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Los que niegan a Occidente

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Postulados

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su búsqueda por la trascendencia. LOS qUE NIEGAN A OCCIDENTE

Nuestro sistema y sus componentes, corruptos y ajados más por desuso que por malas prácticas, ha incentivado el desarraigo de aquellos cuyas esperanzas fueron depositadas en un proyecto común. Abanderados de Occidente, nos hemos ahogado en nuestra propia bandera, incapaces de tejer entre su deshilachado consorcio a quienes pugnaban por formar parte de una macroempresa que ahora es apenas un fantasma. Con respecto a los que niegan a Occidente, no hablamos aquí de aquellos cuyas prácticas consideramos «fuera de Occidente». Estos solo han de ser motivo de regocijo, pues el simple hecho de saber de su existencia deja de hacerlos inverosímiles a nuestros ojos, eximiéndonos de librar guerras de la incomprensión y animando en su defecto el enfrentamiento para la reforma. Así, aquellos que aluden como inconcebibles las formas de lo no occidental, y por ende tienden a violentar su espíritu contra los que están «fuera», son los que han templado demasiado su carácter en el absolutismo de sus percepciones, padeciendo el malestar de no entender que para alcanzar el valor más elevado se debe abrazar el relativismo y la heterogeneidad en las comprensiones sobre el existir. Gracias a la diversidad de percepciones de aquellos «fuera de Occidente», la humanidad avanza hacia el progreso de los valores elevados. El no Occidente jamás ha de ser negado. Sin él, ¿cómo el ser occidental podría llegar a definirse? Mas, ¿qué ocurre para quiénes niegan Occidente, siendo este parte de la tierra sobre la que beben sus valores? En ese caso, las identidades dejan de retroalimentarse y el ser pierde toda concepción de sí mismo, quedando varado en un limbo donde sus «hermanos» ahora son entes extraños que ni siquiera puede considerar como aliados u enemigos, pues no tiene una referencia a la que agarrarse. Ello provoca la aparición del temido «relativismo absoluto», aquel que les haría renegar de su propio existir. Pero ¿y si es acaso el sistema de Occidente aquel que, poblado por la irreverencia de las masas, se ha condenado a

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negarse a sí mismo? En ese caso, es lícito expropiar, como aquel que pierde la nacionalidad teniendo otra de antemano, aquellos valores criados en lo occidental y salvaguardarlos de su destrucción, siempre que el pueblo que se ha comprometido con esa causa sea capaz de ello. En su constante lucha ante sí mismo y para sobrevivir, el ser humano es capaz de desligarse hasta del sistema que lo vio nacer.

Veamos al gigante ruso, cuya águila bicéfala siempre dislocó su cuello para mirar hacia lo occidental. A pesar de que fue en su totalidad la cuna de su estirpe, también resultó en el recipiente de historias externas a su origen. Aunque en un primer momento como frontera de lo que se considera hoy Occidente, readaptó sus nociones a las occidentales para el progreso de su devenir cuando su población, en la búsqueda por valores elevados, realizó sincretismos con lo occidental para asimilarse a aquello que en aquel instante consideraron cómo el más adecuado de los estatus para el avance. Sin embargo, su sistema fue uno de los primeros corrompidos dentro de lo occidental, y los occidentales, en aquel momento temerosos y sumidos en la consideración de que todo lo distinto, incluso aquello que surgía de Occidente como nuevos valores, era corrupto, purgaron a Rusia señalándola como «fuera de Occidente». No quisieron aprender de ella.

El pueblo ruso, varado en un Occidente que no lo consideraba parte suya, deambuló siglos derrumbada en nociones desgastadas —¿Hacia dónde va Rusia y qué es Rusia? —Preguntaban. Pero, al mismo tiempo, ello le sirvió de catalizador para adoptar nuevos valores, convirtiéndose en una entidad hueca que todo asumía como una esponja, sin tan siquiera padecer de los episodios de reforma; los nuevos cambios advenidos desde lo occidental. Rusia se convirtió en la quinta columna de Occidente que, sin saberlo, seguía manteniendo un órgano enfermo que jamás intervino por haberse limitado a desear que fuera extirpado por mera inercia. Así, Rusia tendió al conflicto ante la inverosimilitud de su propia conciencia, en un versus que tras un siglo la llevaría a forjar nuevos valores ante los choques de las revolucio-

nes y las consecuentes reformas, esgrimiendo un modelo único y diferenciado, como si a través de los padecimientos hubiera obtenido una entidad orgánica de adaptación genuina. Logró desvincularse de Occidente. Sin embargo, Occidente aún cree que Rusia es parte de él y, al igual que la democracia vencida, ha asimilado una realidad condicionada por un sistema atrofiado que nos dota de certezas infundadas que tratamos para nuestra desgracia de absolutas. En su desvinculación, ha logrado desarrollar una idea cuyas raíces permiten alcanzar a los pueblos que dejaron atrás en su proceso de caída en el ostracismo, albergando la posibilidad de acoger con beneplácito al resto de comunidades de no ser porque nos hemos sumido en la más absoluta de las irreverencias. Ahora nos gustaría ver disuelto Occidente si con ello pudiéramos aspirar a un sistema que nos vinculase a la trascendencia, pero somos conscientes de que esta reconversión no se ha dado nunca, y tal vez una negación total del espacio de Occidente podría conllevar al colapso de sus sociedades, habituadas a ser referidas con esta pertenencia. Los «otros», tanto los que una vez estuvieron adscritos a lo occidental como los que no, desarrollaron su propio mecanismo de respuesta ante el desprecio de este. Pero ¿qué sería de su humanidad si quedase subsumida a un modelo que nace de Occidente pero sin tenerle como referencia y viéndose este abocado a su desaparición? ¿No estaríamos acaso tendiendo hacia el riesgo de la inverosimilitud, azuzando la llama de la guerra por incomprensión? Sabemos que el ser humano, por norma general, aunque su aspiración sea librarse de las cadenas de los valores absolutistas que le han sido inculcados desde dentro de la sociedad, precisa de una paz espiritual previa de la que muy difícilmente podrá desligarse si el sistema no apoya su desmitificación. Por ende, si el modelo de progreso muere, si la posibilidad de generar nuevos valores desde la base de los absolutismos para romper con ellos desaparece, la persona no podrá lograr su estado de trascendencia. Si quienes niegan a Occidente absorben a Occidente, ambos sistemas se autodestruirán. En contraste, debe existir una cohabitación, donde sea la heterogeneidad de sistemas los que provean de los mecanis-

mos para revivir a los modelos desgastados y corregir sus desavenencias para el progreso de los valores. Solo así podrá el ser humano seguir combatiendo contra sí mismo en su búsqueda por hallar un sentido a su existencia. Así, no hemos de creer que Rusia, ni cualquier otra comunidad que negó a Occidente, es el mal que ha atrofiado a nuestro sistema. Ello es solo un elemento que evidencia nuestra corrupción y el deseo de salvaguardar sus nociones en la búsqueda de su comunidad por seguir trabajando en la deconstrucción de los valores hacia la búsqueda de otros más elevados. Estos nuevos sistemas, aunque mantenidos en maniqueísmos y malas prácticas, siguen empleando los recambios en su estructura, lo que les dará capacidad para desligarse de sus absolutismos una vez superen las carencias. En cambio, Occidente ha dejado en desuso sus mecanismos de progreso, y eso lo hace más peligroso, pues siempre será preferible un grave incendio intencionado, pero controlado, que una pequeña llama olvidada en un bosque seco.

En el caso ruso, su proyecto, llamado eurasianismo, ha encauzado la idea de la convivencia de sistemas múltiples que incluyen y asumen con regocijo los diferentes a ellos; los «no euroasiáticos», como Occidente. Sin embargo, aunque este resulta funcional, ya hemos advenido sus fallos, y en él todavía se evidencian enfrentamientos. Aunque favorecen la convivencia, consideran antagónico lo occidental como ese pasado maldito que, si realmente hubieran trascendido, no seguirían manteniendo como su rival. No convengamos eso para Occidente, pues ya advertimos cómo ningún enfrentamiento ha de provenir de lo distinto, pues solo es motivado por la incomprensión. Además, cualquier separación de un sistema para lograr la supervivencia es lícita si el modelo empleado para ello al menos funciona, no negando en el proceso lo occidental o su viceversa. Dentro de sus carencias, mantienen en su arco de relaciones multidimensionales entre comunidades (arco continental-euroasiático) una iniciativa de liderazgo, medido bajo una noción absolutista que limita a Rusia. Este, al servirle como mecanismo de salvaguarda de su incertidumbre, impide que pueda acceder a nuevos valores de los ya creados, amenazando con

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