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Exordio: Sobre las viejas glorias

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Postulados

Postulados

Jamás hubo terreno sobre los valles que rozasen los encantos transportados por las corrientes del Jordán, incapaces de albergar una mera gota, diluyendo el vacuo deseo del pescador por tomar en la red sus propias costillas ¿Son las ensoñaciones el único discurso metodista? Si tan altos son los cargos que allá se sitúan, gustaría de verlos mojarse con esta lluvia que cala los púlpitos empobrecidos de los hombres ¡Ángeles! Bien caerían como presas de cazadores, deshuesados y servidos en bandejas de plata, vanagloriándose los verdugos concebidos en forma a su amo. Mas no es vaga la idea si mantuvimos en buen recaudo al santa sanctorum de los crímenes de sus tronos ¡Oh, Dios! Hemos sufragado la culpa alzándonos en armas contra rostros calizos cubiertos de plomo. Somos héroes: hombres y mujeres libres.

La adoración al líder se ha convertido en cultivo fértil si se alimenta por el fruto de la ira. Es el veneno disuelto en sangre que merma la heroificación del talón de Aquiles. Visionarios alegaron la figura de un ente de puño firme y conciencia resuelta, mas animal de establo no estabula ganado. Tan solo son bueyes cuyas carretas traseras las arrastran otros coetáneos: lento andar el de tan pesada carga. Libre cabalga la yegua por el prado. Jinete que monta depende tanto de la bestia como del cuero sobre el que ase sus manos.

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¡Dichosos los que desprecian al superior! Arderán en inocencia y pavor, mas gustosos volverían a desmembrar su hombre de Vitruvio y practicarían cirugía deconstructiva en torno a la visión imperfecta de sus mentes. Adorarán antiguos dioses cuando perezcan en el Ragnarok, resucitando a la vieja gloria. Es indudable: la eterna del hombre se basa en el principio de obedecer designios de libre-asignación-coaccionada. Salvajes viven los monos y su naturaleza nos apena ¿Acaso les somos privilegiados? Quienes se asombren, ¿acaso reniegan su instinto vital? Se alzan detractores de la cómica visión de injusticia que les aqueja. De no haber existido un proceso de designación más divina que leyes universales, inalcanzables por la limitada mente

del varón y la mujer, no serían hoy el doppelgänger de aquello que reniegan. Cumplir órdenes parte de la antinaturalidad predilecta del ser, si bien adoramos negarlo e inmolar aquello que nos resulta una parte alícuota de nuestro existir. Somos como una balanza granataria: minuciosa y bajo mínimos de error, pero nos perdemos en nuestra idiosincrasia. Dos milésimas de imprecisión bastan para hacer de la idea libertaria un absurdo ¿Qué será de nosotros, diosa Filantropía, si no diste oportunidad alguna de sacrificio? Admirable es, sin duda alguna, lo extensa que se muestra la falacia de los dioses. Alzábamos fervientes una copa vítrea por el Yule con las comisuras cárdenas. Ardían los corazones aun cuando los muertos cabalgaban en los gélidos valles, augurando las eras de luz artificiosa. Llorábamos amargamente, como si las risas fuesen lágrimas, y retiraban condescendientes las viejas glorias sus manos. Independencia concedieron, terror como advenimiento. Bailábamos nuestro réquiem encadenados. Viejas glorias, ¡alzaos! Jamás hicieron mella las caídas ¡Restableced la razón! Porque servidumbre no hace al hombre, mas sujeto hace al servir su sentido. Y así, ateneos a las consecuencias: la ciega actitud del pueblo y su líder los enzarzan en su tumba. La condena no fue considerar: fue no asimilar. ¡Ay! ¿Quién de los dioses nos fumigará como moscas? Pero qué bien nos hallamos zumbando.

LA DESGRACIA DE OCCIDENTE

Estos sistemas, que llamamos democracias, y de cuyo significado se extraen peligrosas palabras por su interpretación, como igualdad o libertad, son hoy copias de obras de arte realizadas por un aprendiz sin brillantez. Que la historia de Occidente les haya dado la razón a sus gobiernos hace poco más de un siglo no significa que sigan siendo el modelo pináculo de nuestra evolución política. Tanto es así que no nos dimos cuenta de cómo ya no hay más democracia. Su definición debió caer en el ostracismo por las generaciones posteriores a Pericles.

Pero tampoco es la poliarquúa, como se aventuran a señalar algunos, aquello que hace a nuestros sistemas de hoy ¡Cómo iba a serlo si la selección de élites que nos representan finalmente acaban representándose a sí mismas! Nuestra gobernanza es una desconexión de demandas e intereses. Vencimos al fascismo y al comunismo, pero Occidente aún no ha asumido que ha derrocado a la democracia. Ahora, todo fascista, comunista, demócrata o poliarca es un proscrito de los valores occidentales que purgamos sin saber la víctima de su alienación ni el verdugo de su cometido. Nos hemos esforzado como sociedad en asumir nuestro máximo bienestar mientras tengamos las variables de pan y circo satisfechas. Quien se ve privado del primero queda a merced de la compasión y limosna de la derecha y de la apropiación de la defensa por su causa de la izquierda; ninguna les da de comer. Aquel que no tiene el segundo padece de la incomprensión y la esquiva de las masas, ajeno a la comunidad de hedonismo, único consuelo que queda para aquellos que ganan su pan sin mérito ni disfrute, entendiendo con pensar cómo al menos viven aunque desconozcan qué es vivir. Como nadie renegaría del pan, pues solo razones de fe u orgullo podrían frenar su bocado, nuestra sociedad hace pan, pero no a cualquier precio. Fue en la historia ese orgullo y fe lo que movió en hombres y mujeres a negar la harina aunque murieran de inanición, para que nadie gastase más energías en moldearlo que las empleadas para recuperar su estómago. Los gobiernos nos dotaron de menores horarios laborales, mejores granos y hasta hornos que dejaban de escupirnos lenguas de fuego para ser ellos mismos quiénes velasen por nuestra seguridad y la del producto. Con todos esos avances, la sociedad se sintió más liberada y deseosa de vivir, pero disfrutar de la ociosidad haciendo nada y durante largo tiempo solo está reservado a los que de tanto creer buscar la trascendencia se volvieron para su mundo intrascendentes. El sistema creó industrias del entretenimiento para «pasar el rato», olvidando que el ser humano pretende vivir, no estar de paso. Se iniciaron revoluciones, contraculturas en los más jóvenes del siglo pasado. El «tercer asalto de la revolución pro-

letaria», dirían los situacionistas. Sin embargo, al igual que toda revolución, se consume rápido como una cerilla. Y las cerillas tienen dos desventajas fundamentales: o sirven para iniciar un fuego, que incontrolable es un incendio, o iluminan tan poco que apenas sirven de guía. Revoluciones como las de Mayo del 68, reivindicadas como una manera de la población para tener soberanía sobre su propia vida, ocupan hoy apenas unas páginas en los libros de la historia de Occidente. El ser humano había buscado primero la soberanía política, mas fue en aquel momento donde decidió hallar su propia soberanía. En consecuencia, el sistema se adaptó a sus demandas mediante reformas, las grandes incomprendidas de la evolución social. A pesar de que estas siempre fueron antónimo de virulencia, la agresividad de la transformación que realizan a largo plazo cambia todas las concepciones mantenidas por una sociedad, incluso aquellas que estuvieron en el discurso revolucionario previo. Tiempo ha pasado desde la última revolución y consecuente reforma, y años hace desde que nuevas transformaciones parecieron darse. Replicarán los altermundistas, y ello les hace nobles, pero su loable causa no es sino un grano distinto para el nuevo pensamiento de colmena del apolitismo que se está desarrollando en nuestras comunidades. Se plantean cambios para el sistema, pero la sociedad no desea asumirlos, no por falta de deseo, sino por falta de justificación. Es la irreverencia de las masas.

Esta irreverencia, aun habiéndola propiciado el sistema, no la controla, y por ende también se ha corrompido por su presencia. Occidente ha pretendido aliviar su incapacidad para seguir padeciendo de revoluciones y reformas, tratando de escuchar cambios que no instituye o volviendo a sistemas que no proceden. Para alterar esta deriva, ni precisamos de un César ni deseamos un Clístenes. Debemos aplicar «recambios sociales», que no «reconversiones», y para ello hemos de atajar de raíz las bases mismas de la humanidad. Si el ser humano no recupera su afán bélico de lucha y la apreciación de los valores que trasciendan los ya existentes, cualquier modelo de cambio caerá en el olvido; cualquier vuelta al pasado no podrá ajustarse a las demandas actuales.

Nuestro sistema ya no es democrático, y cualquier retroceso hacia posturas de incertidumbre no es más que un reflejo de la pérdida de rumbo que está experimentando nuestra psique por acomodarnos en demasía a un sistema incapaz de responder. Ahora es tarde para atender únicamente a las deficiencias del modelo para reconvertirlo. Demandamos la reconsideración del ser humano desde su origen, el «recambio» de sus percepciones para actualizar su noción del mundo. Occidente precisa recuperar la humanidad. EL LADO HUMANO DE LA GUERRA

Del germánico werra (discordia, pelea) sustituye a su homónima en latín bellum (bélico, combate). Si hablamos de su etimología, no tengo duda alguna de cómo es una acertada precisión, pero si pretendemos vincular un ápice de humanidad a su contenido, resulta en una vacua aclaración. De la misma forma, con el pasar de los siglos el ser humano ha aprendido a definir qué es guerra entre Estados, cómo hacerla, prevenirla y regularla. Es decir, ha descubierto qué es combatir y ha tratado de teorizarlo, pero jamás ha comprendido por qué pelea. Desde su más tierna infancia, el ser humano nace en la elección, y de ella proceden la opción, su oportunidad y coste, elementos generadores del conflicto. La guerra no es más que una extensión de la lucha continuada de nuestra psique por sobrevivir a la barbarie que mayor incertidumbre nos produce: vivir. La concepción de existir aterra a nuestra raza, que no entiende por qué respira, pero tampoco puede obligarse a dejar de llenar de aire sus pulmones. Hemos tratado de cercenar nuestra angustia mediante las relaciones sociales, sobreviviendo gracias al instinto de conservación. Hemos generado cultura, costumbres y creencias. Estas han evolucionado, adaptado y diversificado para superar el statu quo de incertidumbre en el que nos vemos abocados. Incluso la ciencia juega un rol fundamental al instaurar patrones fiables nacidos de la abstracción de la realidad, como las matemáticas. Por otro lado, a lo largo de la historia los realismos e idealismos trataron de clasificar al hombre como «conflictivo» o «cooperativo» con sus congéneres, cuando esta

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dicotomía se desvirtúa al descubrir que el principal conflicto del ser es contra sí mismo. No es la sociedad la que le influye para responder positiva o negativamente al medio, sino la persona quien proyecta su psique e incorpora aquello que contempla. De esta forma, si Hobbes teorizó que el hombre era un lobo para el hombre, una nueva tesis lo reemplaza bajo el siguiente postulado: el hombre es un lobo para su sombra. El ser humano se pregunta porqués para actuar de tal forma que su supervivencia no se halle amenazada, buscando el conocimiento que le produzca la satisfacción de sentirse resguardado de su incomprensión. No existe un monto adecuado o mínimo para cada persona, pero sí se contempla su búsqueda de manera unánime por toda la sociedad. Dicha persecución se ve reflejada en la figura de la curiosidad, que no es más que un sinónimo de conflicto, pues genera dudas que en algunos casos no producen respuestas definitivas o hagan al sujeto estar convencido con su resultado. Todo esto resulta más peligroso cuando descubrimos que las personas liberadas actúan no midiéndose en porcentajes absolutos, sino relativos. Veamos un ejemplo: si al lanzar una moneda hay tan solo un cincuenta por ciento de posibilidades matemáticas de que salga cara o cruz, y la naturaleza humana estuviese contenida en una, deberíamos tener en cuenta infinitos factores, como que esta fuese lanzada o no, flotase o se hundiera; que el resultado fuese cara, cruz, canto o acabase rota en mil pedazos. A todo esto, es necesario sumar que la raza humana no sabría que su naturaleza está contenida en dicha moneda. Así, ¿cómo encaja todo esto con la figura de la guerra? Cuando la incomprensión alcanza su cénit, nace el enfrentamiento. La justificación de los conflictos, tanto política como socialmente, surge como atenuante de la más absoluta inverosimilitud del ser humano. Decía el maestro Hemingway: «nunca pienses que la guerra, no importa cuán necesaria o justificada esté, no es un crimen», aludiendo a lo injustificable del conflicto sea cual fuere su naturaleza. Sin embargo, defendía esta afirmación mediante una invariabilidad, una reflexión incompatible con el estatus de incertidumbre al cual nos vemos abocados en nuestra comprensión de la realidad. Señalar la gue-

rra como atentado, ¿no es acaso otro método para esconder la incomprensión de contemplar humanos asesinando humanos? Y, sin embargo, más allá del sufrimiento o la devastación, la guerra es irónicamente nuestro estado primigenio. ¿Dónde aprendemos el consenso si no es a través de la sangre que corre por las dagas que nos clavamos? Educación espartana, las sociedades comienzan a aislarse en una vorágine helada de sensaciones, donde el conflicto es la embriagadora esencia, el embrión de las familias conformistas al modelo establecido. La lujuria del diálogo cerró sus vocablos al casto martillo y clavo. Los humanos avanzamos a través de la guerra. Luchamos por mejorar. Es el optimismo por el cambio lo que verdaderamente nos promueve, el deseo por satisfacer nuestras conflictividades. De ahí surge la tolerancia y la reforma. El lado humano de la guerra es en sí mismo el enfrentamiento, la masacre, la destrucción del ser. Ser humano es la guerra. LA SINRAzóN DEL EXISTIR ABSOLUTO

El valor absoluto matemático resulta medido por unos términos incuestionables, sobre una ciencia abstracta que se aplica en una humanindad que no puede calcular. Por otro lado, el ser humano siempre se ha considerado un ser extraño para sí mismo, vacilante ante su realidad, pero con una extraña tendencia a no regocijarse demasiado en el verdadero relativismo, aquel que solo percibimos al abstraernos de nuestra realidad actual. Ante esta incertidumbre, el ser busca refugiarse en un pensamiento que le aporte estabilidad espiritual, y ello lo hace adoptando conceptos que, aun pudiendo flexibilizar, los trata de absolutos. Tan irónico es su hacer que en más de una ocasión excusa el absolutismo de su juicio con la idea de un relativismo que no es tal, sino meras herramientas que cada persona emplea para alcanzar paz en la angustia. Al final, la idea de «sobre gustos no hay nada escrito» se encuentra tan presente en nuestra sociedad que no la cuestionamos, sin saber que para previamente realizar esa afirmación alguien tuvo que entender qué es el gusto, y de él dividirlo cómodamente en grupos con características absolutas

que fácilmente podrían ser adoptadas por nuestro «subjetivo» ser en función de los requisitos que cada uno se imponía, siendo su fin el de alcanzar la estabilidad mental. Con el tiempo, esta ciencia de falsos ídolos alcanza un consenso. Así, un absolutismo perceptivo individual puede crecer y hacerse una sociedad con su cultura, costumbres e historia compartidas. Por supuesto, su existencia no exime que cada individuo que cohabita en ella pueda tener distintas perspectivas bajo una falsa sensación de «subjetividad». Así creamos en esta sociedad un relativismo superficial que nos causa incertidumbre, salvo que en un entorno mucho más controlado, compuesto en esencia por la flexibilización de esos absolutismos que nos hemos impuesto para evitar la angustia y que afirmamos como «gustos», «ideología», «pensamientos» o «certezas». En realidad no son más que un reflejo mal logrado del entorno verdadero, pero que en todo caso preferimos asumir al aportar una calidez que, como el mito de la caverna, se vuelve una sombra de la verdadera llama. Mas, ¿qué deberíamos entender entonces como incierto? ¿Acaso hemos generado tal estructura que ya es imposible ser irracional o verdaderamente relativista? Cualquiera que tome como cierta esta duda estaría en efecto imponiéndose un nuevo obstáculo que buscaría en todo caso seguir sustentando su imperativo de paz espiritual. Ante todo, debemos entender que el relativismo no se puede mover jamás entre pensamientos absolutos, siendo por tanto este incompatible con la sociedad actual. El relativismo iría mucho más allá de afirmar la existencia de infinitas perspectivas con inimaginables afirmaciones y negaciones en las que ninguna resulta cierta. Consistiría en no carecer de certeza alguna, incomprensión de lo «bueno» y «malo», negación de lo absoluto como absoluto. En su variante más extrema, equivaldría a renegar de nuestro propio existir, pues, ¿quién puede confirmarlo, si el razonamiento solo puede dar fe de la inexactitud y escepticismo de todo lo que conforma nuestra realidad, sea inculcada u observada? Sin embargo, no convengamos en que dicha asunción debe volver al ser irracional hasta el punto de no ser responsable de los hechos que realiza.

Aunque nos regocijásemos en el relativismo, ello solo refiere a cómo en todo caso hemos de romper con los convencionalismos de los absolutismos de nuestra sociedad, pues aunque creamos preferible una existencia artificial, esta deriva en mayores malestares que beneficios. Malestar, pues a pesar de aportar estabilidad, hasta el alma más ignorante entiende que dichas estructuras no permiten al espíritu converger en valores más elevados que solo pueden encontrarse si rompemos con nuestra superficial burbuja de subjetividad. Dichos valores no han de tener un significado o cariz único, y su descubrimiento será tan disperso para la comprensión de cada alma que les resultará imposible coincidir en la forma en la que comparten dicho conocimiento. Pero será tan grande tratar de darle sentido a dichos valores imposibles de adoptar mediante consenso que el relativismo nos hará dichosos en la incertidumbre y angustia. Y ello no hará fruto de conflictos de dagas y pólvora, pues la incomprensión nos calmará más que el comprender. Esta será la única y verdadera asunción, la posibilidad de encontrarnos con valores cada vez más altos una vez rompamos con los absolutismos que hemos adoptado como sociedad. Todo lo que devenga a partir de aquí quedará en incógnita. Solo si el ser humano niega la ciencia formal como aquella a la que pretende asemejar su realidad, y comienza sinceramente a dudar, aprenderá a regocijarse en el verdadero sentido del existir, que no será otro que el de jamás entenderlo, pero siempre tratar de comprenderlo. Ello es el producto que configura los valores elevados del ser: la propia vida que se elige con fuerza y valor a pesar de lo incierto, asumiendo un devenir atemporal. Mientras el ignorante busca hallar el fondo de las cosas para encontrarles un sentido, el ávido por la curiosidad no hallará más que planteamientos constantes sin respuesta, regocijándose en ellos.

No es nuevo para el ser humano atar la culpa de su presente a un desastre externo, aquel causante del declive de su propia existencia y al que achaca la razón magna de todo sufrimiento. Incluso quienes se culpan por ser promotores de su mal no pueden evitar mortificarse por sentirse causa de un horror que consideran exterior y, como un ínfimo grano de arena en el desierto, su llanto desconsolado se evapora rápido y apenas ahoga en lágrimas a su entorno. Así las cosas, las generaciones se sienten confundidas ante la magnitud de una culpabilidad que arrastra la raza humana, y cuya autoría no puede ser suya ¡Cómo serlo si no conocieron su causa antes de dar cuenta de ella! Pero más desdichados se sienten cuando, al verse forzados dentro de su alma altruista a asumir la culpa de sus progenitores, entienden que la envergadura del problema es inalcanzable incluso para su horizonte idealista. Con esta angustia, ¿qué regocijo cabría alcanzar para nuestros hijos? Si fuera lo pasado y externo causa justa del mal, el ser no tendría más derecho que el consagrarse y asumir con resignación su funesto destino. Dicha angustia realmente infiere en un engaño, un sabotaje que las mentes más azoradas han tratado de inculcar para dar rienda suelta a la angustia humana, procreando un instinto bélico que nos hace librar guerras en la ignorancia, siendo este el más alto de los pecados que las personas pueden alcanzar. Hemos condenado a las generaciones a olvidar su verdadero pasado y a no entender su presente; hemos adiestrado al hombre y a la mujer en valores absolutos. Hemos cerrado la puerta de su curiosidad; les hemos inculcado en la irreverencia, cuando no el conformismo. Evitemos la creencia de volver al origen como patrón del progreso, pero jamás olvidemos la raíz para hacer gala del avance. La gloria de la historia ¡cuánta idiotez! Si los imperios del pasado ya no perviven, sociedades con sus templos perecieron y nuevas comunidades dan paso, ¿de qué sirve tener en cuenta sus aspiraciones? De igual modo, pervirtamos las raíces mismas de la estructura pasada. La sociedad de valores elevados ha de emerger cuando el desastre externo sea entendido como un

todo ulterior al inicio de la raza humana, cuyo devenir debe proceder de la continua búsqueda por la comprensión del existir. Si en el proceso el ser ha de perecer en la obstinada guerra de la que hace su curiosidad, pues este es un lobo para su sombra, que así suceda. Nuestra desaparición es un mal menor si con ello logramos evitar que nuestras generaciones achaquen su sufrimiento al incierto desastre externo, dejando de flagelar sus almas por considerarse parte del peso que arrastra la humanidad. Pero ¡qué sabré! Como una irónica víctima de mi propia denuncia, he asumido mi culpa como causa del sufrimiento, no contemplándome como sacrificio o ejemplo. En todo caso, este es un mensaje para los que aún han de estar, a una distancia que ni la muerte puede medir, pues todavía es difícil para las mentes no capacitadas comprender los pensamientos elevados.

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