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Pues, ¿qué es Occidente? Restituir a las viejas glorias………............……………………...…29 Más allá de la acracia…………………................…………………32
estancar su sistema como ocurre en lo occidental. La noción del «querer es poder» resulta temerosa, pues atiende, tal y como explicita Nietzsche, a contentarse con creer cómo de propia voluntad, por mero querer el liderazgo, se va a ejercer la obediencia. Esto solo nos lleva irreversiblemente a la asunción de términos absolutos en su doctrina que les hace creer que cada obstáculo de resistencia que superan en su imposición se debe a su voluntad de trascendencia. Los ideales de autorrealización del ser humano que propugnan quedarían entonces subsumidos al cumplimiento último de esta noción, cuya incoherencia es sinónimo de la mala guerra. Aprendamos de quiénes negaron a Occidente, pues de su sufrimiento surgió una catarsis que los ha catapultado hacia nuevas visiones que permiten al ser buscar la absolución de las consideraciones absolutistas para regocijarse en el relativismo. Rusia nos ha demostrado cómo de un sistema en desuso, por medio de recambios sociales, puede nacer un precedente para la creación de otro de reforma y avance. Más Occidente no ha de copiar los procesos ni adaptar sus valores como la esponja que fue primero la Rusia condenada, pues se verá inmersa en las mismas revoluciones y guerras de incoherencia que les sucedieron a los rusos. Ya nos hemos sometido a esa vivencia a lo largo de nuestra historia. En contraste, debe aseverar la necesidad de mejora e iniciar los mecanismos de recambio social para volver a poner en marcha la maquinaria de su modelo. Solo así podrá recuperar la humanidad para atender posteriormente a las deficiencias del sistema y acceder a la trascendencia de sus valores. Ello no hemos de entenderlo como una voluntad, sino como una inercia necesaria. pUES, ¿qUÉ ES OCCIDENTE? Aquellos que hemos tratado de buscar los límites de Occidente nos hemos visto abocados a la ironía de este obstáculo, el cual es en su esencia el único concepto de limitación que podemos atribuirle a lo occidental: su linde abstracta. En cuanto a su frontera física, debemos señalar que no existe tal, pues en su propia geografía delimitada por las disciplinas de lo social existen factores de escisión que jamás podríamos llamar «de Oc-
cidente» y, aunque en su origen muchos refieren a las orillas del Mediterráneo, tanto o más hemos de debatir este respecto. En todo caso, tratamos a Occidente como un sistema herencia de otros, al igual que esos otros fueron en su momento modelos de otros anteriores, cuya evolución ha dado funcionalidades propias a raíz de las separaciones de los modelos que los vieron nacer para lograr la supervivencia de sus valores. De ahí la licitud de la escisión, pues es un devenir natural de los sistemas para el avance social, intrínseco en la evolución humana. Habrá quiénes reclamarán: ¿no es entonces preciso favorecer la escisión de ciertas comunidades occidentales de lo occidental establecido para fomentar la construcción de otros sistemas útiles? Yo les contesto: ¿y quién les niega dicha iniciativa? Promovamos el emprendimiento y la independencia, mas no convengamos con ello el aceptar la destrucción de modelos ya existentes y cuya corrupción no se da por carencias, sino por falta de funcionalidad. Occidente, ejemplo de tal corrupción, debe cambiar, no extinguirse. Si lo hiciéramos, estaríamos subvirtiendo las bases de la necesaria existencia de modelos heterogéneos y múltiples, pues la búsqueda de valores elevados parte de las síntesis de las estructuras funcionales presentes, y en su multiplicidad nos regocijamos ante el encuentro de mayores combinaciones para propiciar dicho avance. La historia es testigo de cómo aquellos que se abanderaron de la idea de crear nuevos sistemas acabando con previos promulgaron la aniquilación. Sin embargo, todos los imperios y civilizaciones perdidos no deben ser ya motivo de lamento, pues devolverlos de su destierro atraería a los mismos bárbaros que los destruyeron. Sería un espectáculo más para los libros de historia, lo que acabaría desvirtuando el objetivo de su obra. Clasificar a Occidente siempre resultó idóneo cuando este se establecía desde el antagonismo, o lo que es igual, mediante la definición de cómo quienes se consideraban «occidentales» entendían aquello que era fuera de Occidente. Las visiones variaron, igual que el avance de los valores humanos junto a las constantes reconversiones del modelo de Occidente, hasta que hoy su noción no es más que un espejismo de lo que en su pasado pudo considerarse. Lo que hemos de preguntarnos en-
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tonces es lo siguiente: ¿hasta dónde abarca hoy la corrupción de Occidente? ¿Qué linda con lo occidental? De la primera cuestión hemos de señalar que todo aquello que fue tocado por la mano de Occidente —y prevaleció— se halla hoy en el mismo estado catatónico que este sistema. Hablamos, como es de suponer, en el marco de lo abstracto, que como bien estipulamos son apenas los únicos límites que existen para determinar qué es Occidente. Por ende, cuestiones geográficas como regiones supuestamente fuera de lo que hoy vemos cómo Occidente, pero en su momento anexadas a este, así como factores económicos y políticos, cuya variabilidad es solo producto posterior de la evolución de los sistemas, deben permanecer apartados del cómputo. La consideración de occidental, al igual que aquel fuera del mismo, pertenece a una condición mental, donde no basta la negación o constatación de pertenencia a uno u otro bando, sino la asunción por parte del sujeto de haber desligado, o asumido, los valores que consideran mores civitatis cada comunidad. Esto justifica por qué la cuestión geográfica debe quedar apartada, pues en aquellas zonas entendidas históricamente como Occidente conviven grupos que evidencian sistemas de valores distintos a lo occidental. Véase Rusia, perteneciente a Europa, región que ciertos filósofos e historiadores establecieron, de forma holística, como la cuna de Occidente, pero cuyo modelo es hoy la viva imagen de la negación a Occidente. Aunque en ella también hay trazos de lo occidental, no padecen de confusión con respecto al espacio que ocupa cada modelo, sino que esta división resulta en un reforzamiento de sus propias bases, cuya evidente diferenciación les vuelve genuinos y funcionales.
El dilema de qué era y es nuestro modelo se hizo a la simplificación y falsificación que la humanidad realizó con respecto a su origen a través de las generaciones, lo que evidencia una de las condenas de nuestro sistema, aquel cuyos valores conocen los occidentales, pero que por falta de ubicación los lleva al hedoné del statu quo. Hemos obligado a construir la historia del mundo en base a Occidente, pero ¡ay de nosotros! No hemos sabido construir la nuestra a través del conocimiento de sus
límites, tomando como referencia al ajeno para considerarnos a nosotros mismos ¡Cuánta angustia, cuántas guerras nos habríamos ahorrado de haber tratado de delimitar a Occidente, aunque tan solo hubiera sido una orilla del Egeo con su Adán y Eva particulares! Desgraciadamente, hemos tenido que esperar a la corrupción de nuestro sistema para que el humano pudiera darse cuenta de lo grande que es Occidente, pero lo mal delimitado que se encuentra. Son los sistemas ajenos al nuestro los únicos en los que ahora nos podemos apoyar, pues solo ellos son capaces de delimitar en sus percepciones qué es de lo occidental. Estamos embebidos de forma demasiado temprana en las incertezas, pero aún seguimos manteniendo el maniqueísmo entre Occidente y fuera de él, como si fuera acaso esta la relación a nivel macro de la dinámica del creyente y no creyente ¡Y qué más nos queda si hemos vivido encerrados en una torre de marfil! Mas no podemos negar, dado nuestro desarrollo estancado, lo único que todavía nos permite definirnos. Para aquellos que han repudiado escindirse de lo occidental, esto es apenas su vía de escape. Entonces ¿qué nos queda? Limitarnos a engañar dicha incapacidad con un sistema paralelo, uno que promueva la gobernanza del humano occidental sobre el humano occidental, donde sean los valores expresados aquellos que actúen de filtro para delimitar la noción de qué es Occidente. Ello permitirá conocer sus límites y la forma del sistema, favoreciendo conocer las causas de su estancamiento y propiciando el «recambio social» anunciado. Aunque peligroso, solo la asunción de este valor absoluto podrá llevarnos a la aspiración de su trascendencia. Es evidente: los límites de Occidente son la propia consideración de qué es occidental, y la búsqueda constante por su definición de acuerdo con las declaraciones popperianas, lo único capaz de definir su condición.
Muchos han sido los que se han prometido a sí mismos como el cambio del sistema corrupto, decadente y repleto de podredumbre, sea este Occidente u otro. Mas, ¿es realmente su tesis motivo de evolución, o tratan de volvernos cómodos con la idea de un «libertador» al cual si cedemos las riendas de nuestra existencia todo quedará resuelto por la vía de la imposición de valores absolutos que sanen la incertidumbre? Las viejas glorias históricas, que no el concepto de «vieja gloria», deben reminiscencias a su pasado, figuras que de sus manos se desprendieron los ideales del cambio hacia valores elevados que buscaban la trascendencia del ser. Sin embargo, hijos de su tiempo, su restitución y búsqueda por emularlos hoy no hace sino oscurecer a la humanidad, donde la historia de estas glorias de archivador solo ha de aprenderse para apreciarlas en la actualidad, no para asemejar sus acciones. Tengamos cuidado: con esta afirmación no hemos de aseverar la condena de los sistemas que pervivieron atrás en el tiempo y aún hoy lo hacen, pues no son en su caso los restos de antaño, sino de un presente renovado que ha logrado reconvertirse. Ellos mismos son viejas glorias, y por ende han de preservarse, no para que se mantengan estáticas, sino para propiciar el continuo flujo de la funcionalidad de un modelo que pervive más allá de la línea de su extinción. Dicen los falsos profetas y adúlteros de la búsqueda por la trascendencia del ser que pueden cargarse de los mismos elogios de los que se revistieron aquellos que lograron llevar a la sociedad hacia un nuevo escalón evolutivo. Cuidémonos de sus palabras, pues no queremos sacar del cementerio a los que ya cumplieron con su deber. Si hemos edificado el muro, ¿para qué atravesarlo? Si hemos construido el salvoconducto, ¿para qué elevar paredes? Si únicamente es para demostrar la creencia de que pueden superar a los maestros que alaban, ello no es trascendencia humana, sino mera vanitas vanitatum. Solo si es por el deseo de reforma, por la inercia del ser que se precipita a explorar y romper con los conceptos absolutos ya asumidos, las viejas glorias podrán restituirse en dicho
sujeto o ente conjunto, cualesquiera sean sus orígenes, siempre y cuando lo que los mueva sea un afán por los fines superiores. No es cuestión de esperar Mesías ni venidas, quién lo diría, es parte de la voluptuosa fuerza interior que mueve al hombre y a la mujer hacia objetivos que desconocen, pero que consideran necesarios. Este efecto, si es imprevisto, suele llevarse como fin hacia el resto de los fines; si es necesario, de todos los fines hacia uno último. Para ello, antes han de resultar sabedores de su propia necesidad de existencia y el espacio que ocupan, deben despertar las dormidas conciencias que se han congregado en torno a la irreverencia de su propia vida sin tan siquiera saberlo. Con el fin de restituir a la vieja gloria de la reforma, se precisa la noción de uno mismo para comenzar a hacer funcionar los sistemas y enderezar las deficiencias. Así sea con Occidente, que dormido se le va el oxígeno y debe abandonar su onirismo para no ahogarse en una dulce muerte. Por ende, aunque violento sea el despertar, mil veces preferible a caer en los brazos de un falso profeta de viejas glorias, o escindir su propia conciencia en mil pedazos para que esta viaje libremente hacia nuevos entornos, dejando lo poco que queda del huésped en un estado comatoso, a la espera de un trágico final para él y el medio que lo acoge. Una de las condenas de la existencia de falsos ídolos es la atracción que ejercen, pues cierto es que a hombres y mujeres se les ha inculcado una idea de ilusa libertad en muchos ámbitos, condicionados por realidades que deberían superar para liberarse. Y como libertad es una palabra de doble filo, y su mera mención ha sido motivo de odas y alabanzas, hasta el más tirano justifica su despotismo con ella mediante el seudónimo de «libertador». Del latín libertas, hace de la cualidad de aquel que es libre. Irónico su fin, pues, ¿quién es libre, aquel condicionado para que lo crea, obrando como tal, o quien teniendo la oportunidad para serlo no lo desea, aunque haya escapado del condicionamiento del huésped anterior? Libertad es un ideal solo apto para devotos: es tan complejo su nivel que no se concibe en palabras, sino en hechos. Ello lo hace interpretable hasta el hastío, elevándolo a una noción de máxima relativización en su empleo, lo que explica por
qué en sistemas de valores condicionados resulta tan extremo, pues ni siquiera la flexibilización de estos puede absorber una cualidad tan suprema como es la idea de ser libre. Es por ello por lo que hemos de desconfiar de quienes abanderan dentro de sus concepciones holísticas una noción de libertad soberana sin importar nada más, pues si realmente existieran leyes universales que dictaminaran por mandato divino el concepto de derecho y deber de libertad, ¿acaso estaría escribiendo esto? Nadie niega que haga falta su presencia para aquellos que aún no se han desprendido de su condicionamiento, casi tanto como el caos de su relativismo, pero no es el sistema ideal al que hemos de aspirar. Adoremos pues a los verdaderos filántropos que no se hacen ególatras por su búsqueda del liderazgo, pues de hacerlo se corromperían, desgastando en el proceso a los sistemas a los que pertenecen. Mas no nos equivoquemos: estos tampoco resultan en glorias, pues a pesar de todo reside en cada séquito creado por el sujeto ciertas nociones de artificiosidad que no corresponden con las cualidades de las glorias. Nadie, ni siquiera servidor, tenemos derecho a perpetuarnos como predicadores cuyos dioses les encomendaron la propagación de una nueva fe, por muy elevada que sea su doctrina o la evidencia de sus deseos de trascendencia. La evolución humana es tan natural, y su progreso tan intrínseco a su ser, que incluso dotados de nociones que contradigan dicho paradigma seremos capaces de seguir transformando a la propia humanidad. Es así el cuestionamiento de la estructura lo que permite la trascendencia, e incluso aquellos contrarios a ella acabarán superándola aunque este no sea su deseo. El ser está inevitablemente ligado a sobrepasar sus valores, siempre y cuando goce de los medios necesarios dentro de su sistema para que los recambios y reconversiones sociales puedan darse. Por ende, no nos dejemos agasajar por las glorias de mercadillo, aquellas cuyo atractivo solo alimentan el letargo de la funcionalidad del sujeto para el incesante cuestionamiento de sí mismo, causa que da sentido a su existir aunque ni tan siquiera considere que vegete. Solo la vieja gloria podrá despertar de nuevo en aquellos inmersos en una vorágine de cuestionamien-
tos. Si en el proceso ha de arder Roma hasta el último capitel, que así sea.
MÁS ALLÁ DE LA ACRACIA
La democracia ha muerto en Occidente, despedazada tanto por sus defensores como por sus detractores. Ella, que nos dio un sistema donde la heterogeneidad tuvo su cabida en el terreno de lo occidental, yace muerta sin sepultura. Vencida por el proceso de los que, negando a Occidente para forzar su desaparición, han desgastado a un sistema que dormita y es incapaz de ofrecer resistencia. Dejemos de apoyar, dentro de lo que los históricos calificaron como occidental, el gobierno del demos como elemento identitario de este, pues solo resiste como cenizas de vieja gloria que pretenden ser restituidas sin éxito. Su lugar se encuentra en el pasado. La continuidad de la creencia de ambas nociones, el ya explicado límite geográfico de Occidente y ahora la democracia como elemento identitario del mismo, son ejemplos de la corrupción de nuestro modelo, acusado por el deseo de recuperar las certezas del pasado que sin embargo solo nos arrastran hacia un martirio largo y doloroso. ¿Hacia dónde vamos, si los valores absolutos que antes nos proveía la democracia ya no pueden seguir dada su corrupción? Deberíamos superar las visiones que en el pasado nos constreñían, es indudable, pero tanto antes como ahora es preciso revestirnos de una estabilidad previa, aunque sea mediante algo tan deleznable como asumir por consenso comunitario una falsa sensación de subjetividad. La democracia proveía esa flexibilidad con la diversidad de percepciones que permitía desarrollar, factor que el autoritarismo era incapaz de aplicar, aunque luego los tratase como valores absolutos, estando todas estas distintas perspectivas moviéndose únicamente en torno a su esfera. Pero era una esfera amplia, de longitudes titánicas como galaxias, y permitía que nuevos valores pudieran desligarse de la norma. Hacía evolucionar al sistema, promocionando la búsqueda por la elevación de los sujetos. Si de algo han de enorgullecerse los occidentales es de cómo antaño sus generaciones supieron mejorar la estructura a través de lo democrático. Mas no extendamos nuestra condena al resto: que lo de-
mocrático ya no sea aplicable a Occidente no implica que otros sistemas sí puedan dar uso de este, y hemos de sustentar su iniciativa si con ella su comunidad avanza hacia la trascendencia de las concepciones de los seres que la conforman. La llamarán democracia, u otro nombre le será dado, pero sin duda será esta siempre y cuando cumpla los mismos principios que tuvo con ella Occidente, adaptada en su caso a los principios que muevan al sistema sobre el que se les aplica. Occidente debe llegar a la necesaria conclusión de cómo lo político, al igual que lo económico, es producto del progreso de los sistemas ¡Cuánto dilema se nos cierne a nosotros, pues el caballo que tira del carro hacia la evolución yace aún moribundo! Ante el necesario recambio del modelo, y la imposibilidad de su desarrollo, debemos, y ello será un gran sacrificio, negar el sistema, pues preferible abandonar la brújula desimantada que consolarnos con que al menos la tenemos en nuestras manos. Dēmokratía es el origen: poder del pueblo. Pero no hay nada que gobernar cuando lo gobernado solo responde ante sí mismo; cuando los que gobiernan lo hacen sobre sí mismos. Únicamente queda una respuesta, aquella que puede actuar de refugio para albergar las esperanzas de un entorno que pueda revitalizarse en el futuro: la gobernanza del humano por el humano desde lo humano. Dicho de otro modo: una acracia personal vivida en comunidad. Una revolución que tendremos que odiar como todas, pues trae consigo angustia. Pero necesaria, pues gracias al retroceso que aplicará en la sociedad permitirá el nacimiento de la reforma al adquirirse conciencia de la tolerancia para el cambio, siendo así la única forma de obtener el progreso. La llamarán anarquía, el «no gobierno», y juzgarán raudos que ella es solo un elemento transitorio que, al igual que el fascismo, comunismo, o la democracia misma, habrá de convertirse en una pieza más del cementerio de aquellos modelos pasados que no han de recuperarse.
Vana ilusión, pues el anarquismo no es gobierno, similar a cómo el ateísmo no debe considerarse fe. En su esencia, tampoco existe una contraposición a la gobernanza del Occidente desgastado ¿Por qué? En las nociones bakuninistas está la res-
puesta. El anarquista no detesta a la sociedad, se concibe dentro de la misma como realidad superior a la que el ser ha de acceder. La democracia, gobierno del pueblo y de los sociales, ese sistema del que debemos desprendernos, refleja cómo es la sociedad la que ejerce gobernanza. Por tanto, comparte los mismos fines. La acracia en Occidente es el único método, pues permite abandonar lo democrático, cuyas estructuras se encuentran carbonizadas por la corrupción del sistema, a cambio de mantener la noción de lo social y su participación en comunidad, característica fundamental que define las bases de la democracia. Se sostiene así la pureza de su esencia, que no se pierde, tan solo «cambia». Dicha acracia sería fundamentalmente individualista. Esclarezcamos dicha mención, pues atiende a confusiones que podrían desvirtuar su verdadera naturaleza. Es individualista en tanto a que refiere al individuo, no a la solitaria noción de pensar egoístamente. Por ende, podríamos acusarla de «personal» e incluso «humanista». Así, principios contrarios tales como los objetivistas, que han aplicado sobre el sujeto ciertos pensadores malintencionados, resultan errados y derivan en la flagelación de las consciencias humanas al aislarse del resto. Aunque el ser debe comenzar a adquirir conciencia de su existencia para cuestionarla y deconstruirla, durante el constante deseo de suplir sus conflictividades jamás lo logrará por medio del ejercicio único de su razón, si es que acaso la racionalidad existe o es solo una visión absolutista de hechos imposibles de determinar bajo una sola conceptualización. Precisa de una comunidad de la que no puede ni ha de desligarse, del mismo modo que los sistemas que conforman el organismo humano no pueden hacer sobrevivir al hombre o la mujer que los porta si se separa de estos. Valora así al hermano que tropieza, pues la erosión que su traspiés hizo al terreno puede ser la falda de la futura montaña elevada sobre el poblado que con él cohabitas. La comunidad a su vez se hará a todos. El gobierno del humano por el humano se daría trascendiendo cualquier límite artificioso que en Occidente existiera, abarcando pueblos sin distinciones e inundando incluso el no Occidente al propagar un incremento de la heterogeneidad de sistemas que ayudasen
a propiciar el avance. Las cracias pasadas y los ismos limitantes quedarían abolidos, pues solo mediante su ostracismo podremos recuperar el modelo que ansiamos. Ciertamente sería una acción peculiar que no actuará como una disociación, en todo caso como una ósmosis. Todo individuo podrá, dentro de dicha acracia, tender a la inercia de su desarrollo intelectual, al igual que lo hiciera en la democracia, pero liberado de la esfera de cualquier gobierno ante la inexistencia de este. «Ni esclavos» que se vuelven compasivos en su sufrimiento y únicamente responden a la paz espiritual de las certezas condicionadas, «ni amos» de cuya ambición por el liderazgo se evidencia el estancamiento de valores más elevados, limitándose a creer únicamente en su razón absoluta sin atenerse a la del resto. Este proceso, aunque esplendoroso, sin duda causará dolor en las masas, debido a que la negación de sus absolutos previos les hará vagar perdidos hasta que entiendan cómo han de recuperar la esencia misma de su existir. Un nihilismo vital en el que muchos creerán que el sistema de Occidente, tambaleándose, correrá el riesgo de sucumbir. No será así. Este prosperará y la comunidad, liberada de la corrupción del modelo pasado, dará cuenta de cómo ha de despertar al corcel que arrastraba su carro. Este tirará de las riendas, y el caballo dará coces, pero se repondrá y se alzará sobre los cuartos traseros para lanzarse al galope. Desgracia o no, cuando ello ocurra el ser deberá abandonar dicha acracia para encaminarse de nuevo al sistema, asumiendo un nuevo modelo de gobierno más perfecto y superior, producto de los renovados valores que nacerán en el sistema recompuesto. Triste, puesto que el humano pudo durante ese espacio de incertidumbre en lo anárquico haber quedado presto para lograr la expresión de valores sin cariz único, donde el relativismo ante la constante búsqueda de sentido a nuestro entorno nos habría hecho dichosos, tal y como fue explicitado en La sinrazón del existir absoluto. La acracia no prevalecerá. Occidente no estaría preparado para asumir con plenitud ese modelo, máxime cuando el haber adoptado la negación de su sistema solo se hizo como medida cautelar para reconfigurarlo, no para regenerarlo. Mas