4 minute read
El amor ante lo adverso
Amar la fatalidad no implica únicamente regocijarnos en el sufrimiento, siendo en su defecto un alegato que exprime la reafirmación por el vivir. Es toda la vida que nos queda, y la resultante de nuestras acciones, aquella de la que ha de brotar el amor, fruto de todo hombre y mujer que se considere humano. De nuestras luchas internas nace ese sentir concupiscible que Platón definía como el corcel indomable. Pero también aglutina el intelectual y voluntarioso: es lo amoroso, aquello que tantas veces hemos sentenciado como irracional, lo que guía nuestros pasos hacia valores elevados. El amor es incomprendido y repudiado por aquellos que desean negar la voluntad real del ser a cambio de enaltecer valores de fábula y cuentos para imberbes. Mas su poder es tan extraordinario que una vez que el sujeto supera al sistema corrupto es uno de los primeros goces que experimenta. El amor es más que su concesión pasional, el vocablo que los amantísimos susurran entre la seda. Es el cantar que el humano entona agradeciendo su existir, incluso cuando la carne arde bajo llamas incandescentes. Pero todo ser entiende que largo es el suspiro y su disfrute tan efímero como su sufrimiento. Entretanto, se suceden episodios donde nada ocurre, o donde todo se cuestiona ¿Cómo el amor puede estar presente en la más banal de las realidades del ser? Quien piense que posee tiempos en los que su existir solo es mero respirar, no comprende qué es amar la vida, pues su poder es tan grande que aniquila hasta lo rutinario. Su naturaleza es intrínseca a nosotros, e incluso cuando lo negamos y nos volvemos sirvientes de lo impuesto no perece; se esconde. Es paciente en su agazape cuando las terribles corrupciones impregnan al ser humano, y resucita si este escapa de la niebla retorcida que busca cegar a su psique. Tan malinterpretado como su homónima felicidad, pero mantiene la ventaja de que no se explicita su alcance como objetivo. Incluso el sujeto menos humano puede concebir una negativa a la felicidad durante toda su existencia, pero siempre podrá detectar qué es amar. Solo aquello que alberga la posibilidad del amor puede
llegar a predecir lo amoroso. Pero cuidémonos en aseverar que todo cuanto el ser realiza en semejante estado pueda hacerlo por amor, pues existen sujetos cuyas acciones en torno a esta cualidad no es más que un espejo que entiende aquello que visualiza, mas es incapaz de reflejarlo. El amor se fragua en los campos de batalla de nuestro interior —el ser en la guerra— cuyo fuego nos alumbra hasta en la más oscura de las penumbras. Humano, no tema a lo adverso si hay amor en su interior, pues mediante su guía este reforma y construye el mundo que los ajenos a su luz buscan derruir. Son aquellas élites, la irreverencia de las masas y nihilistas contra el existir humano, los que minan el valor mismo de la vida y con ella el amor. Arrastrarse masticando polvo y huesos, pero sin temer los arrebatos de los cielos y los terremotos del subsuelo, es un ideal vacuo, contrario al existir. Muchos lo aceptan, pues vivir es angustiosamente humano, mas no hacerlo es placenteramente inhumano. Al firmar, comprometen a su existir verdadero y cercenan los lazos de lo comunitario. En tal estado, el hombre y la mujer niegan al otro y tan solo reafirman su reflejo, siendo aquel cristal que ya no entiende el amor si no es dirigido hacia sí mismo. Occidente desprecia la vitalidad del amor. Contentado con su estricta moral de ídolos y figuras, pregona que todo aquel que se desvincule del sistema, no para establecer una nueva estructura, sino para revitalizar a la existencia, deberá padecer la condena de los rechazados. Como siempre, el ser humano que verdaderamente ama la vida ha de pasar por períodos de soledad antes de trascender. Ante esta imposición, el individuo solo parece capaz de aspirar a exigencias imposibles que mantengan a raya el espíritu natural de lo amoroso. Despertar a los sistemas de semejante letargo equivale a valorar el criterio que todo sujeto verdadero alberga en su interior y exhuma hacia sus coetáneos en un diálogo liberador. Criticarán algunos que dicha propuesta es una premisa cínica que llega a asumir cómo un sistema donde prevalece el amor corresponde a un imposible. Y no estarán equivocados, siempre y cuando lo hagan bajo su entendimiento corrupto de lo amoroso. Estos asumen el amar como la perversión del hombre y la mujer; la ausencia de acción reformista, el
Advertisement
alcance de un «cénit cósmico» donde la convivencia humana es más propia de aspiraciones kantianas o marxistas, cuya ausencia de espadas narrarán el devenir. Conciben el amor en forma de «paz espiritual», donde las batallas son solo imaginario común. Niegan la verdadera naturaleza del ser, aplicando un statu quo que se anquilosa en un único valor dentro de una comparativa maniquea. Si el ser desea entender lo que resulta amar en la adversidad —amar la existencia—, debe asumir que no existe valoración previa que lo someta, y que todo su devenir queda a cuenta del sujeto y sus vivencias en lo comunitario. Niega lo definitivo, la banalidad como forma de vivir. Generadores y reconstructores de infinitos vicios y virtudes; amantes de todos y de nadie. Son autores de los más incruentos enfrentamientos para la reforma; también de lo hermoso y lo elevado: la conjunción de factores que revitalizan la naturaleza humana y nos eleva en nuestra búsqueda. Nietzsche reafirmaría dicho amor a la fatalidad. Yo les recomiendo: amad lo incierto, desconfiad de los que solo ambicionan el amor de lo que consideran «verdad». Pero no viváis en la constante negativa, pues es tan peligroso refugio como su contraparte. Esta es la base misma de lo que significa amor humano.