Otros tantos textos necios

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otros tantos textos necios


a J.


ÍNDICE Habla Juan viejo

3

Las muchas muertes, según Wenceslao Díaz

15

El encuentro

22

No estoy…

25

Nocturno amor

27

Nocturno afónico

29

Otros nocturnos [erráticos]

34

Vi caer la primera gota…

54


HABLA JUAN VIEJO

3


I Conocí hombres hambrientos cuya boca es un océano de dignidad ardiente.

Hombres, llenos de fervor en los ojos, que no bajaron la vista, ni hubo temblor en su parpadeo cuando el destino, falso camarada, clavó el codo en su costilla.

Conocí hombres que lucharon, siempre, con el puño macizo y el arma cargada, con el alma abierta confiada en la noche,

-de par en par la última, esperando al visitante o rival; tibia añorante de acción la anterior; dispuesto a extenderse en un saludo el primero-.

Conocí hombres incapaces de leer que no necesitaron hacerlo para saber el mundo entero, y que sin saber siquiera la forma de las letras escribieron vidas enteras


al despertar al día.

Sangraron arte por las uñas, sondearon el cosmos, cenaron ceniza del horno ahogado, sacaron sus ojos con la pluma y rompieron sus dedos contra el teclado y el papel; caminaron brasas de filos calientes, bailaron borrachos sin cama donde descansar y durmieron fuera del metro entre vírgenes vestidas de sangre.

En todos perfume y agua bendita, resina oriental coronándoles, fuego en sus gargantas que se extiende y se extingue en ciclo, hijos del verbo, todos ellos, serán los únicos salvos.


II Vuela de nuevo la misma queja: “vida pinche”. Semi ahogado el gritillo en la lengua, como sea se cuela por entre los “buenos días”.

Vuelve la miseria de no ser el afortunado, con el olfato encima del hombro del otro, en lujuria, por las monedas que a los nuestros darían el norte hacia la grande creación.

Rompiéndonos la espalda, Padre, apenas para el lujo hueco... Santos somos todos, despojados tristes de la tierra toda.

(sic)

Mierda y risa van a todas partes, otra vez sobre nosotros, luego sobre alguien más. Suicidas volando a raso el ferrocarril y un poquito de olor humano colándose por el caño.

Por lo que puede verse apenas, ¡apenas!, dos segundos menos


y no seríamos,

y vamos en dos patas sobre el mundo, marcha de títeres e hilos, bajando despacio en masa, cada uno, siendo todos, hacia el andén.

Malgastando palabras en absurdos para otros que ni siquiera te saben vivo, ojos que no te sabrían igual vivo aunque te vieran, para el mundo afuera que no puede responder si no es a manos que bailan parlantes.

Puede que también haya mentes pulcrísimas, algunas acaso, a mitad de la turba, con cabeza gacha buscando a sus semejantes alrededor.

Ojos, sol en túneles, sobre el reguero de monos, detrás hermosos de su ensoñación gris, pasando por la tarde encimándose al camino, un poco menos miedo a la falta de mañanas.

Otra vez túneles. De vuelta. Inhalas fuerte, ya no están. La peste sube, desde el caño, de nuevo a la nariz.


III “When I die, bury me in straight laced shoes, a box backed suit and a Stetson hat, put a 20 dollar gold piece on my watch chain; so the boys'll know I died standin' pat”.

De “St. James Infirmary”, tradicional.

Y entonces fui, a la deriva del mar, con veinte billetes y nada de esperanza; fui esperando ver las olas, el sol, la luz, y no vi otra cosa que las barbas del dios que enloquecido me llama y me dice que camine a lo largo del viejo túnel hacia el fondo del barril y las olas.

Y luego nada por decir, nada, porque mi boca se ha callado, saliva espesa y los labios cocidos, aunque casi no dolió.

No dolió.

Porque con la savia de los días que se han ido, el de la pala ha curado las heridas y dio el óbolo para el barquero antes de ir hacia la arena, hacia la barca,


hacia la orilla, hacia las sirenas, Neptuno esperando impaciente ya.

Marcha, marchando, marcha de paso pausado y discreto, marchamos todos, marchamos cada uno hacia nada.

Fui directo a la espuma, porque nada estaba entonces, todo estaba allĂĄ, del otro lado, estrecho en mĂ­ mismo, todo de madera, y habrĂĄ plena justicia cuando me enfrente al juzgador.



IV Somos masa energizada.

Tratamos de darnos un origen místico, una cuna misteriosa y un destino. "Desde niño yo hacía...", "me acuerdo que cuando estaba bien morro", "dicen que, desde antes de poder hablar, yo podía...".

Nada más desesperado, temeroso. No poder dar mérito a lo que cada uno construye, a lo que cada uno llega a ser, con la mano desnuda sobre el surco.

Mejor decir que eres por obra tuya, que clamar por una semilla que te fue dada sin garantía de pagaré, por una dádiva que no ha exigido a tu alma desgarrarse para poder obtenerla.

Y somos todos masa energizada.


V Yo debí haber nacido del arado, con la tierra ya en las uñas. Me hubiera gustado contar que di los primeros pasos con lodo hasta el tobillo. ¿A quién no le llenaría el alma de alegría el pulso del viento en los hombros atizados de luz de sol? -El verbo del viento es consuelo del fatigado-. Y no puede haber sonido más dulce, o lentísimo, que el latido del día amaneciendo.

Nacer, también, en la costa. Alguna de las veces que sucediera. Salir a la mañana del mar, pez entre peces, en la multitud inagotable de su enorme beso. Devorar temprano su pulpa, ahora depredador, y lavarme los pecados todos en su lágrima salina. Aguijones de luciérnagas en llamas, atarraya en mano para asegurar la existencia.

Un color tras los párpados que no fuera gris.

Satisfecha el hambre apenas en la tarde desmayada del día cualquiera, regresar en la noche de niebla opaca, -savia silenciosa resbalando del fuego-, untado el cuerpo de agua de campo, de sudor de algodón,


de polvo finísimo de plateada nube en el suelo. Y depositar la cabeza por las noches en el vapor del sueño de la bestia satisfecha, de la palabra sin prisa, y cerrar los ojos a un sueño más pacífico que el de todos los justos.


VI Dijo Juan en el campo:

No me gustan las plantas perfectamente verdes, militarmente verdes de tan estricto que es su color. Me gustan esas plantas, enormes o pequeĂąitos cactos, en que se notan las heridas de su propia batalla por perseverar en la vida: arrugas y lunares junto a los labios de hoja, rayas de sol rabioso en la flor, ligeramente menos verticales por el exceso de meditaciĂłn bajo el granizo.

Esas me gustan, porque se les derrama el deseo por vivir. Eternamente deseando continuar, como afirmĂł el filĂłsofo.

Y son feroces a su modo, y son supervivientes a su modo, y son terribles.

Valientemente bellas, todas.


LAS MUCHAS MUERTES, SEGÚN WENCESLAO DÍAZ. [Rubén Hernández]

15


Después

de

aquel

último

diálogo

con

el

último

de

mis

abuelos

que

me

sobrevivía, jamás volví a creer que es una sola nuestra muerte y que está al final

de

nuestras

vidas.

Espero

que

la

memoria

no

me

traicione,

pues

considero importante no olvidar las últimas cavilaciones que me obsequió. Estoy seguro que pronto las necesitaré.

—Se

llama

contingencia.

Trae

alternadamente

alegría

y

dolor,

sueños

y

pesadillas, vida y muerte… ¿qué te hace pensar que se sufre más en los últimos días de tu vida, que en todos aquellos momentos que se tornaron fatídicos y dolorosos durante ella? —¿Entonces qué piensas que es lo que se aproxima para ti, un largo sueño? —¡Qué gran fiasco si es así! La vida se vive, los sueños se sueñan, la muerte… — hizo una pausa y arqueó las cejas esperando la sabida respuesta, —La muerte se muere -respondí. —No tengo idea de la experiencia de morir mi muerte y, desgraciadamente para ustedes, mis más queridos seres, no podré explicárselos, pero tienen el consuelo de que algún día, espero que muy lejano, morirán la suya propia.

Los silencios eran muy naturales. Ninguno de los dos nos incomodábamos por no tener nada qué decir durante dos o tres minutos. Yo pensaba en aquella rara paz que colmaba los ánimos de mi abuelo, y me hubiera gustado saber en qué rincones de su memoria deambulaba en aquellos instantes en donde no mediaban las palabras, lo deseaba saber pues no se le veía con miedo, y yo tampoco quería tener miedo.

—Mi maestro decía que la vida no es más que la preparación para la muerte.


—¿Quién era tu maestro? —pregunté. —¡Sócrates, por supuesto! —respondió.

Él rio, yo sólo sonreí.

—Lloré más en la vida cuando se mostraba cotidiana, que ahora que se muestra concluyente. Nací, amé, morí en vida, viví muerto, resucité y volví a morir. Hasta después obtuve un merecido sosiego. —Tus amores, ¿no es así? —. Sólo sonrió. —Siempre se les llora más a los vivos que a los muertos, sobre todo si son muertas vivas.

Ambos reímos. La proximidad con la muerte torna lúcidos a algunos hombres. Se podía percibir desde lejos a mi abuelo en dicho estado. No dejaba de pensar en la contingencia, en que yo no estaría vivo si no hubiese sido porque años antes de mi nacimiento tuve un día de suerte. Dicho día también tuvo que serlo para Wenceslao Díaz, pues conoció a una bella mujer con quien haría su servicio social allá por el Nevado de Colima. Todo resultó tan bien para ellos, que al término del mismo regresaban felices y enamorados. Por este motivo fue que poco después nació mi madre, que a decir verdad “no estaba

programada”,

porque

según

sé,

xxx

y

Wenceslao

querían

seguir

estudiando, viajar y entregarse el uno al otro. Aun así, mi madre, hija única, fue muy amada. Me consta por sus bonitos recuerdos de todos los viajes que realizó cuando era niña, por sus fotos alegres en los edificios de la Universidad siempre en compañía de sus padres. ¿Qué veo frente a mí? El motivo contingente de mi vida, que podría ser la de cualquiera, una parte


del problema y la respuesta parcial cuya forma adopta la figura de un anciano que mira fatigado a la calle, y que después vuelve la vista a mí, sonriendo. Sólo gracias a que este ser escribió una parte de la ecuación sin proponérselo, es que yo estoy aquí. Contingencia, todo es contingente en la vida humana menos la muerte, esta es necesaria. Quería preguntarle muchas cosas, pero me limité sólo a indagar sobre su vida, quería pensar que probablemente lo ayudaría a desahogarse, pero sabía que por su talante de filósofo ya había alcanzado aquel estado de verdadero sosiego, y no se engañaba con una especie de pax romana, con la que, en cambio, muchos sí nos engañamos.

—¿Cuál fue tu dolor más profundo? —Precisamente ese —respondió —, sobrevivir a la muerte de mis seres amados, perdurar al terrible efecto producido por la muerte no definitiva de alguien que amas, seguir con vida mientras experimentas esa irrupción abrupta que llega cuando no lo esperas, pues nunca la esperas. Es raro, es la muerte duplicada, pues también te mueres, te das cuenta porque tú también dejas de existir

ante

los ojos

de

aquella

que aún yace, simplemente

han

cesado

mutuamente. Morir sin morir. Mi definición de lo que más se aproxima a la muerte es esta: tener plena conciencia de que en una época determinada recorremos trechos importantes de nuestra vida con alguien, forjando con instantes una convivencia cercana, personal, íntima, amorosa, entrañable… todo para que después se termine, colapse, se pudra, y hasta se olvide. ¡Qué susto encontrarte después con un muerto viviente! La otra muerte es sólo un nombre

que

se

le

ha

dado

al

imprescindible

fin

de

la

vida,

al

cese

definitivo de todas tus células, al colapso de la mente y las funciones


fisiológicas, al cobro del seguro por los familiares del occiso, al llanto inevitable

de

los

seres

que

lo

amaron

durante

el

latoso

funeral…

¿me

explico? —. Moví la cabeza en señal de aprobación. —Ahora ya sabes porque no estoy tan desanimado. —Sí —respondí.

Esa fue la penúltima vez que lo vi. La siguiente no supimos que era la última; afortunadamente fue la más alegre de todas las que guardo en la memoria. No nos quiso comunicar sus planes, pues sabía que mi madre no dejaría que hiciera lo que hizo. Durante un tiempo sólo pensamos en lo egoísta que era, pero después comprendimos que respetar su decisión era lo menos

que

podíamos

hacer

por

alguien

que

nos

dio

tanto

en

todos

los

aspectos. Mi abuelo siguió con vida durante ocho meses más. Las personas que amorosamente lo cuidaron durante ese tiempo, nos informaban periódicamente de su estado de salud, pero nunca nos dieron más datos. “¿Por qué ellos y no nosotros? ¿Será otra familia que tuvo el condenado?” se preguntaba mi madre cada vez que terminaba de hablar con sus cuidadores. Un día investigué y me enteré que el número de donde nos llamaban era de una pequeña comunidad de Nayarit muy cercana al Pacífico. Nunca di con la casa pues la llamada era de una caseta de larga distancia, además, dudo mucho que nos hayamos arriesgado a ir a razón de no darle un disgusto a “Wensi”, como lo llamaba de cariño mi madre. Tal vez la cercanía del mar y cierto estado de apacible soledad le prolongó unos meses más la vida y eso, naturalmente, estuvo bien. Cuando nos llegó por paquetería su gran biblioteca y sus documentos personales, supimos que la zozobra al fin nos abandonaría. Tal vez fuimos mi madre y yo egoístas,


pero habían sido meses agotadores y teníamos la necesidad de descansar. Afortunadamente ocho meses antes habíamos dejado todo en paz con él. Por boca de sus cuidadores, nos enteramos, poco después, que eran ellos unas viejísimas amistades que hizo mientras realizó su servicio social con la abuela

xxx.

disiparon

Al

sus

enterarnos, últimas

mi

madre

sospechas:

se

“Wensi

apenó

consigo

siempre

se

misma,

portó

pero

bien”

se

dijo

orgullosa. Pero esto ya no viene al caso, y a decir verdad no me he sentido aliviado en todo este tiempo. Sí, recordar al abuelo me ha arrancado sonrisas, pero los nervios y la impaciencia están retornando a mí. Me sudan las manos. Lúcido, o no tan lúcido pero reflexivo, me doy cuenta de la puerilidad de mis pensamientos. ¿Por qué sonrío? ¡Ah! Ya recuerdo, son los nervios y el miedo no domados. He ignorado por algún tiempo las confesiones que me han hecho amistades mutuas. ¿Será que me aprecian más a mí, o será que lo que están haciendo no lo merezco? Da igual, al final si está hecho, está ya hecho. Me siento lleno de angustia. Me cruzo con un vecino en la entrada del edificio y me saluda, pero no logro hablar, sólo sonrío y no es por él, sino por la suerte que me espera. Treinta escaleras y un pasillo hay entre mí y una mujer que no me espera sino hasta dentro de dos días. ¿Es que me tengo que volver, llamarle y darle treinta minutos para avisarle que estoy de vuelta? Ya te empiezo a entender Wensi, y aún no me muero. Me doy cuenta que no he soltado las llaves desde hace mucho tiempo. Al abrir, agradezco que sea una puerta silenciosa. No hay rastro de nadie ¿a dónde habrá ido, y con quién?

Me imagino posibles respuestas, pero las borro de

mi mente rápidamente. Me sigo a la recámara pensando en que todo ha sido un intento estúpido por terminar con aquellas advertencias. Apenas avanzo y


escucho que está duchándose. Movido por un fuerte y moribundo impulso, abro la puerta y veo una hermosa silueta conocida y otra de un hombre que no conozco. La respiración ya no la puedo contener, exhalo descargándome de la incertidumbre y sonrío, estoico, a la muerte que me saluda. ¿Cuánto tiempo viviré muerto? Ojalá me hubieras platicado también acerca del limbo, querido abuelo.


EL ENCUENTRO [José Revueltas]

22


Una larga, tremenda isla de sombra no me dejaba llegar a ti. No, aun cuando tu nombre ya lo tenía en los labios, pero una isla, pero un terrible recuerdo y un amor que no pudo atreverse nunca; y hasta hoy te reconozco escondida en ti, descubierta en mí, algo impronunciable no me dejó llegar, y te veo hoy, algo como una espantosa isla sin palabras donde nunca pude decir "te quiero".

Eres, sin embargo, una inquieta verdad gótica, impasible, extraordinariamente pura, no olvides, una isla que me dejó náufrago y no quiso entender las únicas palabras que no le dije.

Un mar que no quería dejarme, un enemigo mar lleno de amor.

Y hoy te veo, hoy, como un ancla, como un cuerpo profundo naces. Tu hermosa, tu dulce fragilidad como un pequeño vaso al que podrían romper mis besos, tu cuerpo vertebrado, donde casi no tienen lugar ni habitación mis labios.

Los vivos, vivísimos planetas de tus ojos, tu sencillísima entrega,


en silencio, sin voz, en mí estabas con tus brazos inmensos, hoy los toco y son como un imposible horizonte en que todo se ha perdido y no he de volverte a ver.

Te he perdido tanto desde entonces, tanta y dura y grave nostalgia desde entonces, y hoy, de pie, lleno de sollozos ante tu cristal, qué gran miedo de que no aparezcas, qué profundo miedo de que mi palabra vague y se pierda sin ti.

He de decirte tantas calladas cosas, no importa, tantas que no caben ni en el tuyo ni en mi corazón.

El espantoso miedo de que llame y llame y llame y llame, y tú, dulcemente, te me mueras callada, infinita, dulce y callada.


25


No estoy enamorado, estoy enamuriendo de ti, enamorido de ti, enamuerto, enacido de tu nombre enganchado a tu espada de amor.

[Bruno Rodz]


NOCTURNO AMOR [Xavier Villaurrutia] El que nada se oye en esta alberca de sombra no sé cómo mis brazos no se hieren en tu respiración sigo la angustia del crimen y caes en la red que tiende el sueño. Guardas el nombre de tu cómplice en los ojos pero encuentro tus párpados más duros que el silencio y antes que compartirlo matarías el goce de entregarte en el sueño con los ojos cerrados sufro al sentir la dicha con que tu cuerpo busca el cuerpo que te vence más que el sueño y comparo la fiebre de tus manos con mis manos de hielo y el temblor de tus sienes con mi pulso perdido y el yeso de mis muslos con la piel de los tuyos que la sombra corroe con su lepra incurable Ya sé cuál es el sexo de tu boca y lo que guarda la avaricia de tu axila y maldigo el rumor que inunda el laberinto de tu oreja


sobre la almohada de espuma sobre la dura página de nieve No la sangre que huyó de mí como del arco huye la flecha sino la cólera circula por mis arterias amarilla de incendio en mitad de la noche y todas las palabras en la prisión de la boca y una sed que en el agua del espejo sacia su sed con una sed idéntica De qué noche despierto a esta desnuda noche larga y cruel noche que ya no es noche junto a tu cuerpo más muerto que muerto que no es tu cuerpo ya sino su hueco porque la ausencia de tu sueño ha matado a la muerte y es tan grande mi frío que con un calor nuevo abre mis ojos donde la sombra es más dura y más clara y más luz que la luz misma y resucita en mí lo que no ha sido y es un dolor inesperado y aún más frío y más fuego no ser sino la estatua que despierta en la alcoba de un mundo en el que todo ha muerto.


NOCTURNO AFÓNICO

29


“… a blade of grass has the status of a flower…” Arvo Pärt.

Bastó con ocultar la palabra, con evitarla, con colocar al viento donde solía resguardarse la voz, con guardarla celosos, con callar la palabra clara hasta enmudecerla.

Con callarla, estrictos ambos, hasta llenarla de moho.

Con tomar, cada uno, camino, con llevar siempre, en el hombro, la pena propia y del otro y lo que no triunfó intentando llegar a ser.

Con eso bastó. Con eso se nos derramaron las arcas.

Con no decirnos nada, encadenando la lengua y optando por hacinar al verbo;

con pedir a la letra que sea discreta, cuando no sabe ni siquiera lo que pretende querer decir.


Porque las miradas ajenas, y los momentos ausentes, fueron verdugos cuando mi boca quiso revelarte el alma en plenitud.

¿Para qué, pues, invocar la voz? Parda cuna que en el sueño a la idea asfixia; al verso necio, cuando ya no se le quiere, menester es forzarlo a la prudencia, a la discreción, al secreto del claustro,

más si le vienen lapsus de entraña, de impulso pueril, o melancolía.

Mejor callarlo, entonces, antes de venida la tormenta, y no aparecido aún el vendaval ni la lluvia cuereando, y mejor callarlo sin súplicas ni ofrendas, sin mayor cortesía ni petición.

Sin acuerdo alguno. Callarlo solamente;

y dejarlo escurrirse, por las rendijas, al olvido; que se escurra, pleno, callado,


entre tantos grises y azules y dura tristeza, sin pataleos.

Con tantita rabia, orgullosa, quizá, pero digna: instrumento falto de cuerdas que con la música clavada en la tripa se prefiere, primero, mudo,

y no condenado a la mendicidad.

Aunque vuelvas cada cierto tiempo, y no callemos, estrictamente según lo anterior.

Cada ciertos días, en ciertos sólidos silencios, en la tinta en monosílabo, detrás de la puerta o al siguiente paso después de la esquina,

en el vagón viajante que imita con una silueta otra la que en ese tiempo como tuya, incendio, reconocí.

Vuelves a veces a mis brazos en el perfume memorizado, vapor de la calle, o en la búsqueda desesperada cruzando Trancazo y Misterios, a las 3 a.m., queriendo matarme a mano ajena.


Pero, con todo, no hay más, no hay más que no palabras, minuciosamente no palabras; afónicos,

y en cada pestaña los párpados guardando, -tristes, ajados, cera al sol, luego transparentes-, lo visto que ya no se compartirá.

Y cuando acaso viene el sueño, todo lo que no llegará al tacto se pudre igual en el frío que en el rayo, porque es su muerte, -en este momento, como en el perímetro todo del reloj-,

silencio crudo, falta de motivos, inevitable carne sin fin.


OTROS NOCTURNOS [errรกticos]

34


I


Fuera tu cuerpo diez mil veces espuma en mi tacto mar de playa, fuera en mi tacto luz y relámpago y, para la espalda, surco en la pared.

Fuera mi tacto, entonces, toda la sal, toda la arena, todo el océano en una mano y luego en los diez dedos enteros, todos enteros, enteros sobre tu piel.

Fuera tu cuerpo, luego, agitado agitador de versos, garganta que susurra, lúcido véspero; presencia de humo toda la vida, en toda la tierra menos aquí.

Palabra que nada y nadie dice, porque nada y nadie se atreve, -mantra mujeril-, palabra que nadie dice llanamente, y que, pronunciada,


forma todo el cosmos y, luego, nada nunca vuelve a decir.

Pardo placer solitario el del recuerdo necio del tacto, el del húmedo prado de tu sexo abierto al cielo, abierto a mi rayo de sangre, a mi rayo de piel y espuma y de sangre; diez mil veces inesperada suerte -porque inesperada siempre es la suertecuando, una a una, diez veces mil tuvo un primero, y todos los mares están llorando.

Tienen frío. Tiritan desesperados. Estamos todos desnudos.

Y cuando tu cuerpo finge volver, cuánta inquietud devora la vigilia, cuántas desesperadas y desesperantes horas vienen a la espalda y la encorvan, horas mirando al papel y a la pluma, al verso necio, pero nunca a tu cuerpo, y el tacto,


diez mil veces más, se gangrena.

Está roto todo, -marea hinchada de carne volando por doquier-, llueven lágrimas secas desesperadas y tu forma de sopor, de sueño profundo, diez mil veces, diez mil veces y una más, cada una, una cada día más, largamente, vuelve a ser un sinfín que mi tacto ya no puede alcanzar.


II


Uno sólo puede esperar a que alcance con lo que tiene, para sostener, para conservar, para llegar, para no morirse, para estar en donde sea que se supone se debe de estar, o para llegar a ser quien se supone que uno es.

No queda más que esperar que todo sea suficiente, quizá necesario, y darlo así, desnudos, porque no hay otro modo, porque no se sabe otro modo,

y, así, esperar, esperar, esperar tanto como se deba esperar.


III


He sido sátiro en el sueño, incapaz de estirar la mano y esgrimir el sexo, sable de sangre y carne ansiosa.

He sido Pan en cadenas, Alcibíades manchado por el desdén, soberbio.

Granada en mano muerta, mano muerta que aún pulsa, plaga en los troncos de todo el bosque.

Presa, en desértica tierra sin lluvia, o luciérnaga volando frente al sol. Rapiña, robo, usura, impiedad, y a veces dos soplidos amargos, banquete sin hambre o el niño ahogado en la alberca.


Martillo de piano labrando fino el dolor. Efigie. Brazo de bronce verde, uña oxidada, ojos cerrados y gesto dolorido de navajazo.

-Dos instantes en la vida son dichosos: el amor, el paso primero abandonada la regadera. Sólo el segundo más bello, más feliz, porque se sabe uno limpio de pecado-.

Y recordamos como nuestros mejores años aquellas horas infrecuentes cuando logramos pasar un momento de intimidad con nosotros mismos.

La tarea más dura, al final de la vida, será mirarnos, mirarles, mirarla, pensar y recordar y luego preguntarnos: ¿qué de eso fui yo?


IV


Toda la vida he esperado. Cada día ha sido de paciencia, de aplazamiento. Desde la cosa más trivial hasta el deseo más urgente, a veces enorme, se ha frustrado por el ahorrar de horas, de meses, decenios. Siempre poniendo algo antes, siempre, soportando la pausa, propia o de fuerzas incontrolables. Del azar. Viviendo bajo presión, tolerarse siempre frustrado, eslabón de la rutina más automatizada. Esperar constantemente y esperar siempre lo peor; sospechar del guiño, del viento un poco más fuerte, saber que las cosas no saldrán –no se puede, no es posible- a pedir de boca. Esa fortuna que no nos pertenece, que no puede ser para mí. Tanto como el mayor mal no se presenta –no puede, eso no me pasará a mí-, el bien innumerable, la gracia magna, no vienen a la cama en la noche porque están ocupadas en otro cuerpo, porque a nosotros nos está negada su caricia. No nacimos para ser bienaventurados, la buenaventura es otra cosa, cosa de otros, cosa ajena, algo que se encuentra acaso y solamente en los libros, en la música, en el muro o, siempre cuantiosa, en la anécdota de cualquiera de los demás.


V


Estaba yo en una jaula de otro. Lo sigo estando. Doce horas continuas de piar sin sentido para amos sordos, necios, que nunca paran de hablar. Doce tras doce horas de alas doliendo por el corte en las puntas, de alpiste rancio azucarado y sed ávida caliente, agua salada solamente para mi canto. Lunes tras martes, septiembre tras octubre, luego de nuevo lunes sin siquiera notarlo, enjaulado, atada la pata al barrote del hambre, al verdugo del miedo de la puerta abierta al frente. Con horror y corazón de pájaro pálido roto, de pájaro roto triste, de pájaro triste apresado. Doce tras doce horas, lunes tras lunes de noche, mes tras mes, vez tras vez cíclicamente y luego los años de encierro apilados o colgados en las alas mochas que no permiten siquiera pretender despegar. En jaula de oro y vidrio, apenas alcanzando con el pico asomado el olor de la tierra empapada, del aire verde y los árboles en fruto, de la hembra libre que no sabe de encierros. Pájaro de fierro, de ornato, cuando se ahogue en el bebedero rápido vendrá otro, infinitas aves azules iguales entre sí vendrán. Y los amos seguirán sordos. Y seguiremos piando, todos, las mismas notas rajadas. Y afuera apenas la lluvia, toda la fiesta de nubes y granizo y monos aullando a la luna, la vida esférica, a pesar de todo, a pesar de siempre, a pesar de mí, seguirá. Afuera oloroso a flor, a fruta y pan, a semilla y aceite, acariciando el ala por entre las rejas chapadas y luego, vuelto al trabajo de Sísifo flautín, las plumas llenas de garrapatas, trago el alimento y avizoro, animal excepcional, que viene pronto la muerte.


VI


Tengo atravesada en el cuello alguna palabra densa de azufre, me viene desde el hueco en el estómago, a través de la laringe, hasta la lengua.

Y quema, como el puñado de canela en la boca, o la mordida proferida por el colmillo propio; palabra de afta hostigada por los molares.

Dientes frontales caídos por acción del verbo, callado, tragado sin agua, caduco en empaque lujoso.

Porque la palabra viene así al cuerpo: le indigesta cuando la idea, o el recuerdo, son de origen malo, dándole duros trabajos para procesarla.

Viene una palabra tras la anterior y debo tragar saliva para no sofocarme en la noche, no pudiendo evitar hablar dormido.


Me someto a la penosa dictadura de dietas que me indican no consumir ciertos alimentos, ciertos tragos, ciertas presencias, ciertos poemas y alguna que otra pieza que furiosa lastima, también, al miocardio.

Se me indica reposar, acaso, dos o tres días, e informar al médico si las palabras se calman o si las transpiro, de vez en cuando, en la noche.

El diablo otra vez con hambre, aúlla, y el camino lleva, siempre, a los mismos caminos viciosos, -lienzos, versos, sinfonías-, de otras fechas.

Viene la náusea de nuevo, otra palabra, y callarla exijo poder a la lengua, mordiéndola con furia hasta la sangre, es menester: no quiero volver mis pasos al médico a contarle de nuevo la historia.


VII


1018 Llueve cada jornada al sur. Con los ojos cerrados finjo estar en cualquier otro lugar; con los párpados de cera fundidos sobre las córneas pido con todo el pecho estar en cualquier otro lugar. Ya no recuerdo, perfectamente, el sonido de tu carcajada, y te he soñado otra vez. Me paso la vida padeciendo el otro tiempo, porque el otro tiempo es padecer, un padecer que persigue cada día y que, sin embargo, chingada madre, no puede uno dejar ir. Otra vez te he soñado, avanzada la mañana, porque no he querido despertar temprano y he seguido recostado esperando que con algo de suerte me alcance el olvido, o aquel olvido mayor y definitivo que es la muerte. O la enfermedad. La enfermedad que tiene mucho de muerte, aunque la muerte es respiro, volver al vientre, libertad última que cura la espora de estar vivo. Alguna excusa, lo que sea. Siempre se tiene la sensación de haber podido hacer más. Se va por la vida presintiéndolo y como sea se sigue por el mismo camino. Es inevitable. Damos cuenta siempre de nuestros males, pero nos engañamos diciendo que son menores, que nada malo pasará, que no se ha hecho daño grave. Pero justo nos mentimos, vivimos engañados por nuestro propio canto de sirena, voz interior. Porque es mucho más fácil pensar que nada malo, al menos grave, se ha hecho, antes que admitir el error pasado que ya no se puede corregir. Luego comienzo con la mente en otras cosas. Me digo: "¡ya, cabrón, pierdes el tiempo con absurdos!". Y Nina mece la voz en cuna de jazz lustroso, con clamores que suben y bajan en la escala, orándole a dioses que ya nadie menciona por falta de libros que perpetuaran sus nombres.


Llueve cada jornada de noche al sur. Y mientras garabateo la libreta, empapada la ropa por la necedad de no protegerme del aguacero, seguro fingirĂŠ no encontrar modo para enviar estas letras, diciĂŠndome cada noche, para poder dormir, que todo esto, seguro, lo imaginas o lo sabes de cierto.


Vi caer la primera gota de la lluvia que venía arrastrándose.

“Bien harías saliendo a la calle llevando contigo aquello que más amas, para enfrentarte a la posibilidad de perderlo para siempre. Eso te haría valiente, eso te haría un hombre de verdad”.

Comenzó la lluvia y no tuve a dónde ir. Terminó la lluvia, casi ahogándome, y no hubo a dónde ir. 54


Ninguna imagen pertenece a este equipo editorial. Si se han utilizado ha sido con fines laicos, líricos, lúdicos y no comerciales. No nos hacemos más ricos, no lo empobrecemos a usted.

Diseño y textos (excepto los indicados): Adrián R Nava @errenava

CDMX, 10-2018


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