Goya

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Goya



Goya Los retratos



Índice

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Prefacio

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Reflexiones sobre los retratos de Goya

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GOYA: los retratos

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Primeros retratos (1780–1784)

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Políticos y aristócratas (1785–1788)

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Retratos de la Ilustración española (1789–1799)

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Primer pintor de cámara del rey (1799–1808)

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Goya y los grandes de España (1803–1806)

135

Amigos, colegas y familiares (1797–1815)

159

Libertades y déspotas (1808–1815)

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Los retratos tardíos (1815–1828)

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Notas a los textos


E in generale gli uomini giudicano più in apparenza che in sostanza perché ognuno sa vedere quello che sembri, ma pochi sentono quello che sei in realtà e quei pochi non osano dire il contrario, mettendosi contro la maggioranza. Nicolás Maquiavelo, Il Principe, cap. xviii


Reflexiones sobre los retratos de Goya Manuela B. Mena Marqués

U

na de las recomendaciones de Maquiavelo al Príncipe, que encabeza estas palabras sobre Goya retratista, desvela la esencia del retrato mejor que cualquier otra explicación. El filósofo escribía en un periodo, los años finales del siglo xv en Florencia, que había reinventado el retrato como género fundamental de la sociedad de su tiempo. Retrato como exaltación de los vivos ante sus conciudadanos y eco de la cultura clásica romana, que estaba en las raíces de Europa. No como la imagen ritual egipcia y oriental, que era pasaporte de entrada al más allá, aunque el retrato occidental tiene también ese ideal de hacer perpetuarse al protagonista en el «más allá», pero en la fama terrenal que pervive solo en la Historia. Goya vivió en una época que era en muchos aspectos fundamentalmente el mismo de la Florencia renacentista; España mantiene las estructuras del Ancien Régime, que se sustentan en el príncipe, su corte, los miembros de

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la aristocracia dominante y la Iglesia, tras la Revolución Francesa y mucho después de la restauración borbónica de 1814. Para servirles y fijar sus imágenes ante súbditos y fieles, se habían establecido desde el Renacimiento las reglas del retrato moderno vigentes hasta los días de Goya, con las pequeñas variaciones propias de cada época y lugar, como la pompa del Barroco. Se exigía la exactitud en el parecido, pero con el ennoblecimiento preciso para exaltar el poder en los hombres y la belleza y fecundidad en las mujeres, y todos ellos debían presentarse en un ambiente adecuado a su estatus social, con detalles y objetos que indicaran sus aficiones, siempre de carácter elevado, y su posición en la vida: espadas y armaduras, insignias de órdenes militares, libros, y joyas, sedas y flores para ellas. Goya no rompió con ese esquema hasta muy tarde, pero sí lo transformó, al convertir al retratado y su personalidad en el centro magnético de sus obras. Siguió con ello ejemplos ya presentes en el retrato occidental, donde algunas virtudes, como la austeridad, habían sido esenciales en los retratos de determinados personajes, como escritores, poetas y filósofos, o los ricos burgueses de Holanda en el siglo xvii, que exigían la concentración en el personaje. Una iluminación adecuada de la figura ante un fondo neutro y oscuro favorecía la introspección psicológica del modelo. Toda esa cultura del retrato llegó refinada a los años centrales del siglo xviii a través de los grandes artistas franceses, italianos e ingleses, aunque para Goya la figura capital fue la del alemán de Bohemia, Anton Raphael Mengs, que había tenido, desde luego, gran influjo en todos esos países y en España, por sus prolongadas estancias en ellos y sus importante clientela. Goya comenzó tarde su carrera como retratista, cuando en 1783 contaba ya treinta y cinco años, con los retratos del conde de Floridablanca, el gran ministro ilustrado de Carlos III [fig. 2]. Un ejemplo anterior, su Autorretrato con la melena [fig. 3], fechado entre el regreso del artista de Italia en 1771 y su ascenso artístico en Madrid de 1775 a 1780, cuando fue admitido como académico de la Academia de Bellas Artes de San Fernando, da idea de que dominaba a la perfección y con toda la sabiduría que había sabido tomar de Mengs, su mentor, y de Velázquez, su modelo, la captación

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Gumersinda Goicoechea, 1805 Óleo sobre lienzo, 192 × 115 cm Colección particular

directa de la fisonomía y de la personalidad. En este caso, era un rostro que conocía bien, el suyo, que le atrajo toda su vida, pues Goya fue uno de esos artistas, como Rembrandt, Reynolds o Picasso entre otros, que estudiaron obsesivamente los cambios graduales de sí mismos hasta la muerte. En ese autorretrato o en los retratos de Floridablanca resuenan las palabras de Maquiavelo, pues es evidente que a Goya le interesó la apariencia, algo fundamental para transmitir rápidamente a los demás quién es una persona, y por ello presenta al conde con una rigidez icónica y con un minucioso cuidado en su vestimenta y parafernalia. Él, sin embargo, se pinta con mayor libertad y dentro de un esquema sencillo reservado a intelectuales y artistas, aunque con un toque de rebeldía casi bohemia en esa melena suelta sobre los hombros, ajena a la moda de esos años, con la que querría impactar en el mundo artístico en que se movía. El mensaje que envía Goya al espectador es claro en ambos casos: el conde es un político firme y austero, que ha de inspirar confianza; el pintor, un joven sereno y profundo, seguro de sí mismo, de mandíbula voluntariosa y evidente empuje, pero un artista, y ¡con la melena suelta más larga que la de Mengs! Todos los retratos de Goya, desde estos primeros y hasta el final de sus días en la moderna Burdeos de la década de 1820, tuvieron la misma esencia inmutable de su autorretrato [fig. 4] en su aproximación a cualquier ser humano, de cualquier clase social y trabajo, que posara ante él. Eso, a pesar del tiempo transcurrido y de las convulsiones sociales ocurridas desde los años sosegados y optimistas de la Ilustración. Goya vivió en un tiempo de cambios profundos desde la Revolución Francesa, el Directorio y el Imperio hasta la violencia de las guerras napoleónicas y la caída del emperador, mientras que en España la restauración monárquica con Fernando VII, fue un periodo políticamente convulso, abolida la Constitución y las libertades y restaurada la Inquisición. Finalmente dejó su patria para encontrarse de lleno en la activa, moderna y comercial Burdeos. Tan analítico fue Goya, sin embargo, en sus inicios como en los retratos de esos años finales entre 1824 y 1828, en que la captación de la personalidad del retratado se resume a lo esencial, como en el de Moratín [cat. 68], Jacques Galos o el de su nieto

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Mariano y otros [fig. 70]. Desarrolló entonces un realismo emocionante, mágico en la disociación absoluta entre la técnica y lo representado, figura o materia. Estas imágenes finales parecen confrontarse con las de los jóvenes artistas románticos, como Delacroix, cuyos ejemplos vio probablemente en París, en el Salon del verano de 1824, que le debieron deslumbrar, al encontrar algo que había sido suyo desde siempre, pues sus retratos no solo expresan la psicología y las sombras ocultas de una personalidad, como hizo desde joven, sino también las emociones cambiantes. Goya lo consigue ahora con pinceladas cargadas de pigmento, usando apenas dos o tres colores que aplica sobre el lienzo con un impulso que procede más de la concentración de su mente que de su mano. En la litografía, técnica favorita de sus últimos años, caso del retrato de Cyprien Gaulon [cat. 69], rompe las fronteras del realismo del pasado y se acerca misteriosamente al de la instantánea fotográfica y moderna en su rápida captación de los cambios en la expresión, el gesto y las emociones. Resuenan en estas obras finales sus propias palabras en una carta fechada en 1825, a sus setenta y ocho años, dirigida a uno de sus últimos patronos y retratado también por él, Joaquín María Ferrer [cat. 66], que se pueden aplicar fácilmente a la pintura: «Agradéscame Usted mucho estas malas letras por que ni vista ni pulso ni pluma ni tintero [tengo], todo me falta, y solo la voluntad me sobra.» No hay otro modo de llegar a ese triunfo final de los retratos de Burdeos en la captación de una persona al completo, que sintiendo con una empatía fuera de lo común, tanto consciente como intuitivamente, quién era la persona que estaba ante él, aunque fuera la primera vez que la veía, como con el inquietante Wellington [cat. 57]. El general parece tener todavía ante sus ojos, y estar sobrecogido por ello, las terribles escenas de la batalla de Arapiles, que había tenido lugar unos pocos días antes de retratarse y descritas crudamente por algunos de sus oficiales: «Vi una larga línea de buitres en el campo de batalla […] Era un lugar magnífico para ellos; los cuerpos de hombres y caballos, a los que se había intentado incinerar, estaban amontonados por todas partes, medio quemados.» Goya llegó ciertamente al fondo de sus modelos y en este caso no vio la satisfacción del militar victorioso, sino al ser

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El artista no tenía miedo a mostrar lo que veía y a ponerse en contra de la mayoría con su adulación. Esa verdad, sin embargo, no parece haberle cerrado las puertas de los encargos de relieve y se hicieron retratar por él las figuras más poderosas de su tiempo, quienes le buscaron más allá del prestigio sigue ahora con pinceladas cargadas de pigmento. 1

Culminó para Goya ese periodo en 1799 con los aguafuertes de los Caprichos, que son también un retrato, pero de la sociedad en su conjunto «con sus errores y vicios», y a la que somete al mismo psicoanálisis implacable que a quienes le buscaron para obtener su imagen individual. 2

Como estudio de tipos humanos, y con la profundidad que lo hizo Goya, sus retratos son de incalculable interés al presentar un amplio abanico de caracteres, que constituyen un repertorio para profundizar.nocimiento del ser humano universal y no solo de unos cuantos representantes de la sociedad española del xviii y xix. 3

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humano sensible, amante del arte y de las mujeres, estremecido por la barbarie repetida ante sus ojos. El artista no tenía miedo a mostrar lo que veía y a ponerse en contra de la mayoría con su adulación. Esa verdad, sin embargo, no parece haberle cerrado las puertas de los encargos de relieve y se hicieron retratar por él las figuras más poderosas de su tiempo, quienes le buscaron más allá del prestigio que proporciona siempre, como se ve en nuestros días, el hacerse retratar por el mejor, aunque la verdad resulte cruel o incómoda. Ya en 1786 escribía Goya a su amigo Martín Zapater, que «me había yo establecido un modo de vida enbidiable; ya no acía antesala ninguna, el que quería algo mío me buscaba; yo me hacia desear más y si no era personage elebado, o con empeño de algún amigo no trabajaba nada para nadie» (i.viii.1786). «Nada para nadie», una frase lapidaria, como las que Goya usó tantas veces para aclarar las composiciones de sus dibujos y estampas y, en este caso, cierta, porque un repaso a los retratos a partir de 1783, cuando pintó a Floridablanca, su primer patrono de altura, asombra por los nombres de quienes posaron ante él: el infante don Luis de Borbón, hermano del rey, y toda su familia [cats. 4-8, figs. 21 y 22], los Osuna [cats. 14-16, fig. 32] y los Altamira [cats. 12 y 13], la marquesa de Pontejos, Cabarrús, ministro de Hacienda y fundador del banco de San Carlos [cat. 10], y con él todos los regentes de esa institución, el rey Carlos III [cat. 1], y después de su muerte en 1789, los nuevos monarcas, Carlos IV y María Luisa [cats. 31 y 32]. Con esos inicios es comprensible que a ese Goya que en 1791 decía orgulloso que «del rey abajo todo el mundo me conoce», le buscaran entre otros los duques de Alba [cat. 24, figs. 44 y 45], los de Villafranca [cats. 21 y 22], el todopoderoso nuevo primer ministro Godoy [fig. 57], y el grupo de los intelectuales, políticos y escritores de fines del siglo xviii, entre los que se cuentan ya sus amigos, a quienes con sencillez, y solo a ellos, dedicó sus retratos. Esa «década prodigiosa» que se inicia con la enfermedad del artista y su sordera en 1793, presenta retratos como el de Jovellanos, pensador melancólico y político atareado [cat. 26], o el de Moratín, dramaturgo hiriente y volteriano, amigo del artista hasta la muerte [cat. 68], y el de Martín Zapater, el amigo íntimo de la infancia y juventud [cat. 37]. Este último retrato que no revela su


Gumersinda Goicoechea, 1805 Óleo sobre lienzo, 192 × 115 cm Colección particular

afecto, o incluso su amor, sino su conocimiento de aquel, al describir sin adulación al comerciante ennoblecido y satisfecho, representante avant la lettre del burgués por excelencia, a punto de dominar como nueva clase social todo el siglo xix. Culminó para Goya ese periodo en 1799 con los aguafuertes de los Caprichos, que son también un retrato, pero de la sociedad en su conjunto «con sus errores y vicios», y a la que somete al mismo psicoanálisis implacable que a quienes le buscaron para obtener su imagen individual. Algunos entendieron seguramente que ese Goya, sordo, que ni siquiera escuchaba ya las eruditas o banales conversaciones de sus modelos mientras les pintaba, podía enseñarles algo nuevo y oculto de ellos mismos en sus retratos. No es posible saber si esos intelectuales y políticos, como José de Vargas Ponce, matemático y director de la Academia de la Historia [fig. 64], o Juan Meléndez Valdés, personalidad compleja en su combinación de

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Francisco Javier Goya y Bayeu, 1805 Óleo sobre lienzo, 192 × 115 cm Colección particular

Fray Juan Fernández de Rojas, hacia 1817-1819 Tiza negra y grafito, 23,2 × 17,5 cm The British Museum, Londres (1862,0712.185)

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idealismo exaltado de poeta lírico y legislador moderno y pragmático [cat. 25], eran conscientes de que un artista, todavía entonces en un peldaño social inferior al suyo, fuera a alcanzar la fama universal y futura reservada por la Historia a unos pocos. Todos ellos, incluida la deslumbrante duquesa de Alba, conocida ahora solo por la ridícula leyenda de sus amores con el pintor, o los reyes, despiertan curiosidad porque fueron pintados por Goya. Por sí mismos, solo unos pocos que representaron avances para la sociedad o momentos culminantes de su tiempo, van más allá del interés local de mayor o menor significación histórica en cada caso. Como estudio de tipos humanos, y con la profundidad que lo hizo Goya, sus retratos son de incalculable interés al presentar un amplio abanico de caracteres, que constituyen un repertorio para profundizar en el conocimiento del ser humano universal y no solo de unos cuantos representantes de la sociedad española del xviii y xix. En ese conocimiento de sus semejantes Goya se puede comparar con los clásicos, con Teofrasto y sus Caracteres, como primer intento sistemático de análisis de los actos humanos, o con La Bruyère, igualmente brillante y satírico, que se atrevió a situarse «contro la maggioranza» que resaltaba Maquiavelo, y atacado por sus contemporáneos por ello, al sentirse reflejados en sus páginas de forma veraz y poco complaciente. Un examen incluso superficial de los retratos de Goya deja ver a sus modelos al desnudo. Sus miradas y gestos revelan sus virtudes y vicios, sus deseos, su bondad o inteligencia, su sentido crítico o su estupidez, su vanidad, su crueldad, su ambición, o su sensibilidad, que también existe, como en el elegante por fuera y sensible por dentro duque de Alba [cat. 21]. El artista no juzga, como tantas veces se ha pensado de él, sino que presenta con magistral objetividad e incluso distanciamiento a su modelo. No se deja llevar tampoco de sus simpatías o antipatías, como tantas veces también se ha escrito de él, a quien ni siquiera le cegó la pasión en los retratos de sus dos seres más queridos, su hijo Javier y su nieto Mariano, el primero vano y frustrado, y el segundo un dandy superficial [fig. 67 y cat. 70, respectivamente].

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Primeros retratos (1780-1784)

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Retratos tardíos (1815–1828)

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Las viejas o El tiempo, 1812-1815 Óleo sobre lienzo, 181 × 125 cm Musée des Beaux-Arts, Lille

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Listado de obra P16 Detalle Gumersinda Goicoechea, 1805 Óleo sobre lienzo, 192 × 115 cm Colección particular

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P24 Detalle Fray Juan Fernández de Rojas, hacia 1817-1819 Tiza negra y grafito, 23,2 × 17,5 cm The British Museum, Londres

P24 Detalle Fray Juan Fernández de Rojas, hacia 1817-1819 Tiza negra y grafito, 23,2 × 17,5 cm The British Museum, Londres

P30 Detalle Gumersinda Goicoechea, 1805 Óleo sobre lienzo, 192 × 115 cm Colección particular

P30 Detalle Gumersinda Goicoechea, 1805 Óleo sobre lienzo, 192 × 115 cm Colección particular

P24 Detalle Fray Juan Fernández de Rojas, hacia 1817-1819 Tiza negra y grafito, 23,2 × 17,5 cm The British Museum, Londres

P24 Detalle Fray Juan Fernández de Rojas, hacia 1817-1819 Tiza negra y grafito, 23,2 × 17,5 cm The British Museum, Londres

P40 Detalle Fray Juan Fernández de Rojas, hacia 1817-1819 Tiza negra y grafito, 23,2 × 17,5 cm The British Museum, Londres

P40 Detalle Fray Juan Fernández de Rojas, hacia 1817-1819 Tiza negra y grafito, 23,2 × 17,5 cm The British Museum, Londres

P46 Detalle Fray Juan Fernández de Rojas, hacia 1817-1819 Tiza negra y grafito, 23,2 × 17,5 cm The British Museum, Londres

P46 Detalle Fray Juan Fernández de Rojas, hacia 1817-1819 Tiza negra y grafito, 23,2 × 17,5 cm The British Museum, Londres

P60 Detalle Gumersinda Goicoechea, 1805 Óleo sobre lienzo, 192 × 115 cm Colección particular

P60 Detalle Gumersinda Goicoechea, 1805 Óleo sobre lienzo, 192 × 115 cm Colección particular

P92 Detalle Fray Juan Fernández de Rojas, hacia 1817-1819 Tiza negra y grafito, 23,2 × 17,5 cm The British Museum, Londres

P92 Detalle Fray Juan Fernández de Rojas, hacia 1817-1819 Tiza negra y grafito, 23,2 × 17,5 cm The British Museum, Londres

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Agracedecimientos

Créditos

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Primera edición: marzo 2016 Diseño editorial: Ainhoa Lagartos / Martín Solano © Editorial Turner S.A. Turner España S.L. c/Rafael Calvo 42 28010, Madrid, España www.turnerlibros.com ISBN-13: 978-84-937561-2-0 ISBN-10: 84-987612-3-3 Deposito legal: M-46735-2016 Todos os derechos reservados. Ninguna parte de esta obra puede ser reproducida o transmitida de manera alguna sin previo permiso del editor. Impreso y hecho en España

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Este libro se termin贸 de imprimir en los talleres de The Graphics en marzo de 2016

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