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El poder de las élites ancianas

mediocre ha de dar buena labranza a la tierra. Pero ¿estaríamos con esta consideración encasillando al ser en una disyuntiva de válido-incapaz? La elección que haya realizado el ente, aunque fuera contraria a su humanidad, es respetable mientras no imponga con ello restricciones a los que sí tomen dicho camino. Las valoraciones maniqueas, positivas y negativas, son en su mayoría formas de aplicar el statu quo, siendo lo considerado «agradable» o «adecuado» lo que ha de prevalecer. Por otro lado, nada imposibilita que ese mismo sujeto pueda con el tiempo volver a su estado de mediocridad y siga el camino de lo humanístico. Entonces, ¿está bien ser mediocre? ¿Debemos aspirar a la mediocridad? Parece un mal chiste, pero esto se debe al efecto que provocan las percepciones previas que se nos ha impuesto con respecto a lo que simboliza el vocablo. No nos confundamos: como tal, esta no resulta un objetivo a alcanzar, siendo un estado que únicamente se da cuando el ser replantea sus elecciones vitales, no teniendo así otro propósito que escoger qué le deparará. Es decir, la decisión realizada en la mediocridad no se hace por el para qué, sino por el cómo. De esta forma, debería denominarse mediocre a un estado transitorio donde aún está todo por definir, lo más cercano que un ser o comunidad están de alcanzar una especie de homeostasis antes de establecer lo que realmente le deparará su existencia. Esto es lo que explica por qué no puede ser un objetivo que conquistar. Recordemos: el sujeto en paz no es un buen sujeto. No tema a la mediocridad, humano, pues todos la hemos ostentado antes de decidir sobre nuestro devenir. El tiempo discurre, pero carece de límite para tomar la elección. Sin embargo, permítame preguntarle: ¿cómo desea vivir? EL pODER DE LAS ÉLITES ANCIANAS

El poder puede concebirse bajo dos perspectivas: constructor o de ambición. Ambos no generan dicotomías, en todo caso pueden diluirse en corrientes alternativas, combinándose e incluso erosionándose mutuamente. Empleamos estas diferenciaciones como visiones alternas a lo que sería únicamente citar la etimología «poder» indistintamente de nuestra referencia, lo cual podría llevar a confusiones.

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Poder como ambición refiere a todas aquellas percepciones y variantes clásicas sobre el mismo: desde la autoridad política hasta el monopolio de la violencia y la dominación según Weber. Es, en la esencia de Foucault, condicionar al individuo para la realización de conductas dirigidas hacia un fin, sea esto mediante coacción o incitación, con referencia directa a la orden o de manera infundada. Desde dicha perspectiva, incluso se consiente como cualidad natural del ser, pecado original que nos bestializa hasta los colmillos y las garras. El poder de ambición ciertamente se ha manifestado y ejercido durante generaciones, pero no por resultar cualidad natural de cualquier individuo, sino por estar sometido a condicionamiento. Es decir: el poder de ambición ejercido desde un sujeto a otro consiste en la capacidad para condicionar a un individuo en el ejercicio de una acción, siendo a su vez dicha capacidad un efecto que también se le ha condicionado. En sí, el poder de ambición infunde y es infundado; su autoridad se retroalimenta en la persona y en su concepto. Los sistemas de valores corruptos generan este efecto, y con él se aplica en aquellos individuos que lo ambicionan. Por ello, no se constituye como una característica naturalmente humana, y todo aquel que la posee tiene capacidad para liberarse de este. Así, en todo sistema corrupto se genera poder de ambición, pero no todos los individuos dentro de su estructura lo poseen.

El poder de ambición no necesariamente ha de resultar condenable, pues no solo este forma parte de reyes y gobernantes, sino que todo colectivo humano calificado dentro de los patrones de una comunidad puede albergarlo como resultado de su propia posición en el sistema ¿Puede acaso el policía que dirige el tráfico durante un atasco considerarse un ser vil, aunque en su deseo estuviera convertirse en agente, otorgándole ambición de poder? ¿Incluso aunque dicho policía se inserte en un sistema corrupto, resultando menos perfecto que una concepción elevada del mismo? ¿No podría ser quizá un poder constructor? ¿Limita necesariamente al poseedor de una ambición de poder escuchar a su fuero interno y no quedar a expensas de los valores impuestos, o solo se aplica este principio para aquel que padece contra su espíritu el ejercicio de la autoridad? Ello demuestra la

volatilidad del poder, donde nuestra única certeza solo prevalece más en su manifestación que en el efecto que provoca. En cambio, el poder de construcción es aquel orientado a toda persona de cuya capacidad se obtiene liderazgo como reconocimiento natural, o lo que es lo mismo, resulta una cualidad que la comunidad puede naturalizar en ciertos individuos, incluso aunque estos no sean conscientes de dicho efecto. El sujeto, carente de toda ambición al respecto, pero sabedor de la existencia de poder, le es otorgado el susodicho por su capacidad para infundir «recambios sociales», o sencillamente porque en su esencia alberga los valores que lo hacen interna y externamente apto para ello Al contrario que el poder de ambición, el poder de construcción puede poseer autoridad o no, y no precisa de una persecución para su obtención más allá del consenso que obtiene la comunidad para aplicarlo en el individuo. Tampoco refiere a profetas ni Mesías: es la voluptuosa fuerza interior en la búsqueda por la verdadera esencia humana que permite exhumarse hacia otros sujetos. De igual modo, existe la ausencia de poder, la no reclamación ni imposición de este en ninguna de sus formas, el cual es quizá una de las más terribles características que se pueden llegar a poseer. Aquel individuo que ni siente ni padece poder está condenado a perder sus valores humanos. Su falta no niega necesariamente la inexistencia del poder, sino que genera un escenario alternativo: la idea del «querer es poder». Es la creencia de cómo por mera voluntad, mas no acción, se practica obediencia y asunción de los términos absolutos. Este es el poder ciego, el que no se concibe pero existe en la persona; aquel que deviene del propio ejercicio de la ambición de poder sobre un individuo que no reniega los valores impuestos. Es la máxima corrupción, aquella que promueven las élites ancianas. Decía Pareto: «la historia de las sociedades humanas es la historia de una serie de aristocracias». En su creencia económica, concebía a las sociedades, y por ende a los sistemas, como resultado de la circulación de las élites. Además, en su resultado tendía a poseer una evidente predisposición al mantenimiento del statu quo del poder, reforzado por la idea de que la desigualdad era a efectos prácticos un elemento natural de cualquier co-

munidad, donde toda pretensión de subvertir a la élite era considerado un proceso anormal. Sea este un ejemplo más del primer paso para comenzar a concebir las nociones existentes sobre las élites ancianas y su prolongación como falsos ídolos que han destituido las bases que las viejas glorias históricas procrearon en su inicio y que ahora deben transformarse. Estas élites se han apoderado de los tronos en los que antaño se sentaban los sistemas libres de corrupción, ahora retorciéndose en sus tumbas, compungidos por saber que comparten corona con aquellos que destierran el avance del ser hacia su trascendencia, sumiéndoles en la búsqueda ilusa de valores impuestos como fin para hallar una supuesta «iluminación». Sin embargo, en cada paso que acceden a realizar bajo la atenta mirada de los ídolos corruptos, más se ensombrece su camino hasta caer en el círculo vicioso de perseguir principios que no tienen peso en la esencia humana, pero que de no hacerlo su condena será el ostracismo del sistema que los vio nacer ¡Y qué puede hacer un ente que ha sido concebido en una comunidad que creyó suya, pero que entiende cómo sus predicadores solo pretenden el poder como el querer! Por supuesto, este debiera desligarse de semejante mal, vincularse a un nuevo motor: generar un recambio. Sin embargo, el ser humano no es tanto débil como dependiente, y necesita de sus hermanos para sobrevivir. Si nadie le sigue en su empresa, solo cabe esperar de él una muerte espiritual y física honrosa, sacrificio que no muchos están dispuestos a asumir con tal de hallar valores elevados. Además, la búsqueda individual de estos, ignorando al resto de ciudadanos corrompidos, tampoco es la más adecuada de las soluciones. Los Mesías que proclaman para sus adentros son cínicos, y su sufrimiento innecesario. Aunque un sujeto asuma que su fin es la búsqueda de los valores elevados, la eterna guerra contra sí mismo, si no tiene ayuda del otro jamás logrará su plena consecución. Los iluminados que perecen ermitaños son a lo máximo un bello ornamento para quien los descubra. Las élites envejecen, y a su paso se vuelven cada vez más erráticas. No responden a nombres de sujetos, pues se han hecho parte de sus estructuras: son pura corrupción. Ellas ahora generan la ambición de poder que, sin ser necesariamente

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