Bernard Plossu
¡Vámonos!
Bernard Plossu En México
Índice
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El viaje y su retorno. Salvador Albiñana
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Desde la Ciotat, una conversación. Mauricio Maille
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Plossu: recolector de historias. Guillermo Samperio
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1965-1966 El viaje mexicano
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Qui êtes-vous?. Guillermo Olguín
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Eramos muy jóvenes. Mari Mitchell de Olguín
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Un viaje sentimental. Claude Nori
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1970 El regreso
El viaje y su retorno Salvador Albiñana
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n abril de 2005 fui con el pintor Marcelo Fuentes a La Ciotat para trabajar con Bernard Plossu en Ciudades y paisajes, una exposición presentada un año después en el muvim, en Valencia, que reunía la obra de dos artistas que comparten el gusto por el pequeño formato, la austeridad y sutileza en la composición, y la condición fugitiva del viajero. Recuerdo un largo paseo hasta la cala de Figuerolles, la espléndida cresta rocosa que Braque pintó en 1907. A la vista de la torre que fue casa de Michel Simon y ante el Théâtre Eden de los hermanos Lumière —a quienes Plossu había rendido homenaje en su libro Train de Lumière—, la conversación pronto derivó hacia el cine, tan decisivo en su educación visual. Entendido el cine como una forma vicaria del viaje, evocamos películas y lugares tan alejados como el Nápoles de Viaggio in Italia [Viaje a Italia, 1954] —admirable confusión entre el relato íntimo y el documental—, el México de
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Los olvidados (1950), el París de la Nouvelle Vague y el geológico Monument Valley de los wésterns, una geografía en la que vivió y fotografió por unos años. El inicial dilema de Plossu entre la dedicación a la fotografía o al cine lo fue decidiendo el viaje que hizo a México en 1965, apenas cumplidos los veinte años. Ese viaje fue materia del primero de sus libros importantes, Le voyage mexicain, publicado por Claude Nori en 1979. Aquellos días también fueron la ocasión de unas bobinas de 8 mm y Super 8 de las que se editaron unos fragmentos en 2009 cuando Didier Morin preparaba Un autre voyage mexicain, una road-movie que, con la ayuda de Joaquim Plossu, reconstruía el ir y venir de Bernard entre México y el Big Sur californiano, en 1965 y 1966. “Es del cine de donde procedo, o en cualquier caso, de donde procedo en mayor medida”, confesó a Alain Bergala cuando este preparaba el catálogo Plossu Cinéma (2010), esencial para comprender a un fotógrafo que siempre ha trabajado en una esquiva frontera con el cine. Aquel viaje de 1965 no fue el único que Plossu hizo a México, hubo otros en 1970, 1974 y 1981. En 2002, Paco Salinas, con el título de Trópico mexicano, editó el último, que le llevó por tierras de Veracruz, Guerrero, Puebla y Morelos. En 2007, el Museo de la Fotografía de Charleroi, con una presentación de Pierre Devin, dio a conocer el tercero, un atisbo de la frontera entre California y Baja California. Finalmente, en 2011, Emmanuel Guigon catalogó en el Musée des Beaux-Arts et d’Archéologie de Besançon el callejeo de Plossu por barrios marginales de la ciudad de México en 1970, al tiempo que amplió el viaje original: las cincuenta y tres fotografías de 1979 pasaron a ser algo más de doscientas. Ahora, ¡Vámonos! Bernard Plossu en México, que comienza con una estrofa que Michel Butor ha dedicado al fotógrafo, reúne los cuatro viajes mexicanos, cataloga fotografías inéditas y dedica un apartado a las copias Fresson, una técnica de impresión en color creada por Théodore-Henri Fresson que Plossu comenzó a utilizar en 1967, precisamente con una fotografía mexicana. Con las imágenes, y los escritos que las comentan, se ofrece una selección de textos, aparecidos entre 1979 y 2012, que permite una comprensión más clara de la obra mexicana de Plossu y de su recepción*.
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A pesar del largo trato entre Plossu y México y de que los viajes se fueron convirtiendo en libros desde 1979, su presencia en el relato de la fotografía mexicana contemporánea es fugaz, y ¡Vámonos! aspira a atenuar esa precariedad. La primera mención se produjo en 1995 y la debemos a Aurelio Asiain, que publicó en Luna Córnea, “Instantáneas. Los paisajes intermediarios de Bernard Plossu”, un bello entreverado de poesía y prosa. El texto, ilustrado con cinco fotografías, recreaba la austeridad de las imágenes —“Simplicidad de pintura china – serena simplicidad”— y ese carácter fugitivo de la percepción plossuiana de la que hablara Butor. Alguna otra mención se reitera en esa revista que por entonces dirigía Pablo Ortiz Monasterio. Fue precisamente este fotógrafo y curador —que había expuesto con Plossu en París, en
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1976—, quien se ocupó de diseñar el pequeño y elegante catálogo Ojos franceses en México, una exposición presentada en 1996 en el Centro de la Imagen, en Ciudad de México, con la colaboración del Instituto Francés de América Latina. Por vez primera podían verse obras de Plossu —fotografías del viaje de 1965 y 1966— junto a las de Henri Cartier-Bresson y de fotógrafos del siglo xix como Désiré Charnay. Algo después, en 1998, Artes de México publicaría alguna foto del viaje de 1981 en un número dedicado a México-Francia. Fascinaciones mutuas; y en enero de 2000, Pablo Soler Frost, en Letras Libres, comentaba un porfolio con fotografías de Le long du Nil, en Égypte, libro que por entonces salía en París. A finales de 2003, de nuevo el Instituto Francés de América Latina (IFAL) exhibía en Torreón y en Ciudad de México Le jardin de poussière [El jardín de polvo], fotografías de los desiertos de Colorado, Nuevo México, California y Utah que Plossu muestra con un formato muy pequeño que, a su juicio, es el único que permite ver esa geografía monumental y sin apenas límites. Alguna de ellas se reprodujo en el catálogo de Fotoseptiembre, editado ese año por el Centro de la Imagen. En realidad es una presencia frágil, a pesar de que Soler Frost calificaba Le voyage mexicain de libro de culto. Hasta bien entrados los años sesenta, en la historia de la fotografía en México faltaban nombres mexicanos, sin duda; pero como precisó entonces Alejandro Castellanos —primer historiador que menciona a Plossu, creo—, México, en el ámbito de la fotografía latinoamericana, permite poner en entredicho el calificativo de nacional y se sitúa como terreno privilegiado de un intenso intercambio entre fotógrafos mexicanos y extranjeros. En esa estimulante frontera se encuentra Plossu, una de cuyas imágenes más sugerentes —las rodillas de una joven amiga mexicana que se agacha y deja entrever una enagua blanca con puntilla— fue seleccionada en la antología 160 años de fotografía en México (2004), que celebraba el décimo aniversario del Centro de la Imagen. With no direction home “¿Dónde comienza un viaje, la idea primera de un viaje? ¿Dónde comienzan un amor o una amistad? Todo, para ser concebido, necesita de un momento de misterio”, escribió Paul Morand durante
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el viaje que hizo a Cuba y a México en 1927. Quizá no haya misterio en la decisión de un joven parisino que se pasaba el día en los cines y estaba dotado de imaginación, un requisito que, a juicio de Herman Melville, debe cumplir quien aspira a ser un buen viajero y a obtener del viaje un verdadero placer. Un autorretrato de 1963 en el que mira fijamente el objetivo muestra a un Plossu de gesto grave, con un aspecto que oscila entre Jean-Pierre Léaud y Samy Frey — como diría a Brigitte Ollier—, en una habitación de su casa por la que asoma un sarape de Saltillo. Dos años después, el sarape había dejado de ser un regalo familiar, un ornamento exótico y lejano, y se había convertido en escenario. Plossu ya estaba en México. Entre ambas fechas, La vie à l’envers, de Alain Jessua, estrenada en 1964 y una de sus películas de referencia, debió de ayudarle a tomar la decisión de pasar al otro lado de las cosas, como hacía de súbito Jacques Velin, el protagonista de aquella historia. Educado en un ambiente burgués y culto, su interés por los estudios era muy escaso. Los días transcurrían demasiado rápidos y felices, rodando pequeños films de 8 mm al amanecer, hablando con su vecino Étienne O’Leary —músico y autor de películas underground—, haciendo fotografías de su bella amiga Michèle Honnorat, o perdido en el Palacio de Chaillot, nueva sede de la Cinemateca desde 1963, en el cercano Trocadero. Tirez sur le pianiste [Tirad sobre el pianista, 1960], À bout de souffle [Al final de la escapada, 1960], o Lemmy Caution contre Alphaville [Alphaville, 1965] —todas fotografiadas por Raoul Coutard— fueron algunas de las películas que moldearon su mirada. Alphaville, donde Lemmy no cesa de fotografiar con una cámara instantánea, se había estrenado en mayo de 1965, poco antes de la partida hacia México. La influencia de Coutard, que antes de dedicarse al cine había sido reportero gráfico en la guerra de Indochina, se advierte sobre todo en el trabajo en la calle; en la fotografía directa, rápida, instantánea. Jean Kempf recuerda que en ocasiones se le ha llamado el fotógrafo de la Nouvelle Vague, pero es un parangón que Plossu no comparte del todo. La iluminación y el orden de la composición proceden sobre todo de autores más clásicos como Bresson, Mizoguchi, Buñuel, Dreyer, Rossellini o Bergman. Plossu ha reconocido su deuda con Tystnaden [El
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silencio, 1963], de Ingmar Bergman, con esa luz forzada al tiempo que real y verdadera de los rostros encuadrados por Sven Nykvist, y con la reiterada presencia del blanco en la pantalla. “La clave de mi fotografía”, concluye. También debió de tomar buena nota del silencio narrativo de los minutos finales de L’eclisse [El eclipse, 1962], de Antonioni. Por lo demás, no todo era cine de autor y Cahiers du Cinéma. Había otros géneros, como el wéstern, que veía en salas de la Rive Droite, en un ambiente muy Patrick Modiano. Entre muchas otras, siempre le fascinaron dos películas de Robert Aldrich, Bronco Apache (1954) —su wéstern preferido— y Vera Cruz (1954), la historia del derrotado sudista Ben Trane, que al final olvida su inicial condición mercenaria para apoyar la causa juarista frente a Maximiliano. Esta última, vista y vuelta a ver en diferentes lugares e idiomas, era todo lo que sabía de México cuando comenzó a preparar su viaje. En el otoño de 1965, Plossu, con una Kodak Retina, objetivo de 50 mm, algo más de treinta rollos de película de 35 mm y una cámara de Súper 8, viajó a Ciudad de México, donde residían sus abuelos maternos, que llegaron allí desde Indochina cuando el dominio francés se quebró definitivamente. A México también llegó ese año Louis Malle, cuyo Ascenseur pour l’échafaud [Ascensor para el cadalso, 1957], con música de Miles Davis, tanto le había fascinado. Alguna foto de Lola Álvarez Bravo muestra a Henri Cartier-Bresson fotografiando un mural de Siqueiros en 1963; treinta años después regresaba Cartier-Bresson, aunque el carácter oficial de la estancia y la protección que le acompañó en su visita a la Merced y a la Candelaria de los Patos —como recordó Mercedes Iturbe— no debieron favorecer los instantes decisivos. Por lo demás, Plossu es justamente la contrafigura, el fotógrafo de los instantes no decisivos. En 1965, Bresson no era otro sino Robert Bresson, era el cine. Por aquel entonces, Plossu tampoco sabía nada de Paul Strand, el autor de Redes, que volvió a México en 1966 y viajó por Guanajuato, Jalisco y Yucatán cuando preparaba la reedición de Photographs of Mexico que ahora pasaría a ser The Mexican Portfolio (1967). En Strand siempre ha reconocido a uno de sus maestros. Con él coincidiría en la gran exposición de arte africano en el Museum of Contemporary
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Photography de Chicago en 1988: “The African Desert”, de Plossu, acompañó a “Ghana: An African Portrait”, del fotógrafo americano. A él dedicó French Cubism, una muestra comisariada por Michèle Cohen en 2009. Todo es admirable en Strand —leo en un correo a la vuelta de un reciente viaje a Escocia con Bill Coleman y Mike Draper—, la composición, la atmosfera y la discreta presencia del fotógrafo. El joven Plossu tampoco debió de visitar la exposición de Manuel Álvarez Bravo presentada en la Galería de Arte Mexicano de Inés Amor en 1966. Tardaría algún tiempo en conocer la obra de quien tiene por otro de sus maestros. Lo encontraría en Londres diez años más tarde en la exposición organizada por Sue Davies en The Photographer’s Gallery. En 1989 participó en Du Mexique, homenaje
a Álvarez Bravo presentado en el PhotophorumPasquArt, en Bienne, en Suiza, en el que también estaban Pierre Devin, Gérald Minkoff y Muriel Olesen. Por último, en 2012, lo celebró como “maestro indiscutible del misterio en la gran fotografía”, en el prólogo que escribió para el libro de Paul-Henri Giraud, Manuel Álvarez Bravo. L’impalpable et l’imaginaire. En 1966, Plossu tampoco sabía nada de Héctor García, que ese año volvía a mostrar su obra en París, o de Nacho López, que no hacía mucho tiempo que había registrado con gran intensidad la ciudad de México, entre la urbe somnolienta — escribirá en Artes de México con la firma “Yo, el ciudadano”— y la que anochece entre sombras, fantasía, realidad y magia. Como ha escrito Plossu, Nacho López y Héctor García son también dos gigantes de la fotografía mexicana. Pero todo eso lo fue adquiriendo con el paso de los años. A finales de 1965, el ojo de aquel joven de veinte años estaba educado solamente por el cine y, acaso, por las historietas. El primer acomodo familiar con sus abuelos en la ciudad de México fue muy efímero. En apenas dos semanas lo abandonó y, casi de forma inmediata, dejó de asistir a la Universidad de las Américas, en la que se había matriculado sin convicción alguna.
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No tardó en hacer amigos que fueron entrando y saliendo de su vida y de sus fotografías, en las animadas escenas de aquellos alegres y largos días del splendor in the grass de Woodsworth. La mayor parte eran norteamericanos, aunque también había franceses, mexicanos y otros latinoamericanos. Los registros, las experiencias y las inquietudes de esos jóvenes oscilaban entre el ocaso beat y el preludio hippie, unidos todos ellos por su vinculación a los movimientos contra la guerra de Vietnam, el consumo de marihuana – corrían generosas las bolsas de mota— y el desenfado amoroso. En una de las fotos se advierte, tras la figura del joven poeta puertorriqueño Juan Sáez Burgos, la cubierta de Highway 61 revisited, publicado en 1965. Junto con My Favorite Things, de John Coltrane, Ramsey Lewis o el Fred Neil de Bleecker & MacDougal, editado también ese año, Dylan fue una de las bandas sonoras de un viaje que todo el mundo hacía with no direction home. Plossu alquiló una habitación en el departamento de Nick Dykema en la Zona Rosa, un barrio muy chic de la colonia Juárez de cuyos inicios algo escribió Carlos Fuentes en La región más transparente, publicada en 1958. Dykema era un atildado
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norteamericano de maneras dandis y propietario de un viejo MG descapotable que puede verse con una pareja mexicana sentada en su cajuela —Taide, una vecina, amiga y ocasional asistente, y quien iba a ser su esposo— en la cubierta de la primera edición de Le voyage. Eran frecuentes las fiestas en aquel departamento de la calle Berna, y Plossu llevó por allí a muchos amigos: a los argentinos Graciella y Rasputín, al pintor Claude Charles Fourrier y a Maryvonne, ambos franceses, a las californianas Sharon y Patty van Asperen, y a Crazy George y Linda Andrieux, una pareja a la que hoy sigue viendo en episódicos viajes a París. Dykema le presentó al mexicano Guillermo Olguín, que le propuso pasar la cercana Navidad en Puerto Ángel.
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En el Ford Mustang rojo de Margaret, una pintora norteamericana, viajaron por Oaxaca hasta Puerto Ángel, en el Pacífico. No debía de haber cambiado demasiado desde que Aldous Huxley estuvo por allí en 1933. “Puerto Ángel —escribió el viajero inglés—, tal como lo descubrimos al desembarcar, no existe. Tres cobertizos al borde de una bahía rocosa era todo. No había espigón.” En 1965, antes de la llegada hippie y nudista de los años setenta, seguía siendo un lugar desierto en el que apenas había algunas barcas de pescadores y una roulotte ocupada por Jim y Fernanda Sullivan, unos simpáticos gringos un tanto extravagantes que repartían su vida entre Oaxaca y Alaska. Las fotografías muestran a aquel grupo de amigos acabando felices el año 1965 en la playa de Zipolite, acompañados por Quintín, el
joven pescador que tiene una iguana en su mano. Entre ellos, Mario, Guillermo Olguín, una suerte de íntimo Baedeker del fotógrafo y su novia Mari, una joven bostoniana. A Guillermo y Mari les vemos en la road movie de Morin y en un número de la revista Mettray (2009) que anunciaba la película. También los encontramos en Le voyage mexicain-film, bobina rodada en Super 8 que Dominique Païni sugiere considerar fotografía animada o también —en la secuencia de Mari junto a la orilla del mar— ilustración de una manera de rodar que sabe encadenar los planos anticipando el montaje posterior, un recurso peculiar del cine de Jean Renoir. Mari y Guillermo escriben en este libro con el emocionado recuerdo de los días de Zipolite y de algún azaroso y divertido encuentro, ya en París, años después. A comienzos de 1966, junto con su amigo Jean-Claude Durand, viajó a San Cristóbal de las Casas —donde está tomada la foto de los indios chamulas— interesado por la selva chiapaneca. Una geografía redescubierta por Frans Blom, que se estableció allí en 1943 junto con su esposa Gertrude Duby, autora del fotolibro Chiapas indígena [1961]. Ese escondido territorio maya había ido perdiendo su condición de isla desde comienzos del siglo xx, tanto por la creciente aparición de chicleros y monteros, a la búsqueda del chicozapote y la caoba, como por diferentes misiones etnográficas. En una de ellas, la expedición a Bonampak, organizada por el Instituto Nacional de Bellas Artes en 1949, Manuel Álvarez Bravo realizaría su retrato de Na Kin Margarita. Plossu no alcanzó la selva en ese primer intento, era necesario disponer de un permiso que le obligó a regresar a Ciudad de México. Aquel largo trayecto de ida y vuelta al D.F., en autostop, en autobuses o en el volquete de pequeños camiones, está cuidadosamente registrado por la cámara del viajero en fotos en las que aparecen Plossu y Durand por la carretera de Oaxaca y Zihuatanejo, y en las que también vemos a gente que salta sorprendida y atemorizada de los camiones, por lo común guatemaltecos que intentaban llegar a Estados Unidos y se iban escondiendo de la policía de frontera. La oportunidad de regresar a Chiapas se presentó sorprendentemente pronto. En febrero de 1966 fue contratado como fotógrafo de la expedición británica Zashen-Maax, dirigida por
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Michael Blair e integrada por un variopinto grupo de aventureros del que formaban parte Hampton George, sargento recién llegado de la guerra de Vietnam, Philippe Mercier y su amigo Jean-Claude. A aquella expedición pertenece la foto de la vieja avioneta que aterriza en una corta pista de la selva, una imagen que se ha asociado a su gusto por las historietas de Hergé, Edgar P. Jacobs o André Franquin, a quien siempre ha tenido por uno de los grandes fotógrafos del siglo. En 1984, su amigo Carlos Serrano la utilizó — coloreada, como era el original— en una de las portadas de La ley del desierto, la ley del mar, disco del grupo español de rock Radio Futura. Otra foto, muy tintinesca también, muestra a George y a Mercier cargando galletas y provisiones en la avioneta, un desguace de la fuerza aérea canadiense. Fue aquel un viaje por los ríos Jataté, Lacantún y Usumacinta, en la frontera entre México y Guatemala, a la búsqueda de un perdido templo maya que nunca apareció. No hubo, por lo tanto, nada que vender a la revista Life, una de las expectativas iniciales. La selva, en la que perdió el aparato de Super 8 —pronto sustituido—, fue una eficaz escuela: la Pentax Honeywell, con un objetivo de 50 mm, el enorme teleobjetivo Soligor de 450 mm y la cámara submarina Nikonos que puso en sus manos Mike Blair le permitieron un intenso aprendizaje técnico. En un caribal lacandón encontró a Frank Wise y a su mujer Susan, dos beats norteamericanos que dieron saltos de alegría al escuchar a Dylan y regresarían con él al Distrito Federal. El viaje fue anotado día a día en su cuaderno, como atento registro de un trabajo de campo. “Nuit infecte, pas dormi dans mon hamac” [Noche infecta, no he dormido en mi hamaca], leemos en alguna página. Debió de haber otras noches infectas, húmedos amaneceres con el griterío de los monos o de algún grupo de pecaríes y una maraña de ríos y riachuelos con repentinos rápidos. “Les rapides, quelle chiasse” [¡Pinches rápidos!], escribe. Casi tres meses de incesantes lluvias que empapaban las mosquiteras, escasez de comida y una especie de asombro ilustrado ante el buen salvaje en alguna comunidad del clan Maax. Ante la champa de alguna aldea hizo el retrato de Kayom —fotografía que abre Le voyage mexicain—, el mismo que Álvarez Bravo había fotografiado en 1949 y al que
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también vemos hacia 1934, muy joven entonces y algo turbado, ante la cámara del etnógrafo Jacques Soustelle o quizá de Pierre Verger. Viajes por caribales muy aislados entre sí, de los que hizo algunas copias Fresson, como la del alegre niño que se lanza a correr o la de una cabaña del rancho de chicleros de Don Pedro en la que vemos un caldero donde se fermenta el chicozapote. De la expedición Zashen-Maax informó “Five men in a boat”, reportaje aparecido en septiembre de 1966 en The News, magacín editado en Ciudad de México, que presentaba a Plossu como un estudiante francés de la Universidad de las Américas y fotógrafo freelance. En realidad, no era ninguna de las dos cosas. Alguna foto de aquella expedición estaba hecha en Yaxchilán, la ruina que tanto había fascinado a Désiré Charnay en 1882. No eran las primeras fotografías de Plossu que aparecían en la prensa, aunque la de la ciudad maya la había tomado Mike Blair. De regreso a Ciudad de México, el azar le permitió documentar el incendio del lujoso restaurante Mauna Loa, en la colonia Juárez. Una extraña foto en la que el rótulo comercial —que trae al recuerdo la Polinesia de Gauguin— parece suspendido sobre el denso humo de las llamas. Fue la primera publicada y la primera que le pagaron. Apareció en la portada del diario Excelsior el 19 de abril de 1966. De este episodio hay un vivido apunte de Plossu en las notas que escribió en 1977, que aquí se reeditan.
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