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Puedo contarle una historia?

Con Dios en Las Vegas

¿Puedo contarle una historia?

DICK DUERKSEN

El avión de Monte tenía que salir del aeropuerto de Las Vegas a las 15:30. Debido a las restricciones por el Covid-19, la cantidad de personas que querían viajar y el intenso tráfico, él estaba decidido a salir temprano. Bien temprano.

Llegar temprano no era simple. Tenía que devolver el auto de alquiler. «Llegue al menos dos horas antes», decía el cartel. Monte obedeció, llegó tres horas antes, entregó su camioneta Nissan negra a los empleados de la compañía de alquiler, y tomó el bus que lo llevó hasta la terminal, a cinco kilómetros de allí. Se sintió aliviado y satisfecho de llegar a tiempo.

Había sido un buen viaje, no a la ciudad de Las Vegas sino a las montañas donde había estado grabando una nueva serie de video para los pueblos nativos. Los había animado a confiar en Dios para hallar respuestas de cómo vivir en este mundo perdido.

Ahora ya no estaba pensando en los programas. Estaba pensando en hallar el mostrador correcto, despachar sus maletas, pasar con éxito por seguridad y abordar el avión a tiempo.

Cuando llegó al mostrador para despachar sus maletas, buscó sus documentos y sintió que lo envolvía el terror. Le faltaba la billetera. «Tenía que hallar mi billetera. Tenía 300 dólares en ella, ¡y mis tarjetas de crédito! ¡Tenía que encontrarla! Busqué en todo el equipaje, y entonces recordé que había colocado mi billetera en la guantera del automóvil de alquiler. ¡Oh, no!» * * *

El empleado de la aerolínea usó el pasaporte de Monte para despacharle las maletas y darle la tarjeta de embarque. «Tiene una hora y cuarenta minutos –le dijo–. Eso le da tiempo para regresar hasta el centro de alquiler y recuperar su billetera».

Monte corrió afuera y aguardó con impaciencia el autobús. Cuando llegó, le llevó una eternidad desembarcar a los pasajeros, cargar a otros, empacar las maletas e ir hasta el centro de alquiler a muy lenta velocidad. Cuando finalmente arribó, Monte se las ingenió para descender primero.

«¿Vieron cómo es cuando uno está apurado? –contó después–. ¡Siempre hay diez personas delante de uno!»

Una de las empleadas vio su rostro angustiado y le preguntó si podía ayudarlo.

—Tengo un gran problema. Dejé la billetera en la guantera del auto de alquiler –dijo Monte con voz desesperada–. Y no puedo perder el vuelo. —¿Qué clase de auto era? –preguntó la empleada. —Era una camioneta negra. Una Nissan, creo. —Eso no me ayuda mucho. Por aquí pasan unos trescientos automóviles por hora –dijo frunciendo el ceño–, y es probable que el suyo ya fue lavado y estacionado. No creo que pueda revisar todos rápidamente para ayudarlo.

Sus palabras parecían una sentencia final. Iba a perder el vuelo.

La empleada corrió entonces hasta uno de los automóviles. «Va a ser difícil», le dijo mientras subía al auto, enfatizando sus palabras como para no darle ninguna esperanza. Entonces salió rápido hacia el lugar donde lavaban los automóviles.

Monte quedó allí afuera, aguardando que la empleada regresara. Entendió lo que significaba «difícil», y ya estaba tratando de aceptar las consecuencias. * * *

Cuando regresó, la empleada bajó la ventanilla y le preguntó si la camioneta tenía algo en especial. —Creo que tenía la patente de Arizona, pero no estoy seguro –replicó Monte. —He revisado más de una decena de camionetas negras Nissan, y puede que la suya ya haya sido enviada a otro cliente.

La empleada tenía el ceño fruncido otra vez. —Era una camioneta negra común –dijo Monte, tratando de imaginarla en la mente–. Y puse la billetera en la guantera, no entre los asientos.

Lo sorprendente es que ella dijo: «Voy a intentarlo una vez más», y salió más rápido aún, hacia donde se guardaban los automóviles.

«Mientras se iba, me acordé de orar –recordó Monte–. Había pasado toda una semana presentando programas que explicaban cómo podemos hablarle a Dios de todo lo que nos sucede, aun de las cosas pequeñas. Pero había estado demasiado ocupado procurando resolver este problema por mí mismo y había olvidado pedir a Dios que me ayudara en esta situación».

Su oración fue simple y directa, y comenzó con un pedido de disculpas.

«Pido disculpas Señor. Debería haber ido a ti primero de todo, en lugar de correr tratando de solucionar las cosas por mi cuenta. He hecho todo lo que puedo; ahora estoy poniendo todo en tus manos. Hay una mujer amable que va de camioneta en camioneta buscando la billetera que olvidé. Es importante para mí tomar este vuelo, y como tengo el pasaporte, sé que puedo llegar a casa. Pero si es tu voluntad, ayuda a que pueda encontrarla rápido. Y sea lo que sea, acepto tu decisión».

La oración le alivió el estrés, relajó sus músculos y cambió su ceño fruncido por una sonrisa. El problema estaba ahora en las manos de Dios y, pasara lo que pasara, sintió que todo iba a salir bien.

Esperó y esperó, procurando frenar la hora. Finalmente, cuando solo faltaban 45 minutos para abordar, la empleada llegó a toda velocidad.

«Creo que le va a gustar recibir esto», dijo mientras le pasaba la billetera intacta.

Sus palabras hicieron que el corazón le diera un vuelco. Eso es lo que Dios siempre dice, pensó. No podemos hacer nada para ganarnos la salvación. Lo único que podemos hacer es recibirla.

Monte le agradeció y corrió al autobús, que salió inmediatamente para la terminal, sin ser detenido por semáforos rojos. La fila de seguridad del aeropuerto avanzó rapidísimo, y momentos después, escuchó desde su asiento 24C que la azafata daba las instrucciones de despegue.

En realidad, Monte no escuchó ni una palabra de lo que ella decía. Se dedicó a elevar una oración de agradecimiento a ese Dios que le encanta ayudarnos. Alabó a ese Señor que nos enseña a confiarle las respuestas que solo recibimos de él.

«Verán ustedes –dice Monte–. Aun lo que sucede en Las Vegas es importante para Dios».

Dick Duerksen es un pastor y narrador que vive en Portland, Oregón, Estados Unidos.

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Vol. 17, No. 3

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