Kapoor

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Anish Kapoor



Anish Kapoor



Índice

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El arte de Anish Kapoor. Homi K. Bhabha

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Le vrai cul du diable. Jean de Loisy

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Láminas

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Cronología



Le vrai cul du diable Jean de LoisySalvador Albiñana

A

nalizar cómo manifiesta el arte de Anish Kapoor su fuerza principal, nunca dejamos de hacernos una pregunta: dejando de lado la diversidad de materiales o formas, ¿qué efectos no físicos causan sus esculturas? La gran torre de bruñidas esferas de acero de Kapoor, si la yuxtaponemos, por ejemplo, a una obra de sir Joshua Reynolds, pone de relieve la discrepancia existente entre una obra del periodo clásico que cumpla la función habitual de las esculturas situadas en plazas y parques –descritas por Aloïs Riegl en su célebre texto El culto moderno a los monumentos (1903) como representaciones «erigidas con la intención precisa de mantener vivos en la memoria de las generaciones futuras determinados acontecimientos o éxitos humanos»1 – y otra dedicada al «ahora» transitorio, cuya presencia en el umbral de una exposición podría pretender proporcionar (al modo de las esculturas simbólicas colocadas a la entrada de los

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parques renacentistas) el secreto o el motivo del tema de conjunto. El destino de Árbol alto y el ojo [Tall Tree and the Eye], una obra firmemente anclada en el presente, es reflejar el momento inmediato, la deconstrucción de su entorno en sus superficies, y los cambiantes colores del cielo. Sólo emerge como presencia cuando su geometría se despliega ante los ojos del transeúnte. Los movimientos de los espectadores precipitan hacia la vida los reflejos que se deslizan y resbalan sobre sus superficies curvas, ocasionando un «cambio de marcha» catóptrico y un derrumbe absoluto de la arquitectura, que explota mediante refracción. Para la persona que la inspecciona, la pieza proporciona una experiencia fenomenológica basada en la destrucción del presente, que se licua ante sus ojos. La realidad, en lugar de reensamblarse como una imagen, se dispersa ad infinitum gracias a la multipolaridad de las superficies, mientras el tiempo y la memoria, al no sostenerse, se ven eliminados. El carácter policéntrico de Árbol alto y el ojo y su énfasis en la fugacidad de las apariencias y la inestabilidad del mundo visible recuerdan los intereses subyacentes en el Barroco, entre ellos el interés en la luz y la sombra, y en la complejidad volumétrica y espacial. En los últimos trabajos de Kapoor esas referencias se manifiestan de diversas maneras. Al igual que en la barroca Gruta de Tetis versallesca que, dedicada a Apolo, tuvo en su día una entrada cubierta de espejos, aquí la luz y la sombra son los materiales del artista. De pie en la cavidad que alberga Árbol alto y el ojo, podemos experimentar el espectáculo que produce nuestra

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Aloïs Riegl, Der Moderne Denkmalkultus, seine Wesen und seine Entstehung, Viena, 1903 [ed. cast.: El culto moderno a los monumentos: caracteres y origen, Boadilla del Monte, Antonio Machado Libros, 2008]. 1

Eugenio d’Ors, Du baroque, París, 1968, p. 112 [ed. original cast.: Lo 2

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propia fragmentación gracias a la vertiginosa explosión ascendente de los reflejos. La escultura se dispone en tres ejes, que articulan y descentralizan los conjuntos de esferas que la componen. Del mismo modo que Árbol alto y el ojo se recrea en la luz y el destello, Colmena [Hive] rinde homenaje a la semioscuridad y a la fecundidad vital de las fuerzas de la naturaleza. Ante un oscuro y enorme agujero situado entre las secciones de acero, el visitante experimenta una impresión general mucho mayor de la que podría sugerir la gran escala de la obra. El artista, deseoso de dramatizar la tensión existente en el ojo y la mente, logra aflojar las cadenas que unen los espacios percibido y euclidiano. La oscura caverna, hecha de ásperas piezas de acero atornillado, contrapesa la luminosa inmaterialidad de la pieza pulimentada, trayendo a la memoria las uterinas grutas de Courbet o las fauces infernales, y más aterradoras, del ogro del jardín manierista de Bomarzo, cerca de Viterbo. De este modo, desde las piezas pigmentadas de la década de 1980 hasta la cadena casi genética de reflejos exponencialmente recurrentes que constituye Árbol alto y el ojo; desde la oscura cavidad de Colmena a la presencia orgánica de las últimas piezas en cemento, tituladas Greyman grita [Greyman Cries], Shaman muere [Shaman Dies], Nube de humo [Billowing Smoke] o Belleza evocada [Beauty Evoked], parece que el interés de Kapoor en los procesos naturales se ha ido incrementando poco a poco a lo largo de su carrera. Esta idea nos retrotrae al término griego phusis, que alude bien a la naturaleza esencial de una cosa u objeto, bien a la potente explosión que supone el nacimiento de cualquier ser vivo. El concepto recuerda el carácter invasivo de la naturaleza durante el Barroco, con un lenguaje que, según el autor y filósofo catalán Eugenio d’Ors, estaba bajo la tutela de Pan: «El Barroco es el idioma natural de la cultura, aquel por cuyo medio la cultura imita los procedimientos de la natura... Pan, dios de los campos, dios de la natura, preside cualquier creación barroca auténtica»2. La energía creadora, al igual que ocurre con la luz y su opuesto la sombra, tiene un polo contrario que los recientes estudios filológicos han ayudado a descubrir. Justo antes de morir en torno al 500 a.C., el filósofo griego Heráclito, para quien los elementos del universo, catalizados por el fuego, no dejaban


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Cfr. Pierre Hadot, Essai sur l’histoire de l’idée de Nature, París, 2004. 3

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de oponerse entre sí, entregó en el templo de Artemisa de Éfeso el libro en el que se plasmaban todos sus conocimientos. La obra contenía la enigmática frase phusis krupthestai philei, generalmente traducida como «la naturaleza gusta de ocultarse». Sin embargo, los helenistas han corregido hace poco esta versión, basándose en una nueva interpretación del verbo phuesthai3 . Ahora parece que el aforismo significa: «Lo que hace aparecer las cosas es lo que las hace desaparecer». En consecuencia, lo que Heráclito expresa es su asombro ante el misterio de la metamorfosis y los indisolubles procesos de la vida y la muerte. Parece que el espectáculo de este ciclo universal, la energía fundamental del mundo en acción, es el tema de gran número de obras de Kapoor. La pieza más emblemática de este doble proceso es Mi tierra/patria roja [My Red Homeland], una acumulación circular de cera roja que, por medio de una gran cuchilla giratoria, se ve sometida a un incesante proceso de destrucción y recreación de la dúctil materia que la compone. ¿El tema de la obra es la relación entre su rotación y el vasto mecanismo cósmico, o es una interpretación de la misma? ¿Qué papel desempeñan en la obra las hipótesis sobre su significado? ¿El de la pieza se ve únicamente determinado por unos pocos rasgos formales cuidadosamente dispuestos, como son el círculo, el movimiento y el material, o acaso la escultura ha sido concebida para permitir innumerables sugerencias? La misma pregunta, afín a nuestra cuestión inicial, constituye la médula de la obra de Kapoor. Las cavidades, los materiales y los reflejos que encontramos son figuras de las que depende la respuesta, como si, haciéndose eco de las teorías filosóficas formuladas por el obispo Berkeley a comienzos del siglo xviii y desarrolladas por Edmund Husserl y otros autores, cada objeto planteara la posibilidad de forjar un mundo más allá del visible, un territorio que sólo perteneciera al espectador. Kapoor entreabre la puerta a todas esas posibilidades. Desvinculadas del abanico formal utilizado en la escultura contemporánea, las inesperadas piezas de cemento resultan difíciles de definir: no son ni objetos, ni esculturas, ni instalaciones; tampoco son auténticamente permanentes, ni realmente efímeras. Las obras

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Citado por Yve-Alain Bois en L’Informe, mode d’emploi, cat. exp., Centre Georges Pompidou, París, 4

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más recientes de Kapoor, fruto de una prolongada meditación y resultado de experimentos continuos, realizados durante más de un año, proporcionan al visitante la oportunidad de reflexionar, como por primera vez, sobre el significado. Comprendiendo varias docenas de elementos que, en conjunto, constituyen un inquietante paisaje, sus enigmáticas formas parecen emanar de un proceso natural, una vez más de origen orgánico, aunque su esquiva geometría quizá apunte rasgos de restos arquitectónicos. Cada elemento consiste en una acumulación de extrusiones de materia que, granulada o lisa, se allanan, enrollan o trenzan según las múltiples permutaciones y combinaciones previstas por el artista. Las piezas oscilan entre el coágulo y el derrumbe, entre el objeto contemporáneo y la presencia de carácter inmemorial, reverberando en nuestro interior como llamamientos de nuestro pasado más remoto. Quizá el efecto buscado por el artista sea la creación de un estado onírico que, al cernerse sobre las piezas, las libera de su peso como objetos. La creación de este ensueño no priva de relevancia inmediata al carácter físico de la escultura, que nos remite de manera irresistible e instantánea a nuestros propios cuerpos, a nuestros excrementos. No estamos ante la fetichización de los residuos humanos practicada por Piero Manzoni, ni ante el esteticismo que les arranca Andrés Serrano en sus fotografías. No, el material de desecho está ahí mismo, informe, excretado, como las enormes boñigas utilizadas antes de la década de 1950 por Lucio Fontana para modelar sus cerámicas espacialistas. Recuerda las mismas cosas que los famosos relieves de yeso de Picasso que fotografió Brassaï en 1942, cuya textura se parece mucho a lo que André Breton señaló después de visitar el estudio del malagueño: «Entonces vino un pequeño lienzo en cuyo centro sólo había un gran empastado... Me explicó que el tema de su pintura era el excremento, al que se parecería, desde luego, cuando le hubiera colocado encima las moscas. Sólo lamentaba haberse visto obligado a encontrar algo que sustituyera (en pintura) a una auténtica boñiga seca, y más concretamente a una de esas inolvidables boñigas que hay por el campo en la época en la que los niños comen cerezas sin preocuparse por escupir el hueso4 . En Greyman grita... el artista delega parte de su poder en el material al permitirle que cobre forma por


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Cloud Gate, 2006

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sí mismo. Su capacidad para modelar queda a un lado. Poco dibujo, nada de pulimento, de composición o de expresión psicológica: sólo las propiedades inherentes a un material que se somete a la acción de la gravedad. Para alcanzar ese resultado, para subrayar la distancia entre la obra y la mano, Kapoor se sirve de un intermediario con el fin de transformar su impreciso esbozo geométrico en un programa informático que acciona una hormigonera. A su vez, ésta va conectada a una máquina que, similar a las de la industria alimentaria, excreta pasta de cemento como si fuera una impresora. Aunque el cemento se derrama como lo haría la pintura en un cuadro chorreante, no lo dirige el estado hipnótico del artista, como ocurría en el caso de Jackson Pollock, y tampoco lo bate el cuerpo, como sucedía en las regresiones primordiales del artista Kazuo Shiraga, del grupo Gutai. Aunque aquí el medio se jacta de sus cualidades, al igual que en Casting de Richard Serra, donde el plomo demuestra su maleabilidad, o en Piezas de fieltro de Robert Morris, donde el tejido manifiesta su peso, a Kapoor, al contrario que a esos creadores minimalistas, que hacían lo posible por no dotar a sus materiales de connotaciones de relevancia, le gusta que los suyos desplieguen todo su registro evocador. Esto otorga a sus obras una amplitud y un halo que las empuja a ir más allá de su condición de objetos, ya que más bien se convierten en el botón de apertura de un obturador mental. Con todo, a diferencia de Joseph Beuys, que, gracias a un relato predeterminado y mítico, conducía al espectador hacia las posibles asociaciones que sugerían sus materiales, Kapoor permite que las connotaciones vaguen por un ámbito prelingüístico, dejando en manos de la psicología del propio visitante cualquier posibilidad de interpretación de las mismas. De este modo, la verdad de la obra se traslada a una ubicación inestable, situada en algún lugar entre el material y el observador, entre lo material y lo inmaterial. Es interesante señalar el tesón con el que, a lo largo de su carrera, Kapoor ha tratado de captar esa distancia entre la obra y el cuerpo, o más precisamente de crear una continuidad entre el objeto y el espacio. Durante la década de 1980 la espolvoreadas superficies de sus obras pigmentadas crearon una interpenetración con la atmósfera que iba más allá de la norma aceptada, de un modo similar a como se utilizaba el sfumato en el Renacimiento para difuminar el perfil


del sujeto. De otra manera, la implicación totalmente corporal que se exige a cualquiera que contemple grandes piezas de Kapoor como Mi cuerpo tu cuerpo [My Body Your Body] o Amarillo [Yellow], que giran en torno a una forma negativa, la provocan tanto la intensidad de los colores que detienen la mirada como su vacío central: al visitante se le invita a habitar mentalmente la aparente ausencia. Se enfrenta a una discrepancia entre lo que conoce –un espacio finito– y lo que reconoce que ha sentido –un espacio misterioso–. Esta discrepancia permite a Kapoor llevar la intensidad de la escultura más allá de su superficie. El resultado de este planteamiento es su interés en grandes espejos cóncavos, cuyas propiedades viene explorando con gran perseverancia desde hace algunos años. El carácter cóncavo de los espejos permite la fusión de los reflejos y la confluencia de los destellos de luz en un punto focal situado fuera del objeto, distorsionando también las ondas sonoras que se producen a su alrededor. Los espejos se tornan motores, produciendo acontecimientos visuales y auditivos que amplían el campo de los objetos hacia el exterior, incorporando al espectador y envolviéndole entre las finas capas de resina coloreada que forman el espejo, sin por ello imponerle limitación alguna: el visitante puede observar el espejo licuándose ante sus ojos. De este modo, la percepción se centra en la discrepancia existente entre la superficie táctil y el aspecto de las imágenes. Estas obras, que exigen que la profunda mirada del espectador adopte un papel creador, cobran un movimiento corporal de importantes repercusiones fenomenológicas y psicológicas, pero en modo alguno permiten al espectador la satisfacción narcisista que suelen llevar aparejada los espejos. En esas piezas el yo, disperso y boca abajo, retorna al estado de ectoplasma de un momento existencial transitorio. El espejo, fascinante pero contingente, sustancia sin esencia sometida a las infinitas variaciones de una realidad que al modificarse a sí misma lo modifica, se aniquila en medio de esos espectaculares efectos. Los rasgos de este tipo de manifestación artística, a un tiempo presente y ausente, son de especial interés para Kapoor. Una de las primeras ocasiones en que surgió en su obra un objeto de esta naturaleza fue en Cuando estoy preñado [When I Am Pregnant], una pared cuyo relieve desaparece al

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Benjamin Buchloch, Essais historiques, Villeurbanne, 1992, p. 136. 5

Jurgis Baltrušaitis, Le Miroir, París, 1978, p. 193. 6

Georges Bataille, Documents, 2, 1929, p. 31. 7

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verlo de frente, haciéndose únicamente visible gracias al movimiento de los visitantes. Concebida para estar en el límite de la visibilidad y para llevar consigo la ficción de un futuro, de una transformación ulterior, esa presencia potencial no pertenece al mundo material. Su innegable realidad no es más que una interrupción inesperada en el espacio de nuestras vidas. La forma de hacerse visible que tiene Cuando estoy preñado, más como deslizamiento que como irrupción, tiene que ver con el interés del artista en la continuidad entre una obra y su entorno. Es ésta una de las interpretaciones de la serie No objetos [Non-objects], compuesta, entre otras obras, por Puerta [Door], Polo [Pole] y Curva en forma de C [C-curve]. Estas piezas de producción industrial en metal bruñido se convierten en presencias furtivas cuando la sala está vacía, como si su realidad hubiera sido absorbida por la arquitectura que las alberga para exponerlas. Así surge otra de las manifestaciones de su paradójica existencia: sólo parecen objetos reales cuando el visitante se refleja en su superficie. Dicho de otro modo, la ilusión que producen les da validez, lo cual supone otro eslabón de la cadena fenomenológica que, pasando por Husserl, se retrotrae a la máxima de Berkeley: Eese est percipi [Ser es ser percibido]. De este modo, Kapoor rompe con la autonomía de la escultura tradicional, al igual que lo hizo antaño Alexander Rodchenko, que también utilizó superficies reflectantes para sus construcciones colgantes, para enfatizar la naturaleza contextual de su escultura5 . Al utilizar superficies reflectantes, Constantin Brancusi tenía una intención más metafórica que cósmica. Por su parte, Robert Morris, más cercano a nuestros presupuestos, presentó cuatro espejos cúbicos en una exposición celebrada en la Green Gallery de Nueva York en 1965. Los instaló directamente en el suelo de parqué, donde prolongaron sus bordes y literalmente desaparecieron en el espejismo de su conjunción con la realidad. Los No objetos de Kapoor también dejan clara su propia dependencia fenomenológica respecto a su entorno o, por decirlo de otro modo, su vinculación con él. Sin embargo es en los detalles de sus caprichosos reflejos donde queda patente su considerable diferencia con las obras de Morris: en realidad, esos pormenores aportan un nivel adicional que, en esta ocasión, tiene que ver con la trascendental metamorfosis


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que experimentan los espectadores. La geometría de esas estructuras reflectantes asalta las apariencias, distorsionándolas. El esmerado acabado de esas superficies –la imagen se refleja con precisión digital– indica que el artista ya había previsto las distorsiones. El perfil de la persona reflejada se convierte en un material que modelarán como si fueran cera rayos de luz desviados según trayectorias predeterminadas. La representación ideal de la forma humana es objeto de mofa y en ocasiones nuestra postura vertical aparece invertida: una grotesca animalización degrada a la persona que se dice que Dios creo a su imagen y semejanza. El conciso axioma medieval se ve refrendado: Le miroir est le vray cul du diable [El espejo es el auténtico culo del diablo]6. Descubrimos de repente que dentro de esos No objetos aparentemente puros se produce una inversión cuya violencia recuerda a la idea de la masa informe que tenía Georges Bataille. Dicho de otro modo, que describe (a su manera) algo que “no tiene ni derechos ni privilegios en ninguna dirección, y que con frecuencia los pies aplastan como si fuera una araña o una lombriz” 7. Resulta tentador ver Superficie quebrada de entrada y salida [In-Out Fractured Surface] con los ojos de Bataille. Esta pequeña pieza se compone de más de tres mil espejos triangulares facetados de diferentes tamaños. Las superficies de esta pequeña trampa están pensadas para no reflejar nada; ese laborioso montaje aparece pura y simplemente como una pérdida, una cueva de Aladino repleta de joyas pero infinitamente estéril. La gélida y brillante luz que emana de los añicos que la componen no refleja imagen alguna, prácticamente ni siquiera la sombra del transeúnte. Ese exceso de artificio parece disolver el objeto, dotándole al mismo tiempo del carácter lujoso de las joyas. Es divertido recordar que en la época barroca Giambattista della Porta concibió una serie de teatros en miniatura con espejos que, a su vez, generaban diversos mecanismos catóptricos o reflectantes, pequeñas instalaciones que se denominaron “tesoros”. Tenían incrustaciones de perlas, piedras preciosas y monedas, elementos que, al multiplicarse sin cesar gracias a los reflejos, llegaban a parecer cúmulos de riqueza en los que se fundían la fortuna y la nada, la ilusión y la joyería. Tal como nos recuerda Yve-Alain Bois: “En un texto de 1933, La noción de gasto,

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Yve-Alain Bois, op. cit., p. 53.

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principal obra teórica de Bataille, de la que emana gran parte de su obra posterior, el autor alude a lo que el psicoanálisis dice de las joyas, pero para corregirlo. Las joyas no sólo se vinculan con el excremento a modo de contraste, sino que ambas cosas aparecen juntas en un estado de pura y simple pérdida (las joyas deben representar el derroche económico...). Las joyas, la mierda y los fetiches son cosas que van unidas al gasto en bienes suntuarios”8 . Está claro que el tema de Disparos en el rincón [Shooting into the Corner] es el gasto. Un cañón, que se activa a pequeños intervalos regulares, dispara proyectiles de cera roja contra la esquina de una habitación. Cada uno de ellos pesa casi diez kilos y se desplaza a una velocidad de ochenta kilómetros por hora. Quienes contemplan esta escena primitiva, de alto contenido sexual, disfrutan de la destrucción del material y, al mismo tiempo, de la aparición de nuevas marcas en la pared. Al igual que en muchas obras de Kapoor, los ciclos de generación y destrucción se producen simultáneamente. La cera roja mancha las paredes y, pasadas las formalidades de los primeros cañonazos, surge un fresco luminoso y abstracto. Sin embargo, con gran rapidez, y gracias a la acumulación que produce la sucesión


de descargas, el color se oscurece. La sustancia blanda cae o va chorreando poco a poco hasta el suelo, y se amontona hasta que toneladas de cera azarosamente sopesadas (al albur de la más tosca puntería) crean una especie de umbría cavidad, que una vez más nos recuerda las grutas renacentistas. El espacio, nacido a instancias del artista pero sin su intervención, lo crean esas manchas de grasa pegajosa y viscosa. A su manera, Ed Ruscha inventó lo mismo en sus pinturas de 1969, Palabras líquidas, en las que las palabras se desintegran mientras la grasa, la mermelada y los escupitajos de las que parecen estar hechas se van autodestruyendo. Ese mismo año, Robert Smithson presentó sus descargas de flemas, Cola derramada, que, al igual que las piezas de cera de Kapoor, se jactan de las cualidades mecánicas de su material: la pasividad, una inconsistencia mucosa, una delicada viscosidad, y contrastes como los que se establecen entre la falta de permanencia y la permanencia, la maleabilidad y la dureza, o entre una sustancia repelente y los materiales nobles de la escultura tradicional. Gracias a sus cualidades y a sus connotaciones dentro de la historia de la escultura, la cera resulta muy sugerente, tanto para el visitante como para el crítico. Como la relación tripartita entre el objeto, la interpretación y la especial naturaleza de su ubicación forma parte de su deliberada estrategia, Disparos en el rincón, esa extraña pieza que se crea sin composición ni expresividad, y en ausencia de su inventor, suscita una plétora de interpretaciones: el reflejo de la imaginación del espectador rebota contra él como si estuviera ante un espejo. En consecuencia, parece existir cierta distancia entre Kapoor, que con frecuencia ha reiterado el deseo de que los materiales físicos de la escultura creen esculturas no físicas, y, por ejemplo, Robert Morris, quien en 1963 afirmó, mediante un documento que, suscrito ante notario, después adjuntó a sus Letanías, que había eliminado cualquier significado y cualidad estética de esa obra. De forma similar, Frank Stella, en su famosa entrevista con Bruce Glaser de 1964, afirmó que: “Mi pintura se basa en el hecho de que sólo puede verse lo que hay ahí”9 . En Disparos en el rincón, que desde el punto de vista material es una obra que se desarrolla sola, a Kapoor lo que le interesa es plantear una hipótesis sobre el significado que genera el relato latente en un

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Yve-Alain Bois, op. cit., p. 53.

Regards sur l’art américain des années 60, París, 1971, p. 55. 9

Entrevista con Gilles Tieberghen, en Svayambh, cat. exp., Musée des Beaux-Arts de Nantes, 2007, p. 32. 10

Mythologies in the Making: Anish Kapoor in Conversation with Nicholas Baume”, en Nicholas Baume (ed.), Anish Kapoor: Past, Present, Future, cat. exp., Institute of Contemporary Art, Boston, 2008, p. 31. 11“

Tieberghen, op. cit., p. 21.

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objeto. Para poner un ejemplo de este proceso, durante una entrevista con Gilles Tieberghen10 mencionó el siguiente recorte de prensa: “En la India, la gente ha comenzado a venerar una gran piedra de cien toneladas que se cayó del remolque que la transportaba a un templo donde había de servir para tallar un ídolo”. Su comentario fue: “Es interesante, ¿verdad? La piedra la transportaba un camión para transformarla en una imagen. Por la razón que fuera, no sé cual, se cae del camión y se convierte en un objeto de veneración. Esta idea está profundamente arraigada en la mente humana, siempre existe la posibilidad de que un objeto se manifieste, que se cree a sí mismo”. A continuación, en la misma entrevista, cuando, en relación con Svayambh, Kapoor afirma: “espero transformarla en un cuerpo mitológico”, uno se da cuenta de que la obra, como su título indica, no sólo se genera a sí misma físicamente (ya que la constituye la misma arquitectura en la que se expone), sino que se forma gracias al propio despliegue de sus significados latentes. Nada se fija de antemano, sino que más bien el significado surge del contexto cultural en el que se expone la obra. La atención que Kapoor presta al estímulo imaginativo nacido del encuentro entre el objeto y el público nos recuerda lo que el artista ha dicho sobre el interés que, de estudiante, tuvo en el artista Paul Thek: “Dicho de otro modo, los artistas no crean objetos, construyen mitologías y es a través de esas mitologías como nosotros interpretamos sus objetos”11. Las obras infinitamente abiertas de Kapoor están concebidas para que la mirada y el intelecto del espectador las capten de inmediato; soportan pasivamente las emociones o los comentarios de quienes se acercan a ellas. Envueltas en su silencio, reciben las interpretaciones con orgullosa indiferencia. El artista, después de dejar en manos del espacio que ha concebido para ellas el problema de cuál es su significado profundo, responde a quien le pregunta de qué trata realmente Svayambh: “En cierto modo, yo no sé qué representa esta pieza. No obstante, de lo que sí estoy seguro es de que no tiene un auténtico tema. Ninguno en particular”12.

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Primera edición: marzo 2016 Diseño editorial: Ainhoa Lagartos / Martín Solano © Editorial Turner S.A. Turner España S.L. c/Rafael Calvo 42 28010, Madrid, España www.turnerlibros.com ISBN-13: 978-84-937561-2-0 ISBN-10: 84-987612-3-3 Deposito legal: M-46735-2016 Todos os derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida o transmitida de manera alguna sin previo permiso del editor. Impreso y hecho en España

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Este libro se termin贸 de imprimir en los talleres de The Graphics en marzo de 2016

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