a salir con el viejo verde Xian No otra vez. ¿Es así Kezuro?
El numerador no respondía. Observaba las manos de Taomi revolver con torpeza y dificultad una olla de ropa sucia hirviendo. Los ojos le lagrimeaban por el vapor, y toda ella estaba desalineada y sucia. Demasiada estirada, pensaba Kezuro, que no había reparado en el detalle de las uñas pintadas de su esposa.
—¿No pensás responderme? –preguntó Taomi con resignación. La voz le tembló apenas y se echó a llorar– Vos ya no me querés y estoy cansada de trabajar todo el día. Una mujer necesita cuidados. Izuki no puede nacer en un lugar así.
A Kezuro las palabras de Taomi le dolieron en el alma. Verla llorar de ese modo, tapándose la cara primero, y después en posición fetal, acostada en el suelo mugriento del precario campamento de la empresa Keret y con Izuki adentro. Izuki creciendo en el vientre de esa mujer que se revolcaba en el piso y lloraba en silencio, mordiendo tierra para no gritar.
—Kezuro, ¿no pensás ir? Se nos hace tarde– dijo el viejo Xian No pasando a su lado junto con cuatro hombres más.
Kezuro no contestó, pero dentro de sí tembló su pecho y un leve abultamiento se le insinuó bajo el pantalón. Fue hasta Taomi y le dijo que todo iba a estar bien, que ella no debía preocuparse por nada, le besó el vientre puntiagudo y lo recorrió con una mano, como acariciando un pequeño planeta.
LA MANO DE KEZURO - EZEQUIEL NACUSSE
La suerte no estaba de su lado, era como si la hubiese enterrado con sus talones, entre la tierra fresca y el excremento. El viajo Xian No no creía en esas cosas. Intentaba explicarle lo que le habían informado.
—Pony no se encuentra dispuesta hoy, pero yo voy a invitarte a la mujer que desees -decía una y otra vez, y Kezuro no ocultaba su turbación, pese a las miradas reprobatorias.
*Egresado de la Carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras, UNT.
Biografía
Ezequiel Nacusse (1990) es Licenciado en Letras por la Universidad Nacional de Tucumán. Integra las antologías de poesía ReDOSSIER CUENTOS
ñidero, antología de poesía tucumana contemporánea (Culiquitaca Ediciones, 2012), 30.30: poesía argentina del siglo XXI (EMR, 2013); y la antología de narrativa breve 40° Narrativa tucumana contemporánea (Blatt&Ríos, 2015), entre otras. Fue becario del Centro de Estudios Latinoamericanos, Universidad de Colonia (Alemania 2015/2016 )y participó de las residencias para artistas FILBACCR 2016 y Enciende Bienal 2017. En 2013 publicó su primer libro de poesías y cuentos: Primera Persona (Culiquitaca Ediciones). Es organizador del Festival Internacional de Literatura Tucumán (FILT).
“A Kezuro le encantaba verla llorar y sentir que podía protegerla. Ahora sí recordaba su cuerpo. Se sentía un mandril.”
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RODOLFO - FABIÁN SOBERÓN
Es de mañana y las niñas, presurosas, corren cerca del río. Rodolfo, silencioso, paciente, suspira pero no dice nada. Yo sé lo que pasa. Pero no digo nada. Una de las niñas se acerca y mira los anteojos negros de su padre. Luego se va. Y corre con su hermana al lado del agua. Desde acá se escuchan los pasos pequeños y las vocecitas que se confunden con el rumor imparable del delta. Desde afuera viene esa brisa tenue de las voces hermosas. Están solas, pienso, e imagino sus bocas pequeñas y rojas que se agitan, como mariposas, cerca de la ventana. Pienso: nada saben de las ideas de su padre. Quizás por eso son felices, quizás por eso juegan, tranquilas, al borde del río, con el olor quebrado del delta golpeando sus caras pequeñas. Sentado, tengo en mis manos el mate. Cada tanto le sirvo uno a Rodolfo. Él, a veces, se detiene, deja la máquina y me mira. Casi no habla. Las niñas van y vienen. Pero ahora sus risas suenan, inconfundibles, al lado nuestro. Se acercan a Rodolfo y le piden que les lea un cuento. Y Rodolfo saca las manos tercas de la máquina y levanta en los brazos a sus hijas. Tengo que decirlo: las niñas a veces se aburren. Pero yo me doy cuenta de que lo quieren. El cuento las alivia. Aunque no lo entienden del todo, el cuento las saca del tedio. Después de un rato se bajan de las piernas de Rodolfo y vuelven a salir y corren en medio del calor que empieza a trepar por las paredes. Cuando las niñas se han ido, Rodolfo me mira y, sin decir nada, levanta la tapa de un libro y me la muestra. Me sorprendo. Es el Diccionario del diablo. Entusiasta, habla de Bierce como si fuera un mago, un brujo moderno, un progenitor de bellezas inalcanzables. Yo, que lo conozco, sé por qué lo admira. Imagino cuáles son las afinidades. Pero no le digo nada. Me callo y lo miro. Y él no habla. Sólo blande la tapa del libro y mira el horizonte del delta, perdido, silencioso. Pienso: más allá de las voces estridentes de las niñas, reina el sonido opaco del agua, un zumbido profundo y enorme. Siempre ha sido así nuestra amistad, un encuentro hecho de sobreentendidos y silencios. Mi amigo odia al imperio. Pero eso no le impide amar a Bierce. No hace falta que diga nada. Sé que adora la prosa incisiva y furiosa del norteamericano. En un momento, un golpe desvía nuestras miradas. Nos damos la vuelta. La hija mayor se ha tirado de una silla para llamar la atención. Pero no ha terminado en nada. Rodolfo me mira otra vez, levanta el tomo de Bierce y empieza a leer, en voz alta, como en una misa negra, el inicio, en inglés, de un cuento.
Yo no entiendo nada. No sé nada de inglés. Pero escucho la furia de la prosa, la música envolvente y me emociono. Pienso: Bierce es un militar. Y luego lo digo en un murmullo. Mi amigo no me dice nada. Al rato agarro las manos de las niñas y las llevo afuera. Desde la vereda de madera escucho cómo repiquetean las teclas metálicas de la máquina. Pienso: está escribiendo de nuevo. Siento una envidia del tamaño del delta. ¿Qué haría este hombre si no escribiera? Las niñas se escapan de mis manos y se acercan a la ventana. Ven que su padre escribe, concentrado, un texto. Y no aguantan. Se meten de nuevo en la casa. Y entonces me acerco a la ventana. Desde el dintel puedo ver cómo una de ellas, la mayor, se cuelga en la manga de la camisa y le pide que la levante. Él se detiene. Deja la máquina, la extensión de sus manos, y la lleva a sus rodillas. La otra niña se queda quieta y le mira los lentes negros. Y desde abajo le vuelven a pedir que lea. A la siesta, con el sol en la cara, salimos, tranquilos, a pescar en las aguas turbias. Las niñas se quedan en la casa. La pobreza asola, sin pudor, los días de mi amigo. El Tigre ofrece, en su cauce múltiple, la breve felicidad del alimento. Yo tengo una certeza que él nunca me ha dicho: si él no pescara no tendrían comida. Y sus hijas lo presienten aunque hacen como que no lo saben. Cuando la oscuridad empieza a abrazar el agua, volvemos a la casa. Sólo hemos conseguido un pescado, pequeño, maloliente. Pero para mí no hay problema. Sé que al volver a casa las cosas retomarán el orden. Pero mi amigo vive en esta urdimbre terrible y repetida. Y no dice nada. Al rato, enciende las hornallas y cocina. Sirve el pescado sobre la mesa. Cenamos. Ya tengo sueño. Y sé que la noche para él será más larga que la mía. Entro y me acuesto. Desde mi cama escucho que las niñas se acomodan entre las sábanas. Y después me llega el sonido del paso de las hojas de un libro. El murmullo de la voz sentencia en la pieza. Mi amigo, Rodolfo, Rodolfo Walsh, lee, a sus hijas, al borde de la cama, el Diccionario del diablo. Ellas, las más candorosas, se ríen. Rodolfo apaga la luz y sale del cuarto. Se sienta en la mesa y agarra la máquina. En el silencio nocturno del agua, las teclas proclaman un bullicio metálico. Entonces, supongo, sin desánimo, que las niñas ya han cerrado los ojos. *Publicado originalmente en El instante, Editorial Raíz de dos, Argentina, 2011
*Docente de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Filosofía y Letras, UNT.
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Las aguas turbias del delta no descansan. El rumor brusco golpea, infinitamente, la barranca. La casa de chapa y madera es el refugio de mi amigo y sus hijas. Aunque ellas no vienen siempre, conocen cada rincón de la casa. Y yo sólo he estado dos veces antes. Quizás para no repetir lo de siempre Rodolfo me ha invitado a pasar el fin de semana. Si estuviera solo seguro que se encerraría a escribir.
Biografía
Fabián Soberón ha publicado la novela La conferencia de Einstein, los libros de relatos Vidas breves y El instante, las crónicas Mamá. Vida breve de Soledad H. Rodríguez, Ciudades escritas y Cosmópolis. Es profesor de Teoría y Estética del Cine. Ganó el 2do Premio del Salón del Bicentenario. Colabora con revistas de Nueva York, Miami y Buenos Aires. En 2014 ganó la Beca Nacional de Creación otorgada por el Fondo Nacional de las Artes. Fue invitado al Brooklyn Book Festival 2015 y al Festival de la Palabra, en Puerto Rico. CUENTOS
“Tengo que decirlo: las niñas a veces se aburren. Pero yo me doy cuenta de que lo quieren. El cuento las alivia. Aunque no lo entienden del todo, el cuento las saca del tedio.” PÁGINA 10
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i hermano Elio y yo teníamos un trato: llegaríamos hasta Mestres y él tendría la pelea de boxeo en paz. Pasaríamos la noche en un hotel con pileta de aguas termales. Volveríamos a casa al día siguiente. Así que en cierta forma eso salió bien. Elio ganó su pelea. El hombre que iba a pagar lo de las apuestas dijo que pasaría por el vestuario. Estábamos esperándolo, sentados a caballo sobre una banqueta descascarada, guardando nuestras cosas. Elio se levantó y entró en una de las duchas. Hacía muchísimo calor. Yo esperaba llegar al hotel para darme un baño de agua fría. Cuando mi hermano salió envuelto en una toalla el tipo ya se había ido. Le mostré el fajo, lo partí en dos y le lancé su parte. Mi hermano tiró la plata adentro del bolso y se puso la remera y unos pantalones cortos. —No pensarás llevar ese saco ahora -le dije-. Mañana, antes de volver a casa, pasamos a buscarlo. —¿Por qué no podemos cargarlo ahora? –insistió-. Si no vas a llevarlo vos. Elio apoyó el saco sobre uno de sus hombros. Lo descolgó del gancho con que lo había montado en la tarde para el entrenamiento, y la cadena que prendía con las del saco quedó suelta. Se movía como un péndulo, aliviada del peso. Mi hermano lo acomodó debajo de una de sus axilas, como si llevara una almohada de plumas. —Nos vamos esta noche –dijo, finalmente-. Tenemos que llevar a Aldo Yuni: perdió su pelea contra el Sabueso y ahora no tiene cómo volver.
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—Pero son cuatro horas –dije. —Tiene un golpe en la cabeza –me explicó-. No lo vas a creer ni cuando lo veas. Pensé en el hotel, y en cómo esa imagen empezaba a esfumarse. —Decile que se tome un colectivo -dije. —No podemos hacer eso -Elio se metió la mano en el bolsillo, como si yo no supiera que estaba vacío-. Te devuelvo lo del hotel. Luego pensé en la posibilidad de que a Elio se le ocurriera manejar. —Okey –le dije. Después de todo, le teníamos un poco de lástima. Aldo Yuni no coordina nada. Su mayor destreza es desordenar los chistes. Es de esos que cuentan el final en el medio. Pide perdón y se esfuerza por retomar el cuento otra vez, pero para entonces ya nadie sigue escuchándolo. También quiere contar sus peleas. En eso, hay que reconocerlo, tiene su gracia. Cuando habla, casi no abre la boca. Disimula un defecto en la mandíbula que le empuja el mentón hacia adelante. Entonces nadie puede tomárselo en serio. Todos sabemos cuál es el final. Aldo Yuni pierde siempre. Y nosotros siempre terminamos llevándolo a todos lados. Creo que ni él puede darse cuenta de que lo hacemos por compromiso. Mi hermano y él fueron compañeros desde la primaria y la relación es una especie de herencia inesperada. —¿Dónde está? –pregunté por Aldo Yuni.
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Elio pensó que le preguntaba por el saco de boxeo. —Lo acomodé en la luneta, para que Aldo pueda viajar recostado –me dijo. Busqué el final de la calle por el retrovisor, y me di cuenta de que el saco de boxeo ocupaba todo el espacio. —¿Cómo creés que puedo manejar así? -dije. Me parecía anormal que mi hermano no lo hubiera pensado-. Es básico: con ese saco no puedo mirar para atrás. —Vos sos el que le puso gas al Taunus –dijo mi hermano-. Te dije que alguna vez íbamos a necesitar el baúl. —Soplatecho –dije-. Lo que te pregunté es dónde está Soplatecho. Mi hermano y yo llevábamos casi media hora esperándolo adentro del auto. —Es que encontró el diente –dijo mi hermano-. Ahora se lo están pegando. —¿Perdió un diente? —Se le partió, pero dicen que en cinco minutos el pegamento se seca y viene –Elio husmeó en el bolso, y sacó mi billetera-. Me muero de hambre, ¿querés algo? Mi hermano entró en el almacén de enfrente. En la puerta colgaba un cartón de advertencia: “No se fía. Sistema de pago tiki-taka“. Sobre la vereda, unos adolescentes tomaban cervezas y prendían cigarrillos. La chica que tenía puesta una pollera muy corta, y que había estado sentada encima de una amiga con las piernas abiertas, se dio cuenta de que Elio iba hacia el mostrador. Yo había estado mirándola todo el tiempo. Ella se levantó enseguida. La camiseta de mi hermano estaba ceñida lo suficiente como para insinuar la fibra de su cuerpo. La chica se acomodó la bombacha que al perecer se le había metido en el trasero, y se paró junto a mi hermano. Se estiró como si quisiera alcanzar unas galletitas y mi hermano y ella se rozaron. Los vi conversar, a ella buscar algo en su cartera. La perdí de vista cuando Aldo Yuni abrió la puerta del auto. Pasó directamente al asiento de atrás. —Santo cristo, Aldo -le dije-. Te dejaron el cerebro para el otro lado. —Ahora sí que estoy lindo -murmuró. —Como un hipopótamo -dije. La cabeza de Aldo Yuni estaba humillada por dos protuberancias a los lados, y en el costado de la boca se coagulaban los restos de su propia sangre-. A ver, mostrame ese diente. —Estoy bien -me dijo. Elio entró al auto. Venía limpiándose la mayonesa de los dedos con la lengua. —Tenían sólo mortadela –dijo-. Perdón. Desplegó entre nosotros el papel que envolvía los sándwiches, como si pudiéramos montarnos un pic-nic a las doce de la noche. Después abrió la botella de esa gaseosa con gusto a manzana que huele a colorante y se la tomó hasta la mitad. Aldo Yuni preguntó si podía pisar el asiento. Tenía el labio hinchado como una salchicha y hablaba como si acabara de volver del dentista y conservara el efecto de la anestesia. Se
MESTRES - MARIA LOBO
Encendí las luces para ponernos en camino. El instinto me hizo mirar por el retrovisor. Volví a ver el saco y pensé que tendría que manejar usando sólo un espejo. Como si estuviera viajando en una bicicleta. Estábamos en un Taunus. Bajé del auto. Alcé el saco de boxeo y lo llevé para atrás. Abrí el baúl y me esforcé por acomodarlo encima o al costado del tanque de gas. Era imposible. El baúl quedaba medio abierto. Cerré la puerta varias veces, pero ninguna fuerza resultó suficiente para aplastar ese saco. Volví a subirme al auto. Intenté acomodarlo en el medio de los asientos. Entre Elio y yo. Pero no había suficiente espacio. Mi hermano tenía razón. Entonces tuve que pasarlo otra vez para la luneta. Me puse al volante y al apoyarme sobre el respaldo sentí que había transpirado aún más. Era el medio de una noche de vapor. —¿Le quito los morrones a tu sándwich? –me dijo Elio. Los alrededores de la plaza de Mestres fueron los últimos vestigios de vida que encontramos. Atravesamos la brevedad del pueblo en unos minutos. El primer tramo de la ruta interpueblos estaba señalado con un cartel de “hombres trabajando“, y un espantapájaros vestido con un mono naranja movía una bandera que desviaba hacia el camino de tierra. Una nube de polvo crecía detrás de nosotros. No se veía nada para atrás. Entre la polvareda y el saco de boxeo, resultaba increíble que alguien pudiera manejar. Mi hermano bajó la ventanilla. —¿Qué hacés? -le dije. Había más polvo adentro que afuera. —Me parece que quiere cagar -dijo, y se dio vuelta para despertar a Aldo Yuni-, ¿querés ir al baño, loco? —Todo bien -dijo él, como si no hubiera entendido y respondiera desde el medio de una pesadilla. —Todo bien pero nos va a matar de asfixia -me dijo Elio-. Menos mal que no se comió la mortadela. —Dejalo -dije-. Está mal. —¿Ves lo que te digo? -dijo mi hermano, y se inclinó hacia atrás. Le dio unas palmadas a Aldo Yuni-. Ya empezás con la filosofía. Está muy bien que Soplatecho venga golpeado y tratemos de levantarle el ánimo, pero a mí que no me caguen a pedos: todo tiene un límite.
Aldo Yuni. Todo le iba genial. Se sostenía el brazo con la otra mano y decía que debía estar fisurado. Escupía adentro de un guante que llevaba abrazado al pecho. No era que estuviera quejándose: escondía los lamentos, hacía como que se acomodaba la garganta. Preguntaba si faltaba mucho. Pero al rato dejamos de oírlo. —Que no se duerma -le dije a mi hermano-, es peligroso. ¿No es peligroso? —¿Cómo era ese chiste? –mi hermano sacudió a Aldo Yuni-. El del tipo que pincha la goma en la ruta y tiene que conseguir un gato. —Contátelo –le dije. Aldo Yuni no dijo nada. —Dale -insistí-. El tipo ve una casa a lo lejos. —Tiene que caminar hasta allá -dijo mi hermano. Elio se puso de rodillas hacia el asiento de atrás y empezó a sacudir a Aldo Yuni. Me di vuelta y vi que fruncía los labios. Mi hermano lo sacudía pero él no quería hablar. —Vos mirá para adelante -me dijo Elio. Después se colgó sobre Aldo Yuni y gritó: -El tipo va caminando y piensa: Soplatecho, ¿qué va pensando ese tipo? —No me acuerdo –dijo por fin Aldo Yuni-. Cómo quieren que me acuerde. No sé cómo es el final. —No pasa nada –dijo mi hermano. Volvió a taparle la cara con la toalla. Elio se acomodó mirando hacia la ruta. —Pobre -bajé la voz, como si fuera posible que Aldo Yuni me escuchara desde atrás. Apenas si podíamos hablar Elio y yo. Teníamos que hacerlo a los gritos. El auto que papá nos había regalado era una lata. Tenía más de veinte años y todos los ruidos y desperfectos que es posible acumular en ese tiempo. Apenas si podía imaginarme la sensación que experimentaría arriba de mi auto nuevo: venía pagando un plan de ahorro desde hacía varios años, y ahora iban a entregármelo. Un auto sin ruidos. Todo lo contrario a este. Una de las ventanillas de atrás no subía del todo, y dejaba filtrar el viento, que con la velocidad pierde su capacidad de silencio. En la ruta también perdíamos estabilidad. Cada vez que nos cruzábamos con un camión, el auto se sacudía. Pero el Taunus nos servía para ir a todos lados. —Me da mucha pena –dije-, a vos no te da ni un poco de lástima.
—Si no fuera por mí, vos también estarías filosofando. —¿Qué decís? —Que si yo no le inventara excusas a mamá todo el tiempo, ya tendrías que ser doctor en ingeniería. —Por eso te consigo los teléfonos de las chicas de pollera corta -me dijo, y volvió a subir la ventanilla. Elio me mostró la pantalla de su teléfono-. Se llama Irene y es de Mestres, pero estudia kinesiología en la ciudad. —Por eso le digo mentiras a mamá -mentí. Tampoco llamaría nunca a una chica como la tal Irene. Cada tanto, Aldo Yuni levantaba un brazo y lo movía, con el puño cerrado y el pulgar hacia arriba. Esa era la actitud de
—El que no quería traerlo eras vos -mi hermano también había bajado el tono-. Yo te convencí para volvernos. Y te digo algo: me hubiera gustado mucho más quedarme en tu hotel de aguas térmicas para freírme las pelotas toda la noche en las piletas. —Termales –dije. —Es lo mismo: ahora estaría pasando la noche entibiadito, adentro de ese hermoso lavabolas. Pero no lo hice, y no es que me dé lástima. Entiendo perfectamente cómo es que nadie te tome en serio cuando estás diciendo que querés dejar de pelear.
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CUENTOS
tapó la cara con una toalla ensangrentada y acomodó los pies colgando hacia adelante. Lo hizo con un quejido de derrota. Con la resignación de una mujer ante la inminencia del parto. Resoplando el dolor.
—Nunca dijiste que vas a dejar de pelear –dije. —Lo que digo es que no pasa nada. Soplatecho siempre termina hecho mierda -dijo mi hermano-. Después todo se recompone. —No pasa nada -dije. En realidad, estaba pensando en que si no es por nosotros, Aldo Yuni se hubiera quedado en Mestres. No le hago comentarios a Elio, pero intento explicarme dónde habrá sido que Aldo Yuni empezó a quedarse tan solo. Existen personas mucho más imbéciles que él. Cualquiera puede convertirse en un insoportable: aun los campeones. Ninguna de esas personas tiene que estar dependiendo de que alguien sienta lástima por ellas. A veces no logro entender dónde está el límite para establecer las relaciones. —Así que te adjudicaron un auto -dijo mi hermano-. Me lo contó mamá. —Sí, pero van a entregármelo el mes que viene -dije-. En la agencia dan más vueltas que papá y mamá cuando les pediste que te compraran tu primer saco de boxeo.
CUENTOS
No habían dado tantas vueltas. Al saco se lo dieron en una Navidad. Esa mañana papá lo colgó en el cuarto donde teníamos nuestros juegos. Justo encima del taburete donde yo armaba mis rompecabezas. Tuvimos que correr un poco la mesa y se desencajaron algunas fichas. Pero lo cierto es que para comprar el saco no habían dado tantas vueltas. El problema en realidad había sido que, a partir de entonces, mis padres empezaron a discutir. Algo andaba mal con Elio y yo algunas veces oía las discusiones. Me ahorraban el trabajo de pensar mal acerca de mi hermano. Eso me hacía muy feliz.
gunos papeles viejos en la guantera, y me puse algo de dinero en el bolsillo. Miré hacia atrás. Aldo Yuni seguía durmiendo. —Despertalo -le dije a mi hermano-, ahora vuelvo. —Voy yo -dijo Elio-, si querés voy yo. Cuando bajé, el policía ya venía acercándose. Hizo de cuenta que yo estaba pintado, y puso los ojos directamente sobre el auto. —A dónde van -me preguntó. —A la ciudad, maestro –dije. Le extendí el carnet de manejo. El hombre no parecía preocupado por los papeles. Estaba mirando todo el tiempo hacia donde estaban Elio y Aldo Yuni, y repasaba el horizonte con la linterna. —¿Es su amigo? -dijo, y señaló a mi hermano, que tenía la cabeza agachada, como si estuviera durmiendo. —No -dije-. Bueno, en realidad sí. Desde donde estábamos parados el policía y yo se veía el saco de boxeo. Pensé que iban a querer abrirlo y empecé a imaginar el relleno despanzurrándose por el piso. Tampoco era fácil de explicar la cara de imbécil de Aldo Yuni. —Estoy trayendo a una gente -dije-. Venimos de una pelea en Mestres. El tipo me devolvió el carnet, y siguió caminando hasta llegar al auto. Aldo Yuni seguía recostado sobre el asiento de atrás. No se había quitado la toalla ensangrentada que le tapaba la cara. El policía se fue directamente hasta allí. —¿Y a este qué le pasa? -dijo. Dio unos golpes secos en la ventanilla.
—No dieron tantas vueltas -dijo Elio. —Bueno, en la agencia sí las dan.
—Le fue mal, maestro -expliqué-. Está descansando.
—Y ya no vas a llevarme -me preguntó.
—Por una vez en la vida.
El policía volvió a golpear el vidrio, y entonces me arrepentí de haber hecho otra vez un viaje con mi hermano. Tenía problemas por andar llevando a Elio a todas partes. No aprendía a decirle que no. Por una vez en la vida.
—Qué.
Elio abrió la puerta, y se bajó del auto.
—Te faltó decir eso -dijo mi hermano-. “Por una vez en la vida”.
—Elio, maestro -dijo el policía. Mi hermano y él se dieron un abrazo con palmadas-. ¿Arrasamos, campeón? ¿Quién es la nueva víctima del matador?
—Supongo que debería dedicarme a escribir mi tesis doctoral -dije-, y vos tendrías que aprender a manejar como la gente.
Cruzamos Singuil en la penumbra. El cielo estaba violeta. Hacía pensar que pronto iba a amanecer, aunque no era así. Llegamos a un tramo de la ruta donde se había formado una cola de autos. Bajé la velocidad y empecé a aburrirme de estar viendo todo el tiempo el culo de la camioneta que tenía adelante. Miré por el retrovisor para intentar pasarla. Había olvidado el saco de boxeo.
—Y… se hace lo que se puede, Pelado -dijo Elio. Se volvió hacia mí-. Te presento a mi hermano, y el de atrás es Aldito, Aldito Yuni. —¿Soplatecho? Ya sé, no me digás nada: lo reventaron -dijo el policía.
—Me cago -dije.
—Hace lo que puede -dijo Elio.
Había un puesto de gendarmería en el arco que marcaba la salida del pueblo. Estaban controlando. Tenían parados a varios camiones, y uno de los policías nos hacía señas con una linterna.
Cuando estábamos dejando la ruta de los pueblos para entrar en la principal, Aldo Yuni despertó. Tenía sed, y mi hermano le alcanzó la botella que llevaba a sus pies. No la aceptó. Dijo que le dolía la cabeza, y que tenía ganas de vomitar. Detuve el auto en la banquina, y Aldo Yuni salió agarrándose el estómago. Elio bajó detrás de él. Pensé que iba a ayudarle, pero se quedó a un costado. Sacó uno de sus juguetes portátiles que llevaba siempre encima, y lo encendió. La impresión inesperada de una luz amarillenta le iluminó la cara. Oí que sonaba la
—¿Qué pasa? -preguntó Elio, que se había quedado dormido y despertó cuando frené el auto. —Están controlando -dije-. La putísima. Estacioné el auto a unos metros del destacamento. Busqué alPÁGINA 14
MESTRES - MARIA LOBO
—¿Seguimos? ¿O llamamos a alguien? –le pregunté-. Se ve pésimo. —Estamos a una hora -dijo mi hermano. —Elio tiene razón –dijo Aldo Yuni, que volvía pálido y con el aspecto desencajado-. Sigamos. Cerca de las cuatro de la mañana, no había muchas más cosas para decir. Mi hermano iba recostado hacia atrás, con los ojos cerrados. Aldo Yuni también había vuelto a dormirse. Los dos abrían la boca, como unas gárgolas europeas. Resoplaban el mismo ronquido. Me recordaban a las podadoras de césped que usaba papá. El motor hacía ese quejido cuando estaban a punto de fundirse. Les costaba arrancar, y papá tenía que intentarlo varias veces hasta que finalmente funcionaban. Al poco las dejaba de lado y compraba una nueva. Entonces mi hermano se las llevaba a su taller. Intentaba arreglarlas y se pasaba semanas en ese asunto, como si la resurrección de las podadoras fuera a refundar su relación con papá. Pero nuestro padre decía que por una podadora con el motor estropeado no se podía hacer más nada. Era inútil. Temí quedarme dormido también, y encendí la radio. Habían puesto al aire la voz de una chica que pedía un tema de Simply Red y pretendía que alguien la llamara esa hora. Dejaba un número. Si Elio hubiera estado despierto, la habría llamado. Llegamos al cruce para entrar a la ciudad. Frené del todo, y esperé para asegurarme que desde la oscuridad no aparecería ningún hombre de mono gris en una bicicleta sin ojos de gato, o alguna rastra cañera a oscuras. Lentamente, llevé el auto hasta el cruce. Tenía tres canales de ingreso doble mano, que formaban un triángulo de acceso múltiple. Miré hacia la otra mano, y vi venir de frente un camión inmenso. Parecía que iba a doblar. Pero el camión sigue derecho, y nos rozamos tan cerca que escucho un estampido cuando arranca el espejo retrovisor. El auto se me va de las manos y derrapamos hacia la banquina. El frenazo nos empuja para adelante. El auto está quieto. A mi hermano y a Aldo Yuni les cuesta despertarse. Están como inmovilizados. Se hace un silencio, y yo también cierro los ojos. Quiero darme cuenta de si en verdad estamos ahí.
Elio también despierta y mira por la ventanilla. Entonces se da cuenta de dónde estamos y cierra los ojos. —¿Ves lo que te digo? Cómo nadie entiende que a este camino hay darle otra salida –dice-. Tendrían que hacer dos caminos. Con la frente pegada a la ventanilla, mi hermano señala la ruta. Lo veo mirar otra vez hacia atrás, como buscando algo. Tal vez haya algo, efectivamente, y también miro hacia ese punto, en el medio de la noche. No encuentro nada, pero escucho que mi hermano dice algo. —¿Ves, boludo? –escucho que dice-. Ves boludo, una rotonda. Tendrían que hacer una rotonda justo acá. *Publicado originalmente en Santiago, editorial Mulita, 2016 *Docente de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la Facultad de Filosofía y Letras, UNT.
Biografía
María Lobo nació en 1977 en Tucumán. Estudió Comunicación y obtuvo el título de Doctora en Humanidades en la Universidad Nacional de Tucumán (UNT), donde ejerce la docencia. Ha publicado la novela Los planes (Punto de Encuentro) y las colecciones de relatos Santiago (Mulita) y Un pequeño militante del PO (Pirani). Sus cuentos también se incluyeron en antologías en homenaje al cuento argentino contemporáneo y son material de lectura en distintos seminarios sobre literatura argentina, dictados en la UBA y en el ECuNHi. Ha dirigido los talleres de narrativa y de lectura del Centro Cultural de la UNT y en 2017 obtuvo una Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes por su trabajo en la lectura crítica. Actualmente coordina un club de lectores en El Árbol de Galeano e integra el comité editorial de la revista universitaria Pedes in Terra.
En cambio, el camionero parece asustado. Grita desde afuera, preguntándonos si estamos bien. Da vueltas alrededor del auto, y jura que no nos ha visto. Aldo Yuni vuelve en sí, se acomoda el diente y empieza a mover el brazo. Con la frenada, el saco de boxeo se le ha venido encima. —Saco de mierda –dice.
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DOSSIER CUENTOS
música de su juego favorito: Star Wars. Había dejado la puerta abierta, y estaba sentado sobre el capot, con una de las piernas flexionadas hacia atrás. Manipulaba ese aparatito con sólo una de sus manos.
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LABASTIDA O EL GRAN LIBRO DEL MUNDO - SANTIAGO GARMENDIA
El genio de Descartes es malvado, y yo aún no sé si Dios existe...”
P. Boudin, Comentarios a las “Meditaciones Metafísicas” de René Descartes
Respondo que encantado, y se me ocurre preguntarle a qué se dedica. Labastida se pone serio, como para entonar el himno. Me explica que colabora incondicionalmente con la obra antropológica del profesor Stagnetto. De este modo me sacudo de encima el prejuicio de que se trate de un plomero al que el viejo, dada su proverbial curiosidad, conservara a tiempo completo en su casa solo para indagar en los secretos de las tuberías. Labastida se retira al primer silencio con una excusa amable. En la perspectiva en fuga del pasillo largo, lo veo besar en la mejilla a la empleada doméstica. Ella lo abraza, le huele el pelo. ** El hombre en el escritorio es Pericles Stagnetto, personaje ilustre del ambiente académico tucumano. Un hombre largo, pintón, de ojos felinos y pulcritud absoluta. Refinado, económico en sus movimientos y expresiones, aun cuando su repertorio de vocabulario y maneras sea amplísimo. Lleva más de diez años retirado de la docencia, pero continúa acopiando libros de filosofía, seguro que compitiendo con la biblioteca de la Facultad. Es muy generoso con ellos. Su única condición para prestarlos (aparte del mínimo sentido del cuidado), es que el primer día de cada año amanezcan todos en sus anaqueles. Sin excepción, así sea que se los vuelvan a solicitar el 2 de enero. Imaginaba que en año nuevo, en vez de brindar o mirar la pirotecnia, el profesor se zambulle en ellos como Tío Rico McPato. La morada interminable de Stagnetto queda en Yerba Buena, una zona residencial vegetada y poco sincera. Los más acaudalados de Tucumán viven aquí, y viceversa. Los viejos vecinos son las poderosas familias tradicionales, y los recién mudados son nuevos ricos. Un fenómeno irracional, porque las condi-
ciones de vida pueden llegar a ser insoportables. Sin cloacas ni gas natural, es un lugar con calles de tierra y almacenes de ramos generales de escaso surtido. Más de dos veces por semana, los metros cuadrados más caros de la provincia se quedan sin agua potable, y cuando ocurre una sola vez es simplemente porque el corte es tan largo como la semana misma. No faltan intoxicaciones por cloro cuando esta gente de bien, harta de sed, no puede contenerse de abrevar de sus propias piscinas y sale en estampida hacia el líquido esencial. La casa del profesor es viejísima, de tamaño imposible de calcular. Los ambientes se cuentan por decenas. En mi trayecto hasta el escritorio debo atravesar siete cuartos, vacíos siempre, aunque cada uno con puertas en todas sus paredes. Equivale a decir que, con excepción del escritorio, solamente conozco la parte inútil de la casa. Siempre me han llamado la atención esas habitaciones despojadas, su contraste con el estudio de Stagnetto, barroco de libros y cuadros. Estoy seguro de que nunca vi al profesor en ninguno de esos cubos de muebles ausentes y paredes afeitadas al ras. ¿Habrá talado esos sectores de la casa que no necesitaba, o quizá los odiaba y de allí su determinación de no existir en ellos? ¿Será una casa de dos dueños y Stagnetto vive en su parte, mientras en el resto ya no habita nadie (o aún no)? –Garmendia, mi amigo. Pasé nomás, por favor –me saluda, extendiendo el libro que prometió prestarme cuando hablamos por teléfono la semana anterior. De inmediato vuelve a cruzar las manos sobre la empuñadura de su antiguo bastón. Yo recibo el libro simulando vergüenza, como los nietos cuando las abuelas les ponen plata. Es una vieja edición del Discurso del Método de Descartes en su lengua original de 1637. Hablamos generalidades acerca del francés y la filosofía moderna, que fue especialidad del profesor durante su carrera. Stagnetto, los ojos cerrados, se acuerda de un pasaje que cita con fruición y perfecta memoria: –”Et me résolvant de ne chercher plus d’autre science que celle qui se pourrait trouver en moi-même, ou bien dans le grand livre du monde, j’employai le reste de ma jeunesse à voyager, à voir des cours et des armées, à fréquenter des gens de diverses humeurs et conditions, à recueillir diverses…” expériences, à m’éprouver moi-même dans les rencontres que la fortune me proposait, et partout à faire telle réflexion sur les choses qui se présentaient que j’en pusse tirer quelque profit…”. ¡Le grand livre du monde, Garmendia! No deje que se le pase la vida sin abrirlo, es la única forma de ser un filósofo de verdad. ¡Le grand livre du monde,
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S
e abre la puerta del escritorio y quien aparece ante mí no es el profesor Stagnetto, a quien alcanzo a distinguir más al fondo, sino Labastida. Omar Labastida: un hombre corpachón, trigueño, de cara tan angulosa que su piel radiante parece una lona apretada sobre mástiles. La clase de fisonomía que recuerda el origen esquimal de los primeros americanos. De edad mediana (le calculé unos treinta y tantos), viste sin embargo como un colegial. Pantalón azul de tela, camisa lisa blanca. Solo le falta la corbatita con elástico. Su expresión trasluce bonhomía. Me saluda con efusividad. Es un gusto, el profesor le habló muy bien de mí. Lo dice como si fuese el máximo honor al que pueda aspirar un mortal.
Garmendia! Nos despedimos cordialmente a los pocos minutos. En nuestro intercambio creo haber advertido al profesor más animado que de costumbre, sin esa nota de melancolía que suele acompañar a los octogenarios, una bruma de fatigosa queja de la que Stagnetto solía no estar exento. Me alegré por él, pensé que podría deberse a mi visita. Pero inmediatamente relacioné su buen humor con Labastida. Eso pasó en abril. **** Hasta que llegó diciembre, el último mes del préstamo (y de la vida del profesor) me ocurrió con la figura de Omar Labastida un fenómeno espeluznante: lo encontré en lugares inverosímiles, diversos. Así como existe gente que se despierta oyendo melodías que no cesan nunca, o algún olor persistente, yo divisaba al esquimal diaguita en los sitios más curiosos. La extrañeza de esos lugares parecía disparar su imagen en mi mente.
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El primer sobresalto fue un Labastida monje benedictino en el convento de El Siambón, el 25 de Mayo, durante un paseo en el que bordeé el monasterio de piedra famoso por su producción de dulces artesanales. Mi auto jadeaba en esas lomas y Labastida caminaba a la par, absorto en sus pensamientos, las manos escondidas en los bolsillos del sayo, en franca apostura monacal. Sentí temor al verlo. Tiempo después (fines de julio) lo reconocí a través de un alambrado en el Jockey Club, jugando al golf junto al “Pollo” Paz Posse. También esa vez tenía las ropas y maneras que requería el entorno: gorra con visera, pantalón a cuadros, chemise bajo el chaleco. El tercer avistamiento pudo ser desopilante si no hubiera mediado la sospecha de estar volviéndome loco. En octubre, en plena calle, un linyera con su cara cruzó frente a mi nariz. Lo maldije como a un gato negro. Tampoco la cuarta vez pude dudar de que era él. Tengo obligaciones laborales en Salta, trescientos kilómetros al norte de San Miguel. Como necesito hacer rendir el día para ahorrar hoteles, tomo el ómnibus de las dos de la mañana. Estoy de vuelta a la misma hora, un día después. Lo más complicado es en realidad el trayecto entre mi casa y la terminal de ómnibus de Tucumán, unas doce cuadras pasando por los peores tugurios de El Bajo y la avenida Soldati. Los bares ruidosos agonizan con una música tropical ensordecedora, que hace más patética la tristeza de sus pocas mesas de borrachos que ya no saben qué decirse, prostitutas cansadas de estar paradas y malandrines de botas tejanas. Esa noche llevaba a Descartes en mi mochila. Faltaba poco
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para que se cumpliera el plazo (ya era noviembre, soy lento con el francés), y dudé si exponer o no el libro de Stagnetto a esos arrabales. No ocurrió nada, pero mi sorpresa fue enorme cuando reconocí a Omar Labastida en una de esas fondas adornadas con estrellas de papel glacé. Lo acompañaba una mujer con la vista perdida, seguro que recordando mejores épocas. Pasé rápidamente, alcancé el colectivo sin problemas. Un día después, al volver de Salta en el tiempo ahorrado por Phileas Fogg al dar la vuelta al mundo hacia el Este, no pude sustraerme de espiar de nuevo el bar donde había advertido al coequiper antropológico de Stagnetto. ¡Labastida seguía ahí! En otra mesa ahora, al lado de los parlantes. Parecía que le hubiesen inyectado iodo en los ojos. Era él: quizás, ahora sí, el verdadero Labastida. No el estudiante aplicado que vi la primera vez, ni el monje, ni el burgués ni el pordiosero. Relacioné al primero con el último y saqué conclusiones rápidas, equivocadas desde luego, sobre la calidad moral de este hombre y el daño que podía causar al profesor Stagnetto. Pero aún me faltaba conocer al Labastida asesino. El 31 de diciembre llegué a la casa de los cuartos vacíos para cumplir mi trato con la biblioteca de Stagnetto. La empleada me abrió la puerta como al perro de la familia antes de volver a la cocina. Yo cruzaba tranquilo el túnel de espacios inútiles cuando sentí un grito y un golpe terribles. Corrí con desesperación hacia el escritorio, la empleada por detrás de mí, seguramente más preocupada por Omar Labastida que por mi viejo amigo. Encontramos al viejo Pericles muerto a los pies de Labastida, quien sostenía en su mano el bastón criminal. –¿¡Le parece raro Garmendia!? ¿¡Le parece raro!? –repetía con el rostro salpicado de sangre, clavándome una mirada sincera y pura como el cielo. *Publicado en Mal de muchos (y otros cuentos de libros) de Santiago Garmendia (Editorial Lago, Córdoba, 2016). 2 - Si mi memoria no falla, la versión de Ezequiel de Olaso reza así: “Resuelto a no buscar otra ciencia que la que pudiera hallar en mí mismo o en el gran libro del mundo, empleé el resto de mi juventud en viajar, en ver cortes y ejércitos, en cultivar la sociedad de gentes de condiciones y humores diversos, en recoger varias experiencias, en ponerme a mí mismo a prueba en los casos que la fortuna me deparaba y en hacer siempre tales reflexiones sobre las cosas que se me presentaban, que pudiera sacar algún provecho de ellas”.
*Docente de la Carrera de Filosofía de la Facultad de Filosofía y Letras, UNT.
LABASTIDA O EL GRAN LIBRO DEL MUNDO - SANTIAGO GARMENDIA
Biografía
Santiago Garmendia es doctor en Filosofía y docente de la Universidad Nacional de Tucumán y de la Universidad Nacional de Salta. Es colaborador de la revista cultural Dixi (He dicho). Integra asimismo el colectivo “Dudas Razonables”, desde el cual se producen contenidos de radio, teatro y talleres de Filosofía. Su primera obra de ficción fue la novela La religión de los dioses (Culiquitaca, 2015). Su segundo libro fue la compilación de cuentos Mal de Muchos (Lago, 2016). Nació en 1976 en San Miguel de
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Tucumán, ciudad en la que reside.
“Hasta que llegó diciembre, el último mes del préstamo (y de la vida del profesor) me ocurrió con la figura de Omar Labastida un fenómeno espeluznante: lo encontré en lugares inverosímiles, diversos.” PÁGINA 19
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QUE SEPAN COSER - VERÓNICA JULIANO
Cuando la época del destete llega, la madre ennegrece el seno porque conservar su atractivo sería perjudicial para el niño que debe dejarlo. Soren Kierkegaard
M
ama Lucila tenía las caderas anchas y fuertes. Solía decir que sus partos habían sido rápidos e indoloros gracias a esa condición. Era como si los hubiera escupido, decía. Sus hijos eran, pues, escupitajos vivos y el haberlos arrojado a las desavenencias del mundo, motivo de su jactancia. Las mujeres del pueblo parían sin mayores atenciones ni cuidados. A cielo abierto, en alguna habitación o adonde las contracciones las encontraran, se disponían a parir. Alguna eventual comadrona oficiaba de partera y revisaba que los vástagos estuvieran enteros: en detalle, se cercioraba de que no les faltase ninguna pieza; también, de que lloraran a grito pelado con la primera inspiración vital. Ese era el único llanto que las mujeres celebraban porque llorar no era cosa permitida. Y porque el dominio de los impulsos era condición de vida para la gente del lugar.
tras los otros seis lactaron hasta los dos años, Mama Lucila había decidido que amamantaría a los mellizos hasta que fueran a la escuela. Una tibia y translúcida leche se ofrecía en cada succión y tejía un vínculo insoluble entre ellos. Con el pecho descubierto y los pezones rezumantes, Mama Lucila se sentía en extremo poderosa. Mamamos las mamas de Mama Lucila, aprendieron a escribir con letra redonda. Entre garabatos y monigotes de un tenue grafito Amamos a Mama Lucila y sus mamas. Los mellizos sonreían formando un círculo con los labios, un tanto deformados por la lactancia prolongada. El gesto que hacían cuando sonreían simulaba dos anillos blanquecinos que sellaban la alianza tácita con las mujeres del lugar. Ellas los protegerían, con cuchillos y tijeras si fuera necesario y ellos, a cambio, las dignificarían con su sola existencia.
III.
Con el cuchillo de cocina o con la tijera de costura, las doñas cortaban el cordón del recién nacido. En un solo movimiento estratégico, de pulso firme, rajaban esa extensión de carne chirriante y gomosa con lo que tuvieran a mano, cuchillo o tijera, porque cocinar y coser era cosa de las mujeres de ahí y, también, arrancar de cuajo a las crías de los vientres de sus madres. Y porque era cosa de ellas, también, volver rápidamente a las labores, postergar los ardores del cuerpo y aplazar los dolores del alma. Parir no duele, las habían convencido. Separar lo que está unido por la carne, tampoco.
Mama Lucila se encendía cuando los mellizos la rondaban, conscientes de la atracción que ejercían. Se prendían en sus senos y comenzaban a libar, primero suaves, luego desesperados, siempre rítmicos. Su comunión exudaba una melodía singular. Mama Lucila entornaba sus ojos plácidamente y sucumbía ante los placeres de cada succión. Su cuerpo sensual, de caderas amplias y pechos turgentes, se estremecía y se abría hacia un espacio inexplorado; desconocido por ella y, sin embargo, decididamente familiar. Durante ese hiato, el mundo se volvía amarillo y apacible, y sobrevenía un temblor dulce, envolvente.
En los bolsillos de las polleras, las mujeres llevaban siempre cuchillos y tijeras. Usar pantalones era cosa de hombres y en el pueblo las cosas eran como habían sido desde siempre. Los hombres ceñían machetes a sus cinturas porque era cosa de ellos desmalezar los campos y decapitar las alimañas. Y aunque el suelo se había tornado yermo y llevaba ya un tiempo sin dar fruto alguno, todavía los hombres persistían en su rol de centinelas de la maleza.
Retornada a su cuerpo lucía diferente. Soberana de sí misma, miraba el mundo que había dejado de ser plano. Las mujeres que la circundaban respiraban las sutiles emanaciones que Mama Lucila dejaba a su paso. Estelas tornasol; halos apenas perceptibles que depuraban la atmósfera cenicienta que las oprimía. Y todo comenzaba a verse diferente.
II.
IV. La hora del destete había llegado.
Mama Lucila había escupido ocho. Todos del mismo padre, decía. Aunque ninguno con su apellido. Todos machos. De tez oscura los ocho. Todos enteros, habían sentenciado oportunamente las comadronas. Los últimos en nacer fueron los mellizos. La gente del lugar creía que era una enorme fortuna que el último fruto-de-su-vientre fueran mellizos. Se harán compañía toda la vida, celebraban. Sujeta a la creencia de haber sido bendecida en su parto final, Mama Lucila se consagró a la crianza de los mellizos. Mien-
Los pechos de Mama Lucila no tuvieron que ennegrecerse para iniciar el proceso. La tersura de las areolas, en rosa expansivo, y el pezón suplicante, erecto, adquirían su forma última, esférica, rayana a la perfección. Mientras la metamorfosis ocurría, los mellizos permanecían frente a frente, relamiéndose especularmente las bocas, sincronizados. Sus lenguas saboreaban los restos de leche seca sedimentada en los labios. Exploraban con ansiedad las comisuras, hasta dar con el último rastro del primer calostro.
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CUENTOS
I.
Cuando hubieron terminado la faena, un entendimiento absoluto sobrevino: ya nada podría detener la instauración del nuevo orden. Se tomaron de las manos y comenzaron a girar rápidamente, hasta perder la figura y convertirse en estampida, en torbellino. Mama Lucila reía subversivamente y con el dedo índice dibujaba círculos en el aire que imitaban el movimiento veloz de los mellizos que ululaban, extasiados.
V.
Biografía
Verónica Juliano nació en San Miguel de Tucumán. Se reconoce, ante todo, como lectora apasionada y eventual “escribidora” de ficciones breves, con algunos escarceos poéticos. Forma parte del colectivo Chubascos, grupo que coordina encuentros y ta-
Mama Lucila abandonó las polleras. Se despojó de los cuchillos y de las tijeras. Tras ella, fueron todas las mujeres del pueblo a quienes había alcanzado, también, la liberación. Pero como no era cosa de las mujeres abandonar y despojarse, así como tampoco aplazar las labores ni entregarse a los (ahora) constantes ardores del cuerpo, los hombres decidieron extirparles el “origen del mal”. Tomaron sus machetes ya oxidados por la acción invisible de la humedad, ya carentes de filo por el tiempo de desuso acumulado, y se lanzaron al desmalezamiento, amputando las mamas de todas las mujeres que ostentaban el orgullo de su emancipación mientras dormían.
lleres de lectura. Integra un proyecto de escritura de relatos de mujeres denominado 5x5. Realiza trabajos de edición, corrección y compilación en catálogos de arte, libros y revistas académicos. Ha colaborado en la revista cultural Dixi (he dicho). Ha presentado diversos libros y ha participado de mesas de diálogo con escritores de la escena literaria provincial y nacional, siendo su principal objetivo la democratización de la literatura.
Guardianes de un orden vetusto, ateridos ante la fuerza arrolladora que se había desatado, se dieron a la fuga. Sabían que no había marcha atrás y que el rigor de la justicia no demoraría en caerles encima. CUENTOS
VI. Los mellizos, insuflados por otra fuerza y pertenecientes ya a un orden nuevo, cosieron las mamas al cuerpo de Mama Lucila y de todas las mujeres amputadas, porque era cosa de ellos, ahora, coser y enmendar los daños ocasionados por sus ancestros y porque no estaba bien separar aquello que estaba unido por la carne. Su acción de amorosa reparación terminó de forjar la alianza entre las mujeres y los hombres nuevos, dando lugar al surgimiento de una nueva estirpe: les mubres. Apenas terminaron, munidos de tijeras, cuchillos y machetes, iniciaron la cacería y no descansaron hasta eliminar el último vestigio de una especie que, negada a su evolución, se condenaba irreversiblemente a su brusca desaparición.
*Docente de la Carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras, UNT.
“Mientras la metamorfosis ocurría, los mellizos permanecían frente a frente, relamiéndose especularmente las bocas, sincronizados. Sus lenguas saboreaban los restos de leche seca sedimentada en los labios.” PÁGINA 22
CUENTOS
LA MANO DE KEZURO - EZEQUIEL NACUSSE
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DECA K-PO
PUTO AGUANTE EL SANTO!! 5to 1era manda
Chupo pijas: deja cita. Jessi Y Juan
VOTÁ LISTA ROJA
Florencia te amo!
Tomás está parado en uno de los pequeños rectángulos dentro del baño de varones de la Escuela Normal. El miembro aún en las manos, la cadena sin tirar, un par de hojas de carpeta con mierda al lado del inodoro sin tapa, los azulejos opacos. Absorto en la lectura de los múltiples grafitis, escritos la mayoría con líquido corrector en la puerta, en las tres paredes, en todos los rincones del cubículo. Tomás está interesado por esa escritura urgente y anónima, sincera aunque sea todo mentira. Pasados unos minutos sacude el miembro y tira la cadena. No funciona. Sale del rectángulo inmundo algo angustiado. Ese día, el primero en su nueva escuela, había comenzado con su madre gritando porque un cuervo le cagó las sábanas que dejó secando en el patio. Tomás quiso gritarle que se callara, pero al verla con una escoba en la mano y una mascarilla verdosa en la cara, prefirió no tomar el café y salir rápido. Pensó en boxeadores amateurs, en los rock stars a los sesenta y cuatro años y en un payaso viejo frente a un espejo. CIENCIA DOSSIER CUENTOS
Tres paradas antes de la suya el colectivo se detuvo de golpe. Los pasajeros bajaron como locos. Tomás también bajó y vio una motito hecha pedazos al lado del cordón de la vereda. El motociclista, a primera vista, parecía haber salido ileso. Estaba rodeado por una veintena de curiosos. Cuando Tomás se acercó vio que al tipo le faltaba una mano. La sangre le brotaba de a chorritos como si estuviera apretando varios jugos de colorante rojo al mismo tiempo. Nadie -ni siquiera el tipoparecía preocupado por dónde había ido a parar la mano, sino que más bien lo que el accidentado intentaba, era algo así como rascarse la cabeza y la gente, ver cómo se manchaba la cara con su propia sangre. La primera vez que lo hizo fue algo más espontáneo que planeado. Recreo. Tomás caminaba solo por el pasillo lateral que da a los baños de la escuela, desde su perspectiva primero el baño de mujeres, luego el de varones. Parado en esa posición se queda unos segundos, piensa en los grafitis, en cómo serán los grafitis que escribirán sus compañeras, qué escribirán sentadas con la bombacha en los tobillos, desnudas de inseguridades, bajo la impunidad del anonimato. Decidió que lo averiguaría ese mismo día a la salida de clases.
Seba, hermoso TE AMO
Sole y jime
Flopy
Amigas 4ever Las divinas de 4ª 3ª
trola
Se había escurrido frente a las miradaperdidas de sus compañeros. Una vez adentro, se metió rápidamente en uno de los cubículos y cerró la puerta. Los azulejos, el inodoro sin tapa, la puerta de madera gastada, todo era similar pero muy distinto. El olor era distinto. El peligro de haber ingresado en el centro de lo diferente lo excitaba, pero en un instante esa sensación de triunfo mutó a un miedo asfixiante, la entrada del personal de limpieza en cualquier momento o de alguna estudiante que se había quedado conversando con una amiga o las chicas de un curso que termina más tarde. Todo era posible e inminente. Pensó en su madre viendo cuervos en Tucumán con cara de momia, en el tipo disimulando la falta de la mano y de nuevo en su madre prohibiéndole tomar esos juguitos con colorante congelados aunque hiciera cuarenta grados. En ese momento comenzó a leer los grafitis, todos escritos con letra mucho más prolija que los del baño de varones, letra redondeada y clara, letra de cartuchera a cuadritos perfumada, letra dibujada con esmalte de uñas. Vio a todas esas adolescentes escribiendo dichosas con las rodillas blancas pegadas, haciendo muñequitos de papel higiénico que luego tirarán en el cesto de basura como quien dice que hay que volver a clases, volver a ser Rosalía González, la alumna de 3ª 2ª que no sabe bien por qué tiene que tirar sus muñequitos de papel y sí aprenderse de memoria el preámbulo de la Constitución Nacional, pero lo hace. Se sacó la mochila y buscó la cartuchera. Tomó el liquid paper y escribió:
Tomás TE AMO Flavia 2ª 1ª
SI TOMÁS EL NUEVO DE 4ª2ª ESTAS HERMOSO!!
Se preocupó de que la caligrafía fuera distinta. La letra debía ser redondeada y prolija, pero, al mismo tiempo, parecer de personas diferentes. En un momento tuvo el arrebato de escribir muchos más grafitis, pero se reprimió en pos de la verosimilitud. El primer paso de la operación estaba hecho. Salió del baño a escondidas. Esa noche fue el funeral de su abuela. La pobre vieja llevaba un tiempo largo internada y el alzhéimer la había condenado a una vida sostenida por instantes inconexos. Apenas llegó de la escuela su madre le dio la noticia y le pidió por favor que fuera al velorio. Tomás no se hablaba con su padre y menos con la familia de su parte, pero accedió porque era lo menos problemático. El funeral de su abuela fue su primer funeral, le resultaba raro ver a tantos familiares y tanta gente llorando. Tomás se fijó, sin embargo, en el comportamiento de su padre que, al lado de su abuela, no daba muestras de esa expresividad barroca de las lloronas, sino que como un centinela se mantenía firme y cada dos o tres minutos arreglaba no sé qué de la ropa de la muerta. Ese arreglar repetido era su forma de expresar algo, pensó. Tomás se dijo que su padre no era un mal tipo. Al otro día, le dijo a su madre que quería ir igual a la escuela. El plan tenía que seguir su curso. Ni bien llegó sentía que
vamos Por el boleto pul PÁGINA 24
GRAFITI - BLAS RIVADENEIRA
todo era distinto. La indiferencia habitual a la que era objeto era reemplazada por una atención repentina de parte de las mujeres de la clase. —Ese es el nuevo, Tomás, tiene sus admiradoras, mirá vos, si es bastante fachero, aunque calladito. Calladito, esos son los peores. Escuchaba en conversaciones imaginarias. Terminada la última hora se escurrió en el baño de mujeres. No había nuevos grafitis. Tenía preparado el líquido corrector en el bolsillo pero creyó mejor no utilizarlo. Sintió ruidos. Tuvo miedo. Volvió a ver a su padre acomodando la ropa de su abuela muerta. Justo cuando todo parecía haber fracasado, vio escrita con lapicera bic trazo fino, casi imperceptible, una flecha que iba desde su grafiti de ayer a una nueva inscripción.
Te amo bombón No distinguió el nombre que lo firmaba. Las letras eran borrosas pero afiebradas. Tomás estaba exultante. Feliz. Vio con sus propios ojos a la admiradora esforzándose por hacer notar la tinta de la bic en la rugosidad de la pintura gastada de la puerta, la vio repasando la escritura con mano tensa y la bombacha de Hello Kitty y un ardor desconocido en los esfínteres al soltar el chorro de orín. Decidido, buscó el líquido corrector y sacó otra flecha.
—No, es solo por curiosidad. —Mirá, la Schwartz es Ana y está buenísima, pero no creo que sea, es muy correctita para esas cosas. La Veliz también es Ana, pero anda con Roque, ¡ojo! —Si… son muchas las Anas. Para mí es una pendeja. Tomás pensaba que si llegara a haber dos Anas por curso tomando el caso testigo del suyo donde la Schwartz y la Veliz resultaron ser Anas habría aproximadamente ocho Anas entre todos los 4tos años, seis Anas en 5to, diez en 3ero, doce en 2do y catorce en 1ero, lo que da un total de cincuenta posibles Anas solo teniendo presente el turno mañana. Por lo que serían cien si se abarcara el turno tarde. Las posibilidades de Anas resultaban entonces infinitas: podía haber Anas que no se hacían llamar Ana, otras en las que Ana sea el segundo nombre e incluso estaba la posibilidad de que Ana no fuera ninguna Ana y firmara con pseudónimo. Estas reflexiones lo dejaron exhausto. La amplitud térmica del norte de África, la fecha de la primera fundación de San Miguel en Ibatín y las guerras del Peloponeso serán huecos en la educación formal de un Tomás que no hacía más que esperar que el timbre lo habilitara a reencontrarse con esa mensajería pública e insensata. Peligrosa, como no es el amor de los padres ni de los profesores de la escuela a la que te mandan los padres.
SI!! ESTÁS DIVINOOOO! TE PARTO!
DOSSIER CUENTOS
TOMÁS ES MIO Y NO JODAN I LOVE U
Al salir del baño casi se topa con un ordenanza que metía de los pelos la cabeza de una mujer en un balde rojo, pero siguió caminando como si nada, satisfecho por su triunfo, sin ganas de hacerse preguntas. Otro día, su popularidad en pleno crecimiento: miradas cómplices, sonrisas, guiñadas de ojos. Todas eran para él, se decía en la formación del izamiento de la bandera. No terminó de sentarse en su pupitre cuando logró comprobar sus conjeturas.
I LOVE U TOMÁS ANA
Estaba escrito en su banco. Méndez le hizo un comentario burlón que Zapatero aplaudió. Tomás los desoía perdido en la embriaguez de la realización de su obra y en las cavilaciones sobre la identidad de la tal Ana, quién será, ¿será la misma de la bic de ayer?, seguro que no es una del curso porque Anas que yo sepa no hay. Se acercó a Méndez y a Zapatero esa mañana a fin de sacarles información sobre Ana, están hace más tiempo en el colegio y se la pasan hablando de mujeres. —Anas hay muchas. —Está interesado el tonto. ¿Qué estás necesitao, compadre?
TOMMY ANA
Se quedó helado. Había vuelto a escribir, se trataba de la misma chica de la bic. Su admiradora, su enamorada: su ANA. Decidió no escribir nada. El tono amenazante era claro y lo perturbaba. Al salir del baño se sentía nervioso. Observado. Otra vez vio al ordenanza que pareció sonreírle. Ambos eran cómplices, él y la mujer sin cabeza con la que limpiaba los pisos, Tomás y su Ana. Casi tuvo el arrebato de acercarse y contarle su aflicción pero se arrepintió. Cómo explicarle, al ordenanza o a cualquiera, que sentía a Ana en todos lados, que en ese preciso instante se sentía observado. Escuchó pasos detrás suyo, giró rápidamente y creyó divisar la silueta de un delantal perdiéndose en un pasillo perpendicular —Che, quién sos —gritó y escuchó como los pasos se transformaban en pisadas de alguien corriendo. Fue a ver. Solo encontró al ordenanza que lo miró con ojos cansados. —¿Qué haces acá changuito? —Nada. Chau. Ese mismo día a la tarde tuvo que volver a la escuela a clase de gimnasia. Estaba nervioso por los incidentes del mediodía, pero prefería ir antes que quedarse solo en una casa todavía de luto. Llegó al campo de deportes y volvió a sentirse observado.
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Atrás había quedado el regocijo de ser el centro de atención de una supuesta masa anónima de admiradoras. Ahora sentía el escozor de una mirada fija, obsesiva, la mirada de Ana. Una veintena de adolescentes vestidas iguales, remera blanca, pantalón azul con rayas, Adidas, nada que temer, todo está transcurriendo normalmente, pero la sensación de inseguridad no cesa, su boca está seca, la saliva espesa hace sonar su garganta, la canchita de handball parece interminable cuando escucha que le gritan, sí, es a él, cuidado, la pelota, pasámela por favor. Tomás apenas logra reaccionar a tiempo justo antes de que la pelota lo golpee, la toma y se dispone a devolverla a esa voz perdida de mujer que la reclama, voltea su mirada hacia ella, entonces la ve: una chica pequeñita de ojos redondos como huevos. —Acá tenés. —Gracias, Tomás. Tomás le dio la pelota y fue corriendo a la cancha donde sus compañeros ya formaban fila para la asistencia. Es ella, seguro es ella. Estuvo todo el partido de fútbol distraído en lo que podía hacer o dejar de hacer esa posible Ana, tan pequeñita que a cada rato se le perdía escondida detrás de los cuerpos más desarrollados de sus compañeras. En un momento dado desapareció definitivamente de su vista y se consoló pensando que al menos ahora era posible que fuera real. Existe, a su manera existe. CUENTOS
Un pasillo largo y aséptico, la escuela -piensa-, está solo, no parece haber nadie más, de repente comienzan a salir de las distintas aulas adolescentes de uniforme, pollera a cuadros entablillada, camisa de marinero, todas mujeres de pelo lacio oscuro, todas asiáticas, japonesas, parecen no percatarse de su presencia. Tomás entiende que está soñando, que es una pesadilla, que está en una especie de escena de La llamada, quiere despertar, nota que las japonesas empiezan a mirarlo, una de ellas ¿Ana?, ¿la petisa de la clase de gimnasia?, se le acerca, lo mira, él no distingue su rostro, —Tomás te amo —dice y en ese momento se da cuenta que está de vuelta en su habitación, se levanta de la cama algo alterado, va al baño. No alcanza a tomar el cepillo de dientes cuando comienza a notar que algo extraño sucede, mira al espejo y ve que detrás de su imagen borrosa está Ana o una japonesa de La llamada o la petisa con la pasta dental en la mano. Está a punto de morirse de pánico. La mujercita se acerca al espejo y pasando a través de su cuerpo escribe con su dedo usando ´ la pasta dental: Tomás te amo. En ese momento despertó. Se cercioró con un pellizco, el dolor lo tranquilizó pero no le quitó el miedo. Ahora debía volver a la escuela.
Durante el izamiento de la bandera no dejó de mirar a todos lados a ver si daba con Ana, la petisa o la japonesa de La llamada. Una mano firme lo tomó del hombro —Compórtese en la fila —dijo Gálvez, un preceptor con bigote de Hitler que dicen fue buchón y era del opus. Rápidamente la masa de estudiantes desapareció en las aulas. PÁGINA 26
Ya en el curso Tomás fue a su pupitre y, como lo esperaba, leyó:
Ya estamos más cerca TE AMO Ana.
Es ella, seguro que es ella, la petisa es Ana, debe ser una loca. Pasó los tres recreos de ese día buscando a la petisa de ojos grandes. No hubo caso. Era como si no fuera alumna de la escuela, como si no existiera pero, al mismo tiempo, de alguna forma estuviera todo el tiempo allí. Terminadas las clases dudó si ir al baño de mujeres. No sabía lo que podía encontrar. Pensó en por qué su madre no lo dejaba ver películas porno o de terror. Entró al baño. Efectivamente Ana había dejado un nuevo grafiti.
YA SÉ TU SECRETO Solo yo te amo Tomás salió corriendo del baño sin saber a dónde iba. No le importó el ruido que estaba haciendo ni el ordenanza ni nada, solo siguió corriendo como si al menos esa acción justificara en parte esa sensación de estar escapando de una sombra. Sin embargo, cuando paró después de correr varias cuadras, la sombra seguía ahí. Tomás volvió a escribir poesía para exorcizarse de Ana. Fueron horas inexplicables como aquella corrida al salir del baño, inútiles como las mascarillas de su madre o la pretendida prolijidad de su padre para la mortaja de su abuela. Uno sobrevive a base de aferrarse a lo inútil. Despertó tarde, la fiebre de la escritura lo había llevado a dormirse a la madrugada. Tomó un remís para llegar antes de que termine el izamiento. El remisero era un viejo con la misma mirada de ciego que el ordenanza. Tomás estaba preocupado porque le había pedido que fuera lo más rápido posible, que iba tarde. Al llegar a la escuela se le cayeron las monedas de la billetera cuando iba a pagar. —Vas a tener suerte —le dijo el viejo con ojos grises. A pesar de haber sido lo más sigiloso posible fue descubierto por el preceptor cuando se colaba en la fila. —Tarde —gruñó. En el curso su corazón comenzó a agitarse, qué habrá escrito, porque seguro habrá escrito algo.
AL FINAL DE CLASES HOY TE TENGO UNA SORPRESA YA SABÉS DÓNDE. TE AMA ANA
GRAFITI - BLAS RIVADENEIRA
Estaba escrito con lapicera como el anterior. Tomás entendió que Ana lo hacía así para que él pudiera borrarlo. Creyó ver en esto una especie de intimidad. Las clases transcurrieron más lentamente que de costumbre. Pesados segundos lo separaban de la promesa de Ana. Creía que vivir significaba poder salirse de la indiferencia de ese tiempo en una apuesta al todo o nada.
—Hola —dijo ella. —Hola —respondió él. Por unos segundos se mantuvieron inertes uno frente al otro. Ana tomando la iniciativa lo agarró de la mano y lo introdujo dentro del cubículo del baño. Con la puerta cerrada, el espacio era mínimo. El contacto entre los cuerpos, inevitable. Ana comenzó a acariciarlo. Metió la mano de Tomás por debajo de su camisa a la altura de sus tetas de niña. Él temblaba y sudaba como afiebrado al sentir esa rugosidad desconocida. —Shhhhhh, tranquilo —dijo ella y lo besó. Los movimientos fueron torpes pero sinceros. Los botones y la ansiedad se tropezaban a cada rato. Las manos bajo el delantal blanco descubriendo un cierre, las rodillas que se entrechocan, el pelo sobre la cara, el corazón que parece estallar y la sensación de no saber qué hacer y de saber al mismo tiempo. Tomás y su miembro erecto que choca contra una bolsa de juguito congelado que va derritiéndose de a poco hasta convertirse en una masa gelatinosa por la que mete su pene y a medida que entra saltan los chorritos de colorante rojo por todas partes y terminan los dos, Tomás y Ana, riéndose abrazados con las manos manchadas de sangre pegajosa. *Publicado originalmente en Ibatín, editorial Culiquitaca, 2015
* Becario doctoral de CONICET y Egresado de la Carrera de Letras de la Facultad de Filosofía y Letras, UNT.
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CUENTOS
Sonó el timbre. Había llegado la hora. Fue al baño de hombres, vio cómo le caían unas gotitas de pis del miembro, suspiró y salió. Ya no quedaban compañeros a la vista, tampoco había ordenanzas, era el momento, sin embargo, no entraba. Se dijo que era una locura, que Ana y él eran una gran locura. Llegó hasta el portón de salida y empezó a correr. Así, corriendo entró al baño de mujeres, de un empujón abrió la puerta. Se detuvo, estaba agitado, frente a él tenía a la peticita de ojos grandes que siempre supo era Ana. Tenía el pelo lacio y negro azabache como japonesa de película de terror. La vio pequeñita, casi ínfima, pero linda.
Biografía
Blas Rivadeneira nació en Tucumán. Es escritor y Licenciado en Letras. Sus cuentos y poemas recibieron menciones y /o fueron publicados tras diferentes concursos. En 2015 publicó su primer libro Ibatín (Culiquitaca). Integra las antologías Reñidero: antología de poesía tucumana contemporánea (Culiquitaca 2012), 40°. Doce narradores tucumanos (Blatt &Ríos 2015), Raros Peinados Nuevos. Veinte escritores sub 32 (Eterna Cadencia 2017, Premio Cuento Bienal Arte Joven BSAS), entre otras. En lo referido a su obra crítica publicó Más allá del centro y la periferia Mario Levrero: una estética del raro (IIELA 2013) y otros artículos en revistas especializadas. CUENTOS
También sus textos están incluidos en los libros Caza de Levrero: Asedios críticos a la obra de Mario Levrero (Rebeca Linke 2014), Escribir Levrero. Intervenciones sobre Jorge Mario Varlotta Levrero y su literatura (EDUNTREF 2016) y Relatos Infieles: Tomás Eloy Martínez (EDUNT 2016). Es uno de los organizadores del Festival Internacional de Literatura Tucumán -FILT -.
“Pasó los tres recreos de ese día buscando a la petisa de ojos grandes. No hubo caso. Era como si no fuera alumna de la escuela, como si no existiera pero, al mismo tiempo, de alguna forma estuviera todo el tiempo allí.” PÁGINA 28
Sol de Enero - xilografía - 2016
ARTISTA INVITADO: DAMIÁN ESTEBAN DÍAZ De 33 años. Artista visual. Licenciado en Artes Plásticas – Especialidad GRABADO, FAUNT. Actualmente se dedica a la producción artística. Así también, se desempeña como docente de las carreras: Licenciatura en Artes Plásticas (FAUNT), Licenciatura y Profesorado en Artes Plásticas (UNLaR). Como profesor de la Escuela de Bellas Artes (UNT) y como tallerista de la casa de oficios Tamañoficio.