TRES TRISTES RETRATOS
Y OTRAS FARSAS
SUMARIO
Primera palabra
Lud-wi(n)g II
[magister B y el momento Eureka] XXX
¬ [(eu) ^ (daimon)]
Miklós III
[o el hacedor de harapos] XXXIV
Visitas inesperadas IV
Juan viejo XXXVI
Tres tristes retratos Jah-Xis
[inconexos] IX
[ofertorio] XXXVIII
021120nn XXIII
χ XLVI
Lou I
[falso corte brechtiano] XXIV Escena lisérgica
L Pasaje de Soares
XXVIII
LII
για χ
Horror enorme de quien la vida pasa como si fuera nada. Ver agua filtrĂĄndose entre los dedos y no tener sed, no desear el bautismo, no aĂąorar la tormenta, no ahogarse en la gota sola para no dejarla escapar.
Horror enorme encontrarle en el camino. Encontrarse en el camino.
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¬ [(eu) ^ (daimon)] Puede uno notar, con tantita atención, cómo nuestra generación está envejeciendo. Es oír pasto crecer. Nos engancharemos muy pronto con dogmas y no duraremos mucho.
× -¿Buenas noches? Sí, hola, mire, quiero notificar un deceso. Ajá, me dieron este número... sí. Quisiera que vinieran a disponer un poco más tarde de los restos. Sí, claro, todo muy bien. Todo en orden, ajá, me dieron también los requisitos. Ajá, está abierta pero cualquier cambio la llave está abajo de las flores moradas de la entrada; sí, las van a reconocer no se preocupe. Sí, a ver, ahm, sí, ya, cuerda de cáñamo gruesa, sí, del pasillo cuatro de Walmart. Nudo ciego arriba, sí. Dejo papeles del banco, recetas recientes, last will... no, eso no lo tengo, ¿es muy necesario? Ah, ya, perfecto. Hay café en la cocina para quienes vengan; tazas arriba, en el mueble beige, están limpias. Pasan al cuarto sin pena, si algo les falta, en el cajón del escritorio hay más cosas, es el único cajón, no tiene llave. Sí, ya, Camino del Sol A-29, sí, no... no, poquito más adelante, a cien metros del hospital, atrás de la escuela. Sí, sí... exacto... azul quemado por el sol, sí, segundo piso. Deben tener el número ya en su base. Ok, sí, muy bien, deme un poco de tiempo, si pudieran pasar a las 10 estaría perfecto, ajá. Ok, sí, de acuerdo, sí, muchas gracias... buena noche, que esté muy bien.
×
¿Han sentido alguna vez la sensación esa de aislamiento, de mucho aislamiento? Por eso la gente empieza a hablar sola.
III
.VISITAS INESPERADAS.
IV
Escuché tres veces el nudillo sobre la puerta. Tres golpes tímidos contra el marrón un tanto hinchado de la madera cerrada con doble llave. Uno: toc... muy bajo de volumen; dos: ligeramente más convencido; tres: descaradamente intentando llamar la atención, mía o de quien fuera. La acción había sido inspirada, me pareció, por un sentimiento tímido, la duda de estar tocando ante el número correcto. Yo levanté la mirada, perezoso, dudando también de mis oídos, más con deseos de que estos se equivocaran que con una genuina desconfianza en ellos. Bajo la sábana percudida parpadeé aún con sueño, con más incredulidad. Giré con sumo cuidado la cabeza hacia el reloj pero miré distraído el número que indicaba a la izquierda. Era la media de cualquier hora de la mañana, ya con el sol bien despierto. Escuché otra vez... silencio. Un suspiro venido de mi pecho se mezcló con el sonido lejano del tráfico menguante matutino, después un silbato policial, una campanilla cursi de bicicleta con prisa. Mi garganta carraspeando bajo, intentando yo aclararla discretamente aun cuando sabía que no deseaba hablar. Me giré y colocado sobre un costado, di la espalda al reloj y a la ventana disimulada con cortinas. Revisé mi vejiga: no era mucha mi urgencia. Y rascando mis amígdalas con la parte trasera de la lengua, tragué un poco de saliva espesa, me giré y miré fijo al techo recostado sobre mi espalda. Quizá el reloj aún marcaba la media. Jugué uniendo puntos en el tirol y encontré muy forzadamente un cubo torcido, un gallo de poca cresta y tres frutas a medio comer. Otra vez un suspiro. ¿Qué me había despertado en primer lugar? No fueron los golpes; una sensación pulguienta, la impresión de no recordar algo. ¿Pero qué era eso que no recordaba? ¿Una tarea, una persona, cerrar la llave del gas? Nada urgente, supongo, si pensamos que a final de cuentas toda la
noche dormí tranquilo. Reviso en ese momento de nuevo mi vejiga: todavía aguanto. Pudo ser la luz también percudida del sol a desconocida hora entrando al cuarto, cosa que dudo por no tener nunca antes el poder de despertarme. Y entonces el deseo de orinar estalla, una presa de paredes delgadas en plena lluvia intensa de verano. Y giro para poner mi pecho señalando la puerta del baño. Quizá cinco pasos, quizá diez hasta él, quizá doscientos metros. Pero si antes el hambre y la miseria no me obligaron a caminar, podía entonces ser un hombre de paciencia, me dije. Parpadeé de nuevo. Hacía calor. Desnudo sobre el colchón, barba de cuatro días, sin trabajo. ¿Será que alguien aparece ante mi puerta trayendo la fortuna consigo, una oportunidad, el tesoro de los duendes? Mmmh, posiblemente. Pero nada en esta vida es gratis y seguro habrá que pagarle con lo que me queda de libertad. No estoy dispuesto, me dije. Conté de nuevo los kilómetros hasta el baño y escuché concentrado lo que me pareció un resoplido afuera del cuarto y alguien bailoteando impacientándose. ¿Qué quiere de mí? He pasado la vida ocultándome tras un bajo perfil que ningún mal ha hecho a alguien, no quiero problemas. Este señor o señora viene a mí violentándome azotando su puño contra mi puerta buscando tal vez ni Dios sabe qué. ¿A qué viene el caso?, ¿qué quiere de mí? No puedo ponerme en riesgo. En última instancia, ¿quién me conoce aquí, cómo dieron conmigo? ¿Acaso tendré un enemigo que no conozco y que viene a ultimarme justo en este momento en que me encuentro vulnerable y desprevenido? No puedo ponerme en riesgo, me dije. Y subí la sábana un poco más hasta mi barbilla, ignorando el calor, ignorando la media de la hora desconocida y las ganas de levantarme a dejar el río fluir. Pero era absurdo pensar en sábanas blindadas. De venir él o
ella a acabar con mi vida, mucho no podría hacer. Levantarme quizá cuando tire la puerta e intentar luchar, si acaso es posible luchar contra un individuo armado y con mucha más fuerza que yo. Pero luego silencio. Un silencio profundo, denso, y yo en medio de él, como enclaustrado en una cámara mortuoria o justo en mi propia sepultura. Nada más, ni un disparo, ni un grito amenazador, ni una grosería contra mi madre o yo. Todo en paz. Otra vez el techo y su tirol: ahora un delfín y un zapato de rey del barroco. Mi vejiga menos ansiosa. Luego otros tres golpes, habiendo pasado tal vez quince segundos desde la última vez. De cierto modo medí el tiempo. Uno, cuánta impaciencia; dos, imperativo; un tercer golpe, con algo que me pareció un poco de arrepentimiento por su violencia anterior, pero de lo cual no podía fiarme del todo. Y mientras fijamente miraba hacia la puerta, esta se alejaba y se derretía y se volvía luego un muro y medía yo los pasos hasta ella: cien, doscientos, toda la vida. El mundo entero entre el giro de la chapa y yo, entre mi mano y la cadena de seguridad, entre mi cuerpo sin ropa debajo de la sábana y la desconocida cara de reproche de mi visitante. ¿Qué quiere de mí? Enfoco entonces a lo lejos la mirilla de la puerta, un ojo contra otro ojo, mis párpados entre cerrados y su párpado totalmente cerrado, la puerta ciega, yo queriendo serlo. Uno, dos, diez mil pasos hasta ella. Mi vejiga llamando mi atención, el reloj avanzando fatigosamente hacia el siguiente minuto, el sol subiendo su temperatura hasta el hervor de mi pieza. La sábana picando como lana recién tejida. Cien mil pasos hasta el baño, todo el continente hasta la mirilla, mi cuerpo loza de peso incalculable. Mi mano fuera de la sábana -"¿en serio no correré peligro?"-; un movimiento de mago develando el truco estrella: su asistente se ha esfumado -mi cuerpo entonces ya sin su máscara de sábana antes
pulcra-; un pie resbalando torpe hacia un costado del colchón, el vacío debajo, esqueletos en el closet, monstruos bajo la cama; la duda de nuevo, la elección entre dos puertas con ningún premio atrás. Un paso tembloroso tras otro, el viaje más largo, la necesidad de arrepentirse. Índice y pulgar en posición de pinza viajando sin prisa hasta el parche sobre el ojo de la puerta. Mi brazo adolorido. La pinza llega, se cierra y hace un movimiento indeciso hacia derecha y arriba. Respiración honda. Mi rostro sudando sondeando el espacio infinito hasta poder mirar. Un ojo abierto entornado, el otro cerrado para evitar el bizco. Expiración discreta. Toda mi concentración, todo mi cerebro en marcha para una sola tarea. Horroroso instante previo a la socialización... Y afuera, justo ahí enfrente, nada.
TRES TRISTES RETRATOS [ INCONEXOS]
IX
I HORJE
¿Qué pinche vida desperdiciada, no? Todo lo que se me fue entre las manos para llegar a ser un hombre en serio. Mi padre era duro de voz y carácter ensañado. Bailaba elegante y sabía conectar el chingadazo limpio en la boca de los ojetes. Bebía sin miedo y el cáncer de pulmón no se le apareció con todo y sus dos cajas diarias de malos cigarros. Pero yo no. Yo, si acaso, soy mi padre temperado. A mí la buena vida me sofocó. Mi padre se murió pronto y me dejó solo con mi madre que hizo de mí un pinche frustrado marica cobarde. No quiso hacerme como a mi viejo. Se encargó de darme escuela, de refinarme y de no hacerme verle la cara al peligro ni siquiera para defenderme. Hizo todo por tenerme diario en la dulzura. Me pudrió desde niño y no puedo ni de lejos reprocharle: por la falta de tundas, por las comidas calientes, por el cuidado en la enfermedad. Santa, santa toda ella hasta que se acaben sus días. Conforme pasan los años y se gana edad, a falta de hijos propios, uno comienza a desarrollar un cariño paternal por quien uno fue en la infancia. Se empieza a profesar una especie de ternura por aquél y se intenta justificar sus modos impetuosos, sus cobardías triviales o la seguridad con la que creía comerse a puños el mundo, aunque supiera el mundo a tierra y manchara los dientes como los mancha la tierra. ¿Pero cómo voy yo a sentir tantita pinche lástima o cariño por lo que he sido si nada realmente he sido? Así yo, contrario a él. Pero ya no mi padre, sino él. A él lo curtieron en la lumbre y las olas. Con su cigarro humoso entre índice y pulgar, fumaba con gracia y lo que hiciera lo hacía bien y le salía bien sin faltarle el estilo. ¡Yo qué mierda! Yo no sé, yo no hago, yo nada. Yo me paso la vida clamando haciéndome bien pendejo. Cuando no tienes huevos, cuando te falta valor, nada bueno te queda. Ni el rostro, ni el billete, ni nada. Pero él lo tiene, toda la vida lo ha tenido. Cuando decidieron darle valor a los hombres, el muy cabrón se llevó lo que los dioses habían designado para mí. Todo se lo dieron a él. Veinte años antes que yo llegara al mundo; veinte años más temprano de que mis padres pensaran en equivocarse conmigo en sus planes. Toda la vida antes, él. Yéndose a navegar naufragando mientras yo gateaba, matando toros a mano sin que yo supiera hablar, llevando mujeres al catre cuando yo todavía me orinaba encima. Pinche vida desperdiciada, todo se lo entregaron a él. Todo me lo quitó en su indomable actitud de despojo. Todo le fue dado pisoteando mi cabeza. Los dioses se cagaron de risa dándole lo mío a él. Siquiera lo conociera un poco, siquiera fuera a darle yo un momento para devolverme lo mío, para enseñarme detalles y luego yo ser él. Pero no, ya no tiene caso, ya no tiene tiempo. Acaso le miraré la cara antes de voltearle el machetazo. Apenas le veré los ojos que debieron ser los
míos. Ya no tiene caso. De alguna manera debía poner todo en orden. Todo termina puesto en su lugar. Algo bueno suyo seguro vendrá a parar, apenas salpicado en rojo, sobre esto que queda de lo poco que pude yo hacer de mí.
II EL NIETO DEL ROJO
Yo soy el nieto del Rojo. En los rijosos días comenzando el siglo veinte, El Rojo cosechaba de sus tierras joyas tiernas dulces y jugosas que alimentaban al pueblo entero del cual, ahora, prefiero no escribir el nombre. No por falta de cariño, sino por falta de valor. Prometo que lo escribiré después. El Rojo tenía sus buenos terrenos y en la casa grande vendía petróleo, que yo no sé si era petróleo verdadero o gasolina blanca. Yo no sé de eso, no sé si tienen diferencia alguna. En fin. Sembraba tabaco sin querer del lado de la pared del norte y no faltaba que diera un cigarro al fuereño que se quedaba estancado buscando llegar a Tlalchinol o Huejutla, quien agarraba camino de ese lado pensando que cortaría distancia. Tenía buen corazón. Trabajaban bajo su mando peones que a veces no conseguía contar, pero siempre daba a cada uno su buen costal de maíz y se sabía los nombres aún si no le alcanzaba la memoria para numerarlos a todos. Y era la pura memoria. No sabía leer ni escribir, pero sabía entender el silencio de los otros y en los ojos veía las intenciones buenas o malas cuando se paraban en su puerta pidiendo trabajo o alguna dádiva que Dios le pusiera en el pecho. Sólo sabía escribir su nombre subrayado de moños, y aunque cruel para el criterio de nuestro tiempo, sabía marcar a sus bestias con la firma ardiente que dibujaba las siglas de aquél. Hablaba seguido de un cuarteto de niños que no vivían muchos metros debajo del camino real. Iban diario a tocar su puerta pidiendo aunque fuera una taza de café o una tortilla fría. Cuando tenían buena racha, andaban con camisitas nuevas bien blancas que pasados los días iban gastando hasta que caminaban encuerados por el pueblo vistiendo nada más los puros puños de lo que fue su ajuar de fiesta patronal. Nunca les negó el bocado. Tenía entre las manos gastadas y callosas siempre un taco de chile o un pan que alimentara a esos niños que parecían más flacuchos acabados de comer, como si en lugar de engordar tantito enflacaran por siempre tener hambre de más. Pero no había para todos. El Rojo tenía su buen sembradío de hijos. Dos muchachos que le ayudaban trabajando en la loma, seis hijas que le guardaban la casa, le hacían nixtamal y le barrían el pórtico cada que hacía fuerte aire o llovía vaciando las vasijas del cielo. Una esposa leal que le extendía la mano amorosa con la botella de aguardiente a la que él le daba apenas unos tragos al final de la tarde para descansar del sol de un día de trabajo de verdad. Pero yo no sé mucho de eso, yo sólo soy su nieto. Reflejado su recuerdo en la lluvia negra de septiembre, apenas si pienso en su voz profunda y sus palabras, que más que decirme lo que la vida me deparaba, lograban dejarme una lucecilla de paz interior. De esa paz que desde que se es niño uno nunca vuelve a encontrar.
El Rojo cumplía años como si no se apilaran uno sobre otro en la espalda. Contaba que había nacido cuando comenzaba el siglo y que había enterrado su ombligo entre otomíes de los cerros que nacen en Zimapán. No fue soldado ni se enlistó en la caballería, no luchó a un lado de Villa porque la Revolución no llegó hasta su tierra. No sabía de armas, pero era compasivo y construyó con sus manos y un pico el camino que liberaba a la gente del tupido escuadrón de árboles apostados en el monte, en su camino a ver al doctor. Tenía dos o tres caballos o más, alazanes que no se dejaban bien domar por sus modos y sin embargo los montaba valeroso aún sin saber de los cristeros por haberse hecho su casa en medio de la sierra. Trabajaba desde escuincle y no sabía hacer más, aunque sabía hacerlo bien. No sé qué tenían sus tierras, pero de tirar una piedra luego del rocío seguro vendría a la vida alguna milpa o árbol frutal, de tan fértiles que eran todas. De sus seis hijas, a todas las guardaba esperando al buen hombre que las honrara con una digna boda donde mataran al menos dos puercos y diez guajolotes. No se las dejaba a cualquier infame, aunque de uno de esos vine a nacer yo. Vine a nacer yo y un hermano del que no sé mucho desde hace más de veinte años. Mi padre, del que sé muy poco por ser viajero y petrolero que atravesaba los mares de Campeche, tal vez no era un patán del todo. Al menos cuidó a mi madre hasta los cuarenta y seis años que le duró la vida de excesos que siempre vivió. No sé mucho de mi historia, o nuestra historia. Mi padre murió en una juerga, lejos en las plataformas que navegan inertes las olas del mar del sur. Se le vino el alcohol al pecho y no pudo respirar más. Apenas me acuerdo de él. Mi hermano agarró camino con su mujer y se fue para el centro; mi madre desquitó los años de luto bailando seguido huapangos de rondo caprichoso en una compañía de danza que viajó por todos los cerros de México por varios decenios. Mi padre sigue bajo tierra donde no sé, mi hermano se llenó de hijos y tuvo buena vida de triunfos y paz en donde tampoco sé. Mi madre, quizá, sigue bailando lejos los sones de su tierra y seguro la veré cuando venga de descanso unos días antes de seguir, del otro lado, en el baile. Cuando fui yo mayor, me armé de agallas y forjé mi vida paseándome buscando dónde había sido plantada mi raíz. No me dieron muchas pistas: “busca la huella de El Rojo en la huasteca de Hidalgo”. Me fui a la costa chica de Oaxaca, desoyendo el consejo. Anduve según de pescador, pero no agarré más que una infección en la piel que siguió dándome cosquillas por años cuando
caminaba muchas horas bajo el sol. No sé si duré mucho en esos lares. La gente, aunque buena, y las mujeres, aunque enteramente bellas, no pudieron convencerme de quedarme en su arena blanca comiendo cangrejos negros de la costa de Chahué. Acaso el trago me encadenaba, aunque siempre pude hallarlo en cualquier lugar. Me fui a la sierra luego, cansado, a ver si encontraba consuelo regresando a donde mi madre hubo nacido. Anduve veinte sobre veinte años, desde el mar, vagando por ciudades furiosas, sin hogar, enamorado de muchachas de piel morena que se antojan nada más de mirarlas bajo la luna de finales de octubre, que me decían que me quedara entre sus faldas y sus buenos modos de cocinar. Tuve que aguantarme y taparme los oídos para no dejarme seducir por sus cantos. Seguía esperando algo más. Un trago pudo quizá convencerme, el doble me dio fuerzas para no sembrarme en los caminos que no estaba buscando. Entonces fui a dar con El Rojo, apenas con aquella vieja pista pequeña… El Rojo se llevaba a la loma, cuando no a sus hijos, un par de perros que lo escoltaban cuando le caía la noche y debía pasar junto al camposanto que siempre da miedo por ser tan seguro. Dicen que a uno de sus hijos la parca lo sorprendió queriendo seducirlo con su par de piernas morenas que puso sobre su cama un noviembre a medianoche cuando aquél, mi tío J., trataba de dormir en la cocina donde a veces se escuchaban en la noche ruidos de brazas tatemando las ollas. El rumor viejo de los años que parecen hablarte por tu nombre. La huesuda rascaba sus muslos con lujuria y J. no hizo más que tapar sus ojos con las cobijas rasgadas, esperando que entre las heridas de estas se escondiera el sueño que lo llevara a despertar apenas fuera amaneciendo. En días de molienda, recostadas sobre las paredes de la casa del Rojo, se apilaban una a una las columnas de piloncillo fresco y en el tapanco se ponía a secar el café bien prieto que ya esperaba llenar las tazas de los que tocaban vinuetes los días de Todos Santos. Llegaban de a dos tríos por la noche cantando gritones a los difuntos, no dejándolos dormir pero avivando la vela en que estaban sus dolientes, parados frente al altar lleno de sol cempaxúchitl y atole de masa caliente que daban ganas de robar para entibiar los huesos. Esa era la vida del Rojo… y un día se fue lejos. Dejó pendiente, apenas en el recuerdo, dar como ofrenda un gallo a María y un kilo de tortillas a un peón que había trabajado de jueves a domingo arreglando el techo de la casa grande, que debajo de la lluvia se cuarteó hasta dejar pasar gotas livianas que empapaban la cama donde dormían El Rojo y el recuerdo de Silvina, su santa mujer.
Ya no pudo con sus pérdidas. Porque justo Silvina se le fue primero. El cuarto zodiaco la arrancó de sus brazos y aunque mucho hizo su hija, la casi más chica, no pudieron rescatarla. Cada día después de su partida, su mujercita le rondaba los sueños y le recordaba cerrar la puerta de enfrente por si se metía un animal cuatrero o un alacrán que fuera a picarlo. Lo cuidaba pues pensaba ella que le faltaban muchos años por vivir al buen viejo Rojo. Yo apenas lo conocí, o eso me dicen. Era un niño acaso de tres cuando lo tuve enfrente. Gigante de piel quemada, tenía una voz grave que me llamaba tocayo y se reía con las habladeras de un chamaco que aprendía a darse a entender. Me recordaba, decían, más a mí que a mi madre. Acaso le venía a la mente los días lejanos donde se tomaba su Tecate con mi padre en la hamaca, mecidos ambos por el aire suave del verano en los cerros benditos de Neblinas. Neblinas la blanca mágica en medio de la sierra. Neblinas donde fui a morir cuando ya era hora: Vine a buscar al Rojo o lo que queda de él. Vine buscando sus cenizas beatas, debajo de los huesos de sus hijas que se fueron temprano a echar tortillas para la cena, del otro lado. No soy más que ruinas, no soy más que el nieto del Rojo, que nada ha hecho, que nada logró, que nada pudo en la vida, la vida misma que gastó por buscar dónde estaba su abuelo o por lo menos sus restos que el tiempo dejó tapados. Y ahora acá estoy, debajo de la tierra fértil donde nacen mangos y hierven hormigas cada canícula calurosa. No soy más que ropa y carne barata o polvo que recuerda al café. Pedí al tío F., y a sus hijos celosos que guardan la herencia de manos que no hayan sido criadas bajo el cielo de Neblinas, que me dieran un hueco pequeñito junto al cuerpo del Rojo. Me entendieron mal. Esos cabrones ambiciosos que se hacen de la vista gorda. Yo bien recuerdo lo que dijo alguna vez mi madre: “tu abuelo dejó dicho que quien compartiera su nombre habría de quedarse sus tierras”; quizá pocas cosas que no eran más que trabajo en la siembra y algunos galones de Hada Verde Huasteca. Nunca supe si había más, nunca me interesó. Que nadie haya tenido el valor de usar su nombre en sus crías no es mi culpa. Yo no tengo la culpa, pues, de haber nacido lejos y de haberme criado en medio de otros lares. Yo no tengo la culpa de compartir su nombre sin haber sabido por mucho tiempo que éste fue primero su nombre. Que primero El Rojo se llamó como se llamó y que mi madre, sabiendo mi suerte, suponiendo mi futuro, se le ocurrió llamarme igual que él a ver si me tocaban al menos las migas.
Pero yo no quiero ya fortunas, sólo quiero no ser extraño en tierras extrañas. No quiero ser extranjero en las tierras que me dieron identidad. Le dije muy serio al tío F.: “entiérreme junto al Rojo, se lo ruego, el hígado se me está pudriendo y no tengo más sueño que descansar por siempre junto a mi abuelo, mi abuelo El Rojo, que seguro se acuerda de mí, que seguro espera tomarse un aguardiente de hierbas junto a su tocayo, junto al único que heredó su nombre y que lo buscó hasta en sueños durante mucha de su vida rota, su vida ésta en que nada logró, su vida ésta en que siempre quiso ser un poco como el siempre querido abuelo Rojo”. Pero, vaya, que el tío F., de mecha corta, no cedió. Sacó su revólver y lo puso a trabajar, desconociéndome, burlándose de mis andrajos, echándome a patadones de su predio: “¡Vaya a joder a otros, aquí nadie lo conoce, aquí su nombre nada más es recuerdo, ya no es importante! Mi apá dejó dicho que nadie extraño se viniera a meter a su tierra”. Pero yo no soy desconocido, yo soy su espejo de otras tierras, yo vine a buscarlo a él. Con el plomo navegando en mi sangre caminé hasta su tierra sepulcral. Como sea la encontré, como sea, también, no quedaba mucha vida enfrente ya. No tenía más esperanza que estar cerca, acaso imitarlo para ser alguien, al menos a medias. De recordarme recordándolo a él. De encontrarme encontrándolo a él. De hallarme un hueco en esta Tierra que nunca me ha dado lugar. De ser cenizas en medio del polvo de no ser nada. Yo no pertenezco a nadie, a nada ni a donde… Y luego, al final, entre el sereno, El Rojo me daba la bienvenida... “¡Qué bueno verte llegando de vuelta, tocayito!”
III R
Tuve alguna vez un camarada extranjero. No un amigo cercano, sino uno de esos tipos que saludas amablemente por la mañana, al checar tarjeta o al salir rumbo a tu casa –en total, dos o tres veces al día-, aunque no sepas un ápice de su vida. Era un conocido, un compañero de trabajo, una cosa así. Era un muchacho alto, no demasiado delgado, de piel tan mestiza como la mía y de cabello rizado, con ojos grandes y expresivos. Era, además, un inflexible aficionado a nunca cerrar la boca. Solía hablar de manera rara, excesiva, con un tono y una pronunciación que dificultaba la comprensión. Repetía constantemente que no era de este país, que había llegado en alguna especie de exilio a causa de una guerra civil. Yo he investigado y no creo que fuera cierto, no él, no con esas características suyas. Vestía siempre bien combinado, no sé si con ropas finas pero al menos parecían limpias. Me frustraban sus modales, su ascendencia, sus costumbres de un país que nunca conoceré. Tenía una forma de pronunciar mi nombre muy brusca, como si una sola R no le fuera suficiente. “‘Érrre’ – me decía, así, con todas esas “erres” y tildes demás; con su estúpido acento extranjero, sudamericano o alemán, no tengo idea, nunca la tuve –, tómate este trago conmigo y luego nos fumaremos esto que lié en la mañana.” Lo odiaba… no siempre, sólo cuando se ponía impertinente. Compartimos juerga algunas veces, menos de diez, por los amigos en común. Bueno, yo no tenía amigos, ni propios ni en común ni nada, pero ellos se lo creían y yo los acompañaba para conseguir alcohol gratis. Yo vivía bien solo. No necesitaba de nadie, tenía un buen catre, un lugar medianamente limpio y un salario que me daba de comer. Mis vecinos me alegraban el rato con su simpleza y, si recibía visitas, las despachaba rápido para no ver arruinada mi tarde. Leía algo al volver al departamento, comía lo que podía y me tomaba una cerveza. Me agradaba pasar la noche mirando el televisor. Me gusta la publicidad, es brillante, alegre y grita con el suficiente volumen para escucharla claramente. Odio los insectos y las interrupciones. En fin, no importa, el caso es ese amigo extranjero. Le decían Frank, supongo que se llamaba Franco o algo así. Solía cargar con un porro a la oficina y fumarlo a discreción en el baño. Era detestable limpiar cenizas del suelo cada día para no meternos en problemas, ni él ni yo.
Era uno de esos hombres que siempre tienen una opinión. “Mi hermano –decía Frank, con sus malditas “erres” encimadas- no puedes pensar que es lo mismo. Quiero decir, no todos los humos son iguales, no puedes dibujar lo mismo en todos. Nunca será lo mismo sentarse bajo el sol de mediodía, a fumar hierba, escuchando música de la calle. Quiero decir, mi hermano, no me jodas así, es diferente. Sentarte a la luz de una buena luna, o del atardecer más naranja que se te atraviese en el camino y disfrutar el paseo. Elegir el sitio adecuado, la compañía precisa, relajarte y disfrutar una buena pieza que haga la velada más placentera. ¿Lo ves?, es otro mundo. Un mundo que corre a través de tus pupilas dilatadas y acaricia tu piel dibujando trazos densos y grises. Son dos cosas distintas, hermano.” Sólo decía esas tonterías con alcohol o hierba encima. Me tomaba por el hombro y con su aliento amargo comenzaba a hablar, usando forzadamente el mejor léxico que se le ocurría. No recuerdo muchas conversaciones con él, quizá siempre decía lo mismo y por eso conservo tan claramente ese pasaje. Sólo hablaba y hablaba, diciendo cada cinco palabras mi nombre. No soporto, por cierto, que me cambien el nombre. Él no lo hacía, pero así parecía cuando lo pronunciaba. Ni con todas las drogas encima podía ignorar la manera en que lo decía y cómo me miraba, como queriendo enseñarme los misterios de la vida. Me aconsejaba todo el tiempo y repetía las palabras como esperando que tomara nota. Era irritante, pero sólo a veces. Quizá enfermé por causa suya. No éramos amigos estrictamente, sólo nos llevábamos ligeramente bien. Según yo, uno no es enemigo de alguien con el que se ha bebido. Como sea, tuvimos una última parranda. Salíamos del trabajo, algo así como a las seis. Éramos quizá cinco camaradas y un trío de chicas carnosas a las que les gustaba la fiesta. A mí me importaba un reverendo carajo, sólo iba para olvidar los estropajos y por el alcohol gratis. No sé cómo nunca notaron que no gastaba un centavo. Fuimos a un bar, uno cercano y de no muy mala pinta. Tenían buena música, buenos licores y podría jugar billar si la plática aburrida me perturbaba. Frank siempre era el centro del grupo. Tal vez por ser el exótico extranjero o porque jamás cerraba el hocico, pero era el miembro que se hacía notar. El mío era un perfil bajo, charlaba con quien me dirigía la palabra y sonreía cuando los demás lo hacían, aunque no supiera el por qué. Prefería hablar conmigo mismo, cuando nada me interrumpe puedo ser un excelente conversador.
Y ahí estábamos, mi amigo el extranjero y yo, en el mismo sitio, cada uno con varias cervezas sobre la sien, andando en círculos sobre su conversación tediosa. Los demás eran siluetas grises, espectros idiotas a punto de vomitar. Sólo me importaba cuánto estaban dispuestos a gastar, por lo demás, podrían asfixiarse y no me tomaría la molestia ni siquiera de mirar. ¡Buen Frank!, debió aprender a medir su pronunciación, debió aprender a administrar con corrección sus “erres”. Siempre encimadas, siempre en el lugar que no les correspondía. No me agrada el desorden; las cosas del mismo género van juntas, eso incluye a las letras. ¿Cómo, un carajo, no se detuvo a recapacitar? Estaban todas esas frases embrolladas, su actitud caótica, esa maldita manía por no mantenerse quieto. Sus gestos exagerados, su andar altanero, las mil bromas que, día tras día, repetía hasta casi obligarnos a reír. ¡Y mi nombre, mi maldito y simplón nombre: dos sílabas, un sonido llano, nada que cualquier tarado no podría aprender en un par de minutos! Si acaso no hubiera bebido un trago demás (me refiero, por supuesto, a Frank) y si acaso yo no hubiera fumado y luego limpiado cenizas extra, quizá aún escucharía al delgaducho y extravagante extranjero diciendo, cada cinco palabras, “Érrre” esto, “Érrre” aquello. Tal vez si hubiera refinado su español, o si acaso no hubiera sido como un molesto mosquito merodeando junto a mis oídos, jamás hubiéramos salido al pasillo, no hubiéramos reñido, no se hubiera burlado de mi nombre y mis disertaciones conmigo mismo. No era un mal tipo después de todo. Cuando se lo proponía, era divertido, era buen bailarín y hasta sabía guardar secretos. Y era poco remilgoso: no se esforzó mucho, no dio demasiados brincos, ni siquiera susurró. Su cuello largo y delgado, como de cisne arrogante, embonó perfecto entre mis manos. Apenas se movía, no fue demasiado estrecho ni demasiado grueso, era un embutido o un estropajo entre mis manos limpiando los suelos del baño. Fue todo silencio, un silencio casi musical, un delicado crack que susurró al doblarse entre mis dedos. ¡Linda nota en pleno silencio incómodo!, fue mi amigo extranjero el sonido más delicado que una impertinente garganta habladora jamás antes hubo dejado escapar.
021120NN Asumimos que los difuntos, al volver por unas horas a un lado de los vivos, quienes les añoran, tienen alguna clase de habilidad especial. Alguna santa gracia. Que Dios en su infinita misericordia extiende su mano desde el puño y abre las puertas del firmamento dejándoles en libertad. Y no cabe ignorar que ya volver de la muerte es un don bastante impresionante. Pero, ¿si no fuera así? ¿Si al volver ellos debieran seguir ciertas reglas, más estrictas que las nuestras? Para todos santos, la flor es amarilla. Para días de adviento la flor es morada. Pienso en mi padre llegando de vuelta al lugar donde "descansa". Pienso en su imagen −la que resguardo, la que mi memoria conserva− arribando fantasmal quizá a la vieja caja llena de cenizas, en el mueble blanco de puertas empolvadas a la mitad de la habitación. Pienso en él maldiciendo su regreso, con la voz que recuerdo, encerrado junto a su polvo y sus huesos machacados sin poder salir. Atrapado doce más doce horas, horrorosas horas, mortificado por el olor lejano de la comida y el alcohol y el tabaco dejados para satisfacerle −para satisfacer a todos−, sin siquiera poder probar. Pienso en un dios sanguinario, visceral, condenándolos al regreso periódico sólo para demostrar su poder; sólo, también, para castigarlos así por pecados que él, en su sempiterna senectud, está seguro que todos cometieron.
XXII
Lou [ falso corte brechitano] XXIV
Lou está condenado, víctima del fatum terrible sin ojos. A greco modo, Lou ya no tiene escape; no lo sabe, y aún si lo llegara a saber, tendría igual certeza de la no salvación. Así que no hace falta ilusionarse, no hace falta mantenerse al filo esperando ansioso un deux ex machina que, le advierto, no llegará. ¿Qué caso, entonces, tendría hablar de Lou si, con incorrección literaria, he dicho ya que está atado? Bien atado. He arruinado ya el final de su cuento, lector, y ya no está en lo que sigue la esperanza mínima de cambio, de lo inesperado, del "siempre sí". Sin embargo, vale la pena la cantidad de letras hasta aquí y desde aquí invertidas. Vale la pena hablar de Lou, dadas sus circunstancias problemáticas. Para el momento en que yo deje de escribir, Lou ya habrá de estar frío. Torturado sin asomo de piedad, sus dedos habrán sido arrancados uno a uno, su lengua será calcinada, sus ojos serán alfileteros y luego no volverá a respirar. Y claro que nada de esto está en mis manos; no es mi influencia la que podría detener la marcha. Es más, no me entristece y puedo asegurar que a él tampoco. Y no es este un relato más donde hacia el final declaro ser yo mismo Lou, o como narrador omnisciente miro dentro y fuera de Lou exponiendo sus decisiones y qué lo ha llevado a tal o cual punto. No. Yo no sé mucho, ni siquiera sobre Lou y como sea lo que sé, lo sé con precisión, y seguramente ya está sucediendo. Seguro. En este punto el dedo meñique de su pie izquierdo está siendo machacado a golpes de martillo antes de ser cortado dificultosamente con tijeras para papel. No sé cómo lo esté tomando Lou, porque dejo claro que no lo estoy mirando, no estoy presente, no lo he escuchado de alguien más; todo esto es Lou y sus circunstancias llanas. Desde lo que no se puede cambiar.
El hecho es que Lou es persona agradable, aunque jamás le conocí. Es de sonrisa fácil que comparte con extraños. Tiene virtud de ser amable. Lleva una vida calmada de buena rutina, suele salir a beber y bailar de noche con amigos; trabaja duro, pudo ser buen padre. El suburbio presume de tenerlo en sus filas. Va diario con la camisa bien planchada y el nudo de la corbata hecho con precisión para no lucir desaseado; sus zapatos no portan punto de polvo, los calcetines no aprietan hacia fuera. La agujeta desamarrada no lo hace tropezar. Perfumado, peinado con cincel a detalle, aunque su bigote no sea tan simétrico por tener pulso poco sólido. Él sabe, es cuidadoso. Pauso mi texto en este momento, sin consecuencias, necesito recapitular. Frotarme los ojos. Si decidiera detenerme ahora, quiero decir, no escribir más, incluso toda la vida, Lou no viviría un poco más, quizá, y no sería menor su agonía. Si todo apunta en el blanco, esto es, si nada en el proceso se ha alterado por cosas triviales como el clima, debe estar entregando entre lamentos el pulgar derecho. Es triste pensarlo cuando uno recuerda que su huella digital en ese justo dedo era curiosamente simétrica: cuando niño nunca lloró un corte de tijeras. Lou, siendo más joven, además, fue siempre paciente frente al dolor, demasiado para alguien normal. Al parecer su carácter resiste bien la amenaza, aunque no sea un valiente. ¿Se lo imaginan con el dedo sangrando? No digo cuando era niño, sino en este momento, en pleno trance. Un grito ahogado de lejos, lanzando apenas su eco, nos recuerda desde el lugar donde se encuentra que las cosas van andando conforme al plan. Un tobillo prensado con pinzas al rojo, la rodilla quebrada con una piedra de río grande. Un diente, un molar, otro diente fuera sin nada para el
dolor. Los hombros dislocados como por dos caballos briosos jalándole en sentidos opuestos. Lou: la gente está a la mesa bebiendo café, sin pensar en tu rostro poco desigual, sin saber dónde estás porque eres reemplazable. Es el tipo amable que se sienta junto a alguien, detrás de alguien, frente a alguien, con un destino cualquiera a las 9 am mientras el semáforo cambia de amarillo a rojo. Lou monosilábico sin identidad. Pudo haber dejado de existir o de ser pronunciado con dos vocales menos. Siempre esforzándose en todo, bueno conversando, le gustaba la música y ser puntual. Martes, jueves y fin de semana. Vivir en línea recta… Pero lo escrito a letra permanente, sobre servilletas o las hojas de una biblia palimpsesto, se debe acatar. Se hace y punto, no se ponen peros. Fue Lou y fueron todos. Fuimos todos, lo somos. No hubo suficiente piso para dejar espacio sin mancha roja; todo fue un desperdicio de energía y de sangre. Instrumentos metálicos, agua, gasas, algún auxiliar eléctrico. Sólo con eso. Cortan las agallas a todos los Lou obreros del mundo, a todo el empleado hasta las 18:30. Todos lo fuimos mientras suplicaba, mientras gemía asustado, cuando pedía misericordia mientras jaloneaba sus brazos intentando desatarse… Lou expiró su último jadeo a las 18:45 del día de hoy, según bitácora. No le sobreviven esposa o hijos.
en el ocĂŠano
un grano de sal
XXX
"… fragmentos destinados a la improvisación, quien interprete nunca dejará de requerirse nuevo. Una pieza siempre distinta, escribiéndose constante, cada ocasión, con cada nuevo maestro que la reinvente…", se dice
, para
sus adentros, mientras tachonea secciones en la partitura y resopla cansado, tarde en la noche.
necesita estirarse, así que toma un pequeño paseo
primero en la alcoba, luego en el estudio, para salir después al pasillo a respirar un poco de aire con otra consistencia. Veinticuatro semanas trabajando sobre la misma pieza. Dando vueltas sobre las notas al reescribir compases y tronando sus dedos queriendo hacerlos un poco más largos para que parezca tener uno demás en cada mano. Trastes manchados y colores testarudos sobre los papeles y la alfombra, distrayendo a
con sus
hexagramas y notas trenzadas besuqueadas en varias partes con circulitos como soles y uno que otro charco sin simetría pero con personalidad. siente culpa, consigo mismo. Piensa que pudo hacerlo mejor, toda la vida. Siente ya el peso del anterior tiempo bueno, con sus excesivas copas de vino y las recepciones elegantes con mecenas en búsqueda. Y aunque no se quejaba nunca, antes aplaudía el haber pasado esos años cultivando su espíritu, viene a veces el fantasma de sentirlos culpables de haber destrozado su escucha. Verse limitado, por tanto, a una mano por llevar aquel trasto siempre pegado con la otra a la cien fue a la vez agotador y penoso. Ahora sólo le queda intuición.
Recostada la frente apenas por encima de las teclas, sintiendo vibrar las cuerdas debajo, sabiendo de memoria cada sonido pero teniendo que forzar la imaginación para casi paladear la melodía y el motivo, regresando al silencio prontamente. Ese zumbido cada día más intenso, más de rictus, en el que se hunde y le hace pensarse silenciando el piano por horas para exigir a la audiencia padecer también su densidad. Y
, algunas veces, levanta los ojos en vertical. Leal a su doctrina, pide al
padre algo de consideración por su obra. Oferta su música, su única descendencia. Algún pasaje que describa el sonido de lo que amó y lo que encendió su entraña. Una ofrenda que sea también plegaria para consolar un poco. Luego le viene la ira. Desesperado por una mala época que parece no tener final, camina de lado a otro furioso, haciendo mover con el aire de su paso algunas telas grillantes descocidas de ropas de buen gusto ya andrajosas por el uso diario. Azotando puertas, pateando libros, manoteando contra el espacio vacío cuando no contra la pared. No poco excéntrico, con la mirada vidriosa. Los sonidos de que ha dependido su vida entera se han reducido al goteo con eco de su propia voz en su mente, disertando consigo misma. Eso le apagó la garganta: no hay sentido en compartir el verbo si no podemos escuchar la respuesta. Pero no está loco. La historia jamás dejará que esto esté en duda. Los rumores le permiten no olvidar las voces de la gente apreciada, de la cuerda vibrando, del metal bufando en respuesta, de la garganta llenándose de Dios. Está el sol todavía en sus ideas.
entonces, puede ver una luciérnaga en el pozo, la nota en el sitio correcto, el sostenuto y el non tropo listos para extraerse de la madera y la voz. Los manchones de soprano y las centenas de voces de colores mezclándose. Siente la ira dolorosa de la muerte ajena, de la vida propia. De la gloria del hijo y el cielo grande que se abre a los que buscan. Al final cierta resignación, una ligera gratitud. Luego de escupir todo su fuego, toma asiento de nuevo frente al piano y, con manos nerviosas, apenas toca las teclas, con cierto temor y cierto cariño, cerrando los ojos recordando, sintiendo las vibraciones recorrer el aire húmedo y las paredes, hasta su cabello y la huella digital. Distinguiendo apenas, por el ojal, una luz que de verla plenamente no lo dejaría volver a ver. La observa, la entiende, la ensaya en la libreta. Toca algunas otras notas como contando a alguien una confidencia a discreción. Se detiene. Está ya todo ahí. Un poco de alegría, hasta, tal vez, un poco de felicidad, de esperanza por la tarea casi terminada. Una nota al margen, casi incomprensible: “…solemnis”.
se levanta del banquillo y busca algo para comer.
MIKLÓS [o el hacedor de harapos] XXXIV
Agudo de letras griegas, Tomás se aparece apenas recostado sobre los cristales de la ventana. No tiene voz. Lo he conocido poco en serio pero he leído apenas al costado su seco nombre ciertas hojas tasajeando. Uno de esos buenos días. Miré su tinta mientras ultrajaba el delgado impreso de seguro buen papel, la leí con calma. No sé si algunas veces ya lo había hecho y si destajándole furioso antes había notado ya garrapateada la firma bajo los textos de poco interés, junto a ilustraciones apenas de tres a cinco rayas en negro con motivos largamente perturbadores. No estoy muy seguro. Trombones vienen cantando al fondo y Miklós quizá juzgando mi carnicería decide no poner atención. Hing-ho Louis, no sé si negro más allá del nombre, me distrae otro instante con sus arreglos finos de vientos a música radial. Luego las siglas y los watts de potencia; algunos segundos para anunciantes y el gobernador; Miklós de nuevo pasado por alto entre divagaciones. Sus Doce Encuentros y su Hombre Solo apenas rondaron en pasajes cortos frente a mí mientras yo los miraba sin lentes sin ofrecerles posada. Hacía calor en lo alto. Algunos terminaron abrazados al espejo, otros cubriendo las ventanitas en la puerta, otros pegados de espaldas a la pared son pizarra improvisada llena de malas ideas. Y yo cada línea más pobre, llena de huecos la pared, el depósito en descuento fumando junto a la toma de gas esperando que las cosas salgan de lo peor. Mientras tanto Tomás se desangra. Manotea y me despeina queriendo avisar que no es broma. Yo le sigo el juego con tijeras en mano ultra-jando su nota suicida y su carta de amor, guardadas ambas en su diario confeso lastimosamente. No leídas nunca su firma y el grabado a un lado, la dedicatoria, el copyright y la declaración de depósito o como sea que se llame aquello. Tomás, bueno Tomás, escribano apaleado en el teatro, perro vagando el ágora, prosero visitando el rastro. Seas salvo donde estés por el verso, lectores en masa serán tu Edén. Un oído atento cruzará tu paso y nunca más seré yo. El verbo limpie la culpa de mi pecado constante sobre tu letra ignorada.
Juan viejo regresa a casa de la jornada otra vez, sus ojos brillan tras párpados cansados no dorados, ni llenos de cielo nocturno (porque tales dones, ya sabemos, no son permitidos sino a la realeza). La vida le punza en el cuerpo entero desde la cien... Tiene en las venas el sudor de Prometeo, pero no puede incendiar desde sí mismo el mundo; lleva en el pulmón la ceniza de sus horrores y las cortas horas que duerme al frío, con poco sueño profundo, le enseñan canciones de coraje y cadenas colgando del pie. Hay en sus pupilas un coraje delicioso que huele, delicadamente, a odio de finas hierbas. Juan viejo nunca olvida quiénes somos nosotros y quiénes son, también, ellos. Y no deja que se apague, -le alimenta cuidadoso-, la braza que apenas ilumina la noche, encendiéndola furioso al aliento,
XXXVI
cada tarde al salir a masticar sin hambre, cada mañana cuando retumba sísmico el despertador, mientras orina a medio dormir o sentado en la letrina temiendo que el agua venga siendo un témpano. Atizando cuando pide permiso a la izquierda, cuando sonríe dificultoso al iniciar el día, con abanico de cuentas urgentes sin pagar, resoplando maldiciones que nunca salen del cogote. Su mirada irriga sangre cuando se dispone a viajar de vuelta al agujero; a veces sonríe, en el proceso, con ojos gloriosos donde todas las rebeliones y soles del cosmos, arden un segundo antes de sofocarse. Se puede asar en ellos, en ese instante, un par de bestias o a todos los Cerdos del mundo. Viejo sonríe de verdad, con risa irónica que estalla por dentro, cúmulo humano de implosiones diarias, cerrando los ojos, en el asiento graso y rajado, intentando con todas sus fuerzas no estar ahí, soñando con todos los días muertos, toda la vida muerta que se barre cayendo el sol, y nada existe, y no tiene caso tratar de volver al hogar.
JAH – XIS ~ OFERTORIO ~
XXXVIII
I Visitación del Tigre [hommage] El tigre ha venido a verme. Ha tocado la puerta a zarpas no estando dispuesto a esperar ni por un segundo la mínima cortesía. Es imprudente y ha rugido trueno en voz amenazándome, luego ha intentado tirar el edificio al no poder entrar por la ventana y ya dentro ha restregado cuello y espalda contra mis papeles diciendo que son de su propiedad. Todo es su territorio. Es dominante. Rabioso. Mandón. Ha vuelto a crujir desde adentro, sísmico de palabra, y rodeando toda la habitación con sus ropas abrigo chapa en oro, ha confesado ciertos versos. Luego recitó dos arias. Le he tranquilizado con Puccini en labios de Callas desde el radio, y le he compartido mi alimento, tímido con la mano extendida.
Me ha dejado acercarme. Y aún cuando ha encontrado, culpa es de mi sueño, algunos harapos de su libro más brillante en la mesa, sediento me otorga el perdón. Y luego bebe agua, agua de lluvia en marcha sobre la pared. Y cuando se ha retirado creyendo terminada su labor, llenos los muebles de pequeños rayos de joya carísima, ha dejado afuera de mi pieza, un pequeño retrato suyo (trigal de garra a garra, necio maullando, no queriendo jugar). Queda decir que no somos amigos. Compañeros de naufragio, acaso.
II Viene el gato y lo domina todo... Deja su sol vertical a través de la ventana, y resplandece capilar en cada prenda, por cada centímetro, sobre el jabón y la garganta, sobre la fruta, la sábana y el zapato, y vuelve mi voz, entonces, raspado lamento irritado casi inaudible. Dorada deidad peluda. Se frota en cada peso nuevo en la habitación y silencia la música con el trueno agudizado de su llamada bárbara, con la que impone el orden o la acción inmediata y violenta. Saben su nombre los insectos y lo huelen venir, al rezo de salmos, para evitar ser devorados o volverse juguete de ocasión, Y es que el gato es muerte, aguja ardiendo en el poro que inocula invierno al cuerpo, deviniendo este, después, en polvo.
Jah-Xis, milenaria maravilla, inmenso valle de carrizo en dagas, de zacate pelirrojo, palma seca del domingo de ramos que acaba, mole sobre Rodas en trabajo minucioso de rascado para la ocasión celebrante de la tarde que se va. Porque, ya decía, es muerte en ciernes, orgánico cuchillo de necedad y apetito constante, nota fuera de compás, o, acaso, síncopa discreta que confunde a quien le escucha. Caricia de vena rota, de pus, ramo de estocada retráctil, escozor convulso del que con suerte ha sobrevivido y espera la próxima recuperación. Todo impío en el juego o la defensa. Y en su maliciosa tanda de correteos tras la ropa chirriante al viento puede matar al hacer rodar por las escaleras o sembrando pastos dorados en el alveolo. Así que no lo dejo entrar, como a la muerte misma, ni dejo intersticio donde su pata pise el tapete, o que torture a látigos el talón de Ilío
- porque sabe él del mítico punto débil de todo humano hijo del fatal héroe de Troya -. Y no dejo nunca, tampoco, a su alcance el plato de comida tibia que pretendo terminar después, ni el vaso de vino que pudiera ser empolvado - Shakespeare siempre dándole ideas porque es el gato, divino, Jah-Xis dios primordial, parca doméstica esperando el descuido, el mal gesto, el tropiezo, el instante, para cobrar la factura, la deuda pendiente, que supone la mínima duda de su infinita superioridad en el orden todo del cosmos.
III El gato está en la casa, a pesar suyo. Le he traído a rastras desde la cueva, - hasta esta otra, cueva húmeda de mí -. Pidiendo disculpas le he traído tomándolo del cuello, - anthropos destructivo con cadena oxidada de horrible voluntad. Nos pertenecemos mutuamente. Hay entre nos un diálogo donde somos ambos cazador y luego presa en el infinito absurdo de la mutua incomprensión necesaria: Nos hemos encontrado en la calle, de frente sin advertencia alguna; hambrientos ambos nos hallamos, apenas con harapos en la carne, cantando los dos en lenguaje de hermética especie ajena; y nos hemos mirado fijo al descubrirnos iguales
mas en formas mudadas: Errantes buscando llenar nuestros huecos. Se ha acercado despacio, ante la oferta de bocado, con olfato poligráfico para examinar todas mis culpas caducas; y lamiendo con premura hasta la última miga me ha dejado tocarle posándose a un lado cual sangrienta icónica maravilla. -Escultórico, moroso, espirante, todos los suspiros, todos los lamentos, el flujo en las venas, él-. Y hemos marchado juntos, después de la discusión. No llevo la culpa del todo, entonces, por su cautiverio. Quedará claro para quien pueda entenderlo así. A la manera del dandi de Basil y su retrato, corremos el riesgo, ambos, de perecer ante la falta de alguno, de envejecer irremediablemente, de padecer hambres constantes sin saciedad, de no recibir la moneda de la mano podrida del amo en el callejón; de romper, en fin, el espejo, no pudiendo restaurarlo después, volviendo, tras esto, a la mierda los dos buscando piedad.
Cierto viento de enero viene a cimbrar la casa, con aliento de lágrimas de lluvia atípica.
Ha soplado fuertemente alrededor trozando cristales, dejando cicatrices minúsculas en las manos y las paredes, llenando hendiduras, devorando intersticios hasta rebozar ululante en toda la habitación.
Ha dado vueltas entre los muebles y los enseres viejos, se ha colado en el verso y me ha despertado del sueño, en la noche,
i
para forjar letras y uno que otro poema de calidad, confieso, ligeramente ingenua.
Y me ha desempolvado el pecho.
Le he dejado entrar abriendo las cortinas y ventanas, entusiasmado, y le he pedido no cerrar la puerta para no dejarme a un lado y mantenernos ambos dentro, junto al fuego de la chimenea:
Felinamente cรกlidos, apenas alejados del invierno.
-Luego un tigre maullando afuera, el corazรณn y los labios buscรกndola-.
ii
Entonces el viento ha pausado su paso un poco, con una duda, quizĂĄ un deseo, entre su cabello al vuelo y sus ideas de corte finĂsimo.
-RespirĂĄndole, despacio, esperando llenarme el cuerpo con su aroma-.
Y saber que nadie, en este instante, con esta fuerza, con tanta calidez... Notas vienen del piano y de la cuerda a iluminar infinitamente la sala.
iii
Que nadie, con este sismo, con tal inquietud... número insondable de letras buscándose, manos reconociéndose mutuas en ciertos momentos.
Saber que nadie, en este instante, con tanta fuerza, con esta calidez, buscándola con pulmones abiertos y corazón en mano.
Un montoncillo de amor a la puerta, tocando, esperando que pronto venga el viento, aura bellísima, a atender.
iv
I Llenos los dedos de saudade no me froto los ojos para evitar infecciones, no quiero alcanzar tan pronto la ceguera; no intento el bocado evitando el pozo que se le viene a uno con el vértigo o la persecución; No me mojo los labios para no escarcharlos con la llaga negra que viene del aire de invierno. No arreglo mi cabello porque sería salitre o harina. No respondo al saludo siguiendo normas básicas para evitar pandemias de humanos nublados de los pensamientos. Tomo los posibles cuidados: entre la gente soy humo, por sus piernas avanzo como reptil. Me vuelvo pájaro, o sólo pluma. Deseo el buen día del otro, en voz baja, para no llenar el aire con gérmenes.
L
Busco guantes entre la ropa sucia, que me cubran exacto como a la Tierra ajusta el mar, llenándole las uñas y palmas con caminos que llevan a todos lados y todos tiempos. Pero se me escapa en la respiración, a final de cuentas. Se evapora andando en el día o al tomar el transporte, a través de las telas y los viajantes que parecen no sospechar nada. No puedo evitar notarlo yo, la siento en las manos, en las piernas, en la espalda y los pies, plasta de saudade aceitosa, de alcohol espeso, que no se va y no se la lleva el agua, ni el aire, el sueño, y desprende, cada día a ciertas horas, una densa fragancia, exquisita.
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◦ Anverso y reverso: The Festival of Fools [ detalles] _ Pieter Brueghel, the Elder ◦ Obra gráfica (en orden de aparición): Clío _ Alfons Mucha The chaos _ Iván Aivazovsky The dutch proverbs [ detalle] _ Pieter Brueghel, the Elder *Después - Se lo llevó la huesuda *Ruina - otra vez la burra al trigo *Rebrujo - la prieta es menos ingrata *Perdón - tumba de Cienfuegos _ Francisco Díaz de León Visioni dell'Aldilà - L'inferno _ Hyeronimus Bosch Death looking into the Window of one dying _ Jaroslav Panuška Creation of the world _ Iván Aivazovsky Head of Beethoven _ Johannes Hendricus Fekkes The Misanthrope _ Pieter Brueghel, the Elder Lonely boy at sea watching sunset _ Unknown
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CDMX, Marzo 2018