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Devocional
En qué creemos
La Tierra Nueva
El tiempo y la eternidad
Fuimos creados para mucho más
Guillermo Díaz-Plaja, un destacado poeta español, describió la transitoriedad del tiempo en este breve poema:
«Corza celerísima, el futuro se evade. ¡Oh blanco fugitivo! ¡Oh saetilla ingrave!
Cómo tira de mí: mañana indescifrable, poesía no escrita, amor que está en el aire.
Cómo ya sin remedio el hoy se me deshace embebido en el vértigo del futuro de nadie».
*
Estas elegantes y desesperanzadas frases poéticas hallan un profundo eco en cada corazón. De una u otra manera, todos reconocemos que la vida es transitoria. Todos lo sentimos de manera ineludible, lo queramos o no, de que estamos «insertados» en el tiempo, en un proceso de cambio continuo. El incesante tic-tac del reloj; el rostro fluctuante de las diversas etapas de la vida; el deterioro imparable y aun cruel que experimentamos en la vejez; la presencia no deseada y fatal de la muerte. Todo nos recuerda inexorablemente que somos criaturas finitas y mortales.
Como reconoció el salmista en su bien conocida declaración de profundo drama: «El hombre, como la hierba son sus días; florece como la flor del campo, que pasó el viento por ella, y pereció, y su lugar ya no la conocerá más» (Sal. 103:15, 16). Y Job, en medio de su dolor, comparó la vida humana con una «sombra» que huye y «no permanece» (Job 14:1, 2).
Pero eso no es todo.
ETERNIDAD EN EL CORAZÓN
No somos tan pasajeros como una nube. También anhelamos la permanencia y clamamos por eternidad. Dios ha puesto en el alma un anhelo irreprimible de vivir para siempre. Como el sabio rey y poeta Salomón dijo de Dios: «Ha puesto eternidad en el corazón del hombre» (Ecl. 3:11).
No nos contentamos con unos pocos años de vida. Queremos continuar sin limitaciones la aventura de aprender y enfrentar nobles desafíos. Queremos disfrutar sin interrupción el afecto de aquellos que amamos. Deseamos atesorar nuestras relaciones con amigos. Queremos estar para siempre en la presencia resplandeciente de Dios, fuente de todo bien. Queremos vivir en el reino perfecto que Dios establecerá, libre de injusticias, enfermedades, dolor y muerte.
He aquí una visión sobre ese mundo nuevo y eterno que tuvo Juan en el Apocalipsis, en la isla de Patmos: «Entonces vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían pasado y el mar ya no existía más […]. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos; y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto ni clamor ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron. El que estaba sentado en el trono dijo: “Yo hago nuevas todas las cosas”» (Apoc. 21:1, 4, 5). ¿Cómo alcanzar la eternidad? ¿Cómo disfrutar de la vida
sin desilusiones o límites? Señalemos en primer lugar que solo Dios es eterno, como lo indica su Palabra revelada. En contraste con la transitoriedad y pequeñez de la humanidad, las Escrituras subrayan la permanencia y grandeza de Dios. Él está antes y después de todas las cosas.
«Señor –aseguró Moisés–, tú nos has sido refugio de generación en generación. Antes que nacieran los montes y formaras la tierra y el mundo, desde el siglo y hasta el siglo, tú eres Dios […]. Ciertamente mil años delante de tus ojos son como el día de ayer, que pasó, y como una de las vigilias de la noche» (Sal. 90:1, 2, 4).
Y Jeremías afirma: «Mas Jehová es el Dios verdadero: él es el Dios vivo y el Rey eterno» (Jer. 10:10).
Pero este Dios grande y eterno es también un Dios bueno.
UN DON PRECIOSO
Él desea que nosotros, criaturas mortales y finitas, recibamos el don bienaventurado de la eternidad. Así nos lo dijo en el tan conocido versículo que afirma: «De tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16). Pablo reiteró esa preciosa promesa: «Porque la paga del pecado es muerte, pero la dádiva de Dios es vida eterna en Cristo Jesús, Señor nuestro» (Rom. 6:23). Cuando creemos en Jesucristo como nuestro Salvador y aceptamos los méritos de su sacrificio en la cruz, la vida eterna ya ha comenzado para nosotros: «El que cree en el Hijo tiene vida eterna» (Juan 3:36). La muerte temporal que cada creyente sufre al fin de sus días es tan solo un sueño pasajero, porque la «vida está escondida con Cristo en Dios» (Col. 3:3).
Pronto, las miserias del presente quedarán atrás, y comenzará la eternidad perfecta que Dios nos ofrece gratuitamente en Jesucristo. ¡Alabado sea su santo nombre! Usted y yo podemos vivir para siempre.
Será una vida sin fin, como las estrellas, y llena de riquezas, como la misericordia de Dios.
* Guillermo Díaz–Plaja,Poesía junta (Buenos Aires: Editorial Losada, 1967), p. 37.
Tulio N. Peverini es pastor jubilado y durante veintisiete años fue editor de la revista El centinela.