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La mayor de las falacias

el susodicho. El arte precisa tiempo, pero el tiempo no solo vive para el arte. Amén de todo ello, que si cantas elévate entre los focos de tus emociones, aunque todo sea negro. Solo debe quedar la brillantez de tu reflejo. La inspiración es la más bella estación del año, y tan rápido deviene y perece será, como la flor de la tundra, la excepción que devuelve la esperanza al valle. LA MAyOR DE LAS fALACIAS

No suele persistir en la existencia del ser todas las visiones que una vez concibió, olvidando unas, reafirmando y descubriendo otras. Sin embargo, rezuma dentro del corazón de toda persona una tendencia hacia la consideración de la felicidad y cómo obtenerla, no logrando generalmente consenso ni siquiera entre los miembros de su comunidad. Continuamente somos conocedores e ignorantes de los dichosos y desgraciados, y en nuestra psique buscamos asemejarnos a los primeros y rehuir de los segundos. No es en absoluto la desgracia aquello que un hombre o mujer cuerdos desearían tener, pero no por ello han de caer en la atrayente falacia de su contraria. Lo feliz se ha degenerado en nuestro sistema actual para arrastrarnos a percepciones que nos alejan de la verdadera condición humana. Felicidad hedonista es la macabra expresión que hemos adjuntado a las víctimas de su atrayente premisa, no siendo otra que evitar el dolor del sujeto por asociar dicho evento con la desgracia. El consumismo y la sociedad del espectáculo y de lo efímero nos venden como semejantes ambas ideas, siendo una confusión que nos hace más proclives a la pasividad frente a lo impuesto si con ello podemos rehuir del sufrimiento. La felicidad es pues una de las mayores falacias existentes, no porque en sí se halle su mal, sino por haber sido objeto de la deformación de su sentido y aplicación. Esta es igual que el amor o la inspiración en el ser: fuente inagotable de capacidades que hacen a la naturaleza humana. Sin embargo, la felicidad no ha de ser complaciente, pues no existe ser humano que en su esencia lo sea, y siendo esta tan simbiótica con lo humanístico, pretender una misiva distinta es contradecir nuestro existir. Por supuesto, ello no necesariamente significa

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que las personas no puedan mentirse a sí mismas ante dicha propuesta: no son pocas las que viven inmersas en esa felicidad vacía de propósitos. Pero tampoco es un fin en sí, pues su valor concentrado nos es intrínseco; su persecución, aunque siempre parte del sujeto que se define humano, nos puede arrastrar hacia objetivos carentes de sentido elevado. Perseguir la felicidad bajo doctrinas que lo establecen como un método orientado a fines suele tratarse como una falsa ambición que exhuma poder ciego. El consumismo de nuestra sociedad nace por causa de este escenario. Es en lo epicúreo donde se ha sumido Occidente. La más banal de las felicidades, aquella carente de una simbología humana. Para resucitar al sistema dormido no debemos renegar de la felicidad: hemos de extraer su verdadero potencial, aquel que subvierte todo peligro de endiosamiento u obediencia. Felicidad también comporta dolor y sufrimiento, pero es en el regocijo por ser parte de lo que nos define en donde hemos de asumir su verdad. Si la trascendencia de los valores es el objetivo humano, sabemos que no debe haber ente que esté en paz con su existir, y en esa deliberada lucha contra la incertidumbre, causa de su angustia, también puede encontrar felicidad. Es la autorrealización misma por asumir su propia existencia y lo que deviene de ella, sin estar sujeto a valores infundados, lo que realmente puede hacer dichoso al individuo. No se basa en persecuciones doctrinarias, ni en evitar resultar agraciado o desdichado con ella. Así, lo máximo que se podría considerar como felicidad en lo humano sería la relatividad y búsqueda constante del ser por lograr su trascendencia. La cotidianidad de la persona aplicada a la más alta de sus valoraciones, la aspiración a la obra de uno mismo sin obstáculos ni limitaciones. Una felicidad incomprendida, ciertamente, y que para desgracia de Occidente no se llega a denominar tal. Pero esta es la única verdad dentro de la falacia de su significado, deformada y alterada para beneplácito de los malos hábitos de sistemas corrompidos. Pero ¿puede acaso la felicidad que propugnamos considerarse tal, si para que ella surja no deben existir limitaciones y en su defecto nos hallamos limitados por la comunidad a la que debemos nuestra existencia? ¡Ilusos! Cuántos justificarían

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esta percepción para así buscar lo placentero que es creerse su falacia ¡Cómo podría ser limitación aquello que nos hace humanos! La comunidad y su sistema es parte de nuestra convivencia, y precisamos de ellos para hacer valer nuestras luchas internas y alcanzar valores más elevados. Si ante ti se erige un ente que tratas de obstáculo, es tu propio espíritu quien está poniendo barreras a tu verdadera identidad humana. La felicidad es motivo de convivencia y comunidad. Cierto es que el sujeto puede obtener parte de su esencia por sí mismo si logra las bases de lo humano y asume el propósito que lo define, pero dicha autorrealización precisa del hermano. La existencia de una persona se forja en base de la existencia de otra. Feliz nace del latín felix o «bendecido para la fecundidad», lo que promulga en su raíz que todo aquello que el ser siembra bajo los fundamentos humanos se hace proclive a obtener la felicidad. Si no se transmite como una semilla, resulta infecundo. Su existir, y todo lo que deviene de él, es la base misma de la felicidad. Dicha afirmación puede resultar una vana certeza en un mundo lleno de inseguridades. Invita a desconfiar sobre si tal vez sea el existir, lugar donde lo compungido y lo placentero se unifican de forma opaca, lo que pueda hacer creer que este concepto sea ingenuo y ambiguo. Aun sin una definición adecuada, es esta expresión la única que realmente hubiera de obtener consenso, debido al hecho de cómo aquella que nos impusieron resulta más en una serie de pretensiones holísticas únicamente válidas para quimeras. Triste resultado es asumir la felicidad como falacia, pues a pesar de ser parte de la esencia misma de lo humano y siendo un hecho ya alcanzado en las sociedades corruptas, busca presentarse como objetivo a batir. La humanidad actual, aun habiendo obtenido la felicidad, trágicamente no es feliz. Y ahora nos vemos obligados a la aplicación del «recambio social» para perseguir a su terrible doppelgänger, aquel que ilusamente afana tanto a amos como esclavos sobre el sistema que dormita.

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