Reseña de "The Metric Society"

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RESEÑA THE METRIC SOCIETY

Adrián Romero Jurado


ÍNDICE Introducción: ¿hemos creado un monstruo? .................................. 3 La métrica y nosotros: difícil de clasificar .................................... 4 Sociedad métrica; no-sociedad ...................................................... 6 Eppur si muove ............................................................................... 8 El alma de la máquina .................................................................. 11 Conclusión.................................................................................... 14 Referencias ................................................................................... 17


Introducción: ¿hemos creado un monstruo? Como todo escritor de ciencia ficción, John T. Sladek nunca pensó que la premisa de su relato, La raza feliz (1967), creado para la obra recopilatoria de ciencia ficción Visiones peligrosas, podría resultar tan realista, salvando las distancias narrativas, para nuestro tiempo. Siempre ha existido en el género distópico tanto fascinación como terror ante la posibilidad de volver ciertas, aunque fuera en una pequeña fracción, sus más sórdidas propuestas. Y Sladek es un profeta temible. En su relato, habla de una sociedad donde las máquinas deciden por encima de los seres humanos, quienes legan su libertad y capacidad para discernir a la autoridad del algoritmo. A cambio, este vela por la salud, bienestar y porvenir de las personas sometidas. En el proceso, la humanidad deja atrás sus padecimientos y cavilaciones, sumida en una hiperindividualización que convida a sus miembros a buscar egoístamente su propio goce. Al final, las máquinas arrasan todo atisbo de autonomía humana mediante una exacerbada informatización y cuantificación social. El individuo termina anclado en un razonamiento infantiloide de felicidad inocente, pues ya no necesita madurar para tomar decisiones o forjar una personalidad, siendo definido por cálculos matemáticos procedentes de MEDCENTRAL. ¿Es la sociedad métrica un monstruo? Esa es una duda que bien merece su reflexión. Definitivamente su fenómeno no es algo que pueda menospreciarse, mucho menos sopesarse sin tener en cuenta todas sus aristas. Pero lanzar proclamas tecnófobas por el mero hecho de mirar con cautela la numerocracia —el nuevo sistema de estatus y clasificación social en base a fórmulas y ránquines— es a todas luces inapropiado. En todo caso, y si se desea una crítica contra su formulación, es necesario deconstruir las consecuencias de sus efectos en la sociedad actual. Steffen Mau dibuja las líneas maestras de este fenómeno a través de su ensayo The Metric Society: On the Quantification of the Social (2019), punto de partida esencial para comprender qué facetas del ser humano, presentes y en su devenir, afectarán al nuevo orden matemático. El mundo al que tiende el hombre del mañana se torna cada vez más incierto, sometido a un miedo ante el mañana y ante nosotros mismos que nos hunde en un profundo vacío interior (Han, 2015). Esa inseguridad conduce inevitablemente a una mayor confianza por la ciencia formal de los números, que garantizan tu posición y estatus social de manera precisa (Mau, 2019). En efecto, este proceso que algunos demonizan no funcionaría si no estuviera respaldado por el compromiso ciudadano. Esta difícil relación, de rechazo y creciente aceptación, es el margen que aún permite su estudio tanto a partir de la especulación como de hechos consumados. De forma pareja, el sometimiento al algoritmo genera competitividad entre individuos, convirtiendo al ser humano, en palabras de Byung-Chul Han (2010), en una «máquina de rendimiento autista» (p. 36) que actúa siempre en sus relaciones bajo una finalidad productiva (Han, 2014). Esta es una tendencia al alza desde hace décadas. Además, es imposible negar que el algoritmo ha penetrado en cada una de las facetas de nuestra vida, y apostar por su total rechazo más que ajustar su implementación en la sociedad es poco más que autoexcluirnos del nuevo orden que ante nosotros se cierne (Mau, 2019). Nuestro fin debe resultar mucho más

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loable: consiste en buscar, más allá de las visiones monstruosas de Sladek, una idea para desarrollar una máquina, un sistema, un algoritmo, con alma.

La métrica y nosotros: difícil de clasificar Los números nos necesitan. Ya no solo porque la implementación de su capacidad cuantitativa precisa de cierto consenso que avale su estimación a la hora de recrear (que no establecer) una realidad (Mau, 2019), también para asegurar su continuo desarrollo. Y eso mismo es el talón de Aquiles de su precisión: cuando la matemática se usa exclusivamente para determinar y solucionar los problemas del mundo, sometiéndose al escrutinio humano durante su programación, se vuelve falible. Al inicio de su obra, Armas de destrucción matemática (2016), Cathy O´Neil explica cómo una de las principales debilidades que veía en el horizonte de los macrodatos era que las «aplicaciones fundamentadas en las matemáticas (…) se basaban en decisiones tomadas por seres humanos» (p. 11) que, como sabemos, no son siempre certeros. El sesgo y las equivocaciones de informáticos y matemáticos dirigen nuestras vidas bajo un halo místico de escrupulosas fórmulas algorítmicas. Por ejemplo, cuando en 2008 estalló la Gran Recesión, uno de los factores culpables del desastre fue el exceso de confianza que los sistemas económicos habían depositado en las «infalibles matemáticas» (O´Neil, 2016) ¿Nos hemos equivocado entonces con la capacidad de los números? ¿Cómo es esto posible? Es innegable que los procedimientos matemáticos siguen patrones concretos enfocados a un resultado invariable o, en caso de que ofrezca oportunidad a alteración, como mínimo está sujeto a unas normas que justifican dicha variación. Es decir, dos más dos siempre será igual a cuatro, y jamás podrá dar tres, azul o patata (en todo caso, y transmutándolo a esa «representación de la realidad», podríamos hablar de cómo juntando dos pares de patatas obtenemos como resultado cuatro patatas). Pero aquí no hablamos de números sobre una pizarra, sino de su aplicación práctica y con ella el creciente culto al algoritmo. La mitificación de los procesos cuantitativos ha provocado, por primera vez y de manera mundial, que sean los datos y los números los que nos definan (Mau, 2019). La cuantificación se ha vuelto un refugio, una manera de acabar en nuestra sociedad con la incerteza, en palabras de Zygmunt Bauman (2006), de ese mañana «que no puede ser, no deber ser y no será como es hoy» (p. 15). El individuo, irónicamente, es hoy más libre que nunca, pero esa soberanía concedida es al mismo tiempo aquello que lo vuelve verdugo y víctima (Han, 2010). Cuando dependes exclusivamente de ti mismo, te obligas a imperativos para ajustarte a un estatus social, un rendimiento; un resultado de cara a tu desempeño como sujeto útil de la sociedad. Occidente y sus naciones son sin lugar a dudas «de las sociedades más seguras que jamás hayan existido, y, aun así (…) también somos nosotros (…) los que nos sentimos más amenazados, inseguros y asustados (…) los más apasionados por todo lo relacionado con la protección y la seguridad» (Bauman, 2006, pp. 131-132). Ese es el juego de tira y afloja que ejerce lo cuantitativo a través de los números como refugio controlado de la realidad.

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Nuestra relación metafísica con la métrica es difusa y difícil de determinar. Debemos entender cómo a duras penas somos capaces de diferenciar si sus variables son reflejo objetivo de la realidad o «representación» de ella (Mau, 2019). Por ejemplo, el afamado Academic Ranking World Universities (ARWU) resulta un caso paradigmático de cuantificación del mundo académico a través de ránquines. Cuando atendemos a sus resultados, podemos juzgarlos desde estas dos perspectivas: entender dicha clasificación como un hecho fehaciente o como extensión representativa de la realidad. Si asumimos la primera, entonces podríamos decir que las universidades en los primeros puestos son, en efecto y sin duda alguna, «las mejores universidades del mundo». En cuanto a la segunda, argumentaríamos cómo, bajo los parámetros de medición empleados por el ARWU, las instituciones académicas situadas más arriba en la tabla podrían considerarse «potencialmente» las mejores universidades del mundo. Pero nada de eso importa cuando descubrimos que, independientemente de nuestra percepción, las universidades más altas en el ranquin siempre obtendrán mayor capital reputacional, financiación y desarrollo de su actividad académica que el resto, lo que incrementa aún más su legitimidad y las mantiene en el podio. No solo sucede en las universidades, asimismo ocurre con páginas académicas como ResearchGate, donde priman las veces que un estudio ha sido citado sobre la solvencia investigativa (Mau, 2019). De este modo, la sociedad métrica se expande bajo una organización —la numerocracia— que ideologiza la calidad en base a un algoritmo. Esta nueva jerarquía social nace del consenso tácito de la población para el ejercicio de técnicas cuantitativas que midan y clasifiquen su actividad, lo que genera una fórmula de victoria-derrota según el puesto alcanzado en la tabla. Nuestro deseo por adecuarnos al estatus nos provoca a su vez un sentimiento de infravaloración que se ve acrecentado por la ambición de mejorar en la clasificación, no por afán de autorrealización, sino por el mero deseo de perfeccionar nuestros parámetros (Mau, 2019). Este poder abstracto de representación, como diría Guy Debord (1967), se convierte en una «ocupación de la parte principal del tiempo vivido fuera de la producción moderna» (p. 39), donde a todas horas buscamos hacer de nuestra actividad un producto que no nos hace ser, tan solo «parecer» de cara a la clasificación. En consecuencia, la situación de estrés, de constante búsqueda por la mejora bajo el imperativo del rendimiento, nos acaba deprimiendo profundamente cuando no estamos a la altura (Han, 2010), haciéndonos responsables a nosotros mismo «en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema» (Han, 2014, p.10). El algoritmo, mediante patrones que consideramos fiables y justos, racionaliza nuestra posición, así como objetiva lo relativo al comparar elementos que en su defecto los separaría una inmensa área gris (Mau, 2019). Por ende, su difusión ya no solo regula a la población, también normaliza una nueva organización social basada en el «escepticismo de datos», donde en último término solo aceptas tu realidad —lo que eres y representas— siempre y cuando estés designado por unos estándares métrico-numéricos (Ibid.). Muchas veces esa relación entre nosotros y la métrica es imperfecta, incompleta y generalizada, construida en base a una autoridad que programa sus fórmulas a través de analistas y matemáticos, es decir, recursos humanos. Todavía no existe un software lo suficientemente avanzado como para permitir a una IA diseñar métodos cuantitativos de

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medición que pudieran implementarse en otro modelo, e incluso en esos casos seguiría primando el error humano. En demasiadas ocasiones, los sistemas matemáticos encargados de medir las actividades de las sociedades funcionan igual que el racismo en la percepción del individuo: resultan maniqueos, obtusos y «basados exclusivamente en recopilar datos que refuercen su modelo» (O´Neil, 2016, p.33). No es su fiabilidad matemática lo que los condena, sino el factor humano que los programa. Esa es sin duda la más terrible —y fascinante— relación entre el ser humano y la métrica.

Sociedad métrica; no-sociedad La sociedad del S.XXI es una «sociedad del rendimiento» liberada de imposiciones extrínsecas (Han, 2010). El individuo es ahora dueño de sí mismo, y en su afán por la iniciativa individual se encuentra en una constante hiperatención, caracterizada por un acelerado cambio de foco entre diferentes tareas con poco espacio al hastío. Las coacciones externas que antes nos impedían el ejercicio de nuestra libertad ahora son sustituidas por fuerzas coercitivas internas, liberándonos del amo pero volviéndonos en el proceso un esclavo que se «explota a sí mismo de forma voluntaria» (Han, 2010, p. 7). Este sujeto, el sujeto neoliberal en la psicopolítica de Byung-Chul Han (2014), es incapaz de establecer relaciones sociales sin que estas alberguen un fin o beneficio cuantificable. Asimismo, la inactividad y el ocio no se libran de la actividad productiva. Todo lo contrario: «es sumisión inquieta y admirativa a las necesidades y resultados de la producción (…) la actual "liberación del trabajo", o el aumento del ocio, no es de ninguna manera liberación en el trabajo» (Debord, 1967, p. 48). Igualmente, la falta de contemplación e interacción humanas pierde la iniciativa del «nosotros» y es sustituida por una creciente hiperindividualización, generadora de una sociedad autista. Por ejemplo, el enjambre digital ha sustituido al «nosotros» y ahora está constituido por individuos privatizados que expresan opiniones individuales al unísono, como una especie de «ruido de fondo» (Han, 2014)1. Todo ello se ve acuciado por eventos recientes como la pandemia de COVID-19. El aislamiento que la humanidad, y sobre todo Europa, ha sufrido durante el confinamiento, precede a una mayor pérdida de la experiencia comunitaria, suplida por una hipercomunicación mediante el hecho digital que, aun manteniéndonos conectados, carece de alma, felicidad y capacidad de acción (Han, 2020). La sociedad métrica es por tanto generadora de una no-sociedad. En esta no-sociedad, la hiperindividualización se refleja en la competición entre individuos y su búsqueda constante por obtener mayor influencia del algoritmo. Ello se ha vuelto un juego acumulado de superioridad, sobreactuación y optimización que deslegitima la posibilidad de intereses compartidos y afianza el enfrentamiento de unos contra otros (Mau, 2019). El fetichismo de las clasificaciones puede llevarnos al impulso de mejorar con el único fin de aprovisionadores mayor capital simbólico de cara al resto. Justamente, esta sociedad ha rechazado suplir sus verdaderas necesidades y se ha volcado 1

Para mayor concreción, señalar que existen dos escritos del ensayista y filósofo Byung-Chul Han escritos en 2014 y a los que referiremos a lo largo de la reseña: En el enjambre y Psicopolítica: neoliberalismo y nuevas técnicas de poder. Siempre que incluyamos referencias al autor en 2014 y no se aclare el contenido de la cita de manera explícita, corresponderá en su defecto con Psicopolítica: neoliberalismo y nuevas técnicas de poder. En este caso, el contenido es relativo a la obra En el enjambre.

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en el desarrollo del capital (Han, 2014), elemento que los algoritmos pueden perfectamente clasificar para su posterior racionalización por el individuo. Dentro de la sociedad métrica, estos datos dejan el mundo al descubierto (Han, 2020), pues los procesos de evaluación no solo sirven para representar a la persona dentro de una jerarquía, también permiten determinar la validez de acceso a una serie de recursos, oportunidades y servicios según la posición que le es asignada. El culto a la evaluación genera una comunidad que considera primario tanto ser evaluada como evaluar. Ello no se realiza como un efecto comunicativo en grupo, pues tan solo funciona como una cámara de eco para trasladar la opinión del público a unos datos evaluables. El individuo pierde su identidad en favor de un vector, y a su vez se convierte en vigilante y vigilado. La transparencia que se nos demanda —y demandamos— para la total cuantificación de aquello que envuelve a lo social desinterioriza a las personas. Ahora, «el secreto, la extrañeza o la otredad representan obstáculos para una comunicación ilimitada» (Han, 2014, p.12) donde el anonimato genera desconfianza, mina la credibilidad y destruye el compromiso (Han, 2014)2, precisándose una «dictadura de la transparencia» en la que nada debe permanecer oculto. Este total desvelo destruye la belleza, puesto que la información rechaza «toda metáfora, todo revestimiento velador» (Han, 2015, p. 49). Las barreras sociales que una vez existieron entre lo público y privado comienzan a diluirse, y en el nuevo marco digital «uno ya no puede llegar muy lejos sin dejar un rastro de datos y medidas» (Mau, 2019, pp. 142-143). Esto se ve incrementado por la situación de cómo «solo aquellos que son contados cuentan; solo aquellos que son evaluados constan de valor» (Ibid.). Y todo ello sin coacción, permitiendo que la inteligencia de datos ingrese en nuestra psique y reacondicione los comportamientos humanos en función de sus estimaciones (Han, 2014). Estamos siendo progresivamente encadenados a un estatus invariable. Los sistemas de medición registran desde trayectorias biográficas hasta preferencias y estilos de vida, donde la esencia de nuestra posición se forma en base a nuestros eventos pasados (Mau, 2019). Por ende, su borrado implicaría la total pérdida de identidad en la sociedad métrica. Por supuesto, ya avisábamos de cómo su imposición es voluntaria y siempre existe opción a rechazar el sistema, siempre y cuando aceptemos la máxima de «me pregunto bajo qué puente dormiré hoy». Estos últimos, los «apátridas del algoritmo», pasarían a formar parte del Bannoptikum3, a los que se les suman los poco útiles, la «basura» cuyo valor económico extraído de la capitalización de sus datos es nulo (Han, 2014). El Bannoptikum localiza lo sobrante y a quienes reniegan del sistema, «desinfectando» el panóptico digital para mantener su statu quo. Los algoritmos han pasado de medir acciones superficiales, como nuestras últimas compras en línea durante el Black Friday, a diseñar métricas que permiten registrar e institucionalizar pautas de comportamiento humano. Especialmente peligroso esto último, pues parte de objetivar una premisa tan subjetiva como lo es el carácter netamente 2

En el enjambre. Del alemán «bannen» (excomunión), dispositivo de control encargado de expulsar a aquellas personas hostiles o poco productivas de cara al sistema como si se trataran de deshechos. 3

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complejo de las emociones. Se pretende con ello ajustarse a las necesidades concretas del individuo a cambio de reducir las posibilidades de reinventarnos y alterar nuestros estatus. Y este proceso no diferencia entre la vida real y digital. Si al principio la red se celebró como una forma de generar mayor libertad, la política de almacenamiento de datos o cookies está cerrando ese espacio ilimitado para mantenernos estáticos en un entorno exclusivamente «familiar» (Ibid.). Los algoritmos de este tipo se rigen por la sencilla regla de a mostrarnos aquello exclusivamente relacionado con nuestras búsquedas anteriores, asumiendo lo no cuantificado como «poco interesante» o «no adecuado para las preferencias del usuario». Es la premisa de: «¿para qué querría lentillas un ciego?». Por ejemplo, aquello que yo como usuario encuentre en las recomendaciones de Twitter no será lo mismo que hallará un sujeto de ideas y gustos distintos, más allá de las cuentas que sigamos. Así con las noticias prensa, las listas de reproducción de Spotify y hasta las ofertas de empleo en LinkedIn. Esta especialización mediante métricas determina la generación de un capital simbólico concreto que divide y aliena a los individuos en propósitos y espacios concretos. A nivel macro, la política de cookies es el ejemplo por antonomasia de cribado dentro de las múltiples clasificaciones que operan en el espectro de la sociedad métrica. La sociedad métrica corresponde a una sociedad carente de reactividad frente a los órdenes de valor que le son impuestos voluntariamente. Todo por nuestro deseo insano de optimización de las funciones humanas para asegurar un entorno «cada vez más abrumado por fuerzas que no podemos controlar ni comprender plenamente» (Bauman, 2006, p. 125). En consecuencia, se establece una realidad neoliberal donde el utilitarismo, o lo considerado «mejor», se impone por la vía de lo numérico y sus resultados (Mau, 2019). La pasividad de los sujetos ante dicha imposición no les relega sin embargo de una hiperactividad por la constante búsqueda de reconocimiento dentro de los ratios con el fin de generar capital simbólico para su estatus. Además, en esta sociedad métrica, la naturaleza humana, que tiende a la comparación intraespecie, se ansietiza ya no por lo que tiene frente al resto, sino por lo que parece de cara a los demás (Debord, 1967). Estamos atrapados en una individualidad colectiva donde nuestro rostro en primer plano diluye el mundo que lo asienta ante la falta de «formas de expresión estables que le otorguen una identidad firme» (Han, 2015, p. 26).

Eppur si muove Cuando hablamos de no-sociedad, hemos de aseverar que la condición negativa que se le atribuye no la exonera de su condición social. «Eppur si muove», como dijo Galileo. Es más: para que nuestra sociedad, la sociedad métrica, funcione, precisa en todo caso de una referencia de grupo (Mau, 2019). El mar de datos necesita una marabunta de puntuaciones con las que comparar, hacer predicciones y definir comportamientos. Además, resulta inapelable la afirmación de cómo el ser humano emplea al otro para definir su identidad y posición en una escala. A ello se le suma un mundo actual dominado por el deseo insano de sentirse diferenciado de los demás (Han, 2018). La métrica ejerce especial atracción a este respecto al presentar un espacio ordenado, aséptico y tangible. Atrayente porque no presenta opción a error: el dos es dos y el cero es cero; cada individuo

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ocupa un lugar que aclara su posición. El algoritmo establece así una superficie pulida y perfecta como el concepto de «piel depilada» de Byung-Chul Han (2015) en La salvación de lo bello (p. 21). La sociedad métrica es la tabla de puntuaciones de una máquina arcade. Sin embargo, la diferencia entre esta y el régimen de los números radica en cómo en el primero apenas el sujeto tenía conocimiento del otro más allá de tres iniciales y su puntuación final, mientras que en el segundo hasta dos amantes de una noche pueden escanear sus perfiles y revisar su historial médico en busca de posibles ETS. La métrica ya no solo compara factores cuantificables o medibles, también objetiva elementos sujetos a relatividad como el progreso laboral, la salud o la calidad de las escuelas (Mau, 2019). Volviendo a la reflexión de las relaciones de parejas, la famosa app para búsqueda de romances llamada Tinder posee un algoritmo encargado de cuantificar la «deseabilidad» de sus usuarios en función de un parámetro oculto conocido como Elo Score. La app discrimina en categorías según una serie de parámetros como el número de interacciones positivas y asocia sugerencias a sujetos que comparten puntuaciones similares. Es la cuantificación de la estética de lo pulcro y liso, la aristocracia capaz de generar el mayor «interés vago y superficial» a través de su studium4 fotográfico (Han, 2015); una «selección artificial» para salvaguardar la supervivencia de los más «aptos» de la especie. Nunca antes había resultado tan sencilla la eugenesia: solo basta con deslizar la imagen de la persona sugerida hacia la izquierda para descartarla o a la derecha para manifestar tu interés por asegurar una descendencia ideal. ¿Cuál es la razón de querer pertenecer a la sociedad métrica? ¿Qué nos incentiva —u obliga— a ello? Giles Lipobetsky hablaba en su obra La felicidad paradójica (2006) sobre cómo la sociedad del hiperconsumo, lejos de desacelerar su expansión, estaba creciendo exponencialmente. Esta sociedad se coliga con la métrica en tanto a que sus individuos desean un entorno conforme a sus gustos, conectado y que le reporte el máximo bienestar material y psíquico. A su paso, crea una comunidad imaginada a la que le «crecen las ansiedades y depresiones» mientras se declara «mayoritariamente feliz pensando que los demás no lo son» (Lipovetsky, 2006, p. 12). Es justamente esa desconexión de lo comunitario lo que impide un análisis socialmente crítico sobre la tendencia que provoca la métrica. Por ejemplo, las nuevas generaciones son cada vez son más permisivas con el intrusismo de datos en sus vidas privadas; aceptan que aplicaciones de terceros puedan operar su información con la misma naturalidad que aprietan el botón lateral de su móvil para hacerse un selfi. Al desvelar su identidad sin apenas reparar en las consecuencias, se someten a la «pornografía del alma» (Han, 2015). Según Byung-Chul Han en su ensayo En el enjambre (2014), lo público, que antes quedaba limitado por el respeto, ahora se mezcla con lo privado, volviéndolo un espectáculo que busca más la curiosidad y el

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Según el ensayo de Roland Barthes, La cámara lúcida (1980), en toda fotografía contemplada subyacen dos partes. La primera es el studium, la percepción que el autor ha planificado, o buscado, y que nosotros hemos percibido de manera consciente. En contraparte estaría el punctum, el impacto que sentimos al contemplarla y que está relacionado con las experiencias del observador, siendo por tanto una visión más íntima y personal Dicha parte está particularmente relacionada con las vivencias personales del observador de la fotografía.

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chismorreo que la comprensión. Tan solo los ciudadanos más longevos, por su naturaleza de hombre moderno, y por ende oriundos de la «sociedad disciplinaria» (Han, 2010), se sienten forzados a la inclusión en la nueva sociedad del rendimiento y la transparencia únicamente por el riesgo de sufrir la estigmatización del sistema si reniegan de él. Sin embargo, si en las generaciones previas se mantenía una diferencia entre lo público y lo privado, no tanto así ocurría ya con el pudor, lo cual en cierta medida ha servido de acicate para que, con el pasar de los años, las actitudes desvergonzadas se naturalicen y con ellas todo acontecimiento que antes quedaba relegado a uno mismo y a su círculo más inmediato. Nuestra sociedad de la transparencia es una hipérbole de malas praxis anteriores y permisividad durante su ejecución. «Yo mismo, sin saberlo, recibo la influencia de la época en que vivo y estoy perdiendo gradualmente mi pudor (…). La nuestra es una época en la que, sobre la base de la libertad de expresión, todos se sienten autorizados a sostener en voz alta las propias opiniones inmaduras o insulsas, dejando de lado toda reserva (…). Cuando los jóvenes nacidos después de la guerra vomitan arrogantes sentencias, los adultos los escuchan con admiración creyendo que ellos representan la nueva imagen del hombre japonés». Mishima, Y. (1969). Lecciones espirituales para los jóvenes samuráis (pp. 112 y 116). En todo caso, para los más jóvenes la sociedad métrica es un gran incentivo, pues les otorga la posibilidad de alcanzar la autenticidad a través de una realidad numerada, contraria a la clásica suposición y subjetividad humanas. Así, el «¿quién soy?» converge con el «¿dónde me encuentro [en el ranquin]?» (Mau, 2019, p. 37). Se nos ha ofrecido una realidad falseada, conjurada en base a una serie de estímulos amplificados. Es lo que Nikolaas Tinbergen calificó de «estímulos supernormales», aquellas versiones exageradas de estímulos naturales obtenidas de manera artificial. A través de la sociedad métrica se magnifica la oportunidad de diferenciación de uno mismo a través de la producción de su capital simbólico. El sistema suple sus deseos creando «diferencias comercializables» que resultan más atrayentes que la realidad. Los me gusta o las cinco estrellas por una venta exitosa en Amazon son formas de cuantificación dominadas por la dopamina. Es un potencial caso de studium carente de punctum. Las personas se sumergen en un maremágnum de competitividad para obtener el mayor porcentaje de esa satisfacción pasajera, siendo lo que produce el sujeto a su vez devorado —consumido— por sí mismo. «El consumidor real se convierte en consumidor de ilusiones» (Debord, 1967, p. 58) sometido a la felicidad paradójica de Lipovetsky. Busca una diferencia que sin embargo es impostada, pues todo lo medido es uniforme, libre de relieves y asperezas. Es lógico: «el capital necesita que todos seamos iguales; el neoliberalismo no funcionaría si las personas fuéramos distintas» (Han, 2018). No es una igualdad de oportunidades, tan solo una igualdad en cuanto a la operacionalización de la naturaleza humana. Los números poseen valor inmutable, y ello les confiere una capacidad única para hacer valer este propósito. La realidad oscilante, imprecisa y humana es sustituida por un espejismo calculado, pasivo y robótico. Lo triste de los números es su carácter plano, carente de aristas. Una sociedad que sucumbe ante el algoritmo adquiere una especie de «2D perceptivo». Sus impresiones 10


quedan limitadas a métricas brillantes pero sesgadas en cuanto a su alcance cualitativo. Estamos ajenos al estremecimiento, somos, en palabras de Byung-Chul Han, «un hombre sin carácter» (p. 72), donde el hecho digital lo vuelve intrascendente, incapaz de «comunicación y conexión» con el vecino ¿Y para qué? El único empleo que nuestra hiperindividualización hace del otro es la de ese vector computarizado que nos sirve de comparativa. Es una relación superflua en un espacio fantasioso que está sustituyendo progresivamente nuestro marco real de acción y contemplación humanas. Paradójicamente, rechazar esta realidad fingida, al igual que ocurre con la no-sociedad, no le quita veracidad a su hecho. Eppur si muove. Como Cecilia en La rosa púrpura de El Cairo (1985), consolamos nuestro mundo deprimente y lleno de inseguridades con universos ficticios mediante el formalismo cuantitativo. El valor reputacional a través de los números nos domina, y ello es especialmente notable en las redes sociales, esa «vía de escape» que en algunos casos llega a albergar más información sobre nosotros que la que poseemos de manera tangible. A primera vista, número de comentarios, posts, me gusta y seguidores suelen usarse como signos de resonancia de la reputación, muy a pesar del escepticismo que despierta el comparar bajo mismos valores parámetros como los amigos en línea frente aquellos que se encuentran fuera del espacio digital (Mau, 2019). Todas estas formas de reconocimiento poseen un fuerte impacto en nuestras cabezas, pues cuanto mayor sea este eco más intensivamente las personas se incluirán en redes sociales, guiados por esa necesidad de reconocimiento social, de producción de un valor para su consumo. Continuamente, hasta la extenuación de su rendimiento.

El alma de la máquina Los poderosos de antaño han quedado desacreditados por nuestra sociedad informatizada. Los políticos y sus liturgias se han trivializado por efecto de las redes sociales y sus declaraciones carentes de narrativa (Han, 2014)5, sustituidas por discursos de doscientos cuarenta caracteres a lo sumo. Ahora, aquel que controle y diseñe el algoritmo será capaz de acceder a los datos y dictar cómo se emplea su medición, permitiendo establecer qué es o no relevante en nuestro mundo (Mau, 2019). Son los matemáticos y analistas quienes configuran el alma rigurosa y precisa de la máquina. Mas, ¿quién revisa a aquellos que definen las bases de la eficiencia, prolongaciones que se extienden hacia el control social para salvaguardar la efectividad de sus fórmulas? «Quis custodiet ipsos custodes?» preguntaba el poeta romano Juvenal. Nadie parece tener respuesta evidente, aunque sí somos capaces de presentar múltiples ejemplos de sectores e instituciones que ambicionan ostentar o detentar dicho control, entidades públicas y privadas al unísono. El principio de eficiencia que promueve el alma de la máquina choca frontalmente con las aspiraciones humanas de buen gobierno y buena sociedad que grandes pensadores de la Ilustración plasmaban en su ensayística. Rousseau decía al inicio de Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (1754) cómo él hubiera deseado «nacer en un país en el cual el soberano y el pueblo no tuviesen más que un solo y único interés, a fin de que los movimientos de la máquina se encaminaran siempre al bien común» (p. 2). En

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En el enjambre.


esencia, una gobernanza que sometía la máquina, el progreso, a las facultades humanas. Misma premisa se desliga de nuestro presente, aunque con distintos resultados. Todo algoritmo surge de individuos ciertamente humanos, pero en su proceso legan su humanidad a la precisa e inexpresiva medida de los números, tan ciertos en su resultado pero tan vacíos en su esencia. «Mejor» y «peor»; «sobresaliente» e «insuficiente» son vinculaciones humanas póstumas que aportan valor y fondo a un cálculo que de primeras carece de toda adjetivación. Los analistas definen lo que se va a medir y de qué forma; son los ciudadanos, sometidos voluntariamente a su cálculo, quienes después racionalizan los resultados que se obtienen de su cuantificación. El control del algoritmo no es elitista: lo es su diseño. Existen empresas cuya veintena de expertos en teoría de números son los que configuran la base misma de su sistema de beneficios, y por ende su mayor riesgo no es tanto la quiebra del ejecutivo como la huida en desbandada de los diseñadores del algoritmo (O´Neil, 2016). En la mayoría de las ocasiones, se les veta a los empleados de la compañía mantener contacto con esta sección. La extralimitación de sus comunicaciones se realiza con el objetivo de evitar «contaminación» de su espacio de trabajo (Ibid.) Sin embargo, y aunque es innegable que los grandes ránquines mundiales son dirigidos por gestoras internacionales, cualquiera puede controlar, que no definir, el algoritmo. Ello va desde grandes fondos de inversión que mueven fondos millonarios hasta el individuo que con su puntuación altera la media del Uber que lo trajo a casa. Muchas veces, la poca transparencia en el diseño de un algoritmo —a pesar de la que suele demandar para su medición— nos hace preguntarnos: ¿cómo se puede mantener la humanidad en un espacio cuyo hermetismo y configuración en base a cálculos y fría estrategia parece más propio de un comando de operaciones especiales? La respuesta: no se puede. El analista renuncia a su humanidad en el momento en que la hoja de cálculos y los sistemas informáticos se encienden. Los números no entienden de subjetividades humanas, y mientras la presión por cumplir las reglas se intensifica, «el alcance para el surgimiento de desarrollos creativos disminuye» (Mau, 2019, p. 147). Una vez alguien entra en la cultura de la cuantificación, no es fácil salir de ella. De hecho, estas métricas basadas en la utilidad extienden un poder normativo que afecta a los individuos, unidades organizacionales e incluso instituciones de un país en la confección de sus actividades y estructura. A pie de calle, el fenómeno se visualiza especialmente en las reseñas populares. Este tipo de evaluación nace de la presunción por mantener la felicidad y satisfacción tanto de consumidores como de trabajadores, si bien al mismo tiempo nos acerca peligrosamente hacia una relación de control donde el consumidor se convierte en cómplice del supervisor (Ibid.). Así, la vigilancia ya no es dirigida por un jefe o una cámara a pie de fábrica, sino mediante la acción evaluadora del cliente o, siendo más concretos, a través del algoritmo que genera un resultado según unas fórmulas prediseñadas. Aunque no poseamos conciencia comunitaria, la sociedad métrica genera una red de interdependencia humana. De acuerdo con Bauman (2006), en este nuevo sistema «no hay nada que los demás hagan o puedan hacer que podamos asegurar que no afecte a nuestras perspectivas, oportunidades y sueños» (p. 127) y viceversa.

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En una apuesta deportiva, se invierte por ver quién bateará la bola, cuántas canastas se encestarán o qué jugador será el MVP de la jornada. Es decir, los beneficios o pérdidas «van en función de movimientos asociados al partido, pero no al partido en sí» (O´Neill, 2016, p. 50). De igual modo, la sociedad métrica ordena y clasifica los parámetros y acciones humanas, pero en ningún momento busca entender la naturaleza humana. Midiéndose a través de patrones, se cuantifican los gestos de los individuos, sus acciones; se prevén sus respuestas y comportamientos, mas no las causas ulteriores que motivan al sujeto a obrar de esa forma. Es la vuelta al «2D perceptivo» ya mencionado. El problema de los números es que solo entienden la repetición y la certeza de la invariabilidad en el modelo donde se aplican. De ahí que tiendan a la homogeneización de lo medido en pos de establecer un estándar en las tablas y clasificaciones posteriores. Sin embargo, la naturaleza humana, en constante cambio, no puede soportar la condición inmutable y uniforme que establece el «régimen de los números». Lo homogéneo no aporta igualdad, sino cohesión. Dicha unidad cercena la diversidad, e incluso la libertad para definirse a uno mismo. En su defecto, se aporta una idea comercializada de diferenciación que pueda dar beneficios a aquellos que explotan su venta (Mau, 2019). Igualmente, la libertad también adquiere un carácter figurado: explora las nuevas realidades virtuales, sumérgete en el espacio web y navega sin restricción alguna. «Bienvenido a un nuevo mundo», reza el eslogan de la nueva Play Station 5 de Sony, reminiscencias del «Where do you want to go today?», de Windows6. Tras ella, promoción de videojuegos de entorno abierto que otorgan al sujeto la sensación de estar explorando «libremente» todo un universo de sensaciones. Consignas que ocultan entre sus líneas un panóptico inocuo: el consumo como medio para mitigar la emancipación del individuo (Han, 2014) y su diferenciación frente al resto. Es el Gran Hermano definitivo: aquel que ha logrado que el prisionero crea que no está encarcelado. Todo el mundo se siente libre pero, como en la felicidad paradójica y su percepción de la dicha, nadie lo es realmente. Mediante el algoritmo nos autoimponemos una vigilancia inconsciente, de suma transparencia y desnudez en pos de lograr la mayor eficiencia de cara a una sociedad del rendimiento. Ante esto, Byung-Chul Han (2014) afirma que «comunicación y control coinciden totalmente» (p. 34). La expansión de los medios a través del hecho digital permite explotar una sensación de libertad producida en serie y que actúa como un elemento más de consumo. Hemos creado una «subsistencia aumentada» del consumo donde muy a pesar del crecimiento económico, la sociedad «aún no se ha liberado de su libertador» (Debord 1967, p. 54). Este proceso que constriñe a la sociedad métrica, y que se basa en la gestión de los macrodatos, está estrechamente relacionado con lo que Byung-Chul Han acuñó como Big Deal. En él, el control desplegado por el sistema, y el rédito económico obtenido mediante la comercialización de la información obtenida de los usuarios, se unen en una macroentidad que organiza a los individuos en función de su valor de mercado. La 6

«¿Dónde quieres ir hoy?» fue un eslogan publicitario creado por Microsoft en 1994 y que parecía advenir, en palabras de Byung-Chul Han (2014), una «libertad y movilidad ilimitadas en la web» (p. 11). A la vista de los hechos está que procesos como las ya citadas políticas de cookies cercenan de raíz este supuesto emancipador.

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división de clases basada en el ingreso económico de antaño pasa a organizarse en función de cuánto valor puedes aportar al sistema con la producción y consumo de datos. En otras palabras, en la sociedad métrica nacen individuos (o, en su defecto, entidades e instituciones) que se comparan constantemente tratando de definir su posición en el sistema, lo que provoca una ruptura de lo social (Mau, 2019) para que cada sujeto luche de forma independiente para obtener reconocimiento. Ello nubla la desigual distribución del poder simbólico entre individuos, cada uno absorbido por la hiperindividualización del entorno, impidiendo la unidad para mayor respuesta contra un sistema injusto. Pues, «¿cómo conocer el origen de la desigualdad entre los hombres si no se empieza por conocer a los hombres mismos?» (Rousseau, 1754, p. 8). Aunque existe movilidad dentro de las clasificaciones, crecientemente estos procesos de modificación de la posición social adquieren tintes estamentales, en tanto a que aquellos que ostentan los principales puestos obtienen mayores recursos para continuar legitimando su estatus frente a los menos favorecidos por el algoritmo. En esta meritocracia digitalizada, algunos apenas pueden aspirar a lo sumo a un puesto en la mitad de la tabla, o en su defecto deberán saltarse las normas del algoritmo7. En un sistema en el que seguir las reglas es una desventaja, lo normal es hacer trampas (O´Neil, 2016). El «alma» de la máquina discrimina y somete a los inadaptados del algoritmo, y eleva una aristocracia que cumple, y se perpetúa, con los estándares de medición.

Conclusión La sociedad métrica es una aglutinadora de rendimiento hiperindividualizado, competitivo y autoimpuesto; la exclusiva maximización del consumo y la producción a través de métricas y variables diseñadas por cálculos humanos falibles que alienan y desgastan la libertad; la objetivación de la naturaleza del individuo mediante números que homogeneizan la diversidad de las sociedades. Todo ello de forma voluntaria, en lo que representa la mayor victoria del modelo económico neoliberal. Constituimos espacios de tiempo digital imborrables que nos transforman en no-muertos al no existir opción al olvido, y todo cuanto de nosotros se codifica constituye un registro inmutable de nuestra persona (Han, 2014). El espíritu humano se ahoga y da paso a una coraza fría y pasiva, despojada de toda capacidad de definición propia. La identidad es dada en base a acciones codificadas mediante fórmulas, no por las causas que nosotros les damos a su ejecución. «El Big Data carece de concepto y de espíritu» declarará Byung-Chul Han (Ibid. p. 54), registrándose únicamente las correlaciones de datos frente a los porqués. En el proceso, el ser humano se vacía de razones y se llena de probabilidades y porcentajes. Somos una especie que se permite el lujo de considerarse a sí misma feliz sin serlo. El crecimiento económico es notable, pero vivimos en la precariedad del espíritu. El hedonismo de lo pulido y amoldable está por todas partes; las inquietudes, las 7

La poca o nula flexibilidad de los ránquines y métricas en cuanto a los medios empleados para mejorar el puntaje favorece las trampas en individuos poco beneficiados por el algoritmo. En 2013, en la ciudad china de Xhongxiang, célebre por tener los mejores resultados en la prueba nacional de entrada a las universidades, se descubrió cómo se había creado una inmensa red de contactos que comunicaban las respuestas durante los exámenes. Los resultados obtenidos en estas clasificaciones académicas suponían mucho para los jóvenes, pues los puntajes altos eran la única manera que tenían los estudiantes de ingresos medios de acceder a una educación de élite.

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decepciones, las inseguridades sociales y personales aumentan (Lipovetsky, 2006). ¿Cómo puede ser esto posible cuando concebimos la sociedad métrica como una manera de acabar con las incertezas, como un mayor perfeccionamiento de nuestra naturaleza? Porque es una ilusión. El culto numerológico, como si de una retorcida reinvención del relato Judas (1967) de John Brunner se tratara, ha generado una realidad alternativa. Es así porque así lo indican los números, o lo que es lo mismo, estos «constituyen socialmente lo que significa una buena educación, un gobierno eficiente o qué tipo de desempeños cuentan» (Mau, 2019, p. 15). ¡Creemos honestamente en ello! Alabamos a un Dios que han creado los hombres, agradable y optimizado en su estética; sin negatividad en su expresión. La sociedad métrica, inscrita en el hecho digital para hacer valer su capacidad cuantificadora, elimina lo distinto para dejar una superficie tersa y homogénea, tolerando exclusivamente las diferencias siempre y cuando sean «consumibles y aprovechables» (Han, 2015, p. 43). ¿Queda acaso redención en esta organización social que nos autodestruye? ¿Puede su maltrecha configuración, de dominantes y dominados, de vaciamiento de la esencia humana, reconstruirse en pos de lograr el fin por el que fue creada, a saber, mejorar el bienestar social? No es imposible: aún estamos a tiempo. Los algoritmos todavía se hallan bajo control mayoritario de sus diseñadores, y aunque se ha experimentado con la posibilidad de una IA autodidacta, esta es aún un proyecto en fase Alfa. Frenar la expansión de la numerocracia es esencial para evitar la espiral de injusticias y desigualdades que inconscientemente los números generan al estar limitados en la comprensión de nuestra naturaleza. Sin embargo, también es muy probable que este canto a la esperanza resulte en un elogio fútil. Que todavía estemos a tiempo no necesariamente implica que seamos conscientes de la situación. La problemática reside, como bien señala Cathy O´Neill (2016), en cómo importantes sectores de la sociedad consideran efectivo o se benefician de esta cuantificación de lo social, muy a pesar de que el modelo no juzga a los individuos por lo que realmente son o hacen. Es un sistema de ganadores y vencedores con claros perjudicados y vencidos. Sin embargo, queda una última ilusión que puede servir como redentora del algoritmo: el factor humano y su implicación en la confección de la sociedad métrica. Efectivamente, la falibilidad humana que provoca gran parte de las problemáticas de la sociedad métrica también guarda la posibilidad de evolucionar. Los sistemas de medida, y todo lo que deviene de ellos, son inmutables hasta que perciben algún arreglo por interdicción humana. «Los procesos de Big Data codifican el pasado. No inventan el futuro» (O´Neil, 2016, p. 252). Si la sociedad métrica está intervenida por humanos, hemos de «humanizar» lo cuantificable. Decía Rousseau (1754) sobre la naturaleza cómo, a su mandato, «la bestia obedece. El hombre experimenta la misma sensación, pero se reconoce libre de someterse o de resistir, y es sobre todo en la conciencia (…) donde se manifiesta la espiritualidad de su alma» (p. 18). Nos hemos reconocido en nuestra capacidad de salvar lo bello mediante la creciente asunción de lo sublime, lo imperfecto. Hemos entendido la necesaria inmersión contemplativa que sustituya la angustiosa vita activa que desgarra nuestro espíritu. La sociedad métrica bien merecía una reflexión similar, y su superación necesitaba una postura mucho más simple: entender cómo habíamos decidido libremente someternos al

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algoritmo. Manejar la métrica es una responsabilidad que no puede desligarse del factor humano que la conforma; solo a partir de entonces, y siendo conscientes de cómo los números jamás podrán cuantificar todo nuestro valor como seres humanos, podremos ser capaces de aceptar de manera consciente su supeditación. Y todos los errores que surjan de esta nueva convivencia, de esta medición que tiende al bien común referido por Rousseau, convendrán corregirse mediante las decisiones que tomemos como sociedad. Esa es, sin duda, nuestra mayor responsabilidad. «Como sabéis, las máquinas nos la han jugado buena». John T. Sladek. La raza feliz (1967).

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Referencias Bauman, Z. (2006). Miedo líquido: la sociedad contemporánea y sus temores. Barcelona: Paidós. Debord, G. (1967). La sociedad del espectáculo (José Luis Pardo, trad.) (9ª ed.). Valencia: Pre-Textos. Ellison, H. (1967). Visiones peligrosas. Madrid: Orbis. Geli, C. (7 febrero, 2018). Byung-Chul Han: “Ahora uno se explota a sí mismo y cree que está realizándose”. El País. https://elpais.com/cultura/2018/02/07/actualidad/1517989873_086219.html Han, B. C. (2010). La sociedad del cansancio (Arantzazu Saratxaga Arregi, trad.). Barcelona: Herder. Han, B. C. (2014). Psicopolítica: neoliberalismo y nuevas técnicas de poder (Alfredo Bergés, trad.) Barcelona: Herder. Han, B. C. (2014). En el enjambre (Raúl Gabás, trad.) Barcelona: Herder. Han, B. C. (2015). La salvación de lo bello (Alberto Ciria trad.) Barcelona: Herder. Lipovetsky, G. (2006). La felicidad paradójica: ensayo sobre la Sociedad del hiperconsumo (Antonio-Prometeo Moya trad.). Barcelona: Anagrama. Mau, S. (2019). The Metric Society: On the Quantification of the Social (Sharon Howe trad.). Cambridge: Polity Press. O´Neil, C. (2016). Armas de destrucción matemática. Madrid: Capitán Swing. Renduelles, C. (17 mayo, 2020). Byung-Chul Han: “El dataísmo es una forma pornográfica de conocimiento que anula el pensamiento”. El País. https://elpais.com/cultura/2020/05/15/babelia/1589532672_574169.html Rousseau, J. J. (1754). Discurso sobre el origen de la desigualdad entre los hombres (Ángel Putoarteaga trad.) Madrid: Calpe.

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