La extrema necesidad y su ejercicio en democracias: consideraciones éticas

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Adrián Romero Jurado

La extrema necesidad y su ejercicio en democracias: consideraciones éticas La guerra se entiende como uno de los más espectaculares fenómenos sociales; una actividad notablemente humana que, como manifestación organizada antes que instintiva, ha ejercido de comadrona de la historia. Civilizaciones generalmente nacen y perecen por efecto de estas, y no existe cultura que no contemple parte de sus cosmogonías sobre el origen del mundo y el ser humano a través del enfrentamiento. En ocasiones, e intuyendo las consecuencias que acompañan a las guerras, grupos y comunidades se muestran renuentes a su estudio, considerando los análisis polemológicos como una especie de invitación al conflicto. En cambio, el fin mismo de este ensayo, consciente de la relevancia de analizar y entender una parte alícuota del devenir de las sociedades, busca eso mismo: invocar la guerra para prevenir el oscurantismo y la superstición que la envuelve. Y, para ello, como señalaba Hemingway (1945), «no debemos estudiar simplemente lo que deseamos creer» (p. 13), si bien el contexto que acompañaba su afirmación no parecía respaldar tal convicción. En este caso, abordaremos desde una perspectiva ética el tratamiento de lo que se entiende como «extrema necesidad» en estados democráticos, esto es, dentro de un escenario bélico, la eventual supervivencia de una nación puesta en tela de juicio y la posibilidad del estado democrático afectado de recurrir a acciones ilegítimas y hombres mezquinos para su preservación. La suscitación de tales supuestos infiere, como es de suponer, en una profunda disyuntiva ética al alentar el ejercicio de crímenes de guerra, a saber: considerar a los civiles objetivo legítimo para la consecución de los fines bélicos así como aplicar la tortura y otros actos de martirio contra el adversario, combatientes inclusive. Es decir, la extrema necesidad resume la posibilidad de ejercer de manera «legítima» acciones «marcadamente terroristas» sobre el contrario al presentar incluso a los no combatientes como cómplices del terror o enemigo que los acucia (Walzer, 2004). Su ejercicio ha sido tanto objeto de discordia como de uso recurrente a lo largo de la historia. El pasado siglo resulta referente de su actividad y de la posible validez o condena de los ejemplos que trataré de explicar a lo largo de este escrito. En todo caso, y como principio concluyente, hemos de entender que ejercer la «extrema necesidad», lejos de la detallada argumentación que pueda otorgársele para su consideración como la «única


Adrián Romero Jurado disposición viable», e independientemente de cuán límite sea la situación, es siempre una elección que comporta (o debería comportar) un dilema moral. Es decir, implica una decisión política que, en la jerga de William Walzer (1976), se considera una cuestión de «manos sucias» donde hay un conflicto por la salvaguarda de un bien general frente a un mal particular y ninguna alternativa aparentemente correcta o mejor. En consecuencia, y a pesar de que en tiempos de peligro los valores se ponen contra las cuerdas, los resultados que derivan de las acciones acometidas en nombre de la extrema necesidad, aunque lo exija un interés mayoritario perentorio, se deben calcular bajo el lenguaje del mal (Lukes, 2006). Contextualización y delimitación Hablar de terrorismo es hablar de una violencia ejercida hacia una consecución de carácter generalmente político, además de poseer cierta planificación y cálculo en base a objetivos. De igual modo, los terroristas no quieren que se los identifique y se los juzgue por los medios que emplean, sino más bien por el discurso esgrimido para justificar su acción (Walzer, 2004). Mismas consideraciones se aplican para los estados democráticos que buscan legitimar el ejercicio de la «extrema necesidad» en un conflicto, no siendo su interés el mostrar al pueblo las atrocidades que podrían padecer los contrarios si recurren a las acciones mezquinas que se desprenden de su elección; solo reforzar el carácter sacrificado y necesario de lo que a su juicio se considera un acto último de «defensa desesperada». El mismo Winston Churchill enarboló el 4 de junio de 1940 una sentencia pareja a esta «supervivencia a toda costa»: «We shall fight on the beaches, we shall fight on the landing grounds (…) we shall never surrender!» El 25 de agosto de ese mismo año, y después del accidental bombardeo alemán a Londres, el primer ministro británico ordenaría un ataque aéreo sobre objetivos civiles en Berlín, uno de tantos de los que realizaría la RAF durante la Batalla de Inglaterra y que serían consumados más como un acto de venganza que de justificada necesidad. En consecuencia, y aun pudiendo pecar de una retórica demagógica, ¿no es la extrema necesidad, al igual que el terror, una estrategia cuyo único fin consiste en lograr la modificación de la actitud del gobierno al que atacan llevando a cabo acciones mezquinas contra su población? De acuerdo con Walzer (2004), «las personas inocentes convertidas en blanco son aquellas que, supuestamente, debe proteger ese gobierno, y el mensaje [de aquellos que perpetran actos miserables aludiendo a la extrema necesidad] consiste en


Adrián Romero Jurado que se encontrarán en peligro hasta que el gobierno se rinda, se retire o conceda un determinado conjunto de exigencias» (pp. 122-123). Visto de ese modo, parecería que la extrema necesidad no es un fin encaminado puramente a preservar la integridad de aquel pueblo que se halla cercano al abismo, sino una estrategia que busca asegurar la victoria en el conflicto; la supervivencia a costa de la del contrario. En consecuencia, los argumentos estratégicos relacionados con lo que es «necesario» son una fachada tras la cual el alto mando militar da vida a sus más profundas convicciones utilitarias (Walzer, 2004). Y cuando actuamos por convicción no se puede estar absolutamente seguro de que la razón estará de nuestro lado, mucho menos cuando se trata de aquello que entendemos como «correcto», concepto que, según el filósofo William Ross (1930), resulta imposible señalar con el dedo o captar por alguno de nuestros sentidos. Por tanto, cuando un estado ampara sus crímenes alegando extrema necesidad en un conflicto, debemos tener en cuenta que en realidad fue la cosmovisión aplicada por los estrategas militares el factor que determinó su elección. Una cosmovisión que no está poniendo sobre la mesa la supervivencia de la nación, sino que está respondiendo de manera retórica a las siguientes preguntas: ¿aplican realmente a sus enemigos algún valor o aprecio humano que pudiera ser violentado con tales acciones? ¿Es la extrema necesidad la opción que otorgaría el mejor resultado a cambio de un «mal menor»? Así pues, la convicción para llevar a cabo el ejercicio de la extrema necesidad no es más que una decisión utilitaria disfrazada de pretendido moralismo. Pensemos nuevamente en la iniciativa británica de bombardear las ciudades alemanas. En 1940, los políticos y generales ingleses, sabedores de un Reino Unido abandonado a su suerte tras la caída de Francia, discutieron la política de lo, eufemísticamente hablando, «bombardeos estratégicos» sobre población civil. Según lo presentado por Walzer (2004), durante las deliberaciones jamás se mencionó el principio de la inmunidad de los no combatientes y en su defecto se aplicó una estrategia fría que alejaba las contradicciones éticas y entraba a valorar exclusivamente los costes sobre sus fuerzas aéreas, probabilidad de éxito y efectos en la moral del contrario. Fuera del gobierno [británico], pocas eran las personas que planteaban cuestiones morales sobre la política de los bombardeos; en su interior, todo sucedía como si se hubiera prohibido hablar de moral: ¡aquí no hay nadie excepto nosotros, los realistas! Walzer, M (2004) p. 126.


Adrián Romero Jurado Cuando las valoraciones éticas son cercenadas y se justifica lo indigno mediante alegatos como los del senador estadounidense Bary Goldwater1, existe la predisposición a distorsionar todo lo que deviene para defenderlo en nombre de un fin calificado como «loable». No existe ninguna causa política digna que no sea susceptible de ser explotada en beneficio de objetivos indignos (Walzer, 2004). En consecuencia, ¿qué diferencia el bombardeo de Berlín de 1940 con el de Dresde de 1945? ¿El número de civiles abatidos por las bombas? ¿Las circunstancias históricas? La realidad, me temo, es que tan solo sus insustanciales diferencias radican en la localización y el año: en esencia, ambas acciones, independientemente de si el marco que parecía redimir a una frente a otra fue la extrema necesidad, constituyeron crímenes de guerra. Desde entonces, y hasta el final de la contienda, nada justificó, ni siquiera los ataques de Alemania con cohetes aéreos a Londres en 1944, la desorbitada agresión contra los civiles alemanes, prestándose más a una cuestión de vindicta que de legítima defensa. Pero la extrema necesidad invocada por el Reino Unido durante la Segunda Guerra Mundial no es un evento aislado. De hecho, podemos encontrar otro atisbo durante la Guerra de Argelia y que demuestra, quizá incluso de manera más concluyente, las consecuencias de alejar la ética de la extrema necesidad, especialmente cuando esta se erige para la «salvaguarda de la patria». Los franceses concibieron el conflicto en Argelia contra el Frente de Liberación Nacional (FLN) como una «campaña de defensa de territorio francés»2 frente a una «rebelión injustificada» donde, como bien explica David Rieff (2002), primaron las reglas de las guerras civiles en las que para frenar al bando contrario era necesario, incluso imperativo, ejercer cualquier respuesta excepcional, incluso si ello incluía la tortura indiscriminada. Era parte de la máxima esgrimida por Hemingway (1945): «la guerra defensiva, que debe transformarse en una agresiva tan pronto como sea posible, es la gran y necesaria respuesta contra el crimen» (p. 15); la «justa postura» que respalda cualquier actuación en su nombre. Paul Aussaresses, en su momento general francés destinado a Argelia durante el conflicto, sostenía que la tortura «mientras que es inaceptable en tiempos ordinarios, puede volverse aceptable en una situación en la que los límites normales han sido sobrepasados» (citado por Rieff, 2002:

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Durante su campaña presidencial como aspirante republicano en 1964, defendió el eslogan «extremismo

en defensa de la libertad no es ningún vicio» (citado por Lukes, 2006: 5). 2

Hemos de recordar cómo Francia concebía a Argelia como una provincia de ultramar antes que una

colonia.


Adrián Romero Jurado 108), siendo dichos límites la puesta en riesgo de la «unidad territorial francesa». Esta premisa, lejos de resultar exculpatoria para los crímenes que le sucedieron, reforzaba su escatología, pues los franceses estaban aplicando crímenes de guerra sobre lo que consideraban territorio patrio; actividades imposibles de casar con los principios democráticos y liberales que se defendían en París. A este respecto, la tortura no era más que una forma de guerra y de pensar acerca de los enemigos, no una respuesta excepcional a una circunstancia extraordinaria (Rieff, 2002). En otras palabras, la justificación del acto no respondía a principios morales o contenía un supuesto fehaciente de riesgo para la supervivencia y continuidad del pueblo francés (principio básico para aducir extrema necesidad), pero sí a una estrategia militar concreta, no siendo otra que ahogar la estructura de reclutamiento y actividad del FLN mediante el ejercicio del terror. Aussaresses ofrecería décadas más tarde la justificación de los crímenes cometidos por los torturadores franceses contra los terroristas del FLN alegando que, «cuando estás interrogando a un hombre que en nombre de un ideal ha esparcido la sangre de una persona inocente, la tortura se vuelve legítima» (citado por Rieff, 2002: 108). Irónicamente, al considerar al buen soldado francés un torturador para acabar con el «enemigo ilegítimo», estaba representando la apología terrorista por antonomasia, considerando su causa tan elevada y justa que debían emplearse todos los medios disponibles para su éxito (Rieff, 2002). Nuevamente, el principio de extrema necesidad termina por vaciarse del contenido inicial por el cual fue invocado para transformarse en una herramienta que ampara toda atrocidad que se cometa en su nombre. Responsabilidad y respuesta ética Cuando Ross (1930) debatía la perspectiva kantiana sobre lo considerado «bueno» y «aquello que ha de ser hecho», porque «es de mi deber» o «porque es correcto» (entendiendo «correcto» como obligatorio moralmente), establecía una diferencia entre ambos conceptos y cómo, en ocasiones, los actos que son moralmente buenos no son necesariamente acciones correctas y viceversa, siendo en la práctica el imperativo moral excesivamente abstracto debido a las circunstancias particulares que envuelven a cada decisión humana. Por otro lado, y entrando a valorar lo que consideramos bueno en nuestra conciencia, Ross sostenía que esto prima en el acto una vez hemos alcanzado una madurez mental suficiente para concebirlo evidente sin necesidad de demostración, lo cual acercaba su postura con los principios intuicionistas. En consecuencia, sin ser una habilidad propiamente innata, ya que precisa de desarrollo psicológico para su


Adrián Romero Jurado comprensión, considerar lo que como tal es bueno tampoco exige cuestionar constantemente el estado dado de las cosas, incluso aunque no tengamos que saber por qué es así. Incluso Walzer (1973) secunda esta afirmación al destacar cómo el argumento de Maquiavelo sobre la necesidad de aprender a no ser bueno implica claramente que hay actos que se sabe que son negativos y, por mera deducción, positivos. Por ejemplo, la mayoría de nosotros sabemos que evitar causar males a los demás es algo indudablemente bueno, y que tan solo a priori podría limitarnos esta comprensión nuestra edad o madurez mental. En consonancia con esta tesis, parece inequívoco que el ejercicio de la extrema necesidad en un conflicto es contrario a lo considerado «bueno» como concepto o, si entramos en valoraciones éticas más profundas, pues hasta la más positivista de las guerras comporta una serie de acciones que también implican dolor y sufrimiento mediante la matanza de combatientes, su elección contradice los principios de una guerra de carácter jurídico, es decir, regulada y no salvaje. Como resultado, cuando el asesinato gana protagonismo frente a la selección, y no se discrimina al soldado del civil, incluso aunque a esta acción la preceda un fin ulterior como es la defensa de la supervivencia de un pueblo, «la distinción moral que justifica su “guerra “queda en entredicho» (Walzer, 2004: 131). El propio Hemingway (1945) explicaba la participación de Estados Unidos durante la Segunda Guerra Mundial y cómo «había sido necesario luchar, matar, mutilar, quemar y destruir» hasta ser posiblemente la nación «que más civiles asesinó de otros países que todos nuestros enemigos juntos hicieron en todas esas masacres que deploramos» (p. 13) lo cual, teniendo en cuenta las circunstancias3, vuelve la apelación estadounidense a la extrema necesidad aún más retorcida si cabe que la inglesa. Aquellos que invocan la extrema necesidad lo suelen hacer bajo el manto exculpatorio que comporta el razonamiento implacable del estratega militar utilitarista, es decir, afirmar que moralmente se requiere hacer «lo que hay que hacer» para lograr «el mejor resultado», considerando incluso el mal para su consecución (Lukes, 2006). Como respuesta, y de acuerdo con la tesis de Hannah Arendt (1963) sobre el peligro de confundir «moral y voluntad» con «ley», lo que provoca esta actitud en el sujeto es que termine por

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Hemos de tener en cuenta cómo, más allá del ataque a Pearl Harbor y algunas escaramuzas menores en

territorio continental y ocupación de islas en el Pacífico, el pueblo estadounidense no padeció un riesgo real a ser destruido como, dentro de lo debatible, podríamos adjudicar a los británicos en 1940.


Adrián Romero Jurado identificar su iniciativa con el principio militar de obtener la victoria frente al contrario a cualquier precio, buscando volver ley la acción sobre un terreno donde, independientemente de cuánto busquen vindicarlo, solo prima la decencia del guerrero. A ello se le suma el supuesto «carácter excepcional» que parece vincularse a la extrema necesidad, y que no hace sino acrecentar su infundada justificación, esto es, desde la perspectiva de Walzer (1973), negar y expulsar la culpa de las acciones escogidas ante lo que no es más que un dilema de «manos sucias». Sin embargo, ya he explicado cómo su ejercicio no es tanto un acto último desesperado como una elección que, como tal, comporta una responsabilidad en la cual incluso si el sujeto niega sus decisiones y las confunde con leyes generales de obligado cumplimiento como hiciera Eichmann en 1962, sería el sistema, el sistema democrático, el que se encargaría de inculcar al perpetrador la responsabilidad de incorporar a su moral militar el ejercer crímenes de guerra. Así las cosas, es indudable que, a pesar del pánico evidente que representa para un pueblo el perder una guerra, la teoría de la extrema necesidad es simplemente una fachada racionalista que busca redimir bajo terminología civilizatoria las atrocidades de una guerra sin decencia ni moral. Pero, como todo principio humano, incluso esta tesis está sujeta a excepciones en las que podría resultar controversial, e incluso perverso, condenar la extrema necesidad. Existen situaciones donde es posible no justificar, pero sí excusar; pues no había más remedio que realizar la acción, la extrema necesidad. En este caso, podríamos presentar situaciones hipotéticas de campañas de ataques a civiles durante un conflicto para evitar el cierto e inevitable exterminio de un pueblo, si bien esta situación se presta a enormes conjeturas, como suponer que su mero ejercicio disuadiría definitivamente al contrario de sus pretensiones. E incluso en esos casos tan solo nos quedaría, por la decencia que le debemos a nuestro sistema democrático y al pueblo que lo representa, asumir la verdad desnuda por las acciones cometidas. Y aquellos que consumaron los crímenes deben responder responsablemente por la comisión de sus actos, evitando su honra pero exculpando su ejercicio y sin ser esto último meritorio para que se les exima de responder ante la justicia por las acciones cometidas. Queda en nuestros corazones la decisión final de librar de culpa al perpetrador una vez cumpla su condena. Desde una perspectiva ética, no existe ni ha de existir regulación en la guerra que incentive o limite la extrema necesidad, entendiéndose «limitar» como imponer reglas que permitan su actuación en circunstancias definidas pues, al igual que señala Lukes


Adrián Romero Jurado (2006) con respecto al ejercicio de la tortura, no serán pocas las figuras que se sentirán atraídas a explorar los límites de lo establecido para volverlo práctica y regularlo. Pero si abogamos por una prohibición absoluta estaríamos cayendo probablemente en una visión de túnel igual de peligrosa, negando el atisbo de duda que recae en todo juicio sobre una acción humana compleja. Como resultado, y aunque siempre existe una crueldad injustificada en el ejercicio de la extrema necesidad, si no sopesásemos su ejercicio, aunque fuera por la fe más remota en la existencia de un hipotético caso que redimiera sus fines, sería probablemente imposible seguir estudiando con tanto detalle las causas humanas que envuelven la guerra. Referencias Arendt, H. (1963). Los deberes de un ciudadano cumplidor de la ley. Eichmann en Jerusalén (pp. 83-91). Barcelona, Lumen. Hemingway, E. (1945). Foreword. En Raeburn (Ed.). Treasury for the Free World (pp. 13-15). Nueva York, Arco Publishing Company. Lukes, Steven (2006). Liberal Democratic Torture. British Journal of Political Science 36, nº 1 (pp. 1-16). Recuperado de https://www.jstor.org/stable/4092313 Rieff, D. (2002) The Bureaucrat of Torture. World Policy Journal 19, nº 1 (pp. 105-110). Recuperado de https://read.dukeupress.edu/world-policy-journal/article-abstract/19/1/105/30700/TheBureaucrat-of-Torture Ross, W. D. (1930). Lo correcto y lo bueno. Salamanca, Ediciones Sígueme. Walzer, M. (1973). Political Action: The Problem of Dirty Hands. Philosophy & Public Affairs 2, nº 2 (pp. 160-180). Recuperado de https://www.jstor.org/stable/2265139 Walzer, M. (2004). Terrorismo y guerra justa. Claves de razón práctica nº 147 (pp. 118-131). Recuperado de https://www.uis.edu.co/webUIS/es/mediosComunicacion/revistaSantander/revista4/guerraJu sta.pdf


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