Autobiografía de Victoria Ocampo
Curso-Taller: El tutor del CCH, su proceso de cercanía y acompañamiento con los alumnos -Algunos pasos en la intervención tutorialDiseño del curso e impartición: Mtro. Abenámar René Nájera Corvera
Universidad Nacional Autónoma de México. Colegio de Ciencias y Humanidades, Plantel Vallejo Curso Taller para profesores: Curso-Taller: El tutor del CCH, su proceso de cercanía y acompañamiento con los alumnos -Algunos pasos en la intervención tutorialDiseño del curso e impartición: Mtro. Abenámar René Nájera Corvera Fecha: del 28 de mayo al 1 de junio 2012 Turno: Vespertino, de 16:00 a 20:00 horas. Duración: 20 horas Sede: CCH Plantel Vallejo, Edif. T salón 7 Las fotografías que ilustran este material de apoyo son cortesía de Gaceta CCH.
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Autobiografía de Victoria Ocampo
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n Villa Ocampo había un sótano muy grande. Ahí estaba la cocina, inmensa, el comedor de los sirvientes, y otro cuarto grande que llamaban “la despensa” y donde guardaba la fruta, la leche que traían recién ordeñada del Bajo (había vacas allí) y se ponía en unas enormes jarras. Sobre estanterías se amontonaban cajones de madera blanca con azúcar en panecitos. Me gustaba ese cuarto y su silencio: olía a fruta que acaba de llegar en canastos del Bajo: duraznos, damascos, ciruelas, frutilla, higos, que se turnaban de acuerdo con las estaciones o con los meses de cada estación. Por una ventana con reja que quedaba casi a la altura del cielo raso, se veía verde, mucho verde. El jardín estaba a ese nivel. Mis visitas a la cocina eran asiduas. Antes del almuerzo rondaba esos parajes, husmeando. Mi golosidad corría pareja con el apetito. No me bastaba con que una cosa fuese rica: necesitaba que fuese abundante. Tampoco bastaba su abundancia para que me pareciera tentadora. Esperaba con impaciencia la hora de comer ciertos postres favoritos: torrejas con almíbar, souflés de toda clase, crema con azúcar quemada encima, arroz con leche con mucha canela, dulce de leche con mucho punto y mucha vainilla, buñuelos, tocino de cielo, yema quemada y sobre todo las crepas. Cuando la cocinera derramaba el líquido dorado sobre la sartén lustrosa de manteca, ahí estaba yo, suplicante, detrás de la cocinera fastidiada. La crepa comida cuando salía de la sartén tenía otro sabor y otra blandura que cuando llegaba, endurecida, a la mesa. Yo quería comer crepas en el momento de su nacimiento, cuando se derretían en la boca. Para verse libre de mí la cocinera me daba una o dos. Me quemaba los dedos cuando con precaución las doblaba en triángulo para comerlas. 3
Un día, al abrocharme el calzón en el cuarto de baño vi que tenía una mancha roja. Y también la camisa. Era sangre. Me pregunté de dónde podía venir, porque no me había rascado ninguna picadura, ni lastimado las piernas (cosa que me pasaba con cierta frecuencia). Además, es invierno no andaba yo trepándome a los cercos y a los árboles, como en verano. Llamé a Micaela y le dije: “Mirá mi camisa. Estoy sangrando. No tengo nada en las piernas ni en los muslos. ¿Qué es esto?” Ella me dijo que esa sangre no era nada de particular. Esa declaración me produjo desagrado, pues mi madre trataba de restarle importancia a algo bastante inquietante. Agregó que mi prima M. tenía eso también, así como todas las chicas que llegaban a la edad de empezar a ser señoritas. Eso, todos los meses. Que no había que bañarse en agua fría mientras durara, ni jugar con agua fría, ni mojarse los pies. Que había que usar agua templada y que no se hablaba de esas cosas delante de los señores. Delante de las mujeres, sí. Que tampoco tenía yo que hablarles de eso a mis hermanas menores, por el momento. Todo aquello me pareció insólito, desagradable en grado extremo, y por 4
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añadidura, humillante. ¿Por qué había que pasar eso? ¿Era acaso una vergüenza? ¿Vergüenza por qué? ¿Para quién? Además, ¡qué condenación! Todos los meses. Me sentí, de pronto, como aprisionada por una fatalidad que rechazaba con todas mis fuerzas. ¡Huir! Pero ¿cómo huir de mi propio cuerpo? Algo inexplicable me andaba pasando, ajeno a mi voluntad. Y para colmo, era necesario ocultarlo, como se ocultan las faltas graves, dignas de castigo. ¿Por qué? Cuando llamé a Micaela, no le atribuía a la cosa más importancia que si me sangrara la nariz. ¿Por qué se ocultaba eso? Sufría terriblemente porque me obligaban a sentir como vergüenza por algo de que yo no tenía la culpa y que nada tenía que ver con mi voluntad. Pasaba del abatimiento a la más furiosa rebelión. Acurrucada sobre mí misma, como para ofrecer el menor blanco posible, me sentía presa. Presa de mi cuerpo. De mi cuerpo que odiaba, porque me estaba traicionando al conducirse de modo imprevisto. Porque algo en él merecía una vergüenza que yo no merecía ni aceptaba. Y que se repetiría cada mes. No podía deshacerme de mi cuerpo ni conformarme con una fatalidad que me sometía a sonrojarme por culpa de él, como si fuera
su cómplice. La vergüenza había nacido de palabras oídas, no del cuerpo o de su comportamiento. La vergüenza venía de afuera. Era una Vergüenza ajena a mí, ante la que todo en mí se rebelaba como si me alcanzara una tremenda injusticia en lo más intacto y silvestre de mi ser. Me obligaban a desconfiar de mi cuerpo, ese compañero al que estaba amarrada. Yo no había sentido ninguna vergüenza al ver la sangre, como no la sentía cuando me sangraba una rodilla lastimada o la nariz. La vergüenza transformaba esa sangre en humillación. Humillación de la que ni siquiera podía quejarme. Humillación mensual, a plazo fijo. ¿Y qué me importaba a mí que mi prima y todas las chicas más grandes que yo la soportaran? Lo que importaba era esa nueva sensación de rebajamiento inmerecido por algo que le sucedía a mi cuerpo, no a mí, y de que parecían hacerme, en adelante, responsable. Nunca había tenido vergüenza de mi cuerpo. Pensaba con envidia en los muslos de esa estatua. No ser de mármol yo también. El mármol no se mancha con sangre. Y yo detestaba la sangre que me iba a manchar cada mes. Me sentía encarcelada por esa sangre. Ni la belleza del cuerpo me quedaba.
¿Quién hubiera hecho una estatua de Diana con los muslos manchados de sangre? Pensé que la sangre mataba la belleza. Que la mataba en mí. Que hubiese preferido no nacer. De pronto, recordé con espanto los grandes pedazos de algodón empapados en sangre que había visto en una palangana, por causalidad, cuando mi hermana menor había nacido. Me pregunté si esta sangre tendría relación con la que aparecía todos los meses. La idea de ese castigo que soportaría cada mes para recordarme que mi destino era destino de sangre, y que de sangre se tendrían que teñir los muslos más lindos por ser de carne, me desesperaba. Una esclavitud. Una afrenta. Habituarse a eso era imposible. Impensable. Era una condena injusta y horrible. Me dolía en el pensamiento, en la idea del cuerpo, en ese eco de las cosas que llevamos dentro y que es más fuerte que las cosas mismas. Me parecía que no iba a tolerar la vida los días que llegase esa sangre y que pasaría el resto del mes angustiada por la espera. Que esa espada de Damocles suspendida sobre mi cabeza me estropearía la existencia toda. Sufrí tanto que se disolvió mi sufrimiento un pan de jabón continuamente usa5
do: por desgaste. La tercera vez que vino la sangre me pareció casi natural. Pero la sensación de rebeldía y humillación, o de repudio a algo (¿A qué? A tener que aceptar que me condenaran a silenciar como algo vergonzoso que no dependía de mi voluntad y que era impuesto por la naturaleza) subsistió, como un retumbar de truenos en la lejanía, truenos que anunciaban una inminente tormenta. ¿Y qué era esto de no poder hablar delante de los “señores”, si se podía delante de las mujeres? ¿Y de cuándo acá me iba a dejar tratar como si fuera de cristal, cada mes? Yo no sentía más malestar físico que el que me habían dejado las palabras de mi madre. Era como si no pudiera tragar. Temblaba de rebeldía. Mi malestar era moral y profundo. Además, todo esto tenía que tener vinculaciones con el misterio del nacimiento. Pues yo no me sometería. Con sangre o sin ella me lavaría con agua fría. Me subiría al trapecio, con sangre o sin ella. Y ningún poder en el mundo me obligaría a tener hijos. Hijos que salen por el ombligo. Lástima no ser gallina. Como la mayoría de las adolescencias la mía fue (o me dio la impre6
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sión de ser) dramática, aunque concurrían circunstancias exteriores y materiales para hacerla feliz; vivía en una familia unida, en medio de personas mayores que me querían y estaban atentas al bienestar de sus niños. Un surtido de hermanas inteligentes y lindas es compañía irremplazable en una casa: conocí ese lujo y no la tristeza difícil de imaginar, para mí, de ser hija única. Tuve suerte. Éramos seis chicas, bastante seguidas; lo bastante para podernos divertir las unas con las otras, o las unas viendo a las otras. La distancia de años que separa a los niños crea cierto desnivel al comienzo de la vida. Luego se va borrando. Pero hasta ese desnivel es atrayente. Tener un bebé a mano es una experiencia inolvidable. Verlo bañar, tomarlo en brazos, sentarse con él en una silla de hamaca, olerlo como una flor de talco y leche, desdoblarle cuidadosamente las manos, besarle los pies, darle la mamadera. ¡Qué privilegio! Siendo seis, nos dividíamos naturalmente en varios grupos para las clases, los paseos, las comidas, los juegos, las amistades (aunque nos juntábamos a menudo). Las dos mayores éramos inseparables. La tercera, Pancha, oscilaba entre las dos mayores y
las dos que la seguían, Rosa y Clara. Silvina, la menor, era la única que nació en la casa nueva de Viamonte 550. A partir de mi nacimiento, se esperaba siempre un varón, para matizar. Pero cuando no se presentaba (como que nunca se presentó), todo el mundo se regocijaba del acrecentamiento de la familia y a nadie se le ocurría que tantas mujeres eran una calamidad. Supongo que cuando nació Silvina abandonaron la esperanza de que las cosas variaran y la bautizaron con el segundo nombre de mi padre, por no gustarle el primero, para una mujer. ¿Qué hubiera podido agregar a la batahola de las chicas de la calle Viamonte un varón? No lo sé. La educación que se daba a las mujeres era por definición y adrede incompleta, deficiente. “Si hubiera sido varón, hubiera seguido una carrera”, decía mi padre de mí, con melancolía, probablemente. Y lo mismo hubiera podido decir de sus otras hijas (aunque las carreras hubieran sido diversas). Lo malo era que yo, haragana, aunque llena de energía, aprovechaba esta circunstancia para hacer el mínimo de trabajo con el mínimo de esfuerzo. Tenía “facilidad” para aprender, siempre que no
se tratara de aritmética. En esa materia era tan idiota como hubiera podido ser brillante en otras: en los idiomas, por ejemplo, y supongo que en las lenguas clásicas, si se les hubiera ocurrido someterme a esa disciplina que tan bien me hubiera venido en el porvenir. ¡Ay! ¡Cómo he lamentado el tiempo perdido y mi ignorancia, años después! Desde luego, no se hubieran opuesto a que estudiara latín y griego. Y hasta comencé a hacerlo. Pero no pasé de unas declinaciones y del alfabeto griego. En seguida vi la dificultad del asunto y pegué una espantada, como el potro ante un obstáculo que ha de aprender a saltar. Nadie me clavó las espuelas. ¡Y me gustaba tanto vivir, vivir, correr al sol, mirar, oler la tierra y sus plantas, comer sus frutas! El latín y el griego representaban un esfuerzo voluntario y casi heroico para una adolescente llena de regocijo, puesto que nadie se lo imponía. El estudio que hubiera seguido por voluntad propia y en serio, no me lo permitían: el teatro. Ese fue mi drama durante años. Y creo que tenía vocación para las tablas. Aunque la luz de las candilejas nunca me hubiera reemplazado ni alejado de la del sol. 7
Ocampo, Victoria, Autobtiografía. Selecc. Ayala, Francisco. Alianza Editorial, 228 p, Madrid, 1991.
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