Ella nació al lado de la mar. Había redes, barcos, arena y piedras suaves como la brisa. Estrellas de mar, caracolas y tardes de tomar sandía en el embarcadero. Había cristales suaves y redondos que la mar le regalaba. Había una playa de cantos rodados donde las piedras charloteaban con las olas incesantemente: clic-clic-clac-cloc-cloc-clic-clic. Ella aprendió a hablar ese idioma misterioso antes de saber nombrar al sol.
Nana tenía un amigo. Era su vecino, el hijo del panadero. Le traía dulces recién hechos y, tomados de las manos, corrían cuesta abajo hasta llegar a la playa.
Solo a él le enseñaba sus tesoros más preciados: —Mira, tengo un sol diminuto. —Pero… es una caracola —le contestó Martín. —No, es un sol pequeñito que brilló hasta cegarme. Ahora tengo una estrella para mí sola… y para ti, si la quieres. Y ¿ves?, estas piedras tan suaves son las lenguas de la tierra. Ellas y la mar siempre están contándose cosas, día y noche, ¿quieres escucharlo? —Sí —dijo él.
Y corrieron de nuevo, otra vez tomados de las manos, hasta la playa de cantos rodados. Se sentaron sobre una roca. Escucharon con atención. Era cierto, las piedras hablaban, golpeándose unas contra otras: clic-clic-clac-cloc-clocclic-clic. Las olas respondían, incesantemente, en un suave murmullo. Estuvieron mucho rato allí, juntos, escuchando aquel diálogo interminable. Y él sacó un dulce, casi recién hecho, que compartieron. Y se dieron un beso.
Luego marcharon a sus casas. En la puerta, antes de cerrar, ella le dijo: —Un día le hablé a mi maestra del sol que guardo y de las cosas que voy encontrando. Me dijo que, si había encontrado un sol diminuto, había encontrado un verdadero tesoro. Que lo guardase bien y lo cuidase para siempre. Porque todas esas cosas que voy encontrando, lo que me cuenta la mar cuando me acerco a ella, o cuando rugen las tormentas o todo lo que me dice la hojarasca del otoño, todo eso, se llama poesía.
—Ah, pues entonces, a mí también me gusta la poesía —le contestó él. Y Martín pensó que la poesía eran piedras y caracolas, y cristales suaves de colores, y una llave, y un trozo de red de pescador, y un montón de hojas amontonadas en el suelo. Que la poesía era eso: un sol en la arena o poder escuchar a la tierra hablando con las olas.
AKIPOETA Nana nació en una isla, al lado de la mar, y hacía preguntas que nadie sabía responder. Sus ojos veían más, y Nana tenía que escribirlo, para que no se le escapase como la arena entre los dedos. Un cuento bellísimo sobre el nacimiento de la poesía y del amor.
ISBN
978-84-17440-64-0
9 788417
440640