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La sublime y bella soledad
riamente un efecto positivo ipso facto, lo justifica. Este proceso es inocuo a la naturaleza del hombre y la mujer, siendo un continuo cuyo producto resulta difícil de esclarecer. Las percepciones evidencian que los sistemas no han conseguido aún permitir al ser humano la trascendencia de sus valores, por lo que más revoluciones se avistan. Difícil será para la persona definir cuál conflicto es justo o injusto si vive inmerso en los condicionamientos absolutos que le constriñen la vista. Cuando consiga apartarse de ellos, podrá advenir la lid que ha de prevalecer y de cuál deberá rehuir. Si no se libera de tales ataduras, acabará condenándose a la más absoluta de las ignorancias, donde todo ente corre el peligro de convertirse en la revolución que destruirá a su sistema. Solo mediante la guerra externa justificada estaremos más cerca de hallar los medios para lograr la trascendencia de los sistemas. Sin embargo, evitemos creer con ello la noción kantiana de cómo hemos de aspirar a la guerra con la esperanza de su cese futuro tras el perfeccionamiento de los modelos. No existe tal primicia, y no debemos creer jamás en la misma. En todo caso, hemos de conformarnos con contemplar cómo del conflicto surge la productividad de los valores que confieren evolución a las comunidades que forman parte de cada sistema. LA SUBLIME y BELLA SOLEDAD
El ente solitario y antiabsolutista en un sistema corrupto, siéndolo no por causas adversas a las intenciones que profesa, sino por gusto justificado, rezuma una esencia que se presta más a la conmoción que a su admiración. Hombres y mujeres que se volvieron excéntricos para la sociedad con la cual cohabitaban han sido protagonistas tanto de historias en libros como de libros de historia. Artistas bohemios, creadores de su obra humana, escribas en su devenir. Es en la aportación póstuma, con la superación de su solitaria existencia y su exteriorización para revitalizar al sistema, donde reside su belleza, sin importar cuán revolucionaria —siempre y cuando la mirada de estos se disponga más allá de la mera destitución del sistema— o reformista sea. Sin embargo, triste será el proceder de aquellos que se vanagloriaron en su lucha interior sin extenderla al hermano,
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pues poco a poco marchitaron su valor hasta volverse apóstatas de su vitalidad. Renegados por su comunidad y ante sí mismos, nada les resta salvo el cobro de su vida, pues su instinto de supervivencia se halla tan peligrado que solo contemplan el sacrificio para salvaguardar una existencia rota. Pues, ¿cómo aguantar vivir en un sistema de valores absolutos del que rehúyes, pero sin estar capacitado para abandonar tu ostracismo y lanzarte a la incertidumbre de amar la existencia? Así, demasiados se presentan como negadores de lo impuesto, pero incapaces de entender que el «recambio social» parte de la liberación de sus cadenas interiores para rescatar aquello que les hace humanos. El ser que se busca a sí mismo sin pretender la ayuda del otro, incluso si el resto le muestran colmillos y garras, resulta en un sujeto débil. La trampa del ente solitario es la aparente paz que alguien puede experimentar con su asunción, olvidando el propósito humanístico y desgastando las fuerzas contra su psique para beneplácito de las élites ancianas. El camino del individualista, aunque pueda parecer en un primer momento menos angosto ante la ausencia de una multitud que pueda «entorpecer» al andar, resulta en una pareidolia narcisista. Esto es ciertamente una fase humana en el proceso de exigir lo humanístico, mas no apta para los mal instruidos en el verdadero sentido de la búsqueda por ser. Aquellos que emprenden su liberación pensando que la trascendencia humana se basa en la paz espiritual, pretendiendo liberarse en el proceso de los valores inculcados, jamás abandonan su corrupción, tan solo «flexibilizan» sus creencias impuestas. Son los que únicamente contemplan belleza en la soledad. Dicho adjetivo otorgado, impuesto mediante aquellas prácticas que quieren subvertir la naturaleza humana y la búsqueda impertérrita por su propia valoración, es la errónea sensación de puro agrado sin mayores contemplaciones. Las manos de las élites ancianas se posan invisibles en nuestro hombro para susurrarnos el pensamiento egoísta, una placentera superioridad que se transmite como una moral de «amo» contra el resto de los sujetos no instruidos, los «esclavos». Así, desde la valoración ensayística kantiana, la soledad se presta tanto a lo sublime, sea terrorífico, noble o magnífico; como a lo bello, y en cada uno de los espectros, con sus múltiples escalas de grises, reside la posi-
bilidad de adquirir la verdadera esencia humana o no. Sublime referiría a toda impresión que pueda causarse, mientras lo bello a todo lo disfrutable, siendo el primero mucho más fatigado que el segundo, de ahí la necesaria prevalencia de ambos en la naturaleza humana. Si bien es en la soledad como algo bello donde reside la certeza de no estar obrando conforme a lo humano, tampoco podemos aseverar que todos los que aceptan esta premisa pueden acabar autodestruyéndose. Su asunción solo es condenable siempre y cuando aquel que la ejerce no es consciente, o no desea asumir, la condición que esta otorga. Es decir, entender que su aceptación conlleva renegar de su condición humana. Esta afirmación no resulta inverosímil cuando nos damos cuenta de cómo son muchas las personas que conocen su lejanía de lo humanístico, pero aceptan su estado con una dicha que para los humanos resulta ininteligible. De igual modo, una soledad sublime queda en carcasa vacía cuando no se comprende la posibilidad de lo bello, pues en el ser pesa más lo sublime, pero también alberga sentimientos de belleza que no debe abandonar, como la cortesía. En lo cortés está lo amistoso y el deseo de agrado para con los demás, elemento fundamental que actúa de catalizador para, una vez superada la soledad, actuar socialmente en el «recambio social», si bien hemos de cuidarnos, como señalaría Kant, de no poner barreras para reducir su protagonismo, pues su prevalencia podría finalmente hacer que el sujeto solo desee agradar sin más propósito, volviéndose frívolo en el proceso. Por otro lado, si la mujer o el hombre adopta la soledad como su único método bello, renegando lo sublime de su porte, hará de los sentires que pueda padecer objeto de su propiedad, y será amistoso únicamente consigo mismo, pretendiendo agradarse sin atender al resto y haciéndose en consecuencia de una naturaleza narcisista. Por tanto, la sublime y bella soledad sería, reparando en las conclusiones que el filósofo regiomontano establecía en materia de la virtud que nos hace humanos, aquella que el sujeto asume cuando entiende cómo el abandono de los valores impuestos para lograr la trascendencia corresponde tanto en al-
canzar la esencia que compone su existir —ser humano en la guerra—, como la necesaria exteriorización de su conflicto para definir quién es —la guerra justificada—. Para alcanzar el cometido, se tiene que tomar un camino solitario previo, una conversación interna que hará a la persona sabedora de los valores para lograr la rectitud del humano. ¿Qué impide entonces que aquel que reniega de los valores absolutos para sumirse en la soledad con el fin de obtener su trascendencia pueda evitar caer en los vicios? La intromisión de corrupciones en la propia liberación ante lo impuesto. Recordemos la capacidad que tienen los sistemas atacados por parásitos para volver flexibles sus estructuras y hacer a los sujetos partícipes de una libertad infundada. Reside en los modelos más afectados por esta lacra incluso la posibilidad de albergar sujetos que, rehuyendo de lo amoldado, puedan negar al sistema sin abandonarlo, volviéndose en el proceso extravagantes. En la sociedad que los acoge resultan en una atracción curiosa; para quien lo padece un remanso de paz y descanso ante la idea de haberse vuelto lobos frente al rebaño de corderos. Aquellos que han caído en esta tentación ejercen terribles consecuencias para la reconversión de la estructura, pues la presencia de falsos nihilistas hará creer a la comunidad que existe libre albedrío. Es lamentable que la trascendencia de valores en el sujeto pase por una soledad antinatural, pero más despreciable es aquella medida que hace creer libre al preso.