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Sujeto, cuerpo y espíritu ¿Dejaremos de ser humanos?

volviéndose un verdadero ser que contrae méritos para ser perfectamente fusilado por cualquiera de los bandos enfrentados. Su condición no será para siempre: toda llama ha de extinguirse, porque todo ser puede pacificar, sin necesariamente estar en paz, su existencia. Ello implica que, aunque con el tiempo termine siendo ceniza, jamás volverá a resultar conformista, y en su psique seguirá rezumando un sentimiento de lucha. La esencia de la juventud vengativa no perece en quien la desarrolla, esa es su terrible premisa. Tendrá que luchar como solo una conciencia humana lo hace para sobrevivir ante su insatisfacción, siendo contrario a la conciencia inculcada y satisfecha, que no lucha. Los satisfechos creen más apetecible ser migas de pan y circo, contentarse con el mero existir y entender la «felicidad» como un valor en búsqueda, siendo esta una de las más grandes falacias de nuestro sistema Occidental, compañera de la mayor de las corrupciones, nacionalismo. Recordemos: el sujeto en paz no es buen sujeto. ¡Ay, qué serán de los ángeles, tan puros, si tal es su compasión que se acercan demasiado al cazador! SUJETO, CUERpO y ESpÍRITU ¿DEJAREMOS DE SER HUMANOS?

El cuerpo, y de este lo humano, han sido objeto de deseo y consideración; exaltación y pudor. El espíritu, a veces disociado del cuerpo, otras conforme a este, se ha tratado en los albores del pensamiento de Occidente como la mitad que configura aquello que hace al ser. Dos maniqueísmos de visiones tanto parasitarias como simbióticas que sin embargo se suelen tratar como dos conceptos de simbología diferenciada. El primero es biológico y natural; el segundo es el que nos hace concebir al primero como tal, otorgándonos la codificación para disociar o recombinar ambos aspectos según le plazca a la línea de pensamiento pertinente. Sin embargo, ambos son sinónimo de lo humano, y poco importa si aquel que, en su disociación, conciba a su espíritu libre y a su cuerpo preso: su verdadero designio finalmente dependerá del peso que le aplique a uno sobre otro y, por tanto, aquel que domine será lo que represente su humanidad. Por supuesto, ambas percepciones son diatribas

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contrarias al verdadero propósito de lo humano, quien con independencia de tan banales afirmaciones su mayor objetivo es obtener la trascendencia hacia valores elevados. Por ende, no es tanto creer en las transformaciones corpóreas para reconvertir al espíritu o viceversa, sino en la convicción que le otorgamos a las acciones que realizamos y sus propósitos; si permanecemos abstraídos en valores impuestos o nos liberamos de los absolutismos. Esto es lo que realmente cuenta en la configuración del hombre y la mujer. Tiempos de cambio se advienen, como siempre se han advenido en la historia humana. Por ello, no es nuestro presente un evento paranormal, pues el instinto natural del ser humano siempre ha sido su disposición por lo cambiante a lo largo de su devenir. Los sujetos se transforman constantemente, incluso es intrínseco en su biología. Nadie que perece lo hace del mismo modo que lo hizo al exhalar por primera vez, incluso aunque fuese su respiro primerizo el último de su existir. Por ende, todos aquellos que creen que el espíritu puede tratarse como algo inmutable, siendo este sinónimo de lo humano al igual que lo corpóreo, ¿no sería como contravenir las aspiraciones instintivas del ser? De igual modo, Occidente puede considerar esta manifestación de dos vertientes —cuerpo y espíritu; unidos o disociados— como un concepto que, sin necesariamente tratarse como lógico, se presta a su factibilidad. Mas existen sistemas que no contemplan, por ejemplo, la noción del cuerpo y su apreciación. El budismo históricamente ha despreciado lo corporal, y comprende que este es solo una carcasa despreciable. Contemplan el espíritu, el cual es una atmósfera vívida que se manifiesta a través de lo incorpóreo, siendo esta la fuente del aprecio, la belleza y todos aquellos fenómenos que incansablemente lo occidental ha hecho primar en lo físico sobre lo espiritual. No resaltan la concepción hedonística del trabajo y pulcritud del cuerpo, negando el ideal satírico que establecía Juvenal y que hoy algunos occidentales lo contemplan con idealización ¿Ello hace a los budistas corruptos en sus interpretaciones sobre lo humano? Al igual que dicha ostentación por Occidente no es tanto una corrupción como una errónea interpretación de si-

nónimos sobre lo humanístico, así sucede con la percepción realizada desde el budismo. Pero tengamos cuidado: caer en la tentación de estancarse en uno de los dos extremos, olvidando que aquello que realmente tratan son diferentes formas de reafirmar la condición del ser, puede servir de aliciente para la caída en la irreverencia de las masas, cultivando solo una parte de lo humano y dejando el resto en manos de un sistema decadente. Cuidémonos de subastar como mercancía lo corpóreo y lo espiritual como mero entretenimiento de los desalentados. La historia nos ha demostrado cómo esta tendencia ha sido origen de las más viles catástrofes. Ya advertíamos que el cambio se está produciendo, y en el presente la naturaleza física del ser se halla en entredicho, donde la capacidad de reconvertir su significado también amenaza al ánima. Pero antes de indagar en el susodicho, debemos traer a la memoria el histórico cambio de nuestra historia contemporánea. Cuando en Occidente fuera extendida la Primera Revolución Industrial, luditas irrumpían en las fábricas saqueando y destruyendo los engranajes de las máquinas que a su juicio pretendían acabar con el valor que su cuerpo ofrecía en el mercado. El trabajo manual en aquella época era extenuante, pero otorgaba servicio, traducido en forma de salario. Infame y apenas suficiente para sobrevivir, ciertamente, y aunque no podía hacer valedor al ser de su realización, al menos le ofrecía sentido de utilidad. Sin embargo, la maquinaria irrumpió y con ella las plantillas redujeron mano de obra. Ahora el ser humano trabajaba bajo la directiva de aquellos viles seres inorgánicos que traducían su empeño en mayor producción y eficiencia, con una capacidad tal que el cuerpo que tanto había sido valorado por lo occidental era incapaz de igualar. Algunos llegaron a advertir que este sistema, que se distinguió por nuevas revoluciones con el pasar de los siglos, traería sufrimiento psicológico y físico a las sociedades que asumieran sus «ventajas». Estos pensamientos prevalecerían en ciertos individuos incluso más de un siglo después de su primera aparición. Sea este el caso de Theodore Kaczynski, quien narraría como autodestructivo para la humanidad la industrialización. Por supuesto, cabe decir que todo aquel que simplemente se

limitase a contemplar los advenimientos del cambio con pudor y escepticismo estaba inevitablemente condenando el principio fundamental de cómo tanto el ser como la comunidad en la que habita inevitablemente tiende a cambiar. Aquellos luditas que acudían en las noches a destruir la maquinaria eran incapaces de practicar la reconversión social: no asumían los cambios del sistema en la búsqueda hacia valores elevados. Al igual que Kaczynski, toda visión hacia la involución de los sistemas conlleva un deseo de autodestrucción. Ello no desmiente, sin embargo, que ciertos procedimientos pudieran ser equivocados, siendo necesario aplicar ajustes. Las carencias de esta «Revolución» son innegables, y así lo hicieron ver movimientos póstumos como el marxismo, de cuya raíz bebía tanto del error de cómo aquellos cambios debían destruirse mediante el mal revolucionario como del acierto en el llamamiento de aplicar recambios para su mejora.

En nuestro caso, los sistemas están contemplando la venida de la «Cuarta Revolución Industrial». Revolución es sinónimo de angustia y conflicto, como así lo percibieron los luditas, cuyo advenimiento puede aumentar el desarraigo del sujeto ante el cambio tecnológico, concepto profetizado por Heidegger. Pero también traerá reformas y nuevas concepciones, fundamentalmente en torno a lo humano. Se habla de transhumanismo, el cual podría liberar la condición biológica del ser y descubrir nuevas identidades que antes no éramos capaces de concebir en el espectro de lo material. Ello nos haría preguntar a aquel que asuma dicho cambio, ¿es usted humano, o producto de lo humano? ¿Puede acaso compararse este evento al de un individuo engendrado por una madre, o por el contrario debe denostarse la asociación de conceptos? En absoluto. Desprenderse de lo físico no significa abandonar lo humano si el sujeto que lo padece se sigue percibiendo a sí mismo como tal, denotando su búsqueda por los valores elevados. De igual modo, si a una máquina se le puede otorgar humanidad, debe ser considerada humana, aunque en la base se deba a un resultado distinto a lo que actualmente concebimos exclusivamente como «aquello que puede hacerse humano». Este proceso es igual que los sistemas sociales cuando

nacen nuevos a partir de otros: no por ello dejan de considerarse modelos, pues en esencia guardan las mismas características de sus progenitores. ¿Está vivo? Esa no es la cuestión. La pregunta es: ¿cómo quiere vivir? Por otra parte, ante la incipiente oportunidad para alcanzar la inmortalidad, no debemos mostrarnos exultantes por obtener la victoria sobre la muerte. Recordemos que esta no necesariamente destruye al existir humano si consideramos la hipótesis del fin de la linealidad temporal. Sencillamente constará como una transición para ampliar nuestras percepciones. Para algunos podrá resultar objeto de deseo, pero ¿acaso no estaríamos cayendo en los mismos vicios que aquellos que simplemente se consagran a valores inculcados para alcanzar una paz infundada? ¿De qué sirve vivir siendo responsable únicamente de nuestro presente, si no somos capaces de abarcar todos los espacios que configuran a nuestro ser? Negar la muerte es contrariar parte de lo que nos hace humanos pues, al contrario que el transhumanismo, aunque el sujeto pueda seguir considerándose humano con la inmortalidad, estaría detestando la búsqueda constante por hallar solución a su incomprensión. Esta vez en término literal, no hace falta un cuerpo para llevar a cabo dicho cometido, pero sí hace falta humanidad para su consecución. Ello podría ser una carencia futura que abocaría al humano hacia la eterna incomprensión de los espacios de su existencia, así como su responsabilización por las acciones acometidas en los mismos. La Cuarta Revolución Industrial será una debacle como cualquier otra revolución, pero su progreso resulta hasta ahora inexorable. Incluso sin darse no necesariamente implica el fin del cambio humano, sino tan solo el emerger de una reforma alternativa que se ejercería para limitar dicha revolución y dar pie a otra. El ser humano está en constante evolución y aplicación de reformas, y no por ello ha de dejar de lado lo que lo configura. No por un par de pistones que socaven nuestro origen biológico debe significar que el sujeto ya no ha de considerarse tal. Temed más, en cambio, lo que en nuestro presente advertimos, pues si los valores absolutos y corruptos de Occidente acaban absorbiendo a toda su sociedad, será cuando lo occidental perderá su

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