Alterhumanismo Occidental

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ALTERHUMANISMO OCCIDENTAL Adrián Romero Jurado


Primera edición: 1 junio 2020 ISBN: 9798682526994 Contacto: aromerojurado@hotmail.com


No te exhorto a que me creas, te invito a que me escuches.


Índice Las joyas de Zaratustra................................................................5 Exordio: Sobre las viejas glorias………........……..…………….6 El lado humano de la guerra…………..…........………………....…7 La sinrazón del existir absoluto……….…..............………….……10 De la culpa y el desastre externo………..…..........……………...…12 Interludio (I): La paradoja del falso conflicto.…...............…….19 Los que niegan a Occidente…………............………………….......21 Pues, ¿qué es Occidente?.........................................................................25 Restituir a las viejas glorias………............……………………...…29 Más allá de la acracia…………………................…………………32 Superación del maniqueísmo político……..........…………….…..36 La guerra justificada…………….……...........………………...…..40 La sublime y bella soledad.......................................................................43 Interludio (II): Sobre las joyas de Zaratustra…....………….......49 Fin de la linealidad cronológica………….............…………...……51 Nación por el nacionalismo y sin nacionalistas…...........………….54 La juventud vengativa………………...……........………………...58 Sujeto, cuerpo y espíritu ¿Dejaremos de ser humanos?.......................61 Deconstruir la mediocridad....................................................................66 El poder de las élites ancianas………..............…...………………...69 Inspiración y arte………....…………............…….…………….....73 La mayor de las falacias……...……..........……...……………..…....76 El amor ante lo adverso…........…..............….…....…………….….79 Coda: Alterhumanismo……...................….........………….......83 Postulados……….……….…….........………………................91


En el desierto blanco donde solo enebros maduran y tiñe la duna ignorancia oasis escasa esperanza Veo a lo lejos beduino y dos alhajas Rubí y Zafiro en brazos cogidas Pareciese Adapa que renuncia al vivir «¡Qué locura esta navegar sin ser sufí! ¡Venga rápido a Farafra que aposento y agua saciarán su demanda!»

Nos gruñe y rompe los aljibes, devora camellos y asalta imanes Ni en fiesta alivia el pecar de los años Por eso yo y mis alhajas huimos, pues tenía ojo por metales pulidos» «Rubí y Zafiro sean una hermana de otra que si su sangre brota muere su brillo siendo niñas muyahidines predicadoras de un nuevo Mahoma Sacrílegas prófugas de incomprensiones de sus bocas nacen líneas de nuevo mandato Ni su Islam u otras fes avisan su venida con proclamas que matan clérigos infames»

Ya en la tienda, Rubí velaba a Zafiro quien de sus plácidos suspiros hasta corderos dormía El aroma del tarro atrajo incautos de una orden se fueron, volvieron sus monturas «¿Por qué los espantas?» Preguntó cohibido tímida su mirada se posaba en olores

Reclamé: «¿Cómo osas mancillar este oasis? Reino de afligidos, pides heroicidades Di cobijo a tu peso, tus dos diamantes Traicionar será la sentencia de tu destierro»

«Allá donde mando, los camellos obedecen No hay terco que pose su mano en mi chilaba y si Alá quisiera haría de mí su espada más por humilde en jorobas solo mis palabras responden» Pero calle, se lo ruego dígame de donde es su venir si tal vez su caballo extravió Pues de su esbelto porte comprendo que no es usted sultán ni muladí pero bien habla árabe noble y porta dos joyas de Salomón

Respondió: «¡Calle su vacío, mosca de caballos! Oigo rugir los leones de injustos pareceres Sedientos de saber, ¡aquí no hallaréis más que muertos! Oscuro peso Rubí y Zafiro os aguarda peinarán vuestras crines hasta volveros corderos y de un tajo caerá la espada de Alá Que no es oasis donde bebo en este desierto, ni usted el clérigo que los camellos, quien los compadezca, lo hagan merecedor de este reino». Las joyas de Zaratustra

El anciano veló el té Triste acontece su entone: «Antes fui Radhanita otrora hallaras Hasmi más un día un león trajo un extranjero Escapó de su jaula y ahora campa noche y día Los guardias en lanza y flechas incendiadas ahuyentan sin escarmiento a la bestia

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EXORDIO: SOBRE LAS VIEJAS GLORIAS Jamás hubo terreno sobre los valles que rozasen los encantos transportados por las corrientes del Jordán, incapaces de albergar una mera gota, diluyendo el vacuo deseo del pescador por tomar en la red sus propias costillas ¿Son las ensoñaciones el único discurso metodista? Si tan altos son los cargos que allá se sitúan, gustaría de verlos mojarse con esta lluvia que cala los púlpitos empobrecidos de los hombres ¡Ángeles! Bien caerían como presas de cazadores, deshuesados y servidos en bandejas de plata, vanagloriándose los verdugos concebidos en forma a su amo. Mas no es vaga la idea si mantuvimos en buen recaudo al santa sanctorum de los crímenes de sus tronos ¡Oh, Dios! Hemos sufragado la culpa alzándonos en armas contra rostros calizos cubiertos de plomo. Somos héroes: hombres y mujeres libres. La adoración al líder se ha convertido en cultivo fértil si se alimenta por el fruto de la ira. Es el veneno disuelto en sangre que merma la heroificación del talón de Aquiles. Visionarios alegaron la figura de un ente de puño firme y conciencia resuelta, mas animal de establo no estabula ganado. Tan solo son bueyes cuyas carretas traseras las arrastran otros coetáneos: lento andar el de tan pesada carga. Libre cabalga la yegua por el prado. Jinete que monta depende tanto de la bestia como del cuero sobre el que ase sus manos. ¡Dichosos los que desprecian al superior! Arderán en inocencia y pavor, mas gustosos volverían a desmembrar su hombre de Vitruvio y practicarían cirugía deconstructiva en torno a la visión imperfecta de sus mentes. Adorarán antiguos dioses cuando perezcan en el Ragnarok, resucitando a la vieja gloria. Es indudable: la eterna del hombre se basa en el principio de obedecer designios de libre-asignación-coaccionada. Salvajes viven los monos y su naturaleza nos apena ¿Acaso les somos privilegiados? Quienes se asombren, ¿acaso reniegan su instinto vital? Se alzan detractores de la cómica visión de injusticia que les aqueja. De no haber existido un proceso de designación más divina que leyes universales, inalcanzables por la limitada mente

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del varón y la mujer, no serían hoy el doppelgänger de aquello que reniegan. Cumplir órdenes parte de la antinaturalidad predilecta del ser, si bien adoramos negarlo e inmolar aquello que nos resulta una parte alícuota de nuestro existir. Somos como una balanza granataria: minuciosa y bajo mínimos de error, pero nos perdemos en nuestra idiosincrasia. Dos milésimas de imprecisión bastan para hacer de la idea libertaria un absurdo ¿Qué será de nosotros, diosa Filantropía, si no diste oportunidad alguna de sacrificio? Admirable es, sin duda alguna, lo extensa que se muestra la falacia de los dioses. Alzábamos fervientes una copa vítrea por el Yule con las comisuras cárdenas. Ardían los corazones aun cuando los muertos cabalgaban en los gélidos valles, augurando las eras de luz artificiosa. Llorábamos amargamente, como si las risas fuesen lágrimas, y retiraban condescendientes las viejas glorias sus manos. Independencia concedieron, terror como advenimiento. Bailábamos nuestro réquiem encadenados. Viejas glorias, ¡alzaos! Jamás hicieron mella las caídas ¡Restableced la razón! Porque servidumbre no hace al hombre, mas sujeto hace al servir su sentido. Y así, ateneos a las consecuencias: la ciega actitud del pueblo y su líder los enzarzan en su tumba. La condena no fue considerar: fue no asimilar. ¡Ay! ¿Quién de los dioses nos fumigará como moscas? Pero qué bien nos hallamos zumbando.

La desgracia de Occidente Estos sistemas, que llamamos democracias, y de cuyo significado se extraen peligrosas palabras por su interpretación, como igualdad o libertad, son hoy copias de obras de arte realizadas por un aprendiz sin brillantez. Que la historia de Occidente les haya dado la razón a sus gobiernos hace poco más de un siglo no significa que sigan siendo el modelo pináculo de nuestra evolución política. Tanto es así que no nos dimos cuenta de cómo ya no hay más democracia. Su definición debió caer en el ostracismo por las generaciones posteriores a Pericles. 7


Pero tampoco es la poliarquúa, como se aventuran a señalar algunos, aquello que hace a nuestros sistemas de hoy ¡Cómo iba a serlo si la selección de élites que nos representan finalmente acaban representándose a sí mismas! Nuestra gobernanza es una desconexión de demandas e intereses. Vencimos al fascismo y al comunismo, pero Occidente aún no ha asumido que ha derrocado a la democracia. Ahora, todo fascista, comunista, demócrata o poliarca es un proscrito de los valores occidentales que purgamos sin saber la víctima de su alienación ni el verdugo de su cometido. Nos hemos esforzado como sociedad en asumir nuestro máximo bienestar mientras tengamos las variables de pan y circo satisfechas. Quien se ve privado del primero queda a merced de la compasión y limosna de la derecha y de la apropiación de la defensa por su causa de la izquierda; ninguna les da de comer. Aquel que no tiene el segundo padece de la incomprensión y la esquiva de las masas, ajeno a la comunidad de hedonismo, único consuelo que queda para aquellos que ganan su pan sin mérito ni disfrute, entendiendo con pensar cómo al menos viven aunque desconozcan qué es vivir. Como nadie renegaría del pan, pues solo razones de fe u orgullo podrían frenar su bocado, nuestra sociedad hace pan, pero no a cualquier precio. Fue en la historia ese orgullo y fe lo que movió en hombres y mujeres a negar la harina aunque murieran de inanición, para que nadie gastase más energías en moldearlo que las empleadas para recuperar su estómago. Los gobiernos nos dotaron de menores horarios laborales, mejores granos y hasta hornos que dejaban de escupirnos lenguas de fuego para ser ellos mismos quiénes velasen por nuestra seguridad y la del producto. Con todos esos avances, la sociedad se sintió más liberada y deseosa de vivir, pero disfrutar de la ociosidad haciendo nada y durante largo tiempo solo está reservado a los que de tanto creer buscar la trascendencia se volvieron para su mundo intrascendentes. El sistema creó industrias del entretenimiento para «pasar el rato», olvidando que el ser humano pretende vivir, no estar de paso. Se iniciaron revoluciones, contraculturas en los más jóvenes del siglo pasado. El «tercer asalto de la revolución pro8


letaria», dirían los situacionistas. Sin embargo, al igual que toda revolución, se consume rápido como una cerilla. Y las cerillas tienen dos desventajas fundamentales: o sirven para iniciar un fuego, que incontrolable es un incendio, o iluminan tan poco que apenas sirven de guía. Revoluciones como las de Mayo del 68, reivindicadas como una manera de la población para tener soberanía sobre su propia vida, ocupan hoy apenas unas páginas en los libros de la historia de Occidente. El ser humano había buscado primero la soberanía política, mas fue en aquel momento donde decidió hallar su propia soberanía. En consecuencia, el sistema se adaptó a sus demandas mediante reformas, las grandes incomprendidas de la evolución social. A pesar de que estas siempre fueron antónimo de virulencia, la agresividad de la transformación que realizan a largo plazo cambia todas las concepciones mantenidas por una sociedad, incluso aquellas que estuvieron en el discurso revolucionario previo. Tiempo ha pasado desde la última revolución y consecuente reforma, y años hace desde que nuevas transformaciones parecieron darse. Replicarán los altermundistas, y ello les hace nobles, pero su loable causa no es sino un grano distinto para el nuevo pensamiento de colmena del apolitismo que se está desarrollando en nuestras comunidades. Se plantean cambios para el sistema, pero la sociedad no desea asumirlos, no por falta de deseo, sino por falta de justificación. Es la irreverencia de las masas. Esta irreverencia, aun habiéndola propiciado el sistema, no la controla, y por ende también se ha corrompido por su presencia. Occidente ha pretendido aliviar su incapacidad para seguir padeciendo de revoluciones y reformas, tratando de escuchar cambios que no instituye o volviendo a sistemas que no proceden. Para alterar esta deriva, ni precisamos de un César ni deseamos un Clístenes. Debemos aplicar «recambios sociales», que no «reconversiones», y para ello hemos de atajar de raíz las bases mismas de la humanidad. Si el ser humano no recupera su afán bélico de lucha y la apreciación de los valores que trasciendan los ya existentes, cualquier modelo de cambio caerá en el olvido; cualquier vuelta al pasado no podrá ajustarse a las demandas actuales. 9


Nuestro sistema ya no es democrático, y cualquier retroceso hacia posturas de incertidumbre no es más que un reflejo de la pérdida de rumbo que está experimentando nuestra psique por acomodarnos en demasía a un sistema incapaz de responder. Ahora es tarde para atender únicamente a las deficiencias del modelo para reconvertirlo. Demandamos la reconsideración del ser humano desde su origen, el «recambio» de sus percepciones para actualizar su noción del mundo. Occidente precisa recuperar la humanidad.

El lado humano de la guerra Del germánico werra (discordia, pelea) sustituye a su homónima en latín bellum (bélico, combate). Si hablamos de su etimología, no tengo duda alguna de cómo es una acertada precisión, pero si pretendemos vincular un ápice de humanidad a su contenido, resulta en una vacua aclaración. De la misma forma, con el pasar de los siglos el ser humano ha aprendido a definir qué es guerra entre Estados, cómo hacerla, prevenirla y regularla. Es decir, ha descubierto qué es combatir y ha tratado de teorizarlo, pero jamás ha comprendido por qué pelea. Desde su más tierna infancia, el ser humano nace en la elección, y de ella proceden la opción, su oportunidad y coste, elementos generadores del conflicto. La guerra no es más que una extensión de la lucha continuada de nuestra psique por sobrevivir a la barbarie que mayor incertidumbre nos produce: vivir. La concepción de existir aterra a nuestra raza, que no entiende por qué respira, pero tampoco puede obligarse a dejar de llenar de aire sus pulmones. Hemos tratado de cercenar nuestra angustia mediante las relaciones sociales, sobreviviendo gracias al instinto de conservación. Hemos generado cultura, costumbres y creencias. Estas han evolucionado, adaptado y diversificado para superar el statu quo de incertidumbre en el que nos vemos abocados. Incluso la ciencia juega un rol fundamental al instaurar patrones fiables nacidos de la abstracción de la realidad, como las matemáticas. Por otro lado, a lo largo de la historia los realismos e idealismos trataron de clasificar al hombre como «conflictivo» o «cooperativo» con sus congéneres, cuando esta 10


dicotomía se desvirtúa al descubrir que el principal conflicto del ser es contra sí mismo. No es la sociedad la que le influye para responder positiva o negativamente al medio, sino la persona quien proyecta su psique e incorpora aquello que contempla. De esta forma, si Hobbes teorizó que el hombre era un lobo para el hombre, una nueva tesis lo reemplaza bajo el siguiente postulado: el hombre es un lobo para su sombra. El ser humano se pregunta porqués para actuar de tal forma que su supervivencia no se halle amenazada, buscando el conocimiento que le produzca la satisfacción de sentirse resguardado de su incomprensión. No existe un monto adecuado o mínimo para cada persona, pero sí se contempla su búsqueda de manera unánime por toda la sociedad. Dicha persecución se ve reflejada en la figura de la curiosidad, que no es más que un sinónimo de conflicto, pues genera dudas que en algunos casos no producen respuestas definitivas o hagan al sujeto estar convencido con su resultado. Todo esto resulta más peligroso cuando descubrimos que las personas liberadas actúan no midiéndose en porcentajes absolutos, sino relativos. Veamos un ejemplo: si al lanzar una moneda hay tan solo un cincuenta por ciento de posibilidades matemáticas de que salga cara o cruz, y la naturaleza humana estuviese contenida en una, deberíamos tener en cuenta infinitos factores, como que esta fuese lanzada o no, flotase o se hundiera; que el resultado fuese cara, cruz, canto o acabase rota en mil pedazos. A todo esto, es necesario sumar que la raza humana no sabría que su naturaleza está contenida en dicha moneda. Así, ¿cómo encaja todo esto con la figura de la guerra? Cuando la incomprensión alcanza su cénit, nace el enfrentamiento. La justificación de los conflictos, tanto política como socialmente, surge como atenuante de la más absoluta inverosimilitud del ser humano. Decía el maestro Hemingway: «nunca pienses que la guerra, no importa cuán necesaria o justificada esté, no es un crimen», aludiendo a lo injustificable del conflicto sea cual fuere su naturaleza. Sin embargo, defendía esta afirmación mediante una invariabilidad, una reflexión incompatible con el estatus de incertidumbre al cual nos vemos abocados en nuestra comprensión de la realidad. Señalar la gue11


rra como atentado, ¿no es acaso otro método para esconder la incomprensión de contemplar humanos asesinando humanos? Y, sin embargo, más allá del sufrimiento o la devastación, la guerra es irónicamente nuestro estado primigenio. ¿Dónde aprendemos el consenso si no es a través de la sangre que corre por las dagas que nos clavamos? Educación espartana, las sociedades comienzan a aislarse en una vorágine helada de sensaciones, donde el conflicto es la embriagadora esencia, el embrión de las familias conformistas al modelo establecido. La lujuria del diálogo cerró sus vocablos al casto martillo y clavo. Los humanos avanzamos a través de la guerra. Luchamos por mejorar. Es el optimismo por el cambio lo que verdaderamente nos promueve, el deseo por satisfacer nuestras conflictividades. De ahí surge la tolerancia y la reforma. El lado humano de la guerra es en sí mismo el enfrentamiento, la masacre, la destrucción del ser. Ser humano es la guerra.

La sinrazón del existir absoluto El valor absoluto matemático resulta medido por unos términos incuestionables, sobre una ciencia abstracta que se aplica en una humanindad que no puede calcular. Por otro lado, el ser humano siempre se ha considerado un ser extraño para sí mismo, vacilante ante su realidad, pero con una extraña tendencia a no regocijarse demasiado en el verdadero relativismo, aquel que solo percibimos al abstraernos de nuestra realidad actual. Ante esta incertidumbre, el ser busca refugiarse en un pensamiento que le aporte estabilidad espiritual, y ello lo hace adoptando conceptos que, aun pudiendo flexibilizar, los trata de absolutos. Tan irónico es su hacer que en más de una ocasión excusa el absolutismo de su juicio con la idea de un relativismo que no es tal, sino meras herramientas que cada persona emplea para alcanzar paz en la angustia. Al final, la idea de «sobre gustos no hay nada escrito» se encuentra tan presente en nuestra sociedad que no la cuestionamos, sin saber que para previamente realizar esa afirmación alguien tuvo que entender qué es el gusto, y de él dividirlo cómodamente en grupos con características absolutas 12


que fácilmente podrían ser adoptadas por nuestro «subjetivo» ser en función de los requisitos que cada uno se imponía, siendo su fin el de alcanzar la estabilidad mental. Con el tiempo, esta ciencia de falsos ídolos alcanza un consenso. Así, un absolutismo perceptivo individual puede crecer y hacerse una sociedad con su cultura, costumbres e historia compartidas. Por supuesto, su existencia no exime que cada individuo que cohabita en ella pueda tener distintas perspectivas bajo una falsa sensación de «subjetividad». Así creamos en esta sociedad un relativismo superficial que nos causa incertidumbre, salvo que en un entorno mucho más controlado, compuesto en esencia por la flexibilización de esos absolutismos que nos hemos impuesto para evitar la angustia y que afirmamos como «gustos», «ideología», «pensamientos» o «certezas». En realidad no son más que un reflejo mal logrado del entorno verdadero, pero que en todo caso preferimos asumir al aportar una calidez que, como el mito de la caverna, se vuelve una sombra de la verdadera llama. Mas, ¿qué deberíamos entender entonces como incierto? ¿Acaso hemos generado tal estructura que ya es imposible ser irracional o verdaderamente relativista? Cualquiera que tome como cierta esta duda estaría en efecto imponiéndose un nuevo obstáculo que buscaría en todo caso seguir sustentando su imperativo de paz espiritual. Ante todo, debemos entender que el relativismo no se puede mover jamás entre pensamientos absolutos, siendo por tanto este incompatible con la sociedad actual. El relativismo iría mucho más allá de afirmar la existencia de infinitas perspectivas con inimaginables afirmaciones y negaciones en las que ninguna resulta cierta. Consistiría en no carecer de certeza alguna, incomprensión de lo «bueno» y «malo», negación de lo absoluto como absoluto. En su variante más extrema, equivaldría a renegar de nuestro propio existir, pues, ¿quién puede confirmarlo, si el razonamiento solo puede dar fe de la inexactitud y escepticismo de todo lo que conforma nuestra realidad, sea inculcada u observada? Sin embargo, no convengamos en que dicha asunción debe volver al ser irracional hasta el punto de no ser responsable de los hechos que realiza. 13


Aunque nos regocijásemos en el relativismo, ello solo refiere a cómo en todo caso hemos de romper con los convencionalismos de los absolutismos de nuestra sociedad, pues aunque creamos preferible una existencia artificial, esta deriva en mayores malestares que beneficios. Malestar, pues a pesar de aportar estabilidad, hasta el alma más ignorante entiende que dichas estructuras no permiten al espíritu converger en valores más elevados que solo pueden encontrarse si rompemos con nuestra superficial burbuja de subjetividad. Dichos valores no han de tener un significado o cariz único, y su descubrimiento será tan disperso para la comprensión de cada alma que les resultará imposible coincidir en la forma en la que comparten dicho conocimiento. Pero será tan grande tratar de darle sentido a dichos valores imposibles de adoptar mediante consenso que el relativismo nos hará dichosos en la incertidumbre y angustia. Y ello no hará fruto de conflictos de dagas y pólvora, pues la incomprensión nos calmará más que el comprender. Esta será la única y verdadera asunción, la posibilidad de encontrarnos con valores cada vez más altos una vez rompamos con los absolutismos que hemos adoptado como sociedad. Todo lo que devenga a partir de aquí quedará en incógnita. Solo si el ser humano niega la ciencia formal como aquella a la que pretende asemejar su realidad, y comienza sinceramente a dudar, aprenderá a regocijarse en el verdadero sentido del existir, que no será otro que el de jamás entenderlo, pero siempre tratar de comprenderlo. Ello es el producto que configura los valores elevados del ser: la propia vida que se elige con fuerza y valor a pesar de lo incierto, asumiendo un devenir atemporal. Mientras el ignorante busca hallar el fondo de las cosas para encontrarles un sentido, el ávido por la curiosidad no hallará más que planteamientos constantes sin respuesta, regocijándose en ellos.

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De la culpa y el desastre externo No es nuevo para el ser humano atar la culpa de su presente a un desastre externo, aquel causante del declive de su propia existencia y al que achaca la razón magna de todo sufrimiento. Incluso quienes se culpan por ser promotores de su mal no pueden evitar mortificarse por sentirse causa de un horror que consideran exterior y, como un ínfimo grano de arena en el desierto, su llanto desconsolado se evapora rápido y apenas ahoga en lágrimas a su entorno. Así las cosas, las generaciones se sienten confundidas ante la magnitud de una culpabilidad que arrastra la raza humana, y cuya autoría no puede ser suya ¡Cómo serlo si no conocieron su causa antes de dar cuenta de ella! Pero más desdichados se sienten cuando, al verse forzados dentro de su alma altruista a asumir la culpa de sus progenitores, entienden que la envergadura del problema es inalcanzable incluso para su horizonte idealista. Con esta angustia, ¿qué regocijo cabría alcanzar para nuestros hijos? Si fuera lo pasado y externo causa justa del mal, el ser no tendría más derecho que el consagrarse y asumir con resignación su funesto destino. Dicha angustia realmente infiere en un engaño, un sabotaje que las mentes más azoradas han tratado de inculcar para dar rienda suelta a la angustia humana, procreando un instinto bélico que nos hace librar guerras en la ignorancia, siendo este el más alto de los pecados que las personas pueden alcanzar. Hemos condenado a las generaciones a olvidar su verdadero pasado y a no entender su presente; hemos adiestrado al hombre y a la mujer en valores absolutos. Hemos cerrado la puerta de su curiosidad; les hemos inculcado en la irreverencia, cuando no el conformismo. Evitemos la creencia de volver al origen como patrón del progreso, pero jamás olvidemos la raíz para hacer gala del avance. La gloria de la historia ¡cuánta idiotez! Si los imperios del pasado ya no perviven, sociedades con sus templos perecieron y nuevas comunidades dan paso, ¿de qué sirve tener en cuenta sus aspiraciones? De igual modo, pervirtamos las raíces mismas de la estructura pasada. La sociedad de valores elevados ha de emerger cuando el desastre externo sea entendido como un 15


todo ulterior al inicio de la raza humana, cuyo devenir debe proceder de la continua búsqueda por la comprensión del existir. Si en el proceso el ser ha de perecer en la obstinada guerra de la que hace su curiosidad, pues este es un lobo para su sombra, que así suceda. Nuestra desaparición es un mal menor si con ello logramos evitar que nuestras generaciones achaquen su sufrimiento al incierto desastre externo, dejando de flagelar sus almas por considerarse parte del peso que arrastra la humanidad. Pero ¡qué sabré! Como una irónica víctima de mi propia denuncia, he asumido mi culpa como causa del sufrimiento, no contemplándome como sacrificio o ejemplo. En todo caso, este es un mensaje para los que aún han de estar, a una distancia que ni la muerte puede medir, pues todavía es difícil para las mentes no capacitadas comprender los pensamientos elevados.

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Interludio (I) LA paradoja del falso conflicto La negación por creer en lo divino parte únicamente de una naturaleza escéptica, donde hace años debimos abandonar el maniqueísmo sobre la relación creyente-no creyente. La aversión a algo tan humano parte de un conflicto que no puede encontrar redención, no siendo otro que el de hallar sentido a la propia existencia. De este modo, si el humano desde su concepción nace en la elección, elemento generador del conflicto, también se halla librando la más cruenta de las guerras sobre este paradigma. Para encontrar una explicación al condicionante de su angustia, debe reflexionar sobre lo que su psique aporta al concepto de religión. En primer lugar, este no ha de detestar la susodicha. Es imposible odiar la búsqueda de la trascendencia humana. Repudiar este fenómeno es equivalente a asumir la inutilidad de tu mano hábil. Sin embargo, el humano es una entidad cínica, y a veces afirma de manera tranquila su repulsión por lo religioso y el asqueo por su concepto, causa derivada de las reflexiones que ha atesorado. En primera instancia, porque si analiza el significado etimológico procedente del latín le puede resultar hasta ignorante, pues niega gran parte de su influencia en las disciplinas humanas, limitando su campo al mero elemento cultural. En segundo lugar, y por la alta consideración social que estima poseer la religión, su percepción debería tender a creer que esta, en su ámbito más puro, busca cercenar la libertad del individuo al ofrecer una liberación comunitaria infundada. Así, el encuentro con la felicidad y plenitud que promete pasan por el sometimiento a esta fuerza. Al igual que Rousseau creía que para ser libres había que negar la libertad de conciencia y moral del sujeto, sostengo que la religión considera que el individuo debe antes integrarse en un «todo» para ser reconocido como un «algo». La doctrina advierte que esta idea es poco menos que asumir una concepción totalitaria del ámbito de las religiones sobre el individuo, alcanzando así las mismas características de la teoría idealista hegeliana sobre el Estado. Resulta descabellado pensarlo, pues en todo esto tampoco se pasa por 19


alto una idea que ya vaticinó John Stuart Mill: la libertad moral es un espacio privado en el que ni Dios ni el Estado son quiénes para intervenir, no debiéndose tratar lo religioso como una cohibición mientras el individuo sea consciente de su independencia. En este momento, el ser puede admitir la hipótesis de haber creado un conflicto infundado en su persona y que fácilmente podría revertir si cambiara su concepción sobre el asunto cuestionado. Un asunto que sin embargo no acepta como válido. Pero ahí subyace el problema, que no es otro que su negativa por alterar el statu quo de su propio pensamiento acerca de lo religioso, aun a pesar de no considerarlo adecuado desde su valoración personal. Esto le lleva a preguntarse: ¿puede que el concepto negativo que adoptó sobre dicho fenómeno se deba en parte a la búsqueda que todo individuo tiene por hallar tesis y antítesis sobre las que posicionarse? Al principio del ensayo hablaba sobre el origen del conflicto en el ser humano, no en su ámbito violento y hobbesiano, sino en la disputa interna que hombres y mujeres mantienen contra sí mismos a causa de la incertidumbre que les provoca su existir. En muchos aspectos, el ser humano apenas entiende por qué combate, incapaz de diferenciar si las justificaciones son hechos empíricos o simples maneras de explicar una irracionalidad. El individuo ha descubierto qué es combatir y ha tratado de teorizarlo, pero jamás ha comprendido completamente por qué pelea. Por ello busca dotarle de ciertos significados que disipen sus dudas. Temo por tanto que el carácter humano sobre la cuestión de la trascendencia también se deba a la vacua irracionalidad de la que se nutre su conflicto interno, siendo parte de lo que ha provocado en su psique una caída en la contradicción. Es común que algunos reconozcan una necesidad ciega de hallar un conflicto sobre el que teorizar y posicionarse «racionalmente», aunque con ello tengan que aceptar un hecho que consideran antónimo a todo lo que fue expuesto a lo largo de este escrito. En ese caso, en ellos solo queda la duda de si tal vez esa relación partió del más puro cinismo de una mente turbada por su propio existir o una interpretación más acerca de lo sagrado del ser humano: su capacidad de cuestionar y deliberar en 20


su búsqueda por la trascendencia.

Los que niegan a occidente Nuestro sistema y sus componentes, corruptos y ajados más por desuso que por malas prácticas, ha incentivado el desarraigo de aquellos cuyas esperanzas fueron depositadas en un proyecto común. Abanderados de Occidente, nos hemos ahogado en nuestra propia bandera, incapaces de tejer entre su deshilachado consorcio a quienes pugnaban por formar parte de una macroempresa que ahora es apenas un fantasma. Con respecto a los que niegan a Occidente, no hablamos aquí de aquellos cuyas prácticas consideramos «fuera de Occidente». Estos solo han de ser motivo de regocijo, pues el simple hecho de saber de su existencia deja de hacerlos inverosímiles a nuestros ojos, eximiéndonos de librar guerras de la incomprensión y animando en su defecto el enfrentamiento para la reforma. Así, aquellos que aluden como inconcebibles las formas de lo no occidental, y por ende tienden a violentar su espíritu contra los que están «fuera», son los que han templado demasiado su carácter en el absolutismo de sus percepciones, padeciendo el malestar de no entender que para alcanzar el valor más elevado se debe abrazar el relativismo y la heterogeneidad en las comprensiones sobre el existir. Gracias a la diversidad de percepciones de aquellos «fuera de Occidente», la humanidad avanza hacia el progreso de los valores elevados. El no Occidente jamás ha de ser negado. Sin él, ¿cómo el ser occidental podría llegar a definirse? Mas, ¿qué ocurre para quiénes niegan Occidente, siendo este parte de la tierra sobre la que beben sus valores? En ese caso, las identidades dejan de retroalimentarse y el ser pierde toda concepción de sí mismo, quedando varado en un limbo donde sus «hermanos» ahora son entes extraños que ni siquiera puede considerar como aliados u enemigos, pues no tiene una referencia a la que agarrarse. Ello provoca la aparición del temido «relativismo absoluto», aquel que les haría renegar de su propio existir. Pero ¿y si es acaso el sistema de Occidente aquel que, poblado por la irreverencia de las masas, se ha condenado a 21


negarse a sí mismo? En ese caso, es lícito expropiar, como aquel que pierde la nacionalidad teniendo otra de antemano, aquellos valores criados en lo occidental y salvaguardarlos de su destrucción, siempre que el pueblo que se ha comprometido con esa causa sea capaz de ello. En su constante lucha ante sí mismo y para sobrevivir, el ser humano es capaz de desligarse hasta del sistema que lo vio nacer. Veamos al gigante ruso, cuya águila bicéfala siempre dislocó su cuello para mirar hacia lo occidental. A pesar de que fue en su totalidad la cuna de su estirpe, también resultó en el recipiente de historias externas a su origen. Aunque en un primer momento como frontera de lo que se considera hoy Occidente, readaptó sus nociones a las occidentales para el progreso de su devenir cuando su población, en la búsqueda por valores elevados, realizó sincretismos con lo occidental para asimilarse a aquello que en aquel instante consideraron cómo el más adecuado de los estatus para el avance. Sin embargo, su sistema fue uno de los primeros corrompidos dentro de lo occidental, y los occidentales, en aquel momento temerosos y sumidos en la consideración de que todo lo distinto, incluso aquello que surgía de Occidente como nuevos valores, era corrupto, purgaron a Rusia señalándola como «fuera de Occidente». No quisieron aprender de ella. El pueblo ruso, varado en un Occidente que no lo consideraba parte suya, deambuló siglos derrumbada en nociones desgastadas —¿Hacia dónde va Rusia y qué es Rusia? —Preguntaban. Pero, al mismo tiempo, ello le sirvió de catalizador para adoptar nuevos valores, convirtiéndose en una entidad hueca que todo asumía como una esponja, sin tan siquiera padecer de los episodios de reforma; los nuevos cambios advenidos desde lo occidental. Rusia se convirtió en la quinta columna de Occidente que, sin saberlo, seguía manteniendo un órgano enfermo que jamás intervino por haberse limitado a desear que fuera extirpado por mera inercia. Así, Rusia tendió al conflicto ante la inverosimilitud de su propia conciencia, en un versus que tras un siglo la llevaría a forjar nuevos valores ante los choques de las revolucio22


nes y las consecuentes reformas, esgrimiendo un modelo único y diferenciado, como si a través de los padecimientos hubiera obtenido una entidad orgánica de adaptación genuina. Logró desvincularse de Occidente. Sin embargo, Occidente aún cree que Rusia es parte de él y, al igual que la democracia vencida, ha asimilado una realidad condicionada por un sistema atrofiado que nos dota de certezas infundadas que tratamos para nuestra desgracia de absolutas. En su desvinculación, ha logrado desarrollar una idea cuyas raíces permiten alcanzar a los pueblos que dejaron atrás en su proceso de caída en el ostracismo, albergando la posibilidad de acoger con beneplácito al resto de comunidades de no ser porque nos hemos sumido en la más absoluta de las irreverencias. Ahora nos gustaría ver disuelto Occidente si con ello pudiéramos aspirar a un sistema que nos vinculase a la trascendencia, pero somos conscientes de que esta reconversión no se ha dado nunca, y tal vez una negación total del espacio de Occidente podría conllevar al colapso de sus sociedades, habituadas a ser referidas con esta pertenencia. Los «otros», tanto los que una vez estuvieron adscritos a lo occidental como los que no, desarrollaron su propio mecanismo de respuesta ante el desprecio de este. Pero ¿qué sería de su humanidad si quedase subsumida a un modelo que nace de Occidente pero sin tenerle como referencia y viéndose este abocado a su desaparición? ¿No estaríamos acaso tendiendo hacia el riesgo de la inverosimilitud, azuzando la llama de la guerra por incomprensión? Sabemos que el ser humano, por norma general, aunque su aspiración sea librarse de las cadenas de los valores absolutistas que le han sido inculcados desde dentro de la sociedad, precisa de una paz espiritual previa de la que muy difícilmente podrá desligarse si el sistema no apoya su desmitificación. Por ende, si el modelo de progreso muere, si la posibilidad de generar nuevos valores desde la base de los absolutismos para romper con ellos desaparece, la persona no podrá lograr su estado de trascendencia. Si quienes niegan a Occidente absorben a Occidente, ambos sistemas se autodestruirán. En contraste, debe existir una cohabitación, donde sea la heterogeneidad de sistemas los que provean de los mecanis23


mos para revivir a los modelos desgastados y corregir sus desavenencias para el progreso de los valores. Solo así podrá el ser humano seguir combatiendo contra sí mismo en su búsqueda por hallar un sentido a su existencia. Así, no hemos de creer que Rusia, ni cualquier otra comunidad que negó a Occidente, es el mal que ha atrofiado a nuestro sistema. Ello es solo un elemento que evidencia nuestra corrupción y el deseo de salvaguardar sus nociones en la búsqueda de su comunidad por seguir trabajando en la deconstrucción de los valores hacia la búsqueda de otros más elevados. Estos nuevos sistemas, aunque mantenidos en maniqueísmos y malas prácticas, siguen empleando los recambios en su estructura, lo que les dará capacidad para desligarse de sus absolutismos una vez superen las carencias. En cambio, Occidente ha dejado en desuso sus mecanismos de progreso, y eso lo hace más peligroso, pues siempre será preferible un grave incendio intencionado, pero controlado, que una pequeña llama olvidada en un bosque seco. En el caso ruso, su proyecto, llamado eurasianismo, ha encauzado la idea de la convivencia de sistemas múltiples que incluyen y asumen con regocijo los diferentes a ellos; los «no euroasiáticos», como Occidente. Sin embargo, aunque este resulta funcional, ya hemos advenido sus fallos, y en él todavía se evidencian enfrentamientos. Aunque favorecen la convivencia, consideran antagónico lo occidental como ese pasado maldito que, si realmente hubieran trascendido, no seguirían manteniendo como su rival. No convengamos eso para Occidente, pues ya advertimos cómo ningún enfrentamiento ha de provenir de lo distinto, pues solo es motivado por la incomprensión. Además, cualquier separación de un sistema para lograr la supervivencia es lícita si el modelo empleado para ello al menos funciona, no negando en el proceso lo occidental o su viceversa. Dentro de sus carencias, mantienen en su arco de relaciones multidimensionales entre comunidades (arco continental-euroasiático) una iniciativa de liderazgo, medido bajo una noción absolutista que limita a Rusia. Este, al servirle como mecanismo de salvaguarda de su incertidumbre, impide que pueda acceder a nuevos valores de los ya creados, amenazando con 24


estancar su sistema como ocurre en lo occidental. La noción del «querer es poder» resulta temerosa, pues atiende, tal y como explicita Nietzsche, a contentarse con creer cómo de propia voluntad, por mero querer el liderazgo, se va a ejercer la obediencia. Esto solo nos lleva irreversiblemente a la asunción de términos absolutos en su doctrina que les hace creer que cada obstáculo de resistencia que superan en su imposición se debe a su voluntad de trascendencia. Los ideales de autorrealización del ser humano que propugnan quedarían entonces subsumidos al cumplimiento último de esta noción, cuya incoherencia es sinónimo de la mala guerra. Aprendamos de quiénes negaron a Occidente, pues de su sufrimiento surgió una catarsis que los ha catapultado hacia nuevas visiones que permiten al ser buscar la absolución de las consideraciones absolutistas para regocijarse en el relativismo. Rusia nos ha demostrado cómo de un sistema en desuso, por medio de recambios sociales, puede nacer un precedente para la creación de otro de reforma y avance. Más Occidente no ha de copiar los procesos ni adaptar sus valores como la esponja que fue primero la Rusia condenada, pues se verá inmersa en las mismas revoluciones y guerras de incoherencia que les sucedieron a los rusos. Ya nos hemos sometido a esa vivencia a lo largo de nuestra historia. En contraste, debe aseverar la necesidad de mejora e iniciar los mecanismos de recambio social para volver a poner en marcha la maquinaria de su modelo. Solo así podrá recuperar la humanidad para atender posteriormente a las deficiencias del sistema y acceder a la trascendencia de sus valores. Ello no hemos de entenderlo como una voluntad, sino como una inercia necesaria.

Pues, ¿QUÉ ES OCCIDENTE? Aquellos que hemos tratado de buscar los límites de Occidente nos hemos visto abocados a la ironía de este obstáculo, el cual es en su esencia el único concepto de limitación que podemos atribuirle a lo occidental: su linde abstracta. En cuanto a su frontera física, debemos señalar que no existe tal, pues en su propia geografía delimitada por las disciplinas de lo social existen factores de escisión que jamás podríamos llamar «de Oc25


cidente» y, aunque en su origen muchos refieren a las orillas del Mediterráneo, tanto o más hemos de debatir este respecto. En todo caso, tratamos a Occidente como un sistema herencia de otros, al igual que esos otros fueron en su momento modelos de otros anteriores, cuya evolución ha dado funcionalidades propias a raíz de las separaciones de los modelos que los vieron nacer para lograr la supervivencia de sus valores. De ahí la licitud de la escisión, pues es un devenir natural de los sistemas para el avance social, intrínseco en la evolución humana. Habrá quiénes reclamarán: ¿no es entonces preciso favorecer la escisión de ciertas comunidades occidentales de lo occidental establecido para fomentar la construcción de otros sistemas útiles? Yo les contesto: ¿y quién les niega dicha iniciativa? Promovamos el emprendimiento y la independencia, mas no convengamos con ello el aceptar la destrucción de modelos ya existentes y cuya corrupción no se da por carencias, sino por falta de funcionalidad. Occidente, ejemplo de tal corrupción, debe cambiar, no extinguirse. Si lo hiciéramos, estaríamos subvirtiendo las bases de la necesaria existencia de modelos heterogéneos y múltiples, pues la búsqueda de valores elevados parte de las síntesis de las estructuras funcionales presentes, y en su multiplicidad nos regocijamos ante el encuentro de mayores combinaciones para propiciar dicho avance. La historia es testigo de cómo aquellos que se abanderaron de la idea de crear nuevos sistemas acabando con previos promulgaron la aniquilación. Sin embargo, todos los imperios y civilizaciones perdidos no deben ser ya motivo de lamento, pues devolverlos de su destierro atraería a los mismos bárbaros que los destruyeron. Sería un espectáculo más para los libros de historia, lo que acabaría desvirtuando el objetivo de su obra. Clasificar a Occidente siempre resultó idóneo cuando este se establecía desde el antagonismo, o lo que es igual, mediante la definición de cómo quienes se consideraban «occidentales» entendían aquello que era fuera de Occidente. Las visiones variaron, igual que el avance de los valores humanos junto a las constantes reconversiones del modelo de Occidente, hasta que hoy su noción no es más que un espejismo de lo que en su pasado pudo considerarse. Lo que hemos de preguntarnos en-


tonces es lo siguiente: ¿hasta dónde abarca hoy la corrupción de Occidente? ¿Qué linda con lo occidental? De la primera cuestión hemos de señalar que todo aquello que fue tocado por la mano de Occidente —y prevaleció— se halla hoy en el mismo estado catatónico que este sistema. Hablamos, como es de suponer, en el marco de lo abstracto, que como bien estipulamos son apenas los únicos límites que existen para determinar qué es Occidente. Por ende, cuestiones geográficas como regiones supuestamente fuera de lo que hoy vemos cómo Occidente, pero en su momento anexadas a este, así como factores económicos y políticos, cuya variabilidad es solo producto posterior de la evolución de los sistemas, deben permanecer apartados del cómputo. La consideración de occidental, al igual que aquel fuera del mismo, pertenece a una condición mental, donde no basta la negación o constatación de pertenencia a uno u otro bando, sino la asunción por parte del sujeto de haber desligado, o asumido, los valores que consideran mores civitatis cada comunidad. Esto justifica por qué la cuestión geográfica debe quedar apartada, pues en aquellas zonas entendidas históricamente como Occidente conviven grupos que evidencian sistemas de valores distintos a lo occidental. Véase Rusia, perteneciente a Europa, región que ciertos filósofos e historiadores establecieron, de forma holística, como la cuna de Occidente, pero cuyo modelo es hoy la viva imagen de la negación a Occidente. Aunque en ella también hay trazos de lo occidental, no padecen de confusión con respecto al espacio que ocupa cada modelo, sino que esta división resulta en un reforzamiento de sus propias bases, cuya evidente diferenciación les vuelve genuinos y funcionales. El dilema de qué era y es nuestro modelo se hizo a la simplificación y falsificación que la humanidad realizó con respecto a su origen a través de las generaciones, lo que evidencia una de las condenas de nuestro sistema, aquel cuyos valores conocen los occidentales, pero que por falta de ubicación los lleva al hedoné del statu quo. Hemos obligado a construir la historia del mundo en base a Occidente, pero ¡ay de nosotros! No hemos sabido construir la nuestra a través del conocimiento de sus 27


límites, tomando como referencia al ajeno para considerarnos a nosotros mismos ¡Cuánta angustia, cuántas guerras nos habríamos ahorrado de haber tratado de delimitar a Occidente, aunque tan solo hubiera sido una orilla del Egeo con su Adán y Eva particulares! Desgraciadamente, hemos tenido que esperar a la corrupción de nuestro sistema para que el humano pudiera darse cuenta de lo grande que es Occidente, pero lo mal delimitado que se encuentra. Son los sistemas ajenos al nuestro los únicos en los que ahora nos podemos apoyar, pues solo ellos son capaces de delimitar en sus percepciones qué es de lo occidental. Estamos embebidos de forma demasiado temprana en las incertezas, pero aún seguimos manteniendo el maniqueísmo entre Occidente y fuera de él, como si fuera acaso esta la relación a nivel macro de la dinámica del creyente y no creyente ¡Y qué más nos queda si hemos vivido encerrados en una torre de marfil! Mas no podemos negar, dado nuestro desarrollo estancado, lo único que todavía nos permite definirnos. Para aquellos que han repudiado escindirse de lo occidental, esto es apenas su vía de escape. Entonces ¿qué nos queda? Limitarnos a engañar dicha incapacidad con un sistema paralelo, uno que promueva la gobernanza del humano occidental sobre el humano occidental, donde sean los valores expresados aquellos que actúen de filtro para delimitar la noción de qué es Occidente. Ello permitirá conocer sus límites y la forma del sistema, favoreciendo conocer las causas de su estancamiento y propiciando el «recambio social» anunciado. Aunque peligroso, solo la asunción de este valor absoluto podrá llevarnos a la aspiración de su trascendencia. Es evidente: los límites de Occidente son la propia consideración de qué es occidental, y la búsqueda constante por su definición de acuerdo con las declaraciones popperianas, lo único capaz de definir su condición.

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RESTITUIR A LAS VIEJAS GLORIAS Muchos han sido los que se han prometido a sí mismos como el cambio del sistema corrupto, decadente y repleto de podredumbre, sea este Occidente u otro. Mas, ¿es realmente su tesis motivo de evolución, o tratan de volvernos cómodos con la idea de un «libertador» al cual si cedemos las riendas de nuestra existencia todo quedará resuelto por la vía de la imposición de valores absolutos que sanen la incertidumbre? Las viejas glorias históricas, que no el concepto de «vieja gloria», deben reminiscencias a su pasado, figuras que de sus manos se desprendieron los ideales del cambio hacia valores elevados que buscaban la trascendencia del ser. Sin embargo, hijos de su tiempo, su restitución y búsqueda por emularlos hoy no hace sino oscurecer a la humanidad, donde la historia de estas glorias de archivador solo ha de aprenderse para apreciarlas en la actualidad, no para asemejar sus acciones. Tengamos cuidado: con esta afirmación no hemos de aseverar la condena de los sistemas que pervivieron atrás en el tiempo y aún hoy lo hacen, pues no son en su caso los restos de antaño, sino de un presente renovado que ha logrado reconvertirse. Ellos mismos son viejas glorias, y por ende han de preservarse, no para que se mantengan estáticas, sino para propiciar el continuo flujo de la funcionalidad de un modelo que pervive más allá de la línea de su extinción. Dicen los falsos profetas y adúlteros de la búsqueda por la trascendencia del ser que pueden cargarse de los mismos elogios de los que se revistieron aquellos que lograron llevar a la sociedad hacia un nuevo escalón evolutivo. Cuidémonos de sus palabras, pues no queremos sacar del cementerio a los que ya cumplieron con su deber. Si hemos edificado el muro, ¿para qué atravesarlo? Si hemos construido el salvoconducto, ¿para qué elevar paredes? Si únicamente es para demostrar la creencia de que pueden superar a los maestros que alaban, ello no es trascendencia humana, sino mera vanitas vanitatum. Solo si es por el deseo de reforma, por la inercia del ser que se precipita a explorar y romper con los conceptos absolutos ya asumidos, las viejas glorias podrán restituirse en dicho 29


sujeto o ente conjunto, cualesquiera sean sus orígenes, siempre y cuando lo que los mueva sea un afán por los fines superiores. No es cuestión de esperar Mesías ni venidas, quién lo diría, es parte de la voluptuosa fuerza interior que mueve al hombre y a la mujer hacia objetivos que desconocen, pero que consideran necesarios. Este efecto, si es imprevisto, suele llevarse como fin hacia el resto de los fines; si es necesario, de todos los fines hacia uno último. Para ello, antes han de resultar sabedores de su propia necesidad de existencia y el espacio que ocupan, deben despertar las dormidas conciencias que se han congregado en torno a la irreverencia de su propia vida sin tan siquiera saberlo. Con el fin de restituir a la vieja gloria de la reforma, se precisa la noción de uno mismo para comenzar a hacer funcionar los sistemas y enderezar las deficiencias. Así sea con Occidente, que dormido se le va el oxígeno y debe abandonar su onirismo para no ahogarse en una dulce muerte. Por ende, aunque violento sea el despertar, mil veces preferible a caer en los brazos de un falso profeta de viejas glorias, o escindir su propia conciencia en mil pedazos para que esta viaje libremente hacia nuevos entornos, dejando lo poco que queda del huésped en un estado comatoso, a la espera de un trágico final para él y el medio que lo acoge. Una de las condenas de la existencia de falsos ídolos es la atracción que ejercen, pues cierto es que a hombres y mujeres se les ha inculcado una idea de ilusa libertad en muchos ámbitos, condicionados por realidades que deberían superar para liberarse. Y como libertad es una palabra de doble filo, y su mera mención ha sido motivo de odas y alabanzas, hasta el más tirano justifica su despotismo con ella mediante el seudónimo de «libertador». Del latín libertas, hace de la cualidad de aquel que es libre. Irónico su fin, pues, ¿quién es libre, aquel condicionado para que lo crea, obrando como tal, o quien teniendo la oportunidad para serlo no lo desea, aunque haya escapado del condicionamiento del huésped anterior? Libertad es un ideal solo apto para devotos: es tan complejo su nivel que no se concibe en palabras, sino en hechos. Ello lo hace interpretable hasta el hastío, elevándolo a una noción de máxima relativización en su empleo, lo que explica por 30


qué en sistemas de valores condicionados resulta tan extremo, pues ni siquiera la flexibilización de estos puede absorber una cualidad tan suprema como es la idea de ser libre. Es por ello por lo que hemos de desconfiar de quienes abanderan dentro de sus concepciones holísticas una noción de libertad soberana sin importar nada más, pues si realmente existieran leyes universales que dictaminaran por mandato divino el concepto de derecho y deber de libertad, ¿acaso estaría escribiendo esto? Nadie niega que haga falta su presencia para aquellos que aún no se han desprendido de su condicionamiento, casi tanto como el caos de su relativismo, pero no es el sistema ideal al que hemos de aspirar. Adoremos pues a los verdaderos filántropos que no se hacen ególatras por su búsqueda del liderazgo, pues de hacerlo se corromperían, desgastando en el proceso a los sistemas a los que pertenecen. Mas no nos equivoquemos: estos tampoco resultan en glorias, pues a pesar de todo reside en cada séquito creado por el sujeto ciertas nociones de artificiosidad que no corresponden con las cualidades de las glorias. Nadie, ni siquiera servidor, tenemos derecho a perpetuarnos como predicadores cuyos dioses les encomendaron la propagación de una nueva fe, por muy elevada que sea su doctrina o la evidencia de sus deseos de trascendencia. La evolución humana es tan natural, y su progreso tan intrínseco a su ser, que incluso dotados de nociones que contradigan dicho paradigma seremos capaces de seguir transformando a la propia humanidad. Es así el cuestionamiento de la estructura lo que permite la trascendencia, e incluso aquellos contrarios a ella acabarán superándola aunque este no sea su deseo. El ser está inevitablemente ligado a sobrepasar sus valores, siempre y cuando goce de los medios necesarios dentro de su sistema para que los recambios y reconversiones sociales puedan darse. Por ende, no nos dejemos agasajar por las glorias de mercadillo, aquellas cuyo atractivo solo alimentan el letargo de la funcionalidad del sujeto para el incesante cuestionamiento de sí mismo, causa que da sentido a su existir aunque ni tan siquiera considere que vegete. Solo la vieja gloria podrá despertar de nuevo en aquellos inmersos en una vorágine de cuestionamien31


tos. Si en el proceso ha de arder Roma hasta el último capitel, que así sea.

MÁS ALLÁ DE LA ACRACIA La democracia ha muerto en Occidente, despedazada tanto por sus defensores como por sus detractores. Ella, que nos dio un sistema donde la heterogeneidad tuvo su cabida en el terreno de lo occidental, yace muerta sin sepultura. Vencida por el proceso de los que, negando a Occidente para forzar su desaparición, han desgastado a un sistema que dormita y es incapaz de ofrecer resistencia. Dejemos de apoyar, dentro de lo que los históricos calificaron como occidental, el gobierno del demos como elemento identitario de este, pues solo resiste como cenizas de vieja gloria que pretenden ser restituidas sin éxito. Su lugar se encuentra en el pasado. La continuidad de la creencia de ambas nociones, el ya explicado límite geográfico de Occidente y ahora la democracia como elemento identitario del mismo, son ejemplos de la corrupción de nuestro modelo, acusado por el deseo de recuperar las certezas del pasado que sin embargo solo nos arrastran hacia un martirio largo y doloroso. ¿Hacia dónde vamos, si los valores absolutos que antes nos proveía la democracia ya no pueden seguir dada su corrupción? Deberíamos superar las visiones que en el pasado nos constreñían, es indudable, pero tanto antes como ahora es preciso revestirnos de una estabilidad previa, aunque sea mediante algo tan deleznable como asumir por consenso comunitario una falsa sensación de subjetividad. La democracia proveía esa flexibilidad con la diversidad de percepciones que permitía desarrollar, factor que el autoritarismo era incapaz de aplicar, aunque luego los tratase como valores absolutos, estando todas estas distintas perspectivas moviéndose únicamente en torno a su esfera. Pero era una esfera amplia, de longitudes titánicas como galaxias, y permitía que nuevos valores pudieran desligarse de la norma. Hacía evolucionar al sistema, promocionando la búsqueda por la elevación de los sujetos. Si de algo han de enorgullecerse los occidentales es de cómo antaño sus generaciones supieron mejorar la estructura a través de lo democrático. Mas no extendamos nuestra condena al resto: que lo de32


mocrático ya no sea aplicable a Occidente no implica que otros sistemas sí puedan dar uso de este, y hemos de sustentar su iniciativa si con ella su comunidad avanza hacia la trascendencia de las concepciones de los seres que la conforman. La llamarán democracia, u otro nombre le será dado, pero sin duda será esta siempre y cuando cumpla los mismos principios que tuvo con ella Occidente, adaptada en su caso a los principios que muevan al sistema sobre el que se les aplica. Occidente debe llegar a la necesaria conclusión de cómo lo político, al igual que lo económico, es producto del progreso de los sistemas ¡Cuánto dilema se nos cierne a nosotros, pues el caballo que tira del carro hacia la evolución yace aún moribundo! Ante el necesario recambio del modelo, y la imposibilidad de su desarrollo, debemos, y ello será un gran sacrificio, negar el sistema, pues preferible abandonar la brújula desimantada que consolarnos con que al menos la tenemos en nuestras manos. Dēmokratía es el origen: poder del pueblo. Pero no hay nada que gobernar cuando lo gobernado solo responde ante sí mismo; cuando los que gobiernan lo hacen sobre sí mismos. Únicamente queda una respuesta, aquella que puede actuar de refugio para albergar las esperanzas de un entorno que pueda revitalizarse en el futuro: la gobernanza del humano por el humano desde lo humano. Dicho de otro modo: una acracia personal vivida en comunidad. Una revolución que tendremos que odiar como todas, pues trae consigo angustia. Pero necesaria, pues gracias al retroceso que aplicará en la sociedad permitirá el nacimiento de la reforma al adquirirse conciencia de la tolerancia para el cambio, siendo así la única forma de obtener el progreso. La llamarán anarquía, el «no gobierno», y juzgarán raudos que ella es solo un elemento transitorio que, al igual que el fascismo, comunismo, o la democracia misma, habrá de convertirse en una pieza más del cementerio de aquellos modelos pasados que no han de recuperarse. Vana ilusión, pues el anarquismo no es gobierno, similar a cómo el ateísmo no debe considerarse fe. En su esencia, tampoco existe una contraposición a la gobernanza del Occidente desgastado ¿Por qué? En las nociones bakuninistas está la res33


puesta. El anarquista no detesta a la sociedad, se concibe dentro de la misma como realidad superior a la que el ser ha de acceder. La democracia, gobierno del pueblo y de los sociales, ese sistema del que debemos desprendernos, refleja cómo es la sociedad la que ejerce gobernanza. Por tanto, comparte los mismos fines. La acracia en Occidente es el único método, pues permite abandonar lo democrático, cuyas estructuras se encuentran carbonizadas por la corrupción del sistema, a cambio de mantener la noción de lo social y su participación en comunidad, característica fundamental que define las bases de la democracia. Se sostiene así la pureza de su esencia, que no se pierde, tan solo «cambia». Dicha acracia sería fundamentalmente individualista. Esclarezcamos dicha mención, pues atiende a confusiones que podrían desvirtuar su verdadera naturaleza. Es individualista en tanto a que refiere al individuo, no a la solitaria noción de pensar egoístamente. Por ende, podríamos acusarla de «personal» e incluso «humanista». Así, principios contrarios tales como los objetivistas, que han aplicado sobre el sujeto ciertos pensadores malintencionados, resultan errados y derivan en la flagelación de las consciencias humanas al aislarse del resto. Aunque el ser debe comenzar a adquirir conciencia de su existencia para cuestionarla y deconstruirla, durante el constante deseo de suplir sus conflictividades jamás lo logrará por medio del ejercicio único de su razón, si es que acaso la racionalidad existe o es solo una visión absolutista de hechos imposibles de determinar bajo una sola conceptualización. Precisa de una comunidad de la que no puede ni ha de desligarse, del mismo modo que los sistemas que conforman el organismo humano no pueden hacer sobrevivir al hombre o la mujer que los porta si se separa de estos. Valora así al hermano que tropieza, pues la erosión que su traspiés hizo al terreno puede ser la falda de la futura montaña elevada sobre el poblado que con él cohabitas. La comunidad a su vez se hará a todos. El gobierno del humano por el humano se daría trascendiendo cualquier límite artificioso que en Occidente existiera, abarcando pueblos sin distinciones e inundando incluso el no Occidente al propagar un incremento de la heterogeneidad de sistemas que ayudasen 34


a propiciar el avance. Las cracias pasadas y los ismos limitantes quedarían abolidos, pues solo mediante su ostracismo podremos recuperar el modelo que ansiamos. Ciertamente sería una acción peculiar que no actuará como una disociación, en todo caso como una ósmosis. Todo individuo podrá, dentro de dicha acracia, tender a la inercia de su desarrollo intelectual, al igual que lo hiciera en la democracia, pero liberado de la esfera de cualquier gobierno ante la inexistencia de este. «Ni esclavos» que se vuelven compasivos en su sufrimiento y únicamente responden a la paz espiritual de las certezas condicionadas, «ni amos» de cuya ambición por el liderazgo se evidencia el estancamiento de valores más elevados, limitándose a creer únicamente en su razón absoluta sin atenerse a la del resto. Este proceso, aunque esplendoroso, sin duda causará dolor en las masas, debido a que la negación de sus absolutos previos les hará vagar perdidos hasta que entiendan cómo han de recuperar la esencia misma de su existir. Un nihilismo vital en el que muchos creerán que el sistema de Occidente, tambaleándose, correrá el riesgo de sucumbir. No será así. Este prosperará y la comunidad, liberada de la corrupción del modelo pasado, dará cuenta de cómo ha de despertar al corcel que arrastraba su carro. Este tirará de las riendas, y el caballo dará coces, pero se repondrá y se alzará sobre los cuartos traseros para lanzarse al galope. Desgracia o no, cuando ello ocurra el ser deberá abandonar dicha acracia para encaminarse de nuevo al sistema, asumiendo un nuevo modelo de gobierno más perfecto y superior, producto de los renovados valores que nacerán en el sistema recompuesto. Triste, puesto que el humano pudo durante ese espacio de incertidumbre en lo anárquico haber quedado presto para lograr la expresión de valores sin cariz único, donde el relativismo ante la constante búsqueda de sentido a nuestro entorno nos habría hecho dichosos, tal y como fue explicitado en La sinrazón del existir absoluto. La acracia no prevalecerá. Occidente no estaría preparado para asumir con plenitud ese modelo, máxime cuando el haber adoptado la negación de su sistema solo se hizo como medida cautelar para reconfigurarlo, no para regenerarlo. Mas 35


será a partir de este momento cuando el occidental se dará cuenta de cómo puede trascender, y que así lo ha de desear. Con la estructura renacida, luchará por ir más allá de la acracia que vivió, regurgitando valores tras valores, clausurando deficiencias y mejorando, todo ello en pos de encontrar el verdadero sentido del existir, aquel que jamás podrá entender, pero que siempre luchará por entenderlo. Cuando logre esta asunción, da igual si ha de llamarse fascismo, comunismo, democracia u otra denominación, pues su valor residirá en aquello que va más allá de la etimología del modelo citado. Así, para lograr la trascendencia de Occidente, habremos de olvidar temporalmente la noción de la acracia y asumir un sistema desfasado en contraste, debiendo así volver primero tras nuestros pasos para alcanzar nuevamente la liberación, esta vez convencidos de cómo es el único método de gobierno para lograr nuestra perfección.

SUPERACIÓN DEL MANIQUEÍSMO POLÍTICO Nosotros, otros. En su apenas indistinguible etimología, hallamos en el nosotros el yo, la pertenencia, el sentirse parte de un algo. Es el «Yo y alguien más». El otro, el «alguien», no nos contiene, y por ende hace surgir en el alma básica un sentimiento de diferencia que deriva en dos corrientes, ambas contrapuestas: comprensión u hostilidad. Reduccionismos que desestabilizan constantemente el equilibrio en una balanza de dos platos, uno por cada percepción. Tal es así, que solo para evitar que el yo y ese alguien más se desgarre a dentelladas con el resto que no forma parte de su ecuación, se ha de abogar necesariamente por entender cómo la heterogeneidad es la que ha favorecido la supervivencia de nuestra especie, y por ende la diversidad de sistemas que existen, incluso aunque no pertenezcamos a ellos y nos resulten extraños, deben resultar preservados. Si el ser humano solo sabe vivir entre maniqueísmos, que al menos le demos opción a creer que ambos se deberían preservar por el bien de su comunidad. Aunque el sujeto es capaz de renegar de la especie que lo vio nacer, difícilmente puede hacerlo con su instinto de supervivencia. Ni siquiera el suicida, cuya decisión de asesinarse 36


parte de ir en contra de su vida solo para salvaguardar su existencia, sus valores, su hedoné o incluso su paz espiritual, nos disguste más o menos este condicionamiento. Por ende, resultar destructivo contra aquello que favorece nuestra continuidad en generaciones venideras es tan solo uno más de los falsos ídolos que ciertos modelos corruptos nos han inculcado para creerlo, probablemente movidos por aquellos corrompidos en su ambición por el liderazgo. Solo un sujeto que se mueve bajo estos apelativos podría obrar de tal manera ante lo que no comprende debido a su ceguera de poder, pues por temor el sujeto huye, por asco destruye; por esperanza construye. Como contraparte, dudo que seamos únicamente capaces de pensar en dos misivas diferenciadas. Si se obra de tal manera es por deficiencias del sistema al cual nos atenemos, resultando en percepciones infundadas que limitan el cuestionamiento del sujeto ante tal ideología maniquea. Este error nos convierte en chimpancés proclives a asesinar a sus vecinos solo por el hecho de no pertenecer a su clan. Así actúan las nociones políticas de izquierda y derecha, concepciones pasadas que siguen acechando el buen hacer del progreso de Occidente, y en cuyo enfrentamiento, aunque a lo largo de su historia se han revertido las tornas de quienes apostaban por uno u otro bando, no ha hecho desaparecer el absurdo de su noción. Fíjese en la belicosidad europea en la primera mitad del siglo pasado. Labrando su historia en demasiadas ocasiones a golpe de tambor y bayoneta, en el último término del período enfrentó su modelo fascista contra la democracia y el comunismo. Aunque pudiera considerarse dicho conflicto como un enfrentamiento no dicotómico, sino a tres frentes, la realidad es que para el fascismo, democracia y comunismo eran un mismo enemigo que se les encaraba, independientemente de las casuísticas que justificaban su odio a cada una. Vencido el fascismo, la enemistad fue declarada entre la democracia y el comunismo. Por supuesto, el maniqueísmo también atrae a esencialismos peligrosos que deben resultar rebatidos. Véase lo anteriormente citado, donde en el capitalismo encontrábamos desde gobiernos democráticos de derecha e izquierda hasta regímenes 37


autoritarios de diversa índole. Mas este grupo acabó por reunirse durante la Guerra Fría, a pesar de su diversidad, en un único concepto bajo las visiones comunistas, que evidentemente no los llamaban «democráticos», sino «imperialistas» o «atlantistas». Igual destino corrieron la clasificación de corrientes socialistas alternas a Moscú como el maoísmo o el titismo. Llámelo x, llámelo y. Esto también podría explicar cómo las diferenciaciones han sabido encontrar lagunas para esconder de forma superficial el maniqueísmo que las enfrenta. Han «flexibilizado», como parte de esa falsa percepción de subjetividad, los valores absolutos, y les han dotado de otros nombres: socio-liberalismo, socialdemocracia; neoliberalismo, neoconservadurismo. En el fondo, siguen siendo ideas de izquierda y derecha que, aunque hemos de valorar cautelosamente sus principios debido a las remodelaciones que lograron proveer a sus sistemas, no permitieron romper con la brecha que enfrenta una postura con respecto a la otra. Esta tendencia es terrible, pues divide comunidades y limita la participación heterogénea y conjunta de toda la sociedad ¿Cómo obtener el progreso de un sistema, cómo lograr que los sujetos avancen hacia valores más elevados, si son privados de otras referencias para el cuestionamiento de su existencia por parte del grupo en oposición? Superar esta noción es una tarea ardua que, sin embargo, ya ha sido contrarrestada a lo largo de la historia. Qué me dirán del ecologismo, movimiento que aspira a fines políticos como la izquierda y la derecha, pero que en sus mismas bases no pertenece ni a uno ni a otro bando. Atiéndase a cómo los jóvenes de la República Socialista Soviética de Bielorrusia asumieron el «debate verde» como expresión de sus valores espirituales y en contraposición con los gobiernos comunistas, los cuales no podían juzgarlos con el mismo calificativo de enemigo como hicieran con toda la esfera de lo «democrático» al no responder a una representación política antes vista. Mas, como una hidra hambrienta, los maniqueísmos políticos han devorado dichas alternativas hasta someterlas a su causa, donde el disentimiento de pertenencia es solo justificante para el destierro. El ecologismo fue absorbido en Occidente 38


mayoritariamente por la izquierda, mientras que la derecha monopolizó los fundamentos capitalistas que fueron en su momento apolíticos o independientes. Los nacionalismos quedaron adscritos a ambos campos, quizá porque el mayor corrompedor de los sistemas posee de forma intrínseca la capacidad de volverse parte natural de la ambición de los corruptores. Así, queda entre ambos contrincantes un equilibrio, en donde siempre uno atacará al otro para desestabilizar el peso ¿Con qué fin? ¿Para destruirlo y quedar únicamente uno de ellos? Si es por eso, dado su razonamiento y necesidad de búsqueda constante de contrincantes, incluso aunque tengan que crearlos con sus manos, elevarán un nuevo competidor a toda costa para después perseguir su destrucción ¡Ah, el ser humano, no entiende que el maniqueísmo es una oda al suicidio de su progreso, pues solo sirve para preservar valores incompletos que limitan su avance! Occidente y no Occidente. Ambos nacidos de una misma base y, en esencia, pertenecientes a un mismo grupo: sistemas. Diferenciados, sí, pero en sus constantes evoluciones y conversiones siempre hay un núcleo compartido, bebiendo constantemente los unos de los otros, escindiéndose para dar paso a nuevos. Si en ellos se integra la comunidad de lo humano, los sujetos también deberían aspirar a unificar sus ideas, entendiendo que la contraposición de unos y otros solo sirve para identificar qué grupo pertenece a qué comunidad. En este caso, Occidente no sería el adversario del no Occidente, sino tan solo la diferenciación que empleamos para visualizar nuestro sistema. De igual modo, Rusia, sin ser Occidente, y más allá de las falencias de su identidad, no es tampoco contraposición de lo occidental, sino la forma en la cual su comunidad se identifica dentro de la multiplicidad de estructuras. Son sistemas que parten de uno hacia la heterogeneidad y se clasifican en su variedad en un único grupo. Es por tanto el maniqueísmo político una de las carencias que corrompen a lo occidental y que ha sido integrado a través del sistema de la democracia, de ahí lo desaconsejable de la continuidad de su modelo. Solo cuando logremos despertar a Occidente, las reconvertidas nociones políticas, ahora libera39


das de esa irreverencia de aquellas masas que vivían sumidas únicamente en planteamientos de izquierda-derecha, podrán ser adoptadas por la sociedad resucitada.

LA GUERRA JUSTIFICADA El conflicto es intrínseco en el ser dado su temperamental carácter, el cual en sus enfrentamientos consigo mismo y con el hermano busca satisfacer la infinita incomprensión que lo acompaña. Entiende la guerra, que es apenas una encarnizada lucha que puede alcanzar niveles tanto físicos como mentales, pues ella es capaz de desgarrar tanto tendones como pensamientos; no comprende su propósito, motivo de frustración y del incremento de las lides que se reflejan en la humanidad. La historia está escrita con la sangre de los que guerrearon contra su espíritu o contra el cuerpo del resto, y de ello acontece el avance y el progreso de los sistemas que componen a la sociedad. Por ende, el sujeto en paz no es un buen sujeto. Aquel que lo estuviera debe encontrarse condicionado para serlo, pues ni tan siquiera en la muerte el ser humano ha de hallar en su devenir calma en el conflicto, aunque pueda con el tiempo pacificar su existencia. Con respecto a la guerra, primero hemos de determinar si todo conflicto, propio o ajeno, se libra bajo los mismos procesos, y cuál es justificado en todo caso. Todos aquellos que no se ajusten a este raciocinio no necesariamente se vuelven inmediatamente injustos, pues en ellos están insertos los pensamientos implementados de los grupos enfrentados, y en la consideración de valores absolutos pueden residir razones que cada colectivo considere como merecedoras de aceptación ¡Quién sería yo para afirmar lo contrario! Pero es necedad asumir que las guerras son algo más que choques de ideas condicionadas y corruptas, pues si se debieran a valores elevados, aquellos donde el ser se ha desligado de todo falso ídolo, asumiendo con dicha la incertidumbre del existir, la guerra no se habría consolidado. El sujeto, lobo para su sombra, vive inmerso en un conflicto contra sí mismo, y en ocasiones su enfrentamiento contra el ajeno libera la psique que lo atosiga. Por ende, todo conflicto 40


externo parte de uno interno. La guerra del ser humano por definir su existir es la única justificada que puede darse, por no decir que es la única forma de belicosidad que debe darse. Podríamos asumir entonces, dado que todo enfrentamiento es interno y solo algunos se externalizan, cómo los conflictos externos, al compartir mismas raíces, también deberían ser justificados. Ello estaría elevando genocidios y aniquilaciones de sistemas, tan peligrosos para la trascendencia del ser humano, a la condición de hostilidades justas, cuando no lo son. La diferencia entre la guerra que el sujeto externaliza frente a la que únicamente reside en él está en cómo las corrupciones que liberan en el espacio pueden acabar ahorcando las propuestas de recambio social que el conflicto pudiera albergar. En su despojo tan solo quedarían las deficiencias del sistema, ahora reflejadas en el fusil, cargando contra las estructuras del sistema, no para su reforma, sino para su frío asesinato. Un ejemplo más de lo autodestructivo que es el ser humano, siendo capaz de sacar a la luz ciertas percepciones que podrían acabar con el sistema que cohabita junto al resto de los entes si se dan las circunstancias. Referencia a Nietzsche, no es la buena causa la que santifica toda guerra, sino la buena guerra la que santifica toda causa. En su deconstrucción, es imposible considerar razones asesinas del sistema como buenas, aunque se revistan de tal calificativo. Sin embargo, no toda la psique proyectada hacia un ambiente externo ha de deteriorarse y esta, aunque promovedora de conflicto, puede llevar a la elevación de nuevos y renovados valores. Esto sería la guerra externa justificada. Difícil resulta identificarla, pero en ella se atisba el equilibrio de las discrepancias que con el tiempo favorecerán la tolerancia. En la doctrina del conflicto justificado se atisba una mayor tendencia a la asimilación de los valores que propugna, incentivando el incremento de la heterogeneidad de percepciones dentro del sistema, y coloca en un segundo plano la destrucción que sugiere para alcanzarlos. Revolución, palabra temida que siempre habremos de condenar. Quien refleje su deseo de propalar revolución sin más consecuencias que dicho fin en sí es también un corruptor de 41


sistemas. Su visión es evidencia de una injustificada violencia de la que todos hemos de huir sin temor a que se no acuse de cobardía. Aunque deseáramos ser calificados como tales, no lo seríamos tanto o más que ellos, quienes incapaces de renovar el sistema o escindirse del mismo, prefieren hacerlo arder hasta sus cenizas. En contraparte, revolucionarios cuya guerra mira más allá de estas corruptelas son los adalides de la guerra justificada. Donde algunos ven únicamente destrucción, ellos propugnan la revitalización de los modelos. De este modo, y de manera objetiva, la guerra es siempre un atentado para aquellos cuyas columnas de humo las realizan más por la abolición de los valores implementados que por causa de renovación de los patrones establecidos. Revolucionarios de guerras justas no son héroes, y ellos merecen mismas condenas que sus contrapartes. Triste es su paso por esta tierra, pues no son mártires, ya que su sacrificio no es encomiable al ser solo un reflejo más de lo que todo sujeto ha de realizar en la guerra contra sí mismo. Tampoco líderes, puesto que el liderazgo revolucionario es característica de aquellos cuyas concepciones se hallan limitadas por su ambición. Loables, eso sí, porque en su ignominia se encuentra el eslabón que ancla el avance o el estancamiento de los sistemas. La revolución en una guerra de tales características es el motor de los modelos sociales y de quienes han de sufrir las llamas de la muerte y la hambruna de la esperanza para refrescar las adormiladas mentes de los entes que forman sus comunidades. Solo de este modo los revolucionarios podrán elevar voces que alcancen cierta comprensión en la lucha con su lobo interno. Trasladarán nuevos valores, esta vez encarnados en la figura de la reforma, fomentando la obtención de modelos que permitan el paso y adaptación al siguiente escalón de la mejora de los sistemas. Habremos de retroceder primero para seguir hacia delante entre las generaciones, aunque los sufridores ancestros no puedan ver la luz de la que gozará su descendencia. Ello no nos confiere potestad para admirar esta guerra pues, contraria a la propia supervivencia humana durante su desenvolvimiento, también debe desprecio. Sin embargo, en su fin alberga la preservación futura del ser y ello, sin tener necesa42


riamente un efecto positivo ipso facto, lo justifica. Este proceso es inocuo a la naturaleza del hombre y la mujer, siendo un continuo cuyo producto resulta difícil de esclarecer. Las percepciones evidencian que los sistemas no han conseguido aún permitir al ser humano la trascendencia de sus valores, por lo que más revoluciones se avistan. Difícil será para la persona definir cuál conflicto es justo o injusto si vive inmerso en los condicionamientos absolutos que le constriñen la vista. Cuando consiga apartarse de ellos, podrá advenir la lid que ha de prevalecer y de cuál deberá rehuir. Si no se libera de tales ataduras, acabará condenándose a la más absoluta de las ignorancias, donde todo ente corre el peligro de convertirse en la revolución que destruirá a su sistema. Solo mediante la guerra externa justificada estaremos más cerca de hallar los medios para lograr la trascendencia de los sistemas. Sin embargo, evitemos creer con ello la noción kantiana de cómo hemos de aspirar a la guerra con la esperanza de su cese futuro tras el perfeccionamiento de los modelos. No existe tal primicia, y no debemos creer jamás en la misma. En todo caso, hemos de conformarnos con contemplar cómo del conflicto surge la productividad de los valores que confieren evolución a las comunidades que forman parte de cada sistema.

LA SUBLIME Y BELLA SOLEDAD El ente solitario y antiabsolutista en un sistema corrupto, siéndolo no por causas adversas a las intenciones que profesa, sino por gusto justificado, rezuma una esencia que se presta más a la conmoción que a su admiración. Hombres y mujeres que se volvieron excéntricos para la sociedad con la cual cohabitaban han sido protagonistas tanto de historias en libros como de libros de historia. Artistas bohemios, creadores de su obra humana, escribas en su devenir. Es en la aportación póstuma, con la superación de su solitaria existencia y su exteriorización para revitalizar al sistema, donde reside su belleza, sin importar cuán revolucionaria —siempre y cuando la mirada de estos se disponga más allá de la mera destitución del sistema— o reformista sea. Sin embargo, triste será el proceder de aquellos que se vanagloriaron en su lucha interior sin extenderla al hermano, 43


pues poco a poco marchitaron su valor hasta volverse apóstatas de su vitalidad. Renegados por su comunidad y ante sí mismos, nada les resta salvo el cobro de su vida, pues su instinto de supervivencia se halla tan peligrado que solo contemplan el sacrificio para salvaguardar una existencia rota. Pues, ¿cómo aguantar vivir en un sistema de valores absolutos del que rehúyes, pero sin estar capacitado para abandonar tu ostracismo y lanzarte a la incertidumbre de amar la existencia? Así, demasiados se presentan como negadores de lo impuesto, pero incapaces de entender que el «recambio social» parte de la liberación de sus cadenas interiores para rescatar aquello que les hace humanos. El ser que se busca a sí mismo sin pretender la ayuda del otro, incluso si el resto le muestran colmillos y garras, resulta en un sujeto débil. La trampa del ente solitario es la aparente paz que alguien puede experimentar con su asunción, olvidando el propósito humanístico y desgastando las fuerzas contra su psique para beneplácito de las élites ancianas. El camino del individualista, aunque pueda parecer en un primer momento menos angosto ante la ausencia de una multitud que pueda «entorpecer» al andar, resulta en una pareidolia narcisista. Esto es ciertamente una fase humana en el proceso de exigir lo humanístico, mas no apta para los mal instruidos en el verdadero sentido de la búsqueda por ser. Aquellos que emprenden su liberación pensando que la trascendencia humana se basa en la paz espiritual, pretendiendo liberarse en el proceso de los valores inculcados, jamás abandonan su corrupción, tan solo «flexibilizan» sus creencias impuestas. Son los que únicamente contemplan belleza en la soledad. Dicho adjetivo otorgado, impuesto mediante aquellas prácticas que quieren subvertir la naturaleza humana y la búsqueda impertérrita por su propia valoración, es la errónea sensación de puro agrado sin mayores contemplaciones. Las manos de las élites ancianas se posan invisibles en nuestro hombro para susurrarnos el pensamiento egoísta, una placentera superioridad que se transmite como una moral de «amo» contra el resto de los sujetos no instruidos, los «esclavos». Así, desde la valoración ensayística kantiana, la soledad se presta tanto a lo sublime, sea terrorífico, noble o magnífico; como a lo bello, y en cada uno de los espectros, con sus múltiples escalas de grises, reside la posi44


bilidad de adquirir la verdadera esencia humana o no. Sublime referiría a toda impresión que pueda causarse, mientras lo bello a todo lo disfrutable, siendo el primero mucho más fatigado que el segundo, de ahí la necesaria prevalencia de ambos en la naturaleza humana. Si bien es en la soledad como algo bello donde reside la certeza de no estar obrando conforme a lo humano, tampoco podemos aseverar que todos los que aceptan esta premisa pueden acabar autodestruyéndose. Su asunción solo es condenable siempre y cuando aquel que la ejerce no es consciente, o no desea asumir, la condición que esta otorga. Es decir, entender que su aceptación conlleva renegar de su condición humana. Esta afirmación no resulta inverosímil cuando nos damos cuenta de cómo son muchas las personas que conocen su lejanía de lo humanístico, pero aceptan su estado con una dicha que para los humanos resulta ininteligible. De igual modo, una soledad sublime queda en carcasa vacía cuando no se comprende la posibilidad de lo bello, pues en el ser pesa más lo sublime, pero también alberga sentimientos de belleza que no debe abandonar, como la cortesía. En lo cortés está lo amistoso y el deseo de agrado para con los demás, elemento fundamental que actúa de catalizador para, una vez superada la soledad, actuar socialmente en el «recambio social», si bien hemos de cuidarnos, como señalaría Kant, de no poner barreras para reducir su protagonismo, pues su prevalencia podría finalmente hacer que el sujeto solo desee agradar sin más propósito, volviéndose frívolo en el proceso. Por otro lado, si la mujer o el hombre adopta la soledad como su único método bello, renegando lo sublime de su porte, hará de los sentires que pueda padecer objeto de su propiedad, y será amistoso únicamente consigo mismo, pretendiendo agradarse sin atender al resto y haciéndose en consecuencia de una naturaleza narcisista. Por tanto, la sublime y bella soledad sería, reparando en las conclusiones que el filósofo regiomontano establecía en materia de la virtud que nos hace humanos, aquella que el sujeto asume cuando entiende cómo el abandono de los valores impuestos para lograr la trascendencia corresponde tanto en al45


canzar la esencia que compone su existir —ser humano en la guerra—, como la necesaria exteriorización de su conflicto para definir quién es —la guerra justificada—. Para alcanzar el cometido, se tiene que tomar un camino solitario previo, una conversación interna que hará a la persona sabedora de los valores para lograr la rectitud del humano. ¿Qué impide entonces que aquel que reniega de los valores absolutos para sumirse en la soledad con el fin de obtener su trascendencia pueda evitar caer en los vicios? La intromisión de corrupciones en la propia liberación ante lo impuesto. Recordemos la capacidad que tienen los sistemas atacados por parásitos para volver flexibles sus estructuras y hacer a los sujetos partícipes de una libertad infundada. Reside en los modelos más afectados por esta lacra incluso la posibilidad de albergar sujetos que, rehuyendo de lo amoldado, puedan negar al sistema sin abandonarlo, volviéndose en el proceso extravagantes. En la sociedad que los acoge resultan en una atracción curiosa; para quien lo padece un remanso de paz y descanso ante la idea de haberse vuelto lobos frente al rebaño de corderos. Aquellos que han caído en esta tentación ejercen terribles consecuencias para la reconversión de la estructura, pues la presencia de falsos nihilistas hará creer a la comunidad que existe libre albedrío. Es lamentable que la trascendencia de valores en el sujeto pase por una soledad antinatural, pero más despreciable es aquella medida que hace creer libre al preso.

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INTERLUDIO (II) Sobre LAS JOYAS DE ZARATUSTRA Los necios surgen de la tierra infértil y áspera que apenas nutre al rebaño, míseros animales que se afanan en proporcionarnos alimento para nuestros huesos raquíticos. Ellos son los primeros que dan el bocado, pero no cruzan al macho y la hembra para asegurar descendencia, estrechando el redil y sus estómagos. Con ellos respirando apenas quedarán las piedras para lamer los granos que se desprendan cuando hiervan en las ollas. Mirará hacia otro lado el ignorante y, alzando su cabeza al cielo, esgrimirá con el puño osados desafíos contra sus dioses. ¡Qué pedir más que piedad para sus resecas mentes! Cuánta compasión le queda al ser consciente para valorarse frente a semejante afrenta a su especie, consolándose al menos con haber sido suficientemente inteligente como para calentar piedras en el barro. Demasiado por aguantar de los irreflexivos, acechando lamer como carroñeros la cal de las paredes. No han de temer los que en sus mentes aún poseen visiones de un nuevo humanismo, aquel que subvierta la necedad que crece conforme más avanza la sequía en los vergeles del verdadero valor que hace al ser. Deberán enfrentar un enemigo sin par, de números solo sustituibles por las estrellas del firmamento, y serán los únicos rivales a los que habrán de batir para tenerse con el derecho de considerarse superiores a ellos. Antes de que el liderazgo pueda inundar al verdadero ser, aquel que porta el peso del conocimiento habrá de saber que en su carrera podrá despeñar su cuerpo hasta la magulladura que llega al hueso, pero jamás habrá de desprenderse de sus alhajas, y velará con su propio oxígeno para que estas no reciban ni el arañazo del aire. Su asunción es un peso puro como las joyas de Zaratustra, cuyo traslado conlleva amenaza y huida. Solo en nuestra enseñanza perdura la razón de cómo, si sucumbimos, al menos moriremos con raciocinio de entes. Esta terrible carga, amigo mío, será el estandarte de tu pensamiento, y de su elevada copa caerán los frutos del conocimiento para alimento de las masas. Cabe esperar el amargor de aquellos no acostumbrados al gusto de la evolución, juzgando 49


los necios de haber envenenado sus frutas sin saber que en cada ardiente mordisco era su carne la que estaban masticando. Sus palabras serán hachas que tratarán de mutilar el peso que con tanto esfuerzo arrastraste por dunas y pantanos, y de cuya carga te has desprendido para dar semilla a la tierra. Defenderás como una bestia temible los preciados tesoros que alberga la raíz, y solo tú en la infinita sabiduría del recto y justo darás cuenta de las medidas para hacer crecer lo que te hace humano. Si no eres capaz de defender esta creencia ¡mejor que otros no te permitan tenerla! Algunos se afanan en la ignorancia por incapacidad de trascendencia, pero arrastran consigo la inercia del cambio. Aunque su voz no sea el timón de la Tierra, su justo parecer, ante el proceder de la devolución de la semilla por el mero hecho de haber sabido de su humanidad, es de loable cita en las estanterías del historiador que se encuentra tanto en los cielos como en el suelo. Si los canallas pretenden agasajarte con enuncias malditas, ¡regocíjate, tú que conoces lo infundado de su palabrería! Mas escuchad, hijos de hombre y mujer, lo que en su vacío de moscas vociferan, pues aunque en su interior no alberguen conocimiento, de su atención podéis destilarlo. Y que hable el humano con el humano, pues aunque se hayan de arrancar con los colmillos las pieles con tal de purgar los valores que defienden, es el único modo de alcanzar el valor elevado y los frutos de la evolución. Nunca hubo otro modo, y jamás lo habrá. Ahora el ignorante malicioso te mira con deseos de sangre. Mas no te endioses por tu noción de humano, pues lo último que desea el sistema hacia el que avanzas en comunidad es la segregación. Que una vez usted fue ignorante, y en su conocimiento hubo una reconducción a través de un tercero, una evolución que ahora habrás de ejercer ¿No prefiere poder caminar con un mayor número de su especie, o desea consumirse en su incesto aristocrático? La desolación de Rubí y Zafiro está en el Sanedrín y el fariseo. Promueva entonces el alterhumanismo contra obras tardías y corruptas, como los sistemas dormidos sobre los que reposan. Juro que podrán reactivarse con albricias para el ser, pues todos han de desear escuchar su conflicto interno. De lo contrario, uno no puede considerarse humano, sino 50


una carcasa vacía. Dura es la labor de ambas joyas y para el envejecido ser que alza su voz en el desierto, aquel que defiende primero sus ideales hasta la muerte, para luego trascender con la conjunción de aquellos que te fueron dados desde la bancada antagónica. Solo así hace el humano al humano, pues otro jamás aprenderá de ti. Si el ignorante vence, saldrá convencido de que tus valores son débiles. Aquel que se mide por la regla del poder solo podrá reconvertirse con la misma ración de contrapartida.

FIN DE LA LINEALIDAD CRONOLÓGICA En nuestra negación del ser hemos advertido una terrible corrupción, donde si asumimos los principios de que podemos realizar toda reflexión durante la constante búsqueda por dotar de sentido a nuestra existencia, también estaría la propia posibilidad de cuestionar nuestro origen. En este caso, hablaríamos de la percepción de cómo el pasado puede estar revestido de constructos absolutos que hemos asumido en el entorno que cohabitamos. Así, podría plantearse cómo tal vez nunca se existió salvo en el ahora. Nadie es capaz de afirmar o negar cómo todo lo que hemos comprendido en lo que de existir llevamos puede haberse creado hace apenas una fracción de tiempo, donde cada uno de los devenires que tratamos en formatos de segundos, minutos u horas en realidad no se dan salvo en el imaginario que nos ha sido inculcado. Es decir, hay una posibilidad de haber sido imbuidos en absolutos incluso antes de dar cuenta de nuestra propia conciencia para el nacimiento de dicha cuestión. De ser cierta, si acaso esta certeza russelliana puede asumirse, nuestra condición humana podría resultar mísera, mas también sería placentero el pensar que todo ya se halla escrito por un algo ulterior. Podríamos incluso creer que pudimos haber sido nosotros mismos los que nos lo hemos infundido. Pero ello nos relevaría de la responsabilidad de existir, lo cual resulta contrario a la naturaleza del ser, el cual tiende a la existencia y al cuestionamiento; el avance para alcanzar los valores superiores. Si podemos por tanto pensar que nuestra existencia se halla condi51


cionada, pero aun así la comunidad sigue buscando razones para confirmar su infinita incertidumbre, también podemos aseverar cómo este principio no es más que una vana ilusión. Sin embargo, de tales afirmaciones se desprende un razonamiento bastante interesante: la noción de cómo dentro de cada instante que ahora sucede también se integra nuestro devenir pasado y futuro. Pues si no podemos negar ni afirmar que nuestro mundo surgió hace apenas cinco minutos, ¿por qué deberíamos creer que tiene un origen y avanza en sentido lineal? ¿Por qué sería más descabellado el creer que existe una confluencia de tiempos y no que el tiempo solo existe en tanto a su vinculación por la condición kairológica que le hemos dotado? ¿No podría ser acaso la comprensión del tiempo bajo una percepción lineal un absoluto inculcado? Si jamás hubiéramos tenido acceso al razonamiento de lo temporal, ¿qué sería de este? ¿Puede ser que el transcurrir del tiempo no exista, que nuestra escala de sucesos que denominamos pasados, presentes y futuros suceden al unísono, mas en nuestra incomprensión por no haber alcanzado los valores para su dominio se nos escapa esta asunción? Podemos hallarnos cohabitando en los tres espacios temporales que nuestro sistema ha aceptado, si bien en su condición actual el ser solo sería consciente de dos y responsable de uno. En el espacio pasado, el ser ha alcanzado la comprensión sobre su totalidad y ha actuado en la misma: todo cuanto aprenda y asuma de este únicamente actúa como una vía para el incremento de la certeza y el sosiego. No puede alterarlo, no porque sea inalcanzable, sino porque ha asumido el absoluto de esa parte de su existir, como un bloqueo para evitar que el sujeto caiga en la total incertidumbre. Pues si posee dicha conciencia del pasado, aunque sea sacrificar una mayor noción de los valores elevados que persigue, podrá evitar hasta cierto punto la negación de su propio existir. El pasado es el espacio que actúa como soporte para darnos una noción de la existencia, aunque ella sea incierta. Por su parte, el presente es el que nos reviste de responsabilidad, pues es lo más cercano que estamos de la confluencia hacia los tres espacios y nos permite la búsqueda continuada de nuestro existir. El futuro es el catalizador de la in52


certidumbre. Si no existiera, la falta que generaría ante la incomprensión por no saber interpretar la unidad de los espacios en uno nos llevaría inevitablemente hacia la noción de que hemos sido inculcados en los temibles absolutos. Por ende, la muerte es apenas una transición hacia lo que implica la comprensión de los tres devenires, una posible puerta a la trascendencia de su entendimiento. Por desgracia, descubrir por qué hemos de padecerla para asumir semejante apertura de valores es un misterio que solo desentrañarán aquellos que la padezcan. Si atendemos a la idea de cómo la existencia es derivativa de la confluencia de tiempos, no de uno ya vivido o por vivir, sino de uno vivo, es coherente creer en la vida después de la transición que es la muerte. Esta sería la ruptura con la linealidad, pero de ahí a afirmar que se encontrará sosiego tras la misma es absurdo. Dicha afirmación solo podría ser formulada por aquel que no entiende que el ser no será otro después de este fenómeno, simplemente habrá alcanzado la comprensión sobre los espacios del tiempo, hallando valores elevados en el proceso que seguirán marcando su proceso de trascendencia hasta la infinitud. De ahí que el sujeto ha de regocijarse en su actual estado por todo lo que devenga, pues este descubrimiento aún está en incógnita, y la duda es lo más humano que hace a la mujer y al hombre. Dicha misiva también ha de acompañarse de otro razonamiento, ¿es acaso mi existencia la que conforma la del hermano y la hermana? Por supuesto, y de igual modo su existir te dota de sentido, pues de no haberse generado tampoco habría razón para que tú ocurrieras, a no ser que la verdadera confluencia fuera la de no existencia del hermano o la hermana para configurar tu propio ser, en cuyo caso jamás habrías conocido a aquel que te dotó de dicho existir. Sin embargo, saber cuál de las combinatorias es la acertada resulta un enigma que es naturalmente imposible de determinar. Si fuera cierto, de nuevo atenderíamos a absolutos en las variables que configurarían lo temporal del sujeto. De tal modo, aunque tú conformes a tu compañero y este a ti, jamás podrá determinarse cuántas fueron las variables, si es que las hubo, para que en dicha configuración pudiera darse la 53


tuya y la del sujeto contrario, junto al resto de todas las que no se dieron; de todos los que jamás existieron.

Nación por el nacionalismo y sin nacionalistas Se sugiere que cada comunidad configura un modelo identitario, y entre las voces se alza la premisa de una dirección propia. Elemento concebible y justo. Solo cuando entre dichas misivas subyace el ideal de imposición y diferenciación enfrentada, surge la desgracia. Dentro de los mayores errores en los que pueden sumirse los sistemas, es la nación por el nacionalismo la peor de sus corrupciones. Este es fruto de las revoluciones y residuo de las reformas. Ideas absolutas que confunden lo físico y lo espiritual mediante telas y ruido, ennegreciendo el valor de lo abstracto para imponerlo en la tierra ¡Y qué tierra! ¿Quién puede definir qué raíces son suyas, aquellas donde confluyen las aguas de los ríos que mueren en mares, océanos y lagos? Son las instituciones y sociedades las que pueden dotar al nacionalismo de valor, siendo los límites terrenales que lo definen enajenaciones de viejas glorias que pretenden cercenar mediante fronteras y enemistades la infinitud de valores que prevalecen en el individuo. Es en la nación, fruto creador del sujeto, y por ende de sus conflictos con el alma, donde debe descansar el sistema, y excederse de esto es solo equivalente a pretender encadenarse a cada una de las aguas que fluyen ininterrumpidamente en la tierra y que el nacionalismo reclama como suyas. Aunque pretende justificarse al establecerse como un elemento de comunidad, nacionalismo solo refleja interés de varios sujetos que conviven, pero no de forma comunitaria. Nadie que viva bajo el ideal de lo comunal puede pretender convivencia y establecer a su vez diferenciaciones entre «nosotros» y «otros». El nacionalista, al contrario que el internacionalista, no entiende que la negación del sistema que es distinto al suyo —la idea de «Occidente» y «no Occidente»—, no resulta en menosprecio, sino en la validación que retroalimenta la convivencia entre modelos. 54


El nacionalista concibe sus valores absolutos asumiendo que puede existir sin el diferente, solo por la mera definición de su yo. Ahí se halla el peso de la mayor de las corrupciones, pues la configuración de todo sujeto siempre depende de su hermano, y al esbozar una negativa rotunda estaría violentando las razones de su propia noción. El nacionalista es un ignorante de su existencia. Convengamos en señalar que ello no infiere necesariamente en la posibilidad de cómo en la identidad de cada ser pueden establecerse los puntos que concentran al sistema como definición identitaria, si bien jamás se debe hacer de ello excusa para banderas e himnos; telas y ruido ¿Qué es Occidente? Preguntamos. Occidente es la concepción que el ser le da para sentirse parte de este, así como es también aquella contraparte de los que no son occidentales. Pero esta afirmación no es tierra; no son fronteras. Si fuera tierra, el «no Occidente» que pisase terreno de Occidente se haría occidental, y viceversa ¿Y cómo explicar entonces que este pudiera preservar en su identidad los valores del sistema al que pertenece? Gran traición a la relatividad de las concepciones. Nación es un término más elevado, merced del espíritu humano para lograr trascendencia sintiéndose primero parte de algo. También determina a los sistemas, con su característica idiosincrasia, y favorece la aparición de otros nuevos. Pero, al mismo tiempo, el concepto nación no se disocia de la comunidad, pues permite que el ser se conciba como propio siendo a su vez consciente del otro, despertando la perspectiva de lo heterogéneo para la construcción de espacios funcionales comunes a partir de su diferencia. La nación permite por ende hacer al sujeto independiente y concebirse bajo valores que se reinventen en una comunidad múltiple de la que no se disocia. En cambio, el nacionalista se independiza de la diversidad y se hace huraño, resecándose su capacidad para alcanzar los valores elevados ante la falta de mayores combinaciones para su ascenso. Así, el nacionalismo es una concepción maliciosa, cuya adaptabilidad ante sistemas de corrupción profunda recrudece la supervivencia de la búsqueda por la trascendencia del ser. Promulgarán mediante alegatos la conceptualización de una 55


convivencia global sin interferencias exteriores a la nación territorializada de cada ser, como una habitación de jaulas y pájaros encerrados que pían al unísono, mas son incapaces de escuchar los cantos de sus hermanos. Establecen dichos principios alegando el temor a resultar absorbidos, reflejo de cómo conciben al «otro» como un parásito y no como ente simbiótico de su progreso, pues el carácter ermitaño del nacionalista le ha hecho desconfiar de todos aquellos que no compartan sus valores absolutos, siendo su principal deseo la tierra. Cierto es que la historia da muestras de atentados contra modelos y destrucción de estos por otros sistemas, y ello es un crimen que solo podrían perpetrar instituciones contaminadas. Sin embargo, yo os digo: ¿es acaso mejor encerrarse en fronteras, destruyendo de forma segura el progreso del espíritu humano, o abrirse a la comunidad y que la destrucción del sistema sea solo incertidumbre? Pensar de forma contraria a esta premisa es solo apto para los que quieren mantener la paz espiritual, aquellos que no son verdaderos sujetos. Ser nacionalista es la condición para renunciar a continuar siendo humano. Si desea abrazar el nacionalismo, tenga presente que no obtiene patrimonio si incluye lo físico a sus nociones abstractas, todo lo contrario: ata su condición como ser a un interés limitante que reprime su naturaleza. En cambio, concebir a la nación únicamente desde lo subjetivo, aun empobreciéndole materialmente, le permite entender la verdadera naturaleza del humano por el humano para lo humano. El nacionalista sepulta, tal y como ya predecía Bakunin, las aspiraciones verdaderas, las fuerzas vivientes que configuran a una sociedad. En el nacionalismo solo se aspira a ser amo, y es consabido que el deseo de todo aquel que ostente poder bajo nociones corruptas únicamente asume la expansión sin estímulo de interacciones y, si es incapaz de lograrlo, se consuela con mantenerlo. Es en este último término donde aquel que concentra el poder matará y asesinará en su nombre, e incluso dará su vida por él, asegurando la continuidad del poderío. Mismo efecto corrosivo produce el nacionalismo en los sistemas subyugados a sus procesos. Es en Occidente donde nace semejante atrocidad, virus que otros sistemas tuvieron la desgracia de replicar por los con56


tactos humanos, aun sin haber intención de ser transmitidos, como los indígenas de las Américas que padecieron mortalmente las enfermedades traídas por colonos europeos. Defecto que, sin embargo, se ha vuelto trinchera de comodidad para la vieja gloria corrupta, pues ella constriñe el flujo de fuerzas humanas que hacen avanzar los valores, creando reductos comunitarios que son egoístas en su convivencia. En los límites materiales que imponen la grandeza del ser se contentan con asumir los parámetros societarios en sus fronteras. Imposible escapar de la sinrazón del existir absoluto hallándose en tal cárcel. Todo sistema alberga el concepto de nación en el sentir de los sujetos que lo conforma, pero cualquiera de ellos que concentre el afán nacionalista en su seno está abocado a perecer. Si él muere, cada una de las estructuras que componen a la humanidad también pierden, por lo que es precisa la actuación del ser, independientemente de si en su sistema el nacionalismo se halla intrínseco o es causa exógena, para frenar su extensión. Por ello, resulta consistente y hasta imperativo cercenar creaciones de sistemas movidos por tal sanguijuela, pues en ellos no se alberga la multiplicidad de valores hacia la convivencia. Si un modelo nace bajo el nacionalismo, ello no es una falta de funcionalidad, sino una inmediata carencia. Es un nacimiento con mortaja para la elevación de los valores humanos. Nietzsche lo advirtió: el nacionalista es un aldeano atrincherado en su suelo natal, en lo físico sobre lo abstracto. Mas si resultase imposible frenarlo, y acaba dándose el fenómeno, ¿tan solo hemos de compungirnos y pedir clemencia por los pobladores que lo habitan? Nacionalismo ya existe en sistemas, siendo Occidente su cuna. Otros también han surgido: véase el eurasianismo. Si la metástasis ya se ha extendido, pues no pudimos atajarla en el momento oportuno, solo podemos remitirnos a la amputación. Hemos de combatir su exaltación mediante la negativa de sus postulados, pues aspirar a una revolución para su lucha puede ser fruto de su nacimiento. Evento traumático, ciertamente, pero ¿no es más inútil un humano inerte que tuerto? Aspirar más allá de la acracia para Occidente fue la misiva lanzada para superar semejantes barreras, y aunque se contempla la virulencia de su implementación, ¡no sería cosa 57


menor el evitar obrar para condenar a todas las comunidades que regentan la versatilidad de nuestros valores!

LA JUVENTUD VENGATIVA El padecer de los jóvenes actuales son las ascuas de lo poco que aún queda de su asunción vital idealista, regocijados en aspavientos por el cambio, pero sin llevar a cabo las reformas para su progreso. No es únicamente el alma perezosa lo que limita su expresión más activa hacia el cambio, sino la falta de guías que habiliten el camino hacia su despertar. Un joven que sufre entre pesadillas es sinónimo de un sistema dormido. Pero un joven movido por pecados capitales es por causa de su propia práctica. Decía Hesse que se dan etapas donde «toda una generación se halla perdida entre dos tiempos, y solo le queda perder toda certeza, todo idealismo, naturalidad y regla». Renegar de las visiones corruptas presentes y futuras, ¿cómo hacerlo? ¿No es acaso causa de este mal la intervención de agentes externos que estuvieron antes incluso de que ellos tomaran la primera bocanada de aire? Difícil es hacerles pensar lo contrario, y más aún lograr que empaticen con la realidad para que entiendan también el rol de su culpa. Pues, aunque el vicio fuera previo, sus desviadas acciones lo siguen legitimando. Incluso aquellos que asumen sus faltas deberán superar la pena de su alma que ello alienta para sobreponerse, no limitándose a reptar en el rincón de las lágrimas y el masoquismo existencial. Para que la juventud, llama que nos mueve hacia valores elevados, avance, debe liberarse de su percepción de culpa y desastre externo. El joven accede hoy al conocimiento antiguo, aquel que incluso los pensadores que lo vivieron en carnes presentes no atisbaron, pero se desmotiva por su descubrimiento y no aprende de los errores pasados. Ello es parte de lo que vicia a los sistemas e impide su renovación. Si en su comunidad solo son capaces de inventar lo ya inventado por su falta de sabiduría, y no reinventan lo ya citado, jamás obtendrán avances. Lo fallecido y lo fallido son igualmente valiosos para el emprendedor, pero contemplar la tumba no implica desenterrar sus cadáveres. Sabemos que las élites ancianas están ansiosas por dicho proce58


der, destinando al joven moldeable a creer que la reforma se encuentra en recuperar los valores ya acaecidos más que en aprender de los susodichos. Los ismos limitantes ya lo fueron antes y lo seguirán siendo ahora ¿Cómo creer que una sociedad más perfecta podrá adoptarlos mejor en su estado evolutivo actual, si con su mera instauración ya suponen un retroceso? Sinsentidos que nos obligan a cuidarnos de ellos para que no sean instruidos en la juventud, pues son los que más temen las incertezas de su existencia. Agarrarán como un clavo ardiendo cualquier premisa que los acerque a sistemas de valores elevados, incluso aquellos que realmente son solo un espejismo. Por ello, son los más tendentes a sumirse en los maniqueísmos políticos, alejándose del buen camino de la trascendencia. También lo es su tendencia al suicidio, pues en su yo intrépido se conciben como un algo peligroso, deseando hacer fallecer su pensamiento y entregándose a las tempestuosas fuerzas de la liberación de su alma compungida. Su punzante camino no es devoción para huellas vírgenes. De igual modo, si son capaces de rechazar las divisiones infundadas y negar al sistema dormido y su estructura, debemos evitar que caigan en las zarpas del felino nihilista. No deseamos leones en nuestra sociedad, pues su ferocidad acabará devorando hasta los tuétanos del modelo en el cual cohabitan. Ello solo dañaría más la comunidad de las naciones. Siempre es preferible arreglar sistemas corruptos que reconstruir los derruidos; siempre es preferible la reforma a la revolución. Mas es común que vociferen con mayor virulencia que sus progenitores, llegando a manchar con demasiada antelación sus manos de sangre. Si es deleznable el hombre y la mujer que asesinan a sus congéneres, más lo es si quien lo ejecuta es todavía un niño. De dicha acción emanarían dos consecuencias: la corrupción inmediata del sistema y el desconocimiento de su causa por la ignorancia del culpable. Ello haría la purga de los valores enfermos más difícil si cabe, y acabarían convirtiéndose para sus hijos en el desastre externo que los aflige. Nadie pareciera desear tal fin salvo los que en su ansia de poder incentivan el imponer su razón sobre el avance, sirviéndose de esclavos a los que les promete ser amos ¡Terrible maldición! ¡Cuántas fueron las mal llamadas «Revoluciones» que acabaron subvirtiendo 59


la raíz de la persona, y cuántos los jóvenes que arrastraron las cadenas de su muerte creyendo su condicionamiento! El joven deshumanizado que no guerrea por mejorar es incapaz de satisfacer su conflicto interno, cayendo en una vorágine depresiva que lo aísla en pensamientos «totalitarios» y entendiendo que el cambio que ansía solo puede darse dentro de la propia flexibilización que posee el modelo impuesto en el que se sume. No. El joven es el abanderado de la libertad, el único devoto cuya fe es capaz de portar dicha arma de doble filo, pues es salvación y condena, infinitas reflexiones y percepciones. Por ello, al igual que la naturaleza del lobo estepario, si ha de perecer lo hará en la independencia. Ser libre es el hecho que goza de mayor relativización, de ahí que sea el joven quien deba tomar la responsabilidad de su porte pues, como buen acólito, asume ser consumido por ella a cambio de alcanzar el valor elevado. Pero para lograrlo ha de resultar instruido por aquellos que una vez fueron jóvenes, y en su infinita compasión siguen guiando a la comunidad hacia su trascender más allá de los límites y de las observaciones holísticas impuestas por élites ancianas. Toda llama necesita de su pebetero para arder con solemnidad. La juventud vengativa es aquella que concibe el conflicto que todo humano posee en su psique y lo aplica, brotando de ella las chispas de la trascendencia. Debe ser irrefrenable, como un huracán que se alza con fiereza sobre islas perdidas de un océano, rebanando hojas de palmeras y arrastrando arena de costa hacia el interior. Es un individuo que se concibe a sí mismo y a su condición social con respeto y es capaz de disociar ambos aspectos sin por ello despreciar a ninguno. Reniega de resultar prófugo de su tiempo al comprender su existir, el cual es tanto causa como causante de su hermano. Su venganza no persigue a víctimas, sino valores. No busca artífices de corrupciones pasadas, pues pretende transformar los errores que entorpecen el camino de trascendencia. No lo hace por poder ni por vacua paz espiritual: ha superado todas esas dinámicas que lo limitaban, y es su afán por el casto martillo y clavo lo que cincela su cometido. Ha ido más allá del maniqueísmo que trataba de someterlo, inculcando así los «recambios sociales» y 60


volviéndose un verdadero ser que contrae méritos para ser perfectamente fusilado por cualquiera de los bandos enfrentados. Su condición no será para siempre: toda llama ha de extinguirse, porque todo ser puede pacificar, sin necesariamente estar en paz, su existencia. Ello implica que, aunque con el tiempo termine siendo ceniza, jamás volverá a resultar conformista, y en su psique seguirá rezumando un sentimiento de lucha. La esencia de la juventud vengativa no perece en quien la desarrolla, esa es su terrible premisa. Tendrá que luchar como solo una conciencia humana lo hace para sobrevivir ante su insatisfacción, siendo contrario a la conciencia inculcada y satisfecha, que no lucha. Los satisfechos creen más apetecible ser migas de pan y circo, contentarse con el mero existir y entender la «felicidad» como un valor en búsqueda, siendo esta una de las más grandes falacias de nuestro sistema Occidental, compañera de la mayor de las corrupciones, nacionalismo. Recordemos: el sujeto en paz no es buen sujeto. ¡Ay, qué serán de los ángeles, tan puros, si tal es su compasión que se acercan demasiado al cazador!

SUJETO, CUERPO Y ESPÍRITU ¿DEJAREMOS DE SER HUMANOS? El cuerpo, y de este lo humano, han sido objeto de deseo y consideración; exaltación y pudor. El espíritu, a veces disociado del cuerpo, otras conforme a este, se ha tratado en los albores del pensamiento de Occidente como la mitad que configura aquello que hace al ser. Dos maniqueísmos de visiones tanto parasitarias como simbióticas que sin embargo se suelen tratar como dos conceptos de simbología diferenciada. El primero es biológico y natural; el segundo es el que nos hace concebir al primero como tal, otorgándonos la codificación para disociar o recombinar ambos aspectos según le plazca a la línea de pensamiento pertinente. Sin embargo, ambos son sinónimo de lo humano, y poco importa si aquel que, en su disociación, conciba a su espíritu libre y a su cuerpo preso: su verdadero designio finalmente dependerá del peso que le aplique a uno sobre otro y, por tanto, aquel que domine será lo que represente su humanidad. Por supuesto, ambas percepciones son diatribas 61


contrarias al verdadero propósito de lo humano, quien con independencia de tan banales afirmaciones su mayor objetivo es obtener la trascendencia hacia valores elevados. Por ende, no es tanto creer en las transformaciones corpóreas para reconvertir al espíritu o viceversa, sino en la convicción que le otorgamos a las acciones que realizamos y sus propósitos; si permanecemos abstraídos en valores impuestos o nos liberamos de los absolutismos. Esto es lo que realmente cuenta en la configuración del hombre y la mujer. Tiempos de cambio se advienen, como siempre se han advenido en la historia humana. Por ello, no es nuestro presente un evento paranormal, pues el instinto natural del ser humano siempre ha sido su disposición por lo cambiante a lo largo de su devenir. Los sujetos se transforman constantemente, incluso es intrínseco en su biología. Nadie que perece lo hace del mismo modo que lo hizo al exhalar por primera vez, incluso aunque fuese su respiro primerizo el último de su existir. Por ende, todos aquellos que creen que el espíritu puede tratarse como algo inmutable, siendo este sinónimo de lo humano al igual que lo corpóreo, ¿no sería como contravenir las aspiraciones instintivas del ser? De igual modo, Occidente puede considerar esta manifestación de dos vertientes —cuerpo y espíritu; unidos o disociados— como un concepto que, sin necesariamente tratarse como lógico, se presta a su factibilidad. Mas existen sistemas que no contemplan, por ejemplo, la noción del cuerpo y su apreciación. El budismo históricamente ha despreciado lo corporal, y comprende que este es solo una carcasa despreciable. Contemplan el espíritu, el cual es una atmósfera vívida que se manifiesta a través de lo incorpóreo, siendo esta la fuente del aprecio, la belleza y todos aquellos fenómenos que incansablemente lo occidental ha hecho primar en lo físico sobre lo espiritual. No resaltan la concepción hedonística del trabajo y pulcritud del cuerpo, negando el ideal satírico que establecía Juvenal y que hoy algunos occidentales lo contemplan con idealización ¿Ello hace a los budistas corruptos en sus interpretaciones sobre lo humano? Al igual que dicha ostentación por Occidente no es tanto una corrupción como una errónea interpretación de si62


nónimos sobre lo humanístico, así sucede con la percepción realizada desde el budismo. Pero tengamos cuidado: caer en la tentación de estancarse en uno de los dos extremos, olvidando que aquello que realmente tratan son diferentes formas de reafirmar la condición del ser, puede servir de aliciente para la caída en la irreverencia de las masas, cultivando solo una parte de lo humano y dejando el resto en manos de un sistema decadente. Cuidémonos de subastar como mercancía lo corpóreo y lo espiritual como mero entretenimiento de los desalentados. La historia nos ha demostrado cómo esta tendencia ha sido origen de las más viles catástrofes. Ya advertíamos que el cambio se está produciendo, y en el presente la naturaleza física del ser se halla en entredicho, donde la capacidad de reconvertir su significado también amenaza al ánima. Pero antes de indagar en el susodicho, debemos traer a la memoria el histórico cambio de nuestra historia contemporánea. Cuando en Occidente fuera extendida la Primera Revolución Industrial, luditas irrumpían en las fábricas saqueando y destruyendo los engranajes de las máquinas que a su juicio pretendían acabar con el valor que su cuerpo ofrecía en el mercado. El trabajo manual en aquella época era extenuante, pero otorgaba servicio, traducido en forma de salario. Infame y apenas suficiente para sobrevivir, ciertamente, y aunque no podía hacer valedor al ser de su realización, al menos le ofrecía sentido de utilidad. Sin embargo, la maquinaria irrumpió y con ella las plantillas redujeron mano de obra. Ahora el ser humano trabajaba bajo la directiva de aquellos viles seres inorgánicos que traducían su empeño en mayor producción y eficiencia, con una capacidad tal que el cuerpo que tanto había sido valorado por lo occidental era incapaz de igualar. Algunos llegaron a advertir que este sistema, que se distinguió por nuevas revoluciones con el pasar de los siglos, traería sufrimiento psicológico y físico a las sociedades que asumieran sus «ventajas». Estos pensamientos prevalecerían en ciertos individuos incluso más de un siglo después de su primera aparición. Sea este el caso de Theodore Kaczynski, quien narraría como autodestructivo para la humanidad la industrialización. Por supuesto, cabe decir que todo aquel que simplemente se 63


limitase a contemplar los advenimientos del cambio con pudor y escepticismo estaba inevitablemente condenando el principio fundamental de cómo tanto el ser como la comunidad en la que habita inevitablemente tiende a cambiar. Aquellos luditas que acudían en las noches a destruir la maquinaria eran incapaces de practicar la reconversión social: no asumían los cambios del sistema en la búsqueda hacia valores elevados. Al igual que Kaczynski, toda visión hacia la involución de los sistemas conlleva un deseo de autodestrucción. Ello no desmiente, sin embargo, que ciertos procedimientos pudieran ser equivocados, siendo necesario aplicar ajustes. Las carencias de esta «Revolución» son innegables, y así lo hicieron ver movimientos póstumos como el marxismo, de cuya raíz bebía tanto del error de cómo aquellos cambios debían destruirse mediante el mal revolucionario como del acierto en el llamamiento de aplicar recambios para su mejora. En nuestro caso, los sistemas están contemplando la venida de la «Cuarta Revolución Industrial». Revolución es sinónimo de angustia y conflicto, como así lo percibieron los luditas, cuyo advenimiento puede aumentar el desarraigo del sujeto ante el cambio tecnológico, concepto profetizado por Heidegger. Pero también traerá reformas y nuevas concepciones, fundamentalmente en torno a lo humano. Se habla de transhumanismo, el cual podría liberar la condición biológica del ser y descubrir nuevas identidades que antes no éramos capaces de concebir en el espectro de lo material. Ello nos haría preguntar a aquel que asuma dicho cambio, ¿es usted humano, o producto de lo humano? ¿Puede acaso compararse este evento al de un individuo engendrado por una madre, o por el contrario debe denostarse la asociación de conceptos? En absoluto. Desprenderse de lo físico no significa abandonar lo humano si el sujeto que lo padece se sigue percibiendo a sí mismo como tal, denotando su búsqueda por los valores elevados. De igual modo, si a una máquina se le puede otorgar humanidad, debe ser considerada humana, aunque en la base se deba a un resultado distinto a lo que actualmente concebimos exclusivamente como «aquello que puede hacerse humano». Este proceso es igual que los sistemas sociales cuando 64


nacen nuevos a partir de otros: no por ello dejan de considerarse modelos, pues en esencia guardan las mismas características de sus progenitores. ¿Está vivo? Esa no es la cuestión. La pregunta es: ¿cómo quiere vivir? Por otra parte, ante la incipiente oportunidad para alcanzar la inmortalidad, no debemos mostrarnos exultantes por obtener la victoria sobre la muerte. Recordemos que esta no necesariamente destruye al existir humano si consideramos la hipótesis del fin de la linealidad temporal. Sencillamente constará como una transición para ampliar nuestras percepciones. Para algunos podrá resultar objeto de deseo, pero ¿acaso no estaríamos cayendo en los mismos vicios que aquellos que simplemente se consagran a valores inculcados para alcanzar una paz infundada? ¿De qué sirve vivir siendo responsable únicamente de nuestro presente, si no somos capaces de abarcar todos los espacios que configuran a nuestro ser? Negar la muerte es contrariar parte de lo que nos hace humanos pues, al contrario que el transhumanismo, aunque el sujeto pueda seguir considerándose humano con la inmortalidad, estaría detestando la búsqueda constante por hallar solución a su incomprensión. Esta vez en término literal, no hace falta un cuerpo para llevar a cabo dicho cometido, pero sí hace falta humanidad para su consecución. Ello podría ser una carencia futura que abocaría al humano hacia la eterna incomprensión de los espacios de su existencia, así como su responsabilización por las acciones acometidas en los mismos. La Cuarta Revolución Industrial será una debacle como cualquier otra revolución, pero su progreso resulta hasta ahora inexorable. Incluso sin darse no necesariamente implica el fin del cambio humano, sino tan solo el emerger de una reforma alternativa que se ejercería para limitar dicha revolución y dar pie a otra. El ser humano está en constante evolución y aplicación de reformas, y no por ello ha de dejar de lado lo que lo configura. No por un par de pistones que socaven nuestro origen biológico debe significar que el sujeto ya no ha de considerarse tal. Temed más, en cambio, lo que en nuestro presente advertimos, pues si los valores absolutos y corruptos de Occidente acaban absorbiendo a toda su sociedad, será cuando lo occidental perderá su 65


lado humano.

Deconstruir la mediocridad Lo mediocre es considerado una lacra, una característica vacía de inspiración hasta por aquel que la ostenta. Es matrona de los conformistas, pero ni siquiera los citados se atreven a definir su naturaleza a través de semejante vocablo. El mediocre ha adoptado en la sociedad del valor por lo labrado gracias al sudor de la frente una connotación derrotista, cuyo empleo únicamente recae en quienes denuncian la pérdida de la esencia del ser debido a esta causa. Yo pudiera encontrarme entre esos cínicos gurús al clasificar con esta premisa el proceso al que se ve abocado Occidente, mas esta acusación deberá perder fundamento una vez exponga las causas de mi oposición con respecto a lo que se entiende actualmente por «mediocre». Del latín mediocris, es tanto la composición de medius (medio o intermedio) y el supuesto arcaísmo ocris, que pudiera significar montaña. Por ende, en su literalidad lo mediocre refiere a todo aquel que se encontrase en el término medio de una ascensión escarpada. Hallarse en tal posición no comporta necesariamente pasividad o estática, pero tampoco movimiento. Tampoco es conflictivo, en todo caso disyuntivo. Es la posibilidad de ambos escenarios, una malograda paradoja schrödingerniana que difícilmente podrá determinarse hasta que intervengamos para conocer la respuesta. Es malograda dado que no responde a un porcentaje equitativo, oscilando las variables tanto por la circunstancia presente y acción final del mediocre como del escenario en el cual se ubica. Si la subida resultase extenuante y la bajada desahogada, pero el sujeto cuenta con el equipo adecuado para realizar la escalada, no necesariamente escogerá la opción «físicamente cómoda». De igual modo, las mismas circunstancias sin contemplar la última citada tampoco relevaría la posibilidad de que la persona finalmente se decidiera a conquistar la cima. Hasta donde sabemos, el mediocre puede ser al mismo tiempo tanto un experto escalador como un mero senderista. Todo ello implica una misiva: cuando se usa mediocre como una denominación de pobre u ordinario, solo está repre66


sentando una de las perspectivas de su bidireccionalidad. La naturaleza del mediocre es tan compleja que incluso puede llevar a cabo el ascenso para que al cabo de un rato desista de su empeño, y viceversa. Así, ambas decisiones se retroalimentan tanto de los arrepentimientos como de otras decisiones. Es potencial de estática o de movimiento, y la situación que devendrá de su estado es circunstancial, no determinada. Por ende, al estar labrada en la elección, ser mediocre se vuelve una cualidad noble, propia de un humano. Por desgracia, demasiados han sido los que se esmeran en ocultar la maleabilidad de lo mediocre. Para las élites ancianas, este es incapaz de obtener progreso, siendo un pusilánime que tan solo ha de aspirar a la comodidad pues, ¿qué le queda sino remitirse al estado de las cosas que le han sido impuestas por el uso de un adjetivo? Sin embargo, culpar a una comunidad y a sus gobernantes de «mediocres» por guardar características propias de la mediocridad —que no del conformismo o del nihilismo, naturalezas que se confunden demasiadas veces con este estado— es pensar que detrás de su situación no hay nada más salvo una invariabilidad existencial. Así, a su juicio el mediocre sencillamente se estanca. No hay ladera, tan solo un esplendoroso valle, inmutable como un locus amoenus boccacciano. Debemos matizar que no todo lo mediocre ha de trascender en lo humano. Es consabido que son muchos los que, inmersos en tal situación, deciden renunciar incluso de manera consciente a alcanzar la trascendencia de los valores. Y ello no siempre comporta a quien no escala la ladera. Ya determinábamos en La sublime y bella soledad cómo existen una serie de entes que abandonan el camino por ser a cambio de aspirar a una moral de «amo», lo que acaba transformando a la montaña del mediocre en una clasificación de forma piramidal, siendo el valle su fracaso o esclavitud y la cima su victoria. Por ende, ello presenta un poder de ambición, y es consabido que este no necesariamente limita al sujeto de escuchar a su fuero interno, no quedando a expensas del resto de valores absolutos que le han sido impuestos. Es decir, el mediocre puede elegir, dentro de su capacidad humana, renegar de su humanismo. 67


¿Es por ello una sociedad mediocre una lacra o una oportunidad? ¿Qué es preferible, lo definido e inmutable, comporte esto un lado más o menos humanístico, o aquello que aún está por determinarse, siendo esto último parte de la esencia humana? Yo os digo: el mediocre tiene la oportunidad para llevar a cabo una conversación interna, emprendiendo un solitario caminar antes de decidir si ser humano o renegar de dicho cometido. Se sitúa en la conflictiva elección. Es tal el poder que ostenta que muchos se han apresurado a encapsular sus latentes cualidades para sumirle en un estado inoperante, un eterno purgatorio sin cabida a la humana satisfacción o sufrimiento, sino a una adulterada sensibilidad. Aunque preferibles en este estado, ni siquiera las sociedades de valores absolutos que los albergan los desean, pues temen su dormida fiereza. Temen que lleguen a revelar su verdadera forma, liberándose de sus imposiciones y acompañando al resto de entes a emprender el camino de la elección. El mediocre no es quien ha logrado una vida a medias, sino aquel que se halla en el término medio antes de decidir sobre que devendrá con respecto a su vitalidad. Por esto, es la juventud quien suele experimentar sus primeros trazos de mediocridad en su existencia, lo que demuestra el valor que posee una guía previa antes de emprender su solitario encuentro. ¡Congratúlate, tú que ahora conoces la verdadera causa que hace al mediocre! Así, pregúntate si aquel que lo acusan de mediocridad se deba a una mala interpretación de su etimología o a que posee en su psique lo que realmente da forma a esta característica, pues así podrás deliberar sobre su naturaleza, liberado del filtro de los que imponen verdades incompletas. Por otro lado, cuestiónate por qué mediocre solo se emplea como despectivo, y por qué solo los que se consideran «fracasados» en el sistema pueden clasificarse en la mediocridad ¿No fue anteriormente el humano, aquel que decidió asumir la búsqueda de los valores elevados, un mediocre? «Mediocre es quien no labra suficiente con el sudor de su frente» se apresuran a señalar. Mas este no está en condiciones para hacerlo al encontrarse en un estado transitorio donde la multiplicidad de circunstancias pueden finalmente proceder a un desenlace. Es entonces cuando se puede juzgar en razón a las consecuencias si el ser que fue 68


mediocre ha de dar buena labranza a la tierra. Pero ¿estaríamos con esta consideración encasillando al ser en una disyuntiva de válido-incapaz? La elección que haya realizado el ente, aunque fuera contraria a su humanidad, es respetable mientras no imponga con ello restricciones a los que sí tomen dicho camino. Las valoraciones maniqueas, positivas y negativas, son en su mayoría formas de aplicar el statu quo, siendo lo considerado «agradable» o «adecuado» lo que ha de prevalecer. Por otro lado, nada imposibilita que ese mismo sujeto pueda con el tiempo volver a su estado de mediocridad y siga el camino de lo humanístico. Entonces, ¿está bien ser mediocre? ¿Debemos aspirar a la mediocridad? Parece un mal chiste, pero esto se debe al efecto que provocan las percepciones previas que se nos ha impuesto con respecto a lo que simboliza el vocablo. No nos confundamos: como tal, esta no resulta un objetivo a alcanzar, siendo un estado que únicamente se da cuando el ser replantea sus elecciones vitales, no teniendo así otro propósito que escoger qué le deparará. Es decir, la decisión realizada en la mediocridad no se hace por el para qué, sino por el cómo. De esta forma, debería denominarse mediocre a un estado transitorio donde aún está todo por definir, lo más cercano que un ser o comunidad están de alcanzar una especie de homeostasis antes de establecer lo que realmente le deparará su existencia. Esto es lo que explica por qué no puede ser un objetivo que conquistar. Recordemos: el sujeto en paz no es un buen sujeto. No tema a la mediocridad, humano, pues todos la hemos ostentado antes de decidir sobre nuestro devenir. El tiempo discurre, pero carece de límite para tomar la elección. Sin embargo, permítame preguntarle: ¿cómo desea vivir?

El PODER DE LAS ÉLITES ANCIANAS El poder puede concebirse bajo dos perspectivas: constructor o de ambición. Ambos no generan dicotomías, en todo caso pueden diluirse en corrientes alternativas, combinándose e incluso erosionándose mutuamente. Empleamos estas diferenciaciones como visiones alternas a lo que sería únicamente citar la etimología «poder» indistintamente de nuestra referencia, lo cual podría llevar a confusiones. 69


Poder como ambición refiere a todas aquellas percepciones y variantes clásicas sobre el mismo: desde la autoridad política hasta el monopolio de la violencia y la dominación según Weber. Es, en la esencia de Foucault, condicionar al individuo para la realización de conductas dirigidas hacia un fin, sea esto mediante coacción o incitación, con referencia directa a la orden o de manera infundada. Desde dicha perspectiva, incluso se consiente como cualidad natural del ser, pecado original que nos bestializa hasta los colmillos y las garras. El poder de ambición ciertamente se ha manifestado y ejercido durante generaciones, pero no por resultar cualidad natural de cualquier individuo, sino por estar sometido a condicionamiento. Es decir: el poder de ambición ejercido desde un sujeto a otro consiste en la capacidad para condicionar a un individuo en el ejercicio de una acción, siendo a su vez dicha capacidad un efecto que también se le ha condicionado. En sí, el poder de ambición infunde y es infundado; su autoridad se retroalimenta en la persona y en su concepto. Los sistemas de valores corruptos generan este efecto, y con él se aplica en aquellos individuos que lo ambicionan. Por ello, no se constituye como una característica naturalmente humana, y todo aquel que la posee tiene capacidad para liberarse de este. Así, en todo sistema corrupto se genera poder de ambición, pero no todos los individuos dentro de su estructura lo poseen. El poder de ambición no necesariamente ha de resultar condenable, pues no solo este forma parte de reyes y gobernantes, sino que todo colectivo humano calificado dentro de los patrones de una comunidad puede albergarlo como resultado de su propia posición en el sistema ¿Puede acaso el policía que dirige el tráfico durante un atasco considerarse un ser vil, aunque en su deseo estuviera convertirse en agente, otorgándole ambición de poder? ¿Incluso aunque dicho policía se inserte en un sistema corrupto, resultando menos perfecto que una concepción elevada del mismo? ¿No podría ser quizá un poder constructor? ¿Limita necesariamente al poseedor de una ambición de poder escuchar a su fuero interno y no quedar a expensas de los valores impuestos, o solo se aplica este principio para aquel que padece contra su espíritu el ejercicio de la autoridad? Ello demuestra la 70


volatilidad del poder, donde nuestra única certeza solo prevalece más en su manifestación que en el efecto que provoca. En cambio, el poder de construcción es aquel orientado a toda persona de cuya capacidad se obtiene liderazgo como reconocimiento natural, o lo que es lo mismo, resulta una cualidad que la comunidad puede naturalizar en ciertos individuos, incluso aunque estos no sean conscientes de dicho efecto. El sujeto, carente de toda ambición al respecto, pero sabedor de la existencia de poder, le es otorgado el susodicho por su capacidad para infundir «recambios sociales», o sencillamente porque en su esencia alberga los valores que lo hacen interna y externamente apto para ello Al contrario que el poder de ambición, el poder de construcción puede poseer autoridad o no, y no precisa de una persecución para su obtención más allá del consenso que obtiene la comunidad para aplicarlo en el individuo. Tampoco refiere a profetas ni Mesías: es la voluptuosa fuerza interior en la búsqueda por la verdadera esencia humana que permite exhumarse hacia otros sujetos. De igual modo, existe la ausencia de poder, la no reclamación ni imposición de este en ninguna de sus formas, el cual es quizá una de las más terribles características que se pueden llegar a poseer. Aquel individuo que ni siente ni padece poder está condenado a perder sus valores humanos. Su falta no niega necesariamente la inexistencia del poder, sino que genera un escenario alternativo: la idea del «querer es poder». Es la creencia de cómo por mera voluntad, mas no acción, se practica obediencia y asunción de los términos absolutos. Este es el poder ciego, el que no se concibe pero existe en la persona; aquel que deviene del propio ejercicio de la ambición de poder sobre un individuo que no reniega los valores impuestos. Es la máxima corrupción, aquella que promueven las élites ancianas. Decía Pareto: «la historia de las sociedades humanas es la historia de una serie de aristocracias». En su creencia económica, concebía a las sociedades, y por ende a los sistemas, como resultado de la circulación de las élites. Además, en su resultado tendía a poseer una evidente predisposición al mantenimiento del statu quo del poder, reforzado por la idea de que la desigualdad era a efectos prácticos un elemento natural de cualquier co71


munidad, donde toda pretensión de subvertir a la élite era considerado un proceso anormal. Sea este un ejemplo más del primer paso para comenzar a concebir las nociones existentes sobre las élites ancianas y su prolongación como falsos ídolos que han destituido las bases que las viejas glorias históricas procrearon en su inicio y que ahora deben transformarse. Estas élites se han apoderado de los tronos en los que antaño se sentaban los sistemas libres de corrupción, ahora retorciéndose en sus tumbas, compungidos por saber que comparten corona con aquellos que destierran el avance del ser hacia su trascendencia, sumiéndoles en la búsqueda ilusa de valores impuestos como fin para hallar una supuesta «iluminación». Sin embargo, en cada paso que acceden a realizar bajo la atenta mirada de los ídolos corruptos, más se ensombrece su camino hasta caer en el círculo vicioso de perseguir principios que no tienen peso en la esencia humana, pero que de no hacerlo su condena será el ostracismo del sistema que los vio nacer ¡Y qué puede hacer un ente que ha sido concebido en una comunidad que creyó suya, pero que entiende cómo sus predicadores solo pretenden el poder como el querer! Por supuesto, este debiera desligarse de semejante mal, vincularse a un nuevo motor: generar un recambio. Sin embargo, el ser humano no es tanto débil como dependiente, y necesita de sus hermanos para sobrevivir. Si nadie le sigue en su empresa, solo cabe esperar de él una muerte espiritual y física honrosa, sacrificio que no muchos están dispuestos a asumir con tal de hallar valores elevados. Además, la búsqueda individual de estos, ignorando al resto de ciudadanos corrompidos, tampoco es la más adecuada de las soluciones. Los Mesías que proclaman para sus adentros son cínicos, y su sufrimiento innecesario. Aunque un sujeto asuma que su fin es la búsqueda de los valores elevados, la eterna guerra contra sí mismo, si no tiene ayuda del otro jamás logrará su plena consecución. Los iluminados que perecen ermitaños son a lo máximo un bello ornamento para quien los descubra. Las élites envejecen, y a su paso se vuelven cada vez más erráticas. No responden a nombres de sujetos, pues se han hecho parte de sus estructuras: son pura corrupción. Ellas ahora generan la ambición de poder que, sin ser necesariamente 72


condenable en su núcleo, emplean como catalizador para el dictamen de sus deseos, desgastando al sujeto y destruyendo el verdadero propósito del poderío. Su fin es mantener el statu quo poniendo fin a los constantes cuestionamientos humanos y su búsqueda de respuestas, aletargando al sistema y contaminando su estructura. Establecer el «querer es poder» en todo individuo para que ciegamente persigan objetivos infundados que los lleven hacia su perdición. Combatirlas es complejo y fatigado. Sus raíces, aunque podridas, se encuentran más fijas al suelo que las nuestras, y su continuidad es lo que finalmente conlleva a los sistemas hacia su extinción. La gangrena de Occidente lleva extendiéndose desde hace generaciones, y aunque nuestro modelo siempre había logrado habilitar «recambios sociales», tanto para fomentar su progreso como para evitar su destrucción, el poder por el querer es cada vez más intenso, diluyéndose en consecuencia las verdaderas cuestiones humanas. Ante un rumbo que se desvanece, solicitábamos en nuestro dolor quemar Roma hasta los cimientos, dando así buena sepultura a nuestras viejas glorias. Nos acercamos peligrosamente al nihilismo de la identidad humana, donde nos preguntamos quiénes quedan en este desierto repleto de rostros, pero con sus caras vueltas hacia espejos. Si en el intento de ejercer el «recambio social» Occidente perece, que al menos el fuego consuma todas nuestras obras, pues preferible un mundo sin sus éxitos que uno con ellos y con la herencia de las élites ancianas parasitando estructuras no occidentales.

INSPIRACIÓN Y ARTE Cuando la inspiración llega, tan solo debes dejarla fluir. Olvida cualquier tipo de concepción que hasta entonces tenías y, con la mente suspendida en deliberaciones, las palabras brotarán solas como la flor de primavera que soportó el crudo invierno de la tundra. Como aquel amor álgido que se agita entre las disyuntivas: ama y crea por el mismo loco deseo de lograr que el corazón hable, la cabeza calle y sean los propios gestos quienes griten. Solo cuando suden las manos y tiembles por el temor a pensar que no es suficiente, descansa, cierra los ojos y 73


espira a placer. La poesía es intrínseca en los labios de toda persona, pero el miedo nos atenaza. Por ello, cuando tinta y papel se encuentren, sin más intermediarios que el tiempo y esa tarde de plácidos colores de ocaso, habla. Desvirtúa las cuerdas de tus pensamientos, primero de forma suave, pero sin desmedirte en la tranquilidad: es donde quizás muera el interés y se apague la magia. No, ni tan siquiera te límites a revisar por ahora los fallos. Los que se equivocan equivalen a genios; quienes corrigen continuamente son demasiado precavidos como para ser redactores de historias de capítulos ingeniosos. Mas los que no perfeccionan y enmiendan están yendo en contra de su naturaleza humana. Siente ira y rasga la pluma hasta que coagule la sangre entre los trazos de las palabras, percibiendo la tinta en la piel. Fírmalo en tus venas. Después, desaparece, desvanécete, pero amenaza con regresar al mismo lugar y a la misma hora, donde volverás a sentir esa sensación imperiosa. Si sabes lo que es desear algo, no permitirás que ese sentimiento se apague. Es curioso cuánto puede llegar a amar la mujer y el hombre su propia sed de vivir por medio de la expresión de sus sentidos. Tal vez sea por el anonimato de la fecha de nuestra muerte que, aunque marcada a hierro y fuego, su suceder solo puede atisbarse una vez las ascuas son ceniza. Sea ella nuestro motivo que te inspira a revivir continuamente las capacidades humanas, tanto en su fatalidad como disfrute. Pero no pudiera ser este el único motor de las virtudes que perseguimos en nuestra lucha interna, pues ¿qué quedaría de nosotros una vez hubiéramos extinguido el último suspiro de nuestro presente? No puede ser la muerte el fin de nuestra inspiración. Sin embargo, es en ella, su temor o fascinación, puede que su irreverencia, motivo de persecución del sentido de nuestro existir. Aquel que nunca se encuentra, pero que siempre se busca. Por ende, entender a la muerte, y con ella acaparar la convicción de los tres espacios temporales, no dará fin a nuestra inspiración, sino que su descubrimiento nos invitará a seguir buscando la trascendencia. De nada sirve entender el vivir y el morir si después no aplicásemos forma a su sentido. No existe don humano que pueda proveer de una respuesta universal para el propósito que nos acontece el 74


existir. Es tu palabra tu mundo; es su voz nuestro entorno. Arte, aquel que esgrimes con satisfacción en lienzos físicos y espirituales, bailando las notas y pentagramas, la más alta fascinación de nuestra lucha por existir. El legado que pretendemos dejar en generaciones futuras, en los sistemas que cohabitamos y compartimos, está desde las más elevadas pinturas y danzas hasta en el más banal de nuestros comentarios. Todo medio que pretende comunicar humanidad comprende arte, si bien su buena consideración requiere de inspiración. Ella es la disciplina que dilata tus pupilas y aclara tu conciencia. Es angustiosa y remueve al joven, pero también puede gozar de cierta esterilidad si es dada en una estructura donde prima la irreverencia de las masas. Mishima Yukio ya lo visionaba: en tiempos de paz y aburrimiento se puede dar arte, más maduro ante la asunción de la falacia de paz espiritual, ciertamente, pero también más infértil. Incluso en los sistemas podridos de valores implantados, el arte sigue refulgiendo dado su intrínseco carácter humano. No es especialmente atractivo para la verdadera alma del sujeto, pero como alas vestigiales de insectos que en su herencia pasada retozaban entre zumbidos por los vergeles de nuestro planeta, rezuma su recuerdo por una herencia vinculada al ser. De ahí que no exista humano libre de responsabilidades para quedar subsumido a una imposición. No es desposeído de su naturaleza humana, es él quien renuncia a poseerla. Solo precisa recuperar la inspiración. Ella necesita de otros que le enseñen al desconocedor, no ligando su conocimiento al inculcado, sino liberando el alma para que genere sus propios estímulos. Tiempo. Elemento necesario para la construcción del arte. El tiempo es tanto efímero como infinito. Si tan solo somos capaces de considerarlo en clave de presente, este será un lujo que algunos lo tacharán de placentero. Pero no es solo placer fugaz lo que debes sentir, pues en tu guerra interna también has de buscar la inspiración para satisfacer dicho arte, evitando tratarlo como un mero hedoné. Caer en esa concepción puede llevar a la ilusión de lo artístico como el concepto holista que envuelve a todo el sujeto y no como una parte más que compone el alma de la persona. Se debe aceptar sin pudor y con fiereza, pero no transmitamos una pasión desenfrenada y atemporal por 75


el susodicho. El arte precisa tiempo, pero el tiempo no solo vive para el arte. Amén de todo ello, que si cantas elévate entre los focos de tus emociones, aunque todo sea negro. Solo debe quedar la brillantez de tu reflejo. La inspiración es la más bella estación del año, y tan rápido deviene y perece será, como la flor de la tundra, la excepción que devuelve la esperanza al valle.

LA MAYOR DE LAS FALACIAS No suele persistir en la existencia del ser todas las visiones que una vez concibió, olvidando unas, reafirmando y descubriendo otras. Sin embargo, rezuma dentro del corazón de toda persona una tendencia hacia la consideración de la felicidad y cómo obtenerla, no logrando generalmente consenso ni siquiera entre los miembros de su comunidad. Continuamente somos conocedores e ignorantes de los dichosos y desgraciados, y en nuestra psique buscamos asemejarnos a los primeros y rehuir de los segundos. No es en absoluto la desgracia aquello que un hombre o mujer cuerdos desearían tener, pero no por ello han de caer en la atrayente falacia de su contraria. Lo feliz se ha degenerado en nuestro sistema actual para arrastrarnos a percepciones que nos alejan de la verdadera condición humana. Felicidad hedonista es la macabra expresión que hemos adjuntado a las víctimas de su atrayente premisa, no siendo otra que evitar el dolor del sujeto por asociar dicho evento con la desgracia. El consumismo y la sociedad del espectáculo y de lo efímero nos venden como semejantes ambas ideas, siendo una confusión que nos hace más proclives a la pasividad frente a lo impuesto si con ello podemos rehuir del sufrimiento. La felicidad es pues una de las mayores falacias existentes, no porque en sí se halle su mal, sino por haber sido objeto de la deformación de su sentido y aplicación. Esta es igual que el amor o la inspiración en el ser: fuente inagotable de capacidades que hacen a la naturaleza humana. Sin embargo, la felicidad no ha de ser complaciente, pues no existe ser humano que en su esencia lo sea, y siendo esta tan simbiótica con lo humanístico, pretender una misiva distinta es contradecir nuestro existir. Por supuesto, ello no necesariamente significa 76


que las personas no puedan mentirse a sí mismas ante dicha propuesta: no son pocas las que viven inmersas en esa felicidad vacía de propósitos. Pero tampoco es un fin en sí, pues su valor concentrado nos es intrínseco; su persecución, aunque siempre parte del sujeto que se define humano, nos puede arrastrar hacia objetivos carentes de sentido elevado. Perseguir la felicidad bajo doctrinas que lo establecen como un método orientado a fines suele tratarse como una falsa ambición que exhuma poder ciego. El consumismo de nuestra sociedad nace por causa de este escenario. Es en lo epicúreo donde se ha sumido Occidente. La más banal de las felicidades, aquella carente de una simbología humana. Para resucitar al sistema dormido no debemos renegar de la felicidad: hemos de extraer su verdadero potencial, aquel que subvierte todo peligro de endiosamiento u obediencia. Felicidad también comporta dolor y sufrimiento, pero es en el regocijo por ser parte de lo que nos define en donde hemos de asumir su verdad. Si la trascendencia de los valores es el objetivo humano, sabemos que no debe haber ente que esté en paz con su existir, y en esa deliberada lucha contra la incertidumbre, causa de su angustia, también puede encontrar felicidad. Es la autorrealización misma por asumir su propia existencia y lo que deviene de ella, sin estar sujeto a valores infundados, lo que realmente puede hacer dichoso al individuo. No se basa en persecuciones doctrinarias, ni en evitar resultar agraciado o desdichado con ella. Así, lo máximo que se podría considerar como felicidad en lo humano sería la relatividad y búsqueda constante del ser por lograr su trascendencia. La cotidianidad de la persona aplicada a la más alta de sus valoraciones, la aspiración a la obra de uno mismo sin obstáculos ni limitaciones. Una felicidad incomprendida, ciertamente, y que para desgracia de Occidente no se llega a denominar tal. Pero esta es la única verdad dentro de la falacia de su significado, deformada y alterada para beneplácito de los malos hábitos de sistemas corrompidos. Pero ¿puede acaso la felicidad que propugnamos considerarse tal, si para que ella surja no deben existir limitaciones y en su defecto nos hallamos limitados por la comunidad a la que debemos nuestra existencia? ¡Ilusos! Cuántos justificarían 77


esta percepción para así buscar lo placentero que es creerse su falacia ¡Cómo podría ser limitación aquello que nos hace humanos! La comunidad y su sistema es parte de nuestra convivencia, y precisamos de ellos para hacer valer nuestras luchas internas y alcanzar valores más elevados. Si ante ti se erige un ente que tratas de obstáculo, es tu propio espíritu quien está poniendo barreras a tu verdadera identidad humana. La felicidad es motivo de convivencia y comunidad. Cierto es que el sujeto puede obtener parte de su esencia por sí mismo si logra las bases de lo humano y asume el propósito que lo define, pero dicha autorrealización precisa del hermano. La existencia de una persona se forja en base de la existencia de otra. Feliz nace del latín felix o «bendecido para la fecundidad», lo que promulga en su raíz que todo aquello que el ser siembra bajo los fundamentos humanos se hace proclive a obtener la felicidad. Si no se transmite como una semilla, resulta infecundo. Su existir, y todo lo que deviene de él, es la base misma de la felicidad. Dicha afirmación puede resultar una vana certeza en un mundo lleno de inseguridades. Invita a desconfiar sobre si tal vez sea el existir, lugar donde lo compungido y lo placentero se unifican de forma opaca, lo que pueda hacer creer que este concepto sea ingenuo y ambiguo. Aun sin una definición adecuada, es esta expresión la única que realmente hubiera de obtener consenso, debido al hecho de cómo aquella que nos impusieron resulta más en una serie de pretensiones holísticas únicamente válidas para quimeras. Triste resultado es asumir la felicidad como falacia, pues a pesar de ser parte de la esencia misma de lo humano y siendo un hecho ya alcanzado en las sociedades corruptas, busca presentarse como objetivo a batir. La humanidad actual, aun habiendo obtenido la felicidad, trágicamente no es feliz. Y ahora nos vemos obligados a la aplicación del «recambio social» para perseguir a su terrible doppelgänger, aquel que ilusamente afana tanto a amos como esclavos sobre el sistema que dormita.

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EL AMOR ANTE LO ADVERSO Amar la fatalidad no implica únicamente regocijarnos en el sufrimiento, siendo en su defecto un alegato que exprime la reafirmación por el vivir. Es toda la vida que nos queda, y la resultante de nuestras acciones, aquella de la que ha de brotar el amor, fruto de todo hombre y mujer que se considere humano. De nuestras luchas internas nace ese sentir concupiscible que Platón definía como el corcel indomable. Pero también aglutina el intelectual y voluntarioso: es lo amoroso, aquello que tantas veces hemos sentenciado como irracional, lo que guía nuestros pasos hacia valores elevados. El amor es incomprendido y repudiado por aquellos que desean negar la voluntad real del ser a cambio de enaltecer valores de fábula y cuentos para imberbes. Mas su poder es tan extraordinario que una vez que el sujeto supera al sistema corrupto es uno de los primeros goces que experimenta. El amor es más que su concesión pasional, el vocablo que los amantísimos susurran entre la seda. Es el cantar que el humano entona agradeciendo su existir, incluso cuando la carne arde bajo llamas incandescentes. Pero todo ser entiende que largo es el suspiro y su disfrute tan efímero como su sufrimiento. Entretanto, se suceden episodios donde nada ocurre, o donde todo se cuestiona ¿Cómo el amor puede estar presente en la más banal de las realidades del ser? Quien piense que posee tiempos en los que su existir solo es mero respirar, no comprende qué es amar la vida, pues su poder es tan grande que aniquila hasta lo rutinario. Su naturaleza es intrínseca a nosotros, e incluso cuando lo negamos y nos volvemos sirvientes de lo impuesto no perece; se esconde. Es paciente en su agazape cuando las terribles corrupciones impregnan al ser humano, y resucita si este escapa de la niebla retorcida que busca cegar a su psique. Tan malinterpretado como su homónima felicidad, pero mantiene la ventaja de que no se explicita su alcance como objetivo. Incluso el sujeto menos humano puede concebir una negativa a la felicidad durante toda su existencia, pero siempre podrá detectar qué es amar. Solo aquello que alberga la posibilidad del amor puede 79


llegar a predecir lo amoroso. Pero cuidémonos en aseverar que todo cuanto el ser realiza en semejante estado pueda hacerlo por amor, pues existen sujetos cuyas acciones en torno a esta cualidad no es más que un espejo que entiende aquello que visualiza, mas es incapaz de reflejarlo. El amor se fragua en los campos de batalla de nuestro interior —el ser en la guerra— cuyo fuego nos alumbra hasta en la más oscura de las penumbras. Humano, no tema a lo adverso si hay amor en su interior, pues mediante su guía este reforma y construye el mundo que los ajenos a su luz buscan derruir. Son aquellas élites, la irreverencia de las masas y nihilistas contra el existir humano, los que minan el valor mismo de la vida y con ella el amor. Arrastrarse masticando polvo y huesos, pero sin temer los arrebatos de los cielos y los terremotos del subsuelo, es un ideal vacuo, contrario al existir. Muchos lo aceptan, pues vivir es angustiosamente humano, mas no hacerlo es placenteramente inhumano. Al firmar, comprometen a su existir verdadero y cercenan los lazos de lo comunitario. En tal estado, el hombre y la mujer niegan al otro y tan solo reafirman su reflejo, siendo aquel cristal que ya no entiende el amor si no es dirigido hacia sí mismo. Occidente desprecia la vitalidad del amor. Contentado con su estricta moral de ídolos y figuras, pregona que todo aquel que se desvincule del sistema, no para establecer una nueva estructura, sino para revitalizar a la existencia, deberá padecer la condena de los rechazados. Como siempre, el ser humano que verdaderamente ama la vida ha de pasar por períodos de soledad antes de trascender. Ante esta imposición, el individuo solo parece capaz de aspirar a exigencias imposibles que mantengan a raya el espíritu natural de lo amoroso. Despertar a los sistemas de semejante letargo equivale a valorar el criterio que todo sujeto verdadero alberga en su interior y exhuma hacia sus coetáneos en un diálogo liberador. Criticarán algunos que dicha propuesta es una premisa cínica que llega a asumir cómo un sistema donde prevalece el amor corresponde a un imposible. Y no estarán equivocados, siempre y cuando lo hagan bajo su entendimiento corrupto de lo amoroso. Estos asumen el amar como la perversión del hombre y la mujer; la ausencia de acción reformista, el 80


alcance de un «cénit cósmico» donde la convivencia humana es más propia de aspiraciones kantianas o marxistas, cuya ausencia de espadas narrarán el devenir. Conciben el amor en forma de «paz espiritual», donde las batallas son solo imaginario común. Niegan la verdadera naturaleza del ser, aplicando un statu quo que se anquilosa en un único valor dentro de una comparativa maniquea. Si el ser desea entender lo que resulta amar en la adversidad —amar la existencia—, debe asumir que no existe valoración previa que lo someta, y que todo su devenir queda a cuenta del sujeto y sus vivencias en lo comunitario. Niega lo definitivo, la banalidad como forma de vivir. Generadores y reconstructores de infinitos vicios y virtudes; amantes de todos y de nadie. Son autores de los más incruentos enfrentamientos para la reforma; también de lo hermoso y lo elevado: la conjunción de factores que revitalizan la naturaleza humana y nos eleva en nuestra búsqueda. Nietzsche reafirmaría dicho amor a la fatalidad. Yo les recomiendo: amad lo incierto, desconfiad de los que solo ambicionan el amor de lo que consideran «verdad». Pero no viváis en la constante negativa, pues es tan peligroso refugio como su contraparte. Esta es la base misma de lo que significa amor humano.

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Coda: ALTERHUMANISMO El alterhumanismo establece al sujeto como creador de su propia voluntad y dador de su existencia. Es decir, que toda persona que desee vivir conforme aquello que le hace humano debe ser consciente de cómo la vida es fruto tanto de desdichas como de placeres, y no por ello ha de cobijarse en sistemas que traten de privarle de sus dudas, de la búsqueda constante por hallar porqués a su incertidumbre. Someterse a la ignorancia con tal de sentirse protegido es dar la espalda a todo aquello que nos hace humanos. Por ende, el alterhumanismo no es un movimiento o corriente que promulga el despertar de las masas dormidas con el mismo afán que tantos revolucionarios a lo largo de las generaciones han tratado de explorar mediante su doctrina. Es una actitud humana frente al vivir, asumiendo que todo hombre y mujer están llamados a realizar grandes obras en su búsqueda por ser. Es difícil asumir nuestra condición, y puede parecernos que la angustia y el dolor someten a los sentimientos de satisfacción y disfrute. Pero esta dicotomía que nos pesa resulta superada una vez entendemos que es ese devenir incierto lo que nos completa, dotando de verdadero sentido y plenitud a nuestra existencia. Vivir siendo dueños responsables de nuestras acciones, sin ambicionar el dominio para implantar tiránicamente nuestro pensamiento, ni pretender ser dominado para sentirse complaciente a cambio de renunciar a los sinsabores que a veces trae ser independiente. Por supuesto, todo ser humano nace en la elección, y nadie obliga necesariamente a tener que asumir el camino de lo humano para llevar a cabo nuestra existencia. De lo contrario, estaríamos accediendo a los mismos vicios de aquellos a los que tratamos de evitar. Recordemos: «No te exhorto a que me creas, te invito a que me escuches». Por ello, se alude a cómo el sujeto en paz no es un buen sujeto, pues el verdadero ser libra constantemente una guerra contra sí mismo y contra los demás. Ir en contra de esta naturaleza sería poco más que asumir que ya no somos capaces de humanizarnos, siendo esta afirmación la verdadera pobreza del individuo. Lástima de algunos sistemas, se les ha hecho creer a 83


sus sociedades que es mucho más adecuado renegar de nuestra lucha como ser humano en la guerra, y en cambio participar en el hedoné y su persecución. El alterhumanismo aboga por recuperar lo humanístico que nos define. Pero, siendo alter una voz latina que significa «otro», también implica que no podemos regenerar ese sentir tal y como lo llevábamos explorando hasta este instante. No bajo los sistemas en los cuáles nos encontramos sumidos. Tampoco significa recuperar nociones abandonadas. Si el comunismo o el fascismo, así como cualquier otra vía, ya han demostrado en el pasado su incapacidad para dotar al ser de condiciones adecuadas para optar a su camino como humano, no hemos de promulgar cambios orientados hacia «viejas glorias». Mas su aprendizaje, con sus errores y aciertos, resultarán fundamentales para evitar los vicios que ya presentaron. Que el alterhumanismo sea occidental no significa que otros sistemas no puedan contener esta regeneración. Sin embargo, es más común observar en el sistema de Occidente una notable degeneración de sus capacidades para lograr mantener lo humano en las comunidades que lo habitan, mientras que son muchos los sistemas no occidentales que, aun teniendo fallas, todavía poseen mecanismos que pueden solventar sus deficiencias. En cambio, Occidente ha terminado minando su capacidad para fomentar «cambios sociales», enmascarando dentro de su statu quo decadente ajustes que son más bien flexibilizaciones de patrones dentro del sistema que una verdadera evolución. Las deficiencias requieren imperiosamente de un «recambio social», y si el sistema no es capaz de otorgarlo, es el individuo en sociedad, una vez recupere su humanidad, quien ha de promover el despertar de Occidente. Se atisba en «Más allá de la acracia» cómo si es el ser humano el único que puede alterar la corrupción del sistema, entonces ha de ser su gobierno el que impere, aunque sea de forma temporal. La acracia individualista comunitaria no es tanto el objetivo como el proceso. El alterhumanismo occidental no pretende derrocar a Occidente, sino devolver su esencia como sistema funcional. De lo contrario, si dejamos que este termine por corromperse de forma definitiva, no solo corre el riesgo de desaparecer, lo cual sería terrible para las comunidades que lo habitan, también 84


podría ser el germen de la corrupción del resto de sistemas no occidentales. Como si de un efecto dominó se tratara, debemos entender que todos los sistemas, independientemente de sus características, son funcionales mientras posean mecanismos que puedan tanto prever y evitar corrupciones como fomentar que el individuo en comunidad avance hacia su condición humana. Por ende, si un sistema resulta dañado y no se solventa, existe la posibilidad de contagiar a otras sociedades. Solo en ese caso, si la situación fuera desesperada, preferible dinamitar el sistema con nuestras propias manos antes de que esto ocurra: Roma arderá hasta el último capitel. De igual modo, hemos de entender cómo nuestro mundo se compone de sistemas cuya convivencia comunitaria es de regocijo, por lo que todo enfrentamiento que pueda emerger de las diferencias entre sociedades no es sino una acción escandalosa e inhumana. Nuestras guerras internas y entre hermanos no se deben librar con dagas y pólvora, y cualquier combate que pueda revestir de una acción violenta debe proyectarse en todo caso contra las corrupciones surgidas de los sistemas. Las revoluciones, si han de encararse, únicamente resultan justificadas si son libradas para curar al sistema de su decadencia, no porque el cambio en sí se dé con su triunfo, sino porque abrirá el camino para su «recambio social» póstumo. La revolución por el «recambio social» es una purga contra los males que aquejan al sistema, evitando la generación de uno nuevo. Por ejemplo: si Occidente ha buscado clasificarse en su sistema de gobernanza como aquel compuesto de comunidades democráticas, de valores ciertamente humanos pero que en las últimas décadas ha dado claros síntomas de decadencia, entonces la revolución se ha de promulgar no tanto para cambiar la gobernanza como la forma en la cual esta se imparte con tal de seguir propiciando su carácter humanístico. Los nombres que posteriormente le otorguemos son meros ornamentos. La revolución es el salvoconducto; la reforma es el sostén. El alterhumanista condena a la revolución, pues su hecho es cruento con la comunidad, pero es consciente de cómo en los sistemas más afectados es la única forma de proceder a su reajuste, despertando a las conciencias dormidas. La pena que 85


lleva el alterhumanista occidental se basa en la asunción sobre cómo tal vez Occidente deba padecer las llamas de una revolución para poder aplicársele su «recambio social» pertinente: su única guerra justificada. El mero arte de la guerra, o lo que es lo mismo, toda guerra que no se haga para permitir verdaderamente a sus individuos acceder a la opción de su libertad humana, asegurando a su vez que los medios posteriores que se van a aplicar darán buen fin a este propósito, es un crimen ante cualquier ojo humano. El mal de las corrupciones de nuestro sistema no es causa única de las acciones pasadas, y tampoco ha de ser su consecuencia la mera queja mientras asumimos con tristeza lo que nos deparará. En cambio, debemos ser conscientes de cómo el progreso pasa tanto por la acción presente como del aprendizaje del pasado. No consiste necesariamente en emular aquello que en su momento tuvo efecto, pues difícilmente su extrapolación a la actualidad puede llegar a tener el mismo efecto. Si queremos limitar la causa de nuestro desastre debemos, como humanos que somos, adaptar lo que conocemos a las circunstancias. Será un sacrificio duro, y quizá la sensación de no obtener progreso nos hará confirmar que no es este el camino que nos reporta mayores satisfacciones. Sin embargo, nunca lo debió ser, pues el ser humano no busca el placer como fin. Recordemos: si queremos asumir el alterhumanismo, debemos entender que nuestro devenir siempre es incierto, y las acciones que realicemos pueden tener resultado en nuestra existencia presente o una vez superemos el fin de la linealidad cronológica. Nuestro sacrificio hoy puede resultar en la mejora de las generaciones futuras, y este es un fin loable. Estamos llamados como individuos a trascender. Por ello, estructuras que más que avanzar tan solo se mueven en círculos producen exasperación entre sus habitantes. Estas pueden adoptar distintos nombres y métodos que sirvan como justificación para que los sujetos las tomen como válidas, mas todas ellas resultan en un mismo fin: mantener impertérritas los condicionantes impuestos. Véase la religión, cuya esencia es en sí la búsqueda por la trascendencia del ser, elemento crucial de la humanidad, si bien 86


no son pocos los sistemas que corrompen su empleo ¿Es por ello justificado su odio? En todo caso el descrédito contra los que emplean su apelativo para justificar acciones del statu quo, así como la revitalización para aquellos que promuevan su finalidad verdadera. Del mismo modo, hemos de proceder con cualquier otra premisa que busque de forma premeditada deconstruir los elementos que nos hacen humanos para imponer valores absolutos que limitan nuestra independencia. Así, el nacimiento del alterhumanismo en sistemas corrompidos nace de la denuncia contra estos gestos maliciosos. La juventud, aquella que tiene más posibilidades de resultar la abanderada del alterhumanismo, vive en una auténtica hecatombe de recursos: sueña poco, o demasiado, mas en todas sus facetas actúa de manera limitada por la mala praxis en su aprendizaje y enseñanzas. Sus carencias se retroalimentan entre esta y los sujetos más longevos, por lo que se ha de recuperar el amor por lo extinto y lo vivido, propiciando de paso la independencia de los jóvenes. En esencia: demostrar que la juventud vengativa tiene poder de convicción, y para ello debe ser consciente de lo que ha ocurrido y lo que está por ocurrir, evitando que se aflijan por asumir que su independencia como seres humanos no está asegurada. Por supuesto, ya decíamos que no todos los sujetos necesariamente han de elegir el camino del alterhumanismo, pues nacer en la elección puede conllevar incluso a que reniegues de tu voluntad para perseguir lo que nos hace humanos. Aunque esto puede resultar altamente deprimente, es un mal menor de nuestra naturaleza imperfecta, siempre y cuando el deseo por ser humano en la comunidad y su sistema sea más fuerte que seguir los pasos del siervo o del amo. De ahí la necesaria anunciación del alterhumanismo occidental, pues ante las premisas implantadas nuestra juventud evidencia un mayor afán por lo segundo frente a lo primero. Con respecto a aquellos que no necesariamente desean asumir su condición humana y todo lo que implica para su devenir, su poder de atracción hacia el conformismo puede hacer que muchos de los que se aventuraron en el camino de lo humano renieguen de seguir portando una empresa tan pesada. Es por ello que estas gentes representan un enemigo sin par, «de 87


números solo sustituibles por las estrellas del firmamento». Mas no por ello debéis despreciarlos, sino instruirles para que abandonen su desdicha. Incluso de aquellos que no desean abrazar lo humano se pueden extraer aprendizajes, pues todo valor que podamos encontrar como individuo será bienvenido, mas toda imposición que se intente realizar ha de condenarse, incluso si su causa es preciada. Invitad; no exhortéis. Sin embargo, existe una realidad insondable, no siendo otra que la necesaria asunción de cómo ningún ser, en cualesquiera que hayan sido los sistemas en los que ha cohabitado, es capaz de alcanzar la infinita liberación de los valores absolutos. Nuestra limitación como ente social, y la propia inercia hasta del sistema más perfecto por poseer alguna corrupción en sus entrañas, hace que incluso el sujeto que asume con mayor satisfacción su carácter humano posea alguna noción absoluta e inculcada. Ello explica por qué no hemos de desengañarnos con el ignorante y su enseñanza. Abocados a una nueva era, nuestro sistema occidental no está preparado para asumir los avances que ante él se abalanzan. Sin necesariamente temerlos, hemos de ser conscientes cómo ante la venida de novedosas interpretaciones sobre el sujeto, como el transhumanismo, también debemos aplicar las reformas para evitar que estos acontecimientos pasen de oportunidad a desastre ante nuestra incapacidad para ser asimilados. No consiste en alabar ciegamente el progreso o condenarlo categóricamente: hemos de resultar críticos y asimilar los cambios como incierta oportunidad, tratándolos como un espacio donde el sujeto puede seguir buscando su trascendencia. Todo lo alterable puede conllevar a un aprendizaje, e incluso hasta el mayor de los errores puede suponer una mejora. Por ello, y para llevar a buen término el proyecto alterhumanista, necesitamos destacar aquellos valores que nos hacen valedores del calificativo humano. Nuestra noción de arte e inspiración, unidos a la felicidad como bien intrínseco de nuestro ser, así como el amor, motor que alienta a la humanidad, se deben convertir en los bienes más preciados de nuestro género. Su promoción ha de volverse común denominador en todos los sistemas y comunidades. Son la esencia misma de lo que nos hace humanos, y por ello suelen caer en desgracia cuando


los malos hábitos atacan a nuestros modelos. El alterhumanista debe buscar su preservación y promoción hasta en aquellos que reniegan del camino de lo humano. Pues mientras pervivan estos valores, la humanidad no estará perdida. Ahora es el momento de elegir tu camino. Tus decisiones son las que finalmente terminarán por definirte. Creo fervientemente en el alterhumanismo como parte de mi persona, como elemento que dota de sentido a la existencia humana. Recuerda: no es inconsecuente con su naturaleza quien no escoge el camino de lo humano. Lo es aquel que no permite que otros lo sigan.

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POSTULADOS -Fundamentos de Occidente y su corrupción 1. El sistema occidental se ha corrompido por el desgaste de modelos desfasados que proporcionaron reformas tardías. 2. La sociedad occidental solo puede avanzar aplicándosele «recambios sociales». Sea ello recuperar la noción de humanidad para la adaptación de los valores existentes a las nuevas demandas a través de la reforma. 3. Los límites de Occidente son el propio Occidente, y la búsqueda constante por su definición lo único capaz de definir la condición de lo occidental. 4. El no Occidente no puede ser negado, pues sin él, ¿cómo el ser occidental podría llegar a definirse? 5. Para que el sistema de Occidente pueda revitalizarse, se debe abandonar la noción de la democracia como único modelo de progreso, dada la corrupción de las nociones que la definen. En contraste, deberá promoverse una acracia transitoria basada en el gobierno del humano por el humano desde lo humano. Solo así podrán despertarse los valores de la reforma para el «recambio social». 6. El nacionalismo es fruto de las revoluciones y residuo de las reformas, la más alta de las corrupciones surgidas de Occidente, y solo puede superarse en su sistema mediante aspiraciones presentes más allá de la acracia. 7. La ostentación de Occidente por lo corpóreo y espiritual no es tanto una corrupción como una errónea interpretación de sinónimos de lo humanístico. 8. Si en el intento de ejercer el «recambio social» Occidente perece, que al menos el fuego consuma todas nuestras obras, pues preferible un mundo sin sus éxitos que uno con ellos y con la herencia de las élites ancianas parasitando estructuras no occidentales. 91


9. Felicidad hedonista es la macabra expresión que hemos adjuntado a las víctimas de la atrayente premisa esgrimida desde Occidente sobre ser feliz. El consumismo y la sociedad del espectáculo nos venden como semejantes el dolor y la desgracia. Ello solo es una confusión que nos hace más proclives a la pasividad con lo impuesto si con ello podemos evitar sufrir y alcanzamos la mal llamada «felicidad». 10. Occidente desprecia la vitalidad del amor. Contentado con su estricta moral de ídolos y figuras, pregona que todo aquel que se desvincule del sistema, no para establecer una nueva estructura, sino para revitalizar a la existencia humana, deberá padecer la condena de los rechazados. -Consideraciones humanas 11. El ser humano, cegado por el afán de la curiosidad, se vuelve un lobo para su sombra, y en sí mismo encuentra el conflicto. 12. El ser está inevitablemente ligado a sobrepasar sus valores, siempre y cuando goce de los medios necesarios dentro de su sistema para que los recambios y reconversiones sociales puedan darse. 13. Los humanos avanzamos a través de la guerra, medidos por el optimismo del cambio y la mejora que nos provee el satisfacer nuestras conflictividades. Tras el enfrentamiento, y gracias a este, surge la tolerancia y la reforma. 14. Solo si el ser humano niega la ciencia formal como aquella a la que pretende asemejar su realidad, y comienza sinceramente a dudar, aprenderá a regocijarse en el verdadero sentido del existir, que no será otro que el jamás entenderlo, pero siempre tratar de comprenderlo. Ello es el producto que configura los valores elevados del ser: la propia vida que se elige con fuerza y valor a pesar de lo incierto, asumiendo su devenir atemporal. 15. Por temor el sujeto huye, por asco destruye; por esperanza construye. 92


16. Todo individuo debe tender a la inercia de su desarrollo intelectual, buscando liberarse de cualquier factor que limite sus cuestionamientos en la búsqueda por su trascendencia. Para ello, no ambicionará ser «ni esclavo» que se vuelve compasivo en su sufrimiento, ateniéndose a la paz espiritual de las certezas condicionadas, «ni amo» de cuyo deseo por el liderazgo se evidencia el estancamiento de valores más elevados, pues se limita a creer únicamente en su razón absoluta sin escuchar a la del resto. 17. La persona jamás logrará la trascendencia por medio del ejercicio único de su razón. Precisa de una comunidad de la que no puede ni ha de desligarse, del mismo modo que los sistemas que conforman el organismo humano no pueden hacer sobrevivir al hombre o la mujer que los porta de fallar una de sus estructuras. 18. El sujeto en paz no es un buen sujeto. Aquel que lo estuviera debe encontrarse condicionado para serlo, pues ni tan siquiera en la muerte el ser humano ha de hallar en su devenir calma en el conflicto, aunque pueda con el tiempo pacificar su existencia. 19. Para lograr la trascendencia de los valores, el sujeto debe pasar por una soledad antinatural que lo haga sabedor de lo sublime y bello que reside en todo lo humano. 20. El humano ha de luchar por los valores en los que cree hasta la muerte, y tras la lucha incorporar aquellos dados desde la bancada enfrentada. De lo contrario, el tercero involucrado jamás mejorará su sistema, pues considerará que los valores que el otro propugna son débiles. 21. El joven es el abanderado de la libertad, el único devoto cuya fe es capaz de portar dicha arma de doble filo, pues es salvación y condena; infinitas reflexiones y percepciones. Por ello, al igual que la naturaleza del lobo estepario, si ha de perecer, lo hace en la independencia. 22. La juventud vengativa es aquella que concibe el conflicto 93


que todo humano posee en su psique y lo aplica, brotando de este las chispas de la trascendencia. Su venganza no persigue a víctimas, sino valores: no busca artífices de corrupciones pasadas, pretende transformar los errores que entorpecen el camino de trascendencia. 23. Cuerpo y espíritu son en esencia sinónimos de lo humano. Por ende, no es tanto creer en las transformaciones corpóreas para reconvertir al espíritu o viceversa, sino en la convicción que le otorgamos a las acciones que realizamos y sus propósitos; si permanecemos abstraídos en valores impuestos o nos liberamos de los absolutismos. 24. Lo mediocre refiere a un estado humano y transitorio donde aún está todo por definir, lo más cercano que un ser o comunidad están de alcanzar una especie de homeostasis antes de establecer lo que realmente le deparará su existencia Así, el mediocre no es quien ha logrado una vida a medias, sino aquel que se halla en el término medio antes de decidir sobre que devendrá con respecto a su vitalidad. 25. De nada sirve entender la vida y la muerte si después no aplicamos forma a su sentido. No existe don humano que pueda proveer de una respuesta universal para el propósito que nos acontece el existir. Es tu palabra tu mundo; es su voz nuestro entorno. 26. El arte, nacido de la inspiración humana, precisa tiempo, pero el tiempo no solo vive para el arte. 27. La mayor de las falacias existentes es la felicidad comprendida como un valor en búsqueda para el ser. Perseguir la felicidad bajo doctrinas que lo establecen como un objetivo orientado a fines suele tratarse como una falsa ambición de poder, el cual sin embargo exhuma poder ciego. 28. Lo máximo que se podría considerar como felicidad en lo humano sería la relatividad y búsqueda constante del ser por lograr su trascendencia. La cotidianidad del sujeto aplicada a la más alta de sus valoraciones; la aspiración a la obra de uno 94


mismo sin obstáculos ni limitaciones. 29. Amad lo incierto, desconfiad de los que solo ambicionan el caluroso amor de lo que consideran «verdadero». Pero no viváis en la constante negativa, pues es tan peligroso refugio como su contraparte. Esta es la base misma de lo que significa amor humano. -Nociones de los sistemas y modelos 30. En los sistemas actuales es común el planteamiento de cambios, pero la sociedad no desea asumirlos, no por falta de deseo, sino por falta de justificación. 31. Cualquier separación de un sistema para lograr la supervivencia de las nociones es lícita si el modelo empleado para ello permite la trascendencia de los valores existentes. 32. Toda revolución ha de odiarse, pues trae consigo angustia. Sin embargo, resulta necesaria, pues gracias al retroceso que aplicará en la sociedad nacerá la tolerancia y la conciencia por el progreso, dando paso a la reforma. 33. El maniqueísmo político es una oda al suicidio del progreso de los sistemas, pues sirve para preservar valores incompletos que limitan su avance. 34. El conflicto surge de la productividad de los valores que confieren evolución a las comunidades que forman parte de cada sistema. 35. Aquel que se mide por la regla del poder solo podrá reconvertirse con la misma ración de contrapartida. 36. El poder puede concebirse desde dos perspectivas: constructor o de ambición De igual modo, existe la ausencia de poder, la no reclamación ni imposición de este en ninguna de sus formas. Este es el poder ciego, el que no se concibe pero existe en la persona, aquel que deviene del ejercicio de la ambición de poder sobre un individuo que no reniega de los valores impuestos. 95


37. El legado que pretendemos dejar en generaciones futuras, y por tanto en los sistemas que cohabitamos y compartimos, está desde las más elevadas pinturas y danzas hasta en el más banal de nuestros comentarios. Todo cuanto ejercemos en los sistemas sin coacción ni designio externo prevalece y los transforma tanto como la los modelos a nosotros. —No es inconsecuente con su naturaleza quien no escoge el camino de lo humano. Lo es aquel que no permite que otros lo sigan—.

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Articles inside

Postulados

7min
pages 91-101

Coda: Alterhumanismo

11min
pages 83-90

El amor ante lo adverso

4min
pages 79-82

La mayor de las falacias

5min
pages 76-78

Inspiración y arte

5min
pages 73-75

Deconstruir la mediocridad

5min
pages 66-68

El poder de las élites ancianas

7min
pages 69-72

Sujeto, cuerpo y espíritu ¿Dejaremos de ser humanos?

8min
pages 61-65

La juventud vengativa

5min
pages 58-60

Fin de la linealidad cronológica………….............…………...……51 Nación por el nacionalismo y sin nacionalistas

7min
pages 54-57

Interludio (II): Sobre las joyas de Zaratustra

9min
pages 49-53

Pues, ¿qué es Occidente? Restituir a las viejas glorias………............……………………...…29 Más allá de la acracia…………………................…………………32

19min
pages 25-35

Los que niegan a Occidente

7min
pages 21-24

Superación del maniqueísmo político

7min
pages 36-39

Interludio (I): La paradoja del falso conflicto

3min
pages 19-20

Exordio: Sobre las viejas glorias

18min
pages 6-18

La sublime y bella soledad

6min
pages 43-48

La guerra justificada

5min
pages 40-42

Las joyas de Zaratustra

2min
page 5
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