loable: consiste en buscar, más allá de las visiones monstruosas de Sladek, una idea para desarrollar una máquina, un sistema, un algoritmo, con alma.
La métrica y nosotros: difícil de clasificar Los números nos necesitan. Ya no solo porque la implementación de su capacidad cuantitativa precisa de cierto consenso que avale su estimación a la hora de recrear (que no establecer) una realidad (Mau, 2019), también para asegurar su continuo desarrollo. Y eso mismo es el talón de Aquiles de su precisión: cuando la matemática se usa exclusivamente para determinar y solucionar los problemas del mundo, sometiéndose al escrutinio humano durante su programación, se vuelve falible. Al inicio de su obra, Armas de destrucción matemática (2016), Cathy O´Neil explica cómo una de las principales debilidades que veía en el horizonte de los macrodatos era que las «aplicaciones fundamentadas en las matemáticas (…) se basaban en decisiones tomadas por seres humanos» (p. 11) que, como sabemos, no son siempre certeros. El sesgo y las equivocaciones de informáticos y matemáticos dirigen nuestras vidas bajo un halo místico de escrupulosas fórmulas algorítmicas. Por ejemplo, cuando en 2008 estalló la Gran Recesión, uno de los factores culpables del desastre fue el exceso de confianza que los sistemas económicos habían depositado en las «infalibles matemáticas» (O´Neil, 2016) ¿Nos hemos equivocado entonces con la capacidad de los números? ¿Cómo es esto posible? Es innegable que los procedimientos matemáticos siguen patrones concretos enfocados a un resultado invariable o, en caso de que ofrezca oportunidad a alteración, como mínimo está sujeto a unas normas que justifican dicha variación. Es decir, dos más dos siempre será igual a cuatro, y jamás podrá dar tres, azul o patata (en todo caso, y transmutándolo a esa «representación de la realidad», podríamos hablar de cómo juntando dos pares de patatas obtenemos como resultado cuatro patatas). Pero aquí no hablamos de números sobre una pizarra, sino de su aplicación práctica y con ella el creciente culto al algoritmo. La mitificación de los procesos cuantitativos ha provocado, por primera vez y de manera mundial, que sean los datos y los números los que nos definan (Mau, 2019). La cuantificación se ha vuelto un refugio, una manera de acabar en nuestra sociedad con la incerteza, en palabras de Zygmunt Bauman (2006), de ese mañana «que no puede ser, no deber ser y no será como es hoy» (p. 15). El individuo, irónicamente, es hoy más libre que nunca, pero esa soberanía concedida es al mismo tiempo aquello que lo vuelve verdugo y víctima (Han, 2010). Cuando dependes exclusivamente de ti mismo, te obligas a imperativos para ajustarte a un estatus social, un rendimiento; un resultado de cara a tu desempeño como sujeto útil de la sociedad. Occidente y sus naciones son sin lugar a dudas «de las sociedades más seguras que jamás hayan existido, y, aun así (…) también somos nosotros (…) los que nos sentimos más amenazados, inseguros y asustados (…) los más apasionados por todo lo relacionado con la protección y la seguridad» (Bauman, 2006, pp. 131-132). Ese es el juego de tira y afloja que ejerce lo cuantitativo a través de los números como refugio controlado de la realidad.
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