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Coda: Alterhumanismo

El alterhumanismo establece al sujeto como creador de su propia voluntad y dador de su existencia. Es decir, que toda persona que desee vivir conforme aquello que le hace humano debe ser consciente de cómo la vida es fruto tanto de desdichas como de placeres, y no por ello ha de cobijarse en sistemas que traten de privarle de sus dudas, de la búsqueda constante por hallar porqués a su incertidumbre. Someterse a la ignorancia con tal de sentirse protegido es dar la espalda a todo aquello que nos hace humanos. Por ende, el alterhumanismo no es un movimiento o corriente que promulga el despertar de las masas dormidas con el mismo afán que tantos revolucionarios a lo largo de las generaciones han tratado de explorar mediante su doctrina. Es una actitud humana frente al vivir, asumiendo que todo hombre y mujer están llamados a realizar grandes obras en su búsqueda por ser. Es difícil asumir nuestra condición, y puede parecernos que la angustia y el dolor someten a los sentimientos de satisfacción y disfrute. Pero esta dicotomía que nos pesa resulta superada una vez entendemos que es ese devenir incierto lo que nos completa, dotando de verdadero sentido y plenitud a nuestra existencia. Vivir siendo dueños responsables de nuestras acciones, sin ambicionar el dominio para implantar tiránicamente nuestro pensamiento, ni pretender ser dominado para sentirse complaciente a cambio de renunciar a los sinsabores que a veces trae ser independiente. Por supuesto, todo ser humano nace en la elección, y nadie obliga necesariamente a tener que asumir el camino de lo humano para llevar a cabo nuestra existencia. De lo contrario, estaríamos accediendo a los mismos vicios de aquellos a los que tratamos de evitar. Recordemos: «No te exhorto a que me creas, te invito a que me escuches». Por ello, se alude a cómo el sujeto en paz no es un buen sujeto, pues el verdadero ser libra constantemente una guerra contra sí mismo y contra los demás. Ir en contra de esta naturaleza sería poco más que asumir que ya no somos capaces de humanizarnos, siendo esta afirmación la verdadera pobreza del individuo. Lástima de algunos sistemas, se les ha hecho creer a

sus sociedades que es mucho más adecuado renegar de nuestra lucha como ser humano en la guerra, y en cambio participar en el hedoné y su persecución. El alterhumanismo aboga por recuperar lo humanístico que nos define. Pero, siendo alter una voz latina que significa «otro», también implica que no podemos regenerar ese sentir tal y como lo llevábamos explorando hasta este instante. No bajo los sistemas en los cuáles nos encontramos sumidos. Tampoco significa recuperar nociones abandonadas. Si el comunismo o el fascismo, así como cualquier otra vía, ya han demostrado en el pasado su incapacidad para dotar al ser de condiciones adecuadas para optar a su camino como humano, no hemos de promulgar cambios orientados hacia «viejas glorias». Mas su aprendizaje, con sus errores y aciertos, resultarán fundamentales para evitar los vicios que ya presentaron. Que el alterhumanismo sea occidental no significa que otros sistemas no puedan contener esta regeneración. Sin embargo, es más común observar en el sistema de Occidente una notable degeneración de sus capacidades para lograr mantener lo humano en las comunidades que lo habitan, mientras que son muchos los sistemas no occidentales que, aun teniendo fallas, todavía poseen mecanismos que pueden solventar sus deficiencias. En cambio, Occidente ha terminado minando su capacidad para fomentar «cambios sociales», enmascarando dentro de su statu quo decadente ajustes que son más bien flexibilizaciones de patrones dentro del sistema que una verdadera evolución. Las deficiencias requieren imperiosamente de un «recambio social», y si el sistema no es capaz de otorgarlo, es el individuo en sociedad, una vez recupere su humanidad, quien ha de promover el despertar de Occidente. Se atisba en «Más allá de la acracia» cómo si es el ser humano el único que puede alterar la corrupción del sistema, entonces ha de ser su gobierno el que impere, aunque sea de forma temporal. La acracia individualista comunitaria no es tanto el objetivo como el proceso. El alterhumanismo occidental no pretende derrocar a Occidente, sino devolver su esencia como sistema funcional. De lo contrario, si dejamos que este termine por corromperse de forma definitiva, no solo corre el riesgo de desaparecer, lo cual sería terrible para las comunidades que lo habitan, también

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podría ser el germen de la corrupción del resto de sistemas no occidentales. Como si de un efecto dominó se tratara, debemos entender que todos los sistemas, independientemente de sus características, son funcionales mientras posean mecanismos que puedan tanto prever y evitar corrupciones como fomentar que el individuo en comunidad avance hacia su condición humana. Por ende, si un sistema resulta dañado y no se solventa, existe la posibilidad de contagiar a otras sociedades. Solo en ese caso, si la situación fuera desesperada, preferible dinamitar el sistema con nuestras propias manos antes de que esto ocurra: Roma arderá hasta el último capitel. De igual modo, hemos de entender cómo nuestro mundo se compone de sistemas cuya convivencia comunitaria es de regocijo, por lo que todo enfrentamiento que pueda emerger de las diferencias entre sociedades no es sino una acción escandalosa e inhumana. Nuestras guerras internas y entre hermanos no se deben librar con dagas y pólvora, y cualquier combate que pueda revestir de una acción violenta debe proyectarse en todo caso contra las corrupciones surgidas de los sistemas. Las revoluciones, si han de encararse, únicamente resultan justificadas si son libradas para curar al sistema de su decadencia, no porque el cambio en sí se dé con su triunfo, sino porque abrirá el camino para su «recambio social» póstumo. La revolución por el «recambio social» es una purga contra los males que aquejan al sistema, evitando la generación de uno nuevo. Por ejemplo: si Occidente ha buscado clasificarse en su sistema de gobernanza como aquel compuesto de comunidades democráticas, de valores ciertamente humanos pero que en las últimas décadas ha dado claros síntomas de decadencia, entonces la revolución se ha de promulgar no tanto para cambiar la gobernanza como la forma en la cual esta se imparte con tal de seguir propiciando su carácter humanístico. Los nombres que posteriormente le otorguemos son meros ornamentos. La revolución es el salvoconducto; la reforma es el sostén. El alterhumanista condena a la revolución, pues su hecho es cruento con la comunidad, pero es consciente de cómo en los sistemas más afectados es la única forma de proceder a su reajuste, despertando a las conciencias dormidas. La pena que

lleva el alterhumanista occidental se basa en la asunción sobre cómo tal vez Occidente deba padecer las llamas de una revolución para poder aplicársele su «recambio social» pertinente: su única guerra justificada. El mero arte de la guerra, o lo que es lo mismo, toda guerra que no se haga para permitir verdaderamente a sus individuos acceder a la opción de su libertad humana, asegurando a su vez que los medios posteriores que se van a aplicar darán buen fin a este propósito, es un crimen ante cualquier ojo humano. El mal de las corrupciones de nuestro sistema no es causa única de las acciones pasadas, y tampoco ha de ser su consecuencia la mera queja mientras asumimos con tristeza lo que nos deparará. En cambio, debemos ser conscientes de cómo el progreso pasa tanto por la acción presente como del aprendizaje del pasado. No consiste necesariamente en emular aquello que en su momento tuvo efecto, pues difícilmente su extrapolación a la actualidad puede llegar a tener el mismo efecto. Si queremos limitar la causa de nuestro desastre debemos, como humanos que somos, adaptar lo que conocemos a las circunstancias. Será un sacrificio duro, y quizá la sensación de no obtener progreso nos hará confirmar que no es este el camino que nos reporta mayores satisfacciones. Sin embargo, nunca lo debió ser, pues el ser humano no busca el placer como fin. Recordemos: si queremos asumir el alterhumanismo, debemos entender que nuestro devenir siempre es incierto, y las acciones que realicemos pueden tener resultado en nuestra existencia presente o una vez superemos el fin de la linealidad cronológica. Nuestro sacrificio hoy puede resultar en la mejora de las generaciones futuras, y este es un fin loable. Estamos llamados como individuos a trascender. Por ello, estructuras que más que avanzar tan solo se mueven en círculos producen exasperación entre sus habitantes. Estas pueden adoptar distintos nombres y métodos que sirvan como justificación para que los sujetos las tomen como válidas, mas todas ellas resultan en un mismo fin: mantener impertérritas los condicionantes impuestos. Véase la religión, cuya esencia es en sí la búsqueda por la trascendencia del ser, elemento crucial de la humanidad, si bien

no son pocos los sistemas que corrompen su empleo ¿Es por ello justificado su odio? En todo caso el descrédito contra los que emplean su apelativo para justificar acciones del statu quo, así como la revitalización para aquellos que promuevan su finalidad verdadera. Del mismo modo, hemos de proceder con cualquier otra premisa que busque de forma premeditada deconstruir los elementos que nos hacen humanos para imponer valores absolutos que limitan nuestra independencia. Así, el nacimiento del alterhumanismo en sistemas corrompidos nace de la denuncia contra estos gestos maliciosos. La juventud, aquella que tiene más posibilidades de resultar la abanderada del alterhumanismo, vive en una auténtica hecatombe de recursos: sueña poco, o demasiado, mas en todas sus facetas actúa de manera limitada por la mala praxis en su aprendizaje y enseñanzas. Sus carencias se retroalimentan entre esta y los sujetos más longevos, por lo que se ha de recuperar el amor por lo extinto y lo vivido, propiciando de paso la independencia de los jóvenes. En esencia: demostrar que la juventud vengativa tiene poder de convicción, y para ello debe ser consciente de lo que ha ocurrido y lo que está por ocurrir, evitando que se aflijan por asumir que su independencia como seres humanos no está asegurada. Por supuesto, ya decíamos que no todos los sujetos necesariamente han de elegir el camino del alterhumanismo, pues nacer en la elección puede conllevar incluso a que reniegues de tu voluntad para perseguir lo que nos hace humanos. Aunque esto puede resultar altamente deprimente, es un mal menor de nuestra naturaleza imperfecta, siempre y cuando el deseo por ser humano en la comunidad y su sistema sea más fuerte que seguir los pasos del siervo o del amo. De ahí la necesaria anunciación del alterhumanismo occidental, pues ante las premisas implantadas nuestra juventud evidencia un mayor afán por lo segundo frente a lo primero. Con respecto a aquellos que no necesariamente desean asumir su condición humana y todo lo que implica para su devenir, su poder de atracción hacia el conformismo puede hacer que muchos de los que se aventuraron en el camino de lo humano renieguen de seguir portando una empresa tan pesada. Es por ello que estas gentes representan un enemigo sin par, «de

números solo sustituibles por las estrellas del firmamento». Mas no por ello debéis despreciarlos, sino instruirles para que abandonen su desdicha. Incluso de aquellos que no desean abrazar lo humano se pueden extraer aprendizajes, pues todo valor que podamos encontrar como individuo será bienvenido, mas toda imposición que se intente realizar ha de condenarse, incluso si su causa es preciada. Invitad; no exhortéis. Sin embargo, existe una realidad insondable, no siendo otra que la necesaria asunción de cómo ningún ser, en cualesquiera que hayan sido los sistemas en los que ha cohabitado, es capaz de alcanzar la infinita liberación de los valores absolutos. Nuestra limitación como ente social, y la propia inercia hasta del sistema más perfecto por poseer alguna corrupción en sus entrañas, hace que incluso el sujeto que asume con mayor satisfacción su carácter humano posea alguna noción absoluta e inculcada. Ello explica por qué no hemos de desengañarnos con el ignorante y su enseñanza. Abocados a una nueva era, nuestro sistema occidental no está preparado para asumir los avances que ante él se abalanzan. Sin necesariamente temerlos, hemos de ser conscientes cómo ante la venida de novedosas interpretaciones sobre el sujeto, como el transhumanismo, también debemos aplicar las reformas para evitar que estos acontecimientos pasen de oportunidad a desastre ante nuestra incapacidad para ser asimilados. No consiste en alabar ciegamente el progreso o condenarlo categóricamente: hemos de resultar críticos y asimilar los cambios como incierta oportunidad, tratándolos como un espacio donde el sujeto puede seguir buscando su trascendencia. Todo lo alterable puede conllevar a un aprendizaje, e incluso hasta el mayor de los errores puede suponer una mejora. Por ello, y para llevar a buen término el proyecto alterhumanista, necesitamos destacar aquellos valores que nos hacen valedores del calificativo humano. Nuestra noción de arte e inspiración, unidos a la felicidad como bien intrínseco de nuestro ser, así como el amor, motor que alienta a la humanidad, se deben convertir en los bienes más preciados de nuestro género. Su promoción ha de volverse común denominador en todos los sistemas y comunidades. Son la esencia misma de lo que nos hace humanos, y por ello suelen caer en desgracia cuando

los malos hábitos atacan a nuestros modelos. El alterhumanista debe buscar su preservación y promoción hasta en aquellos que reniegan del camino de lo humano. Pues mientras pervivan estos valores, la humanidad no estará perdida. Ahora es el momento de elegir tu camino. Tus decisiones son las que finalmente terminarán por definirte. Creo fervientemente en el alterhumanismo como parte de mi persona, como elemento que dota de sentido a la existencia humana. Recuerda: no es inconsecuente con su naturaleza quien no escoge el camino de lo humano. Lo es aquel que no permite que otros lo sigan.

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