5 minute read

La métrica y nosotros: difícil de clasificar

Next Article
Conclusión

Conclusión

loable: consiste en buscar, más allá de las visiones monstruosas de Sladek, una idea para desarrollar una máquina, un sistema, un algoritmo, con alma.

La métrica y nosotros: difícil de clasificar

Advertisement

Los números nos necesitan. Ya no solo porque la implementación de su capacidad cuantitativa precisa de cierto consenso que avale su estimación a la hora de recrear (que no establecer) una realidad (Mau, 2019), también para asegurar su continuo desarrollo. Y eso mismo es el talón de Aquiles de su precisión: cuando la matemática se usa exclusivamente para determinar y solucionar los problemas del mundo, sometiéndose al escrutinio humanodurante su programación, se vuelve falible. Al inicio de su obra, Armas de destrucción matemática (2016), Cathy O´Neil explica cómo una de las principales debilidades que veía en el horizonte de los macrodatos era que las «aplicaciones fundamentadas en las matemáticas (…) se basaban en decisiones tomadas por seres humanos» (p. 11) que, como sabemos, no son siempre certeros. El sesgo y las equivocaciones de informáticos y matemáticos dirigennuestras vidasbajo un halomístico de escrupulosas fórmulas algorítmicas. Por ejemplo, cuando en 2008 estalló la Gran Recesión, uno de los factores culpables del desastre fue el exceso de confianza que los sistemas económicos habían depositado en las «infalibles matemáticas» (O´Neil, 2016) ¿Nos hemos equivocado entonces con la capacidad de los números? ¿Cómo es esto posible?

Es innegable que los procedimientos matemáticos siguen patrones concretos enfocados a un resultado invariable o, en caso de que ofrezca oportunidad a alteración, como mínimo está sujeto a unas normas que justifican dicha variación. Es decir, dos más dos siempre será igual a cuatro, y jamás podrá dar tres, azul o patata (en todo caso, y transmutándolo a esa «representación de la realidad», podríamos hablar de cómo juntando dos pares de patatas obtenemos como resultado cuatro patatas). Pero aquí no hablamos de números sobre una pizarra, sino de su aplicación práctica y con ella el creciente culto al algoritmo. La mitificación de los procesos cuantitativos ha provocado, por primera vez y de manera mundial, que sean los datos y los números los que nos definan (Mau, 2019). La cuantificación se ha vuelto un refugio, una manera de acabar en nuestra sociedad con la incerteza, en palabras de Zygmunt Bauman (2006), de ese mañana «que no puede ser, no deber ser y no será como es hoy» (p. 15).

El individuo, irónicamente, es hoy más libre que nunca, pero esa soberanía concedida es al mismo tiempo aquello que lo vuelve verdugo y víctima (Han, 2010). Cuando dependes exclusivamente de ti mismo, te obligas a imperativos para ajustarte a un estatus social, un rendimiento; un resultado de cara a tu desempeño como sujeto útil de la sociedad. Occidente y sus naciones son sin lugar a dudas «de las sociedades más seguras que jamás hayan existido, y, aun así (…) también somos nosotros (…) los que nos sentimos más amenazados, inseguros y asustados (…) los más apasionados por todo lo relacionado con la protección y la seguridad» (Bauman, 2006, pp. 131-132). Ese es el juego de tira y afloja que ejerce lo cuantitativo a través de los números como refugio controlado de la realidad.

Nuestra relación metafísica con la métrica es difusa y difícil de determinar. Debemos entender cómo a duras penas somos capaces de diferenciar si sus variables son reflejo objetivo de la realidad o «representación» de ella (Mau, 2019). Por ejemplo, el afamado Academic Ranking World Universities (ARWU) resulta un caso paradigmático de cuantificación del mundo académico a través de ránquines. Cuando atendemos a sus resultados, podemos juzgarlos desde estas dos perspectivas: entender dicha clasificación como un hecho fehaciente o como extensión representativa de la realidad. Si asumimos la primera, entonces podríamos decir que las universidades en los primeros puestos son, en efecto y sin duda alguna, «las mejores universidades del mundo». En cuanto a la segunda, argumentaríamos cómo, bajo los parámetros de medición empleados por el ARWU, las instituciones académicas situadas más arriba en la tabla podrían considerarse «potencialmente» las mejores universidades del mundo.

Pero nada de eso importa cuando descubrimos que, independientemente de nuestra percepción, las universidades más altas en el ranquin siempre obtendrán mayor capital reputacional, financiación y desarrollo de su actividad académica que el resto, lo que incrementa aún más su legitimidad y las mantiene en el podio. No solo sucede en las universidades, asimismo ocurre con páginas académicas como ResearchGate, donde priman las veces que un estudio ha sido citado sobre la solvencia investigativa (Mau, 2019). De este modo, la sociedad métrica se expande bajo una organización —la numerocracia— que ideologiza la calidad en base a un algoritmo. Esta nueva jerarquía social nace del consenso tácito de la población para el ejercicio de técnicas cuantitativas que midan y clasifiquen su actividad, lo que genera una fórmula de victoria-derrota según el puesto alcanzado en la tabla. Nuestro deseo por adecuarnos al estatus nos provoca a su vez un sentimiento de infravaloración que se ve acrecentado por la ambición de mejorar en la clasificación, no por afán de autorrealización, sino por el mero deseo de perfeccionar nuestros parámetros (Mau, 2019). Este poder abstracto de representación, como diría Guy Debord (1967), se convierte en una «ocupación de la parte principal del tiempo vivido fuera de la producción moderna» (p. 39), donde a todas horas buscamos hacer de nuestra actividad un producto que no nos hace ser, tan solo «parecer» de cara a la clasificación. En consecuencia, la situación de estrés, de constante búsqueda por la mejora bajo el imperativo del rendimiento, nos acaba deprimiendo profundamente cuando no estamos a la altura (Han, 2010), haciéndonos responsables a nosotros mismo «en lugar de poner en duda a la sociedad o al sistema» (Han, 2014, p.10).

El algoritmo, mediante patrones que consideramos fiables y justos, racionaliza nuestra posición, así como objetiva lo relativo al comparar elementos que en su defecto los separaría una inmensa área gris (Mau, 2019). Por ende, su difusión ya no solo regula a la población, también normaliza una nueva organización social basada en el «escepticismo de datos», donde en último término solo aceptas tu realidad —lo que eres y representas— siempre y cuando estés designado por unos estándares métrico-numéricos (Ibid.).Muchas veces esa relación entre nosotros y la métrica es imperfecta, incompleta y generalizada, construida en base a una autoridad que programa sus fórmulas a través de analistas y matemáticos, es decir, recursos humanos. Todavía no existe un software lo suficientemente avanzado como para permitir a una IA diseñar métodos cuantitativos de

This article is from: