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Universidad Nacional Autónoma de México. Colegio de Ciencias y Humanidades, Plantel Vallejo Curso Taller para profesores: Curso-Taller: El tutor del CCH, su proceso de cercanía y acompañamiento con los alumnos -Algunos pasos en la intervención tutorialDiseño del curso e impartición: Mtro. Abenámar René Nájera Corvera Fecha: del 28 de mayo al 1 de junio 2012 Turno: Vespertino, de 16:00 a 20:00 horas. Duración: 20 horas Sede: CCH Plantel Vallejo, Edif. T salón 7 Las fotografías que ilustran este material de apoyo son cortesía de Gaceta CCH.

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Índice 1. Advertencia 2. Introducción de Miguel de León Portilla

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3. Fragmentos de: La vida cotidiana de los aztecas en víspera de la conquista, de Jacques Soustelle • Monumentos y plazas • Los comerciantes • Los artesanos • La plebe • Los esclavos

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4. Fragmento del capítulo XCII de: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España de Bernal Díaz del Castillo • Cómo nuestro capitán salió a ver la ciudad de México y el Tatelulco, ques la plaza mayor, y el gran cu de su vichilobos y lo que más pasó.

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5. Fragmentos de: Visión de los vencidos de Miguel de León Portilla. • Introducción general • La ruta de los conquistadores • La gente se refugia en Tlatelolco • El mensaje del señor Acolhuacan • Los tlatelolcas son invitados a pactar • Se reanuda la lucha • Descripción épica de la ciudad sitiada • El mensaje del Acolnahuácatl Xóchitl

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6. Bibliografía

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Advertencia

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ste conjunto de textos tienen el propósito de orientar y dar información al lector sobre Tlatelolco, el espacio donde se asienta este Centro Cultural Universitario. La palabra Tlatelolco no sólo tiene un significado en su raíz (“sobre montículos de tierra”), sino también es un símbolo de resistencia desde la época prehispánica hasta nuestros días. ¿Cómo se ha ido forjando este símbolo? Como los métales, al fuego. Partimos de la idea de recorrer este museo en búsqueda del placer de descubrir el arte de saber y entender su legado a través de la contemplación, pero, además, de la lectura, que nos lleva a la reflexión a través de varias fuentes que aquí, a manera de atisbos, agrupamos para dar oído a las palabras de un estudioso, Jacques Soustelle, quien reconstruye la vida cotidiana los antiguos mexicanos en vísperas de la conquista, la descripción de un cronista presencial de la conquista: Bernal Díaz del Castillo, y las voces indígenas que rescataron Ángel María Garibay Kintana y Miguel León Portilla en la Visión de los vencidos. Al fuego se templó el signo y el destino de vida de un pueblo, en sus orígenes, en su esplendor, en su caída, en esa llama que quema, pero que es también luz inagotable que enciende la conciencia e ilumina su razón de ser, en este lugar: Tlatelolco, espacio, que ahora resguarda la Universidad Nacional Autónoma de México, iniciamos un recorrido. René Nájera Corvera Mayo – Junio del 2012 5


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Introducción de Miguel León Portilla

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uerer formarse una imagen de todo lo que existe es afán heredado de los griegos. Porque nada más bello ni más placentero para los sabios helenos que el arte de saber contemplar. Por afortunada coincidencia, los herederos de su cultura —de manera especial los europeos renacentistas— iban a tener ante sus ojos, al finalizar el siglo xv, nada menos que un Nuevo Mundo pletórico de sorpresas. Primero fueron las Antillas, que Colón pensó eran parte de las Indias. Después, la Tierra Firme, con ríos inmensos en cuya desembocadura se formaban golfos de agua dulce y por fin, el descubrimiento de otro océano, más allá del continente. Pero si todas “esas cosas naturales” del Nuevo Mundo causaban asombro, “las cosas humanas” despertaban todavía mayor interés y admiración. La presencia de nativos en las islas y Tierra Firme, en su mayoría semidesnudos, que practicaban extraños ritos y vivían en pobres chozas, hizo pensar a los descubridores que estas partes del Nuevo Mundo habían existido hasta entonces enteramente desprovistas de cultura. Sin embargo, una nueva sorpresa aguardaba a quienes iban a penetrar al interior del continente. Los conquistadores que se adentraron en ese mundo que tenían por bárbaro, contemplaron dos “a manera de imperios” de pujanza cultural no sospechada. Eran precisamente las dos grandes zonas nucleares, asiento de culturas superiores, dotadas de fisonomía propia. En la parte sur del continente florecía la cultura Incaica del altiplano del Perú, y 7


en lo que hoy es la nación mexicana existían las antiguas civilizaciones creadoras de la grandeza maya, mixteco-zapoteca de Oaxaca y náhuatl (tolteca-azteca) del altiplano central de México, para sólo nombrar los focos principales. Nuestro interés es acercarnos a lo que aquí llamaremos México Antiguo, o sea, principalmente la zona central de la actual República Mexicana, en la que florecieron en diversas épocas centros tan importantes como Teotihuacán, Tula, Cholula, Culhuacán, Azcapotzalco, Texcoco, Tlaxcala y México-Tenochtitlan. Civilización con no escasa historia fue la del México antiguo. Sus sabios dejaron testimonio de su pensamiento acerca de sí mismos y del acontecer de las cosas humanas, vida y muerte, siempre en relación esencial con la divinidad. Los códices o libros de pinturas, sus teocuícatl, cantos divinos, los icnocuícatl, poemas de honda reflexión, los huehuetlatolli, palabras de los ancianos y, como otro ejemplo el contenido de los xiuhámatl o anales, dan prueba de la existencia de esa antigua tradición que ha llegado hasta nosotros. Sobre la base de tales testimonios hemos creído posible inquirir, siquiera a modo de intento, en aquello que, a la luz de la crítica histórica, puede considerarse como expresión del hombre prehispánico. Acercarnos a lo que fue su vida y cultura, a través de sus crónicas y cantares, éste fue nuestro propósito. El cronista mexica Tezozómoc, cuya vida transcurrió ya en los tiempos de la Nueva España, pero que participó aún en la antigua tradición, tuvo confianza en que no se perdería el recuerdo. Ciertamente, al menos la versión y transcripción de las crónicas y cantares, confieren realidad a sus palabras:

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Nunca se perderá, nunca se olvidará, lo que vinieron a hacer, lo que vinieron a asentar en las pinturas: su renombre, su historia, su recuerdo… Siempre lo guardaremos nosotros hijos de ellos… Lo vamos a decir, lo vamos a comunicar, a quienes todavía vivirán, habrán de nacer… (Crónica Mexicáyotl) Algunos de los testimonios donde se conserva “el recuerdo y la historia”, otra vez se hacen aquí presentes.

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Fragmentos de: La vida cotidiana de los aztecas en víspera de la conquista

Monumentos y plazas

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o hay duda de que existían planos de México en la época precortesiana; ¿pues, cómo la administración azteca, que empleaba numerosos escribanos para tener constantemente el día los registros de distribución de las tierras y el reparto de los impuestos, iba a descuidar su propia capital? Sabemos, además, que cada calpullec tenía por deber primordial conservar y en caso dado revisar las “pinturas” que representaban su barrio y la forma en que estaba dividido entre las familias. Por desgracia, ninguno de esos documentos se ha conservado. El Museo Nacional de Antropología e Historia de México posee un fragmento precioso, posterior a la conquista pero sin duda hecho muy poco tiempo después de ella: el “Plano en papel de maguey”; lo que queda de él sólo representa una pequeña parte de la ciudad, situada al oriente de Tlatelolco. Tal como está el plano ofrece una buena idea de la estructura de los barrios, con sus parcelas iguales enmarcadas por los canales y las calles y cortadas por las grandes arterias de circulación. Sólo menciono como simple dato el plano burdo que se ha atribuido a Cortés y que es casi imposible de utilizar, con sus adornitos infan11


tiles y sus cuadros diminutos donde las aldeas que rodean a México aparecen coronadas de torres a la europea. Como, por otra parte, los monumentos de Tenochtitlán han sido víctimas de un vandalismo sistemático, casi único en la historia, durante el asedio e inmediatamente después de la rendición del emperador Cuauhtemotzin, es muy difícil situar con exactitud el emplazamiento de los espacios libres y de los grandes monumentos que los rodeaban, así como describir estos últimos. Sólo podemos apoyarnos en las narraciones más o menos precisas de los cronistas y en los resultados de algunas excavaciones que se han podido practicar en el corazón mismo de la ciudad moderna. Se puede también razonar por analogía y reconstituir los principales rasgos arquitectónicos de los edificios mexicanos tomando como base los que aparecen en los monumentos aztecas que existen fuera de la capital y que respetaron los conquistadores, especialmente la pirámide de Tenayuca. La plaza central de Tenochtitlán parece haber estado situada casi exactamente en el lugar donde hoy está el Zócalo de la ciudad moderna. Tenía, pues, la forma de un rectángu12

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lo de 160 a 180 metros, cuyos lados más cortos estaban, respectivamente, frente al norte y al sur. Al norte la limitaba una parte de la empalizada del templo mayor, que dominaba en ese lugar la pirámide de un templo del sol; al sur confinaba con un canal que corría de oriente a poniente; al occidente tenía las casas, muy probablemente de dos pisos, que ocupaban los funcionarios del imperio; y finalmente veía por el oriente la fachada del palacio imperial de Moctezuma II que ocupaba el lugar donde está hoy el Palacio Nacional. El palacio que había sido de Axayácatl (1469-1481), lugar donde fueron alojados los españoles cuando llegaron a México, se encontraba inmediatamente al norte de las casas de los funcionarios, y su fachada oriental daba frente al recinto del templo mayor. Se llegaba a esta gran plaza por el canal mencionado antes, por la calzada de Ixtapalapan que pasaba a un lado del palacio de Moctezuma y que venía a terminar en la puerta del templo, y por otras calles. La calzada de Tlacopan seguía más o menos el trazo de la actual calle de Tacuba y terminaba, un poco al norte de la plaza y a un lado del palacio de Axayácatl, en el lado oeste del recinto del templo.


Tanto el suelo del Zócalo moderno como los cimientos de los edificios que lo rodean están materialmente llenos de restos de escultura azteca, de estatuas, de fragmentos de monumentos y de bajorrelieves. Algunos se han exhumado, especialmente la Piedra de Tizoc, el famoso calendario azteca, y el teocalli de la guerra sagrada.

Los comerciantes

Los comerciantes tlatelolcas habían comenzado sus actividades desde principios del siglo xi, cuando reinaba en su ciudad de tlatoani Tlacatéotl, que había ascendido al trono en 1407. Fueron ellos, se nos dice, quienes dieron a conocer a la gente todavía rústica de la ciudad lacustre las hermosas telas de algodón. Bajo el segundo soberano de Tlatelolco, Quauhtlatoa (1428-1467), importaron bezotes, adornos de plumas, pieles de animales salvajes. Bajo el último señor independiente, Moquíhuix, la lista de las mercancías que importaban de sus lejanos viajes se vio considerablemente ampliada: figura en ella especialmente el cacao, que llegó a convertirse en la bebida favorita de todas las familias distinguidas. Encabezaban la corporación de los comerciantes dos jefes,

los pochtecatlatohque, “señores comerciantes”, a cuyo nombre se agregaba la partícula honorífica –tzin. Después de la anexión de Tlatelolco, los comerciantes de esta ciudad y los de Tenochtitlán se asociaron estrechamente, aunque siguieron siendo dos grupos distintos. Sus jefes, en número de tres o de cinco, son ancianos y por esta razón no toman parte ya en las fatigas y en los peligros de las expediciones. Confían sus mercancías a los pochteca más jóvenes que deben venderlas por cuenta de ellos. Organizan la salida de las caravanas, presiden las ceremonias de partida y de regreso, representan a las corporaciones ante el emperador, no sólo en los litigios referentes a negocios, sino en todas las materias: sus tribunales pueden imponer todas las penas, incluyendo la de muerte. Ello constituye un privilegio tanto más notable cuanto que, por lo que se refiere a la justicia, la sociedad mexicana no conoció otra excepción, además de que los tribunales del soberano juzgaban por igual al tecuhtli y al macehualli. Sólo el pochteca escapa a esta regla. Por muchos conceptos, los comerciantes constituían una sociedad cerrada en el seno del conjunto azteca. Contrariamente a los militares 13


o aun a los sacerdotes, no se reclutaban entre la gente común; el cargo de comerciante pasaba de padres a hijos. Las familias de pochteca residían en los mismos barrios y se unían unos a otros por medio del matrimonio. Los comerciantes tenían sus propios dioses, sus fiestas particulares, celebraban su culto a su manera porque, durante sus prolongados viajes, no tenían más sacerdotes que ellos mismos. Se ha visto cómo estaba jerarquizada la clase dirigente: el mismo afán se observaba en los comerciantes. Entre los jefes supremos y el joven comerciante que emprende su primera expedición, hay toda una serie de categorías diversas que tienen títulos distintos: existían los tecuhnenenque, “señores viajeros”, respetados por todos a causa de sus largas y peligrosas expediciones; los nahualoztomeca. “comerciantes disfrazados”, que no dudan en usar el vestido y en aprender la lengua de las poblaciones hostiles a fin de comprar, en el misterioso Tzinacantlan, el ámbar y las plumas de quetzal; los tealtianime, que habían ofrecido esclavos en sacrificio; los teyauallouanime, “los que sitian al enemigo”; los tequanime,* “fieras”. Estos dos últimos títulos pueden parecer extraños, aplicados a comerciantes. 14

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Pero es que su negocio era una aventura perpetua. Cuanto más se alejaban de México, más peligrosos se hacían sus caminos. Considerados —por lo demás a justo título— como comerciantes y espías a la vez, se enfrentaban a la hostilidad de las tribus que todavía no habían sido dominadas. Sus mercancías suscitaban la codicia de los montañeses. Las caravanas eran asaltadas por merodeadores, y el pochtecatl tenía que transformarse en guerrero para poder sobrevivir.

Los artesanos

A medida que nos alejamos de la parte más alta de la sociedad, los informes se vuelven más raros. Ni los historiadores indígenas ni los cronistas españoles tienen interés en describirnos la vida de las clases más humildes. Los artesanos, situados en un grado inferior al de los pochteca y en cierto sentido ligados a ellos, formaban una clase numerosa, con sus barrios particulares y sus instituciones propias. No sabemos gran cosa de las corporaciones útiles pero oscuras de las cuales hay a veces menciones, al paso y sin detalles, tales como las de canteros y salineros. Sólo han llamado la atención las corporaciones brillantes consagradas a las artes “menores”


de la orfebrería, joyería y al mosaico de plumas. Estos artesanos del lujo eran conocidos por el nombre de toltecas, debido a que el origen de sus métodos y técnicas se asignaba tradicionalmente a la antigua civilización tolteca, la del rey Quetzalcóatl y de la ciudad maravillosa de Tula. Quetzalcóatl “descubrió gran riqueza de esmeraldas, turquesas finas, oro, plata, corales, caracoles y (las plumas de ) quetzalli, el xiuhtototl, el tlauhquechol, el çaquan, el tzinizcan y el oyoquan… (en su palacio) había esteras de piedras preciosas, de plumas de quetzalli y de plata”, escribió el redactor azteca de los Anales de Cuauhtitlán. Y Sahagún precisa: “se llamaron toltecas, que es tanto como decir oficiales pulidos y curiosos… y todos ellos eran únicos y primos oficiales, porque eran pintores, lapidarios, carpinteros, albañiles, encaladores, oficiales de plumas, oficiales de loza, hilanderos y tejedores… Ellos hallaron y descubrieron la mina de las piedras preciosas que en México se dicen xiuitl, que son turquesas… y lo mismo las minas de plata y oro… y lo mismo el ámbar, el cristal, las piedras llamadas amatistas, y perlas y todas las demás que traían por joyas”. “Ellos sabían muchas cosas, nada se

les dificultaba, tallaban la piedra verde (chalchihitl) fundía el oro (teocuitlapitzaia)… y todo ello procedía de Quetzalcóatl, las artes (toltecayotl) y los conocimientos”. Como acabamos de ver, el conjunto de esas técnicas se designaban con la palabra toltecayotl, “perteneciente a los toltecas”. Tales eran los títulos de nobleza de estos artesanos. Por lo demás, no todo era legendario en esas referencias a un pasado ilustre; la tribu azteca errante que acabó por establecerse en los pantanos en 1325 debió carecer de artesanos de lujo. Los que se agregaron a ella aparecen como los herederos del arte antiguo que, después de la caída de Tula, había sobrevivido en las pequeñas aldeas del lago como Colhuacán o Xochimilco cuyos habitantes, nos dice Ixtlilxóchitl conservaban las costumbres, la lengua y la habilidad de los toltecas. Los lapidarios, por ejemplo, pasaban por se descendientes de los habitantes de Xochimilco.

La plebe

La palabra azteca macehualli (plural macehualtin) designaba, en el siglo xvi, a todo aquel que no pertenecía a ninguna de las categorías sociales que acabamos de enumerar pero que 15


no era esclavo: es decir a la gente común, a los “plebeyos”, como han traducido con frecuencia el término los españoles. Parece que originalmente esa palabra quiso decir simplemente “trabajador”. Se deriva de un verbo macehualo, “trabajar para hacer méritos”, de donde proviene macehualiztli, que no significaba trabajo, sino “acto destinado a hacer méritos”: así, por ejemplo, con él se designaban ciertas danzas que se bailaban ante las imágenes de los dioses a fin de hacer méritos ante sus ojos. Se ve que esa palabra no tenía ningún sentido peyorativo. En la literatura abundan los casos en que la palabra macehualtin se puede traducir simplemente por “gente”, sin ningún matiz de inferioridad. No obstante, a la larga, la palabra terminó por adquirir un sentido ligeramente despectivo. Se consideraba que el macehualli ignoraba las buenas maneras. Macehuatlatoa significa “hablar de modo rústico”, y macehualtic quería decir “vulgar”. En una gran ciudad donde se podían contar algunos miles de dignatarios, de comerciantes y de artesanos, la inmensa mayoría de la población libre estaba compuesta por macehualtin, ciudadanos con plenos derechos, de la tribu y del barrio, pero someti16

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dos a deberes de los cuales no se podían eximir. La enumeración de los derechos y de los deberes inherentes a su condición permite definirlos con exactitud. El macehualli mexicano, miembro de un calpulli de Tenochtitlán o de Tlatelolco, tiene derecho a usufructuar un terreno en el cual levanta su casa y a una parcela que cultiva. Sus hijos son admitidos en los colegios del barrio. Él y su familia toman parte en las ceremonias del barrio y de la ciudad de acuerdo con los ritos y las tradiciones. Participa en las distribuciones de artículos alimenticios y de ropa organizadas por los poderes públicos. Puede, por su valor e inteligencia, superar a su clase llegando hasta los honores y la riqueza. Interviene en la elección de los jefes locales, aunque en última instancia su designación depende del emperador. Pero, en la medida en que sigue siendo “plebeyo”, a no ser que se haya distinguido en algo durante los primeros años de su vida activa, está sometido a pesados deberes. El servicio militar ante todo, que ningún mexicano consideraría como una carga, sino más bien como un honor, a la vez que como un rito religioso. Inscrito en los registros de los funcionarios de la ciu-


dad, en cualquier momento puede ser alistado para desempeñar los trabajos colectivos de limpieza, de conservación o construcción de caminos o de puentes o de edificación de templos. Si el palacio necesita leña para sus hogares, si hay que suministrar agua, rápidamente se envía una cuadrilla de macehualtin. Paga impuestos, por fin, cuyo monto fijan en el interior de cada barrio el jefe y los ancianos del consejo, junto con los funcionarios que vigilan el cobro.

Los esclavos

Por debajo de todos, más bajo que todos, en el fondo de la sociedad, tenemos aquí al que llamamos, a falta de un término mejor, “esclavo”, tlacotli (plural: tlatlacotin); ni ciudadano ni persona, pertenece como una cosa a un amo. Este rasgo de su condición lo asemeja pues a lo que se entiende por esclavitud, ya sea en la ciudad antigua de nuestro mundo, ya sea en los Estados modernos hasta una época reciente. Pero muchos otros rasgos distinguen a la esclavitud mexicana de la esclavitud clásica. “El hacer de los esclavos entre estos naturales de la Nueva España es muy contrario, escribe Motolinía, de las naciones de Europa… Y aún

me parece que estos que llaman esclavos (en México) les faltan muchas condiciones para ser propiamente esclavos”. Cuando los españoles, después de la conquista, introdujeron en México la esclavitud a la usanza europea, los infortunados indígenas, marcados al rojo vivo en la cara, arrojados al fondo de las minas, tratados con más rigor que los animales, tuvieron oportunidad de desear la suerte de los antiguos esclavos. No habían ganado en el cambio. ¿Cuáles son, pues, las características de la situación del esclavo en México a principios del siglo xvi? Primero, trabaja para otro, ya sea como trabajador agrícola, ya sea en el servicio doméstico, o como cargador en las caravanas de los comerciantes. Las mujeres esclavas hilan, tejen, cosen o remiendan los vestidos en la casa de su amo y muchas veces se cuentan entre el número de sus concubinas. El tlacotli no recibe remuneración por sus servicios. Pero se le dan alojamiento, alimentos y vestidos como a un ciudadano ordinario. “Los trataban cuasi como a hijos”. Se cita el caso de esclavos que, convertidos en mayordomos, dirigen grandes casas y tienen a su mando a hombres libres. Además, los tlatlacotin —y aquí 17


nos salimos y del marco de la esclavitud de nuestro mundo antiguo— podían poseer bienes, acumular dinero, adquirir tierras, casas y hasta esclavos para su propio servicio. Nadie podía privar a un macehualli de las tierras que cultivaba, ni expulsarlo de su calpulli —salvo cuando ello era el castigo de faltas o crímenes graves. Excepción hecha de las catástrofes naturales o las guerras, no estaba expuesto al riesgo de morir de hambre, ni de separarse de su medio social, de sus vecinos ni de sus dioses. En cuanto a las oportunidades de aumentar de categoría, hemos visto que le estaban en gran medida abiertas: la carrera militar, el sacerdocio —este último de acceso un tanto difícil— le permitían aspirar a las más altas funciones. Y, a la sombra de los grandes personajes, podía llegar a puestos menos brillantes pero sin duda lucrativos, entre los ujieres y

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los policías, los mensajeros, los funcionarios inferiores de todas clases. Finalmente, el favor de un soberano o de una mujer noble podían transformar la vida de un plebeyo. Eso es lo que sucedió bajo el reinado de Moctezuma II a un jardinero de los suburbios de México llamado Xochitlacotzin. Aunque era plebeyo, tuvo la audacia de hacer una reclamación al emperador quien, impresionado por su honradez y audacia hizo de él un señor diciendo a los de su corte “que era su deudo y pariente”. Chimalpahin refiere que una hija de Izcóatl se enamoró de un macehualtzintli, pobre plebeyo de Atotonilco; se casó con él y gracias a ese matrimonio principesco se convirtió en el señor de su aldea. Es decir, que no existían murallas infranqueables entre las clases; la vida más humilde no carecía de esperanzas.


Fragmentos del capítulo xcii de: Historia verdadera de la conquista de la Nueva España

Cómo nuestro capitán salió a ver la ciudad de Méjico y el tatelulco, ques la plaza mayor, y el gran cu de sus vichilobos, y lo que más pasó

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omo había ya cuatro días questábamos en Méjico y no salía el capitán ni ninguno de nosotros de los aposentos, eceto a las casas e huertas, nos dijo Cortés que sería bien ir a la plaza mayor y ver el gran adoratorio de su Vichilobos, y que quería enviallo a decir al gran Montezuma que lo tuviese por bien. Y para ello envió por mensajero a Jerónimo de Aguilar e a doña Marina, e con ellos a un pajecillo de nuestro capitán que entendía 19


ya algo la lengua, que se decía Orteguilla. Y el Montezuma como lo supo envió a decir que fuésemos mucho en buena hora, y por otra parte temió no le fuésemos a hacer algún deshonor en sus ídolos, y acordó de ir él en persona con muchos de sus principales, y en sus ricas andas salió de sus palacios hasta la mitad del camino; cabe unos adoratorios se apeó de las andas porque tenía por gran deshonor de sus ídolos ir hasta su casa e adoratorio de aquella manera, y llevábanle del brazo grandes principales; iban adelante dél señores de vasallos, e llevaban delante dos bastones como centros alzados en alto, que era señal que iba allí el gran Montezuma, y cuando iba en las andas llevaba una varita medio de oro y medio de palo, levantada, como vara de justicia. Y ansí se fu y subió en su gran cu, acompañado de muchos papas, y comenzó a sahumar y hacer otras ceremonias al Vichilobos. Dejemos al Montezuma, que ya había ido adelante, como dicho tengo, y volvamos a Cortés y a nuestros capitanes y soldados, que como siempre teníamos por costumbre de noche y de día estar armados, y así nos vía estar el Montezuma cuando le íbamos a ver, no lo tenía por cosa nueva. Digo esto porque a caballo nuestro capitán con 20

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todos los demás que tenían caballo, y la más parte de nuestros soldados muy apercibidos, fuimos al Tutelulco. Iban muchos caciques quel Montezuma envío para que nos acompañasen; y desque llegamos a la gran plaza, que se dice el Tatelulco, como no habíamos visto tal cosa, quedamos admirados de la multitud de gente y mercaderías que en ella había y del gran concierto y regimiento que en todo tenían. Y los principales que iban con nosotros nos lo iban mostrando; cada género de mercaderías estaban por sí, y tenían situados y señalados sus asientos. Comencemos por los mercaderes de oro y plata y piedras ricas y plumas y mantas y cosas labradas y otras mercaderías de indios esclavos y esclavas; digo que traían tantos dellos a vender aquella gran plaza como traen los portugueses los negros de Guinea, e traíanlos atados en unas varas largas con colleras a los pescuezos, por que no se les huyesen, y otros dejaban sueltos. Luego estaban otros mercaderes que vendían ropa más basta y algodón e cosas de hilo torcido, y cacahueteros que vendían cacao, y desta manera estaban cuantos géneros de mercaderías hay en toda la Nueva España, puesto por su concierto de la manera que hay


en mi tierra, ques Medina del Campo, donde se hacen las ferias, que en cada calle están sus mercaderías por sí; ansí estaban en esta gran plaza, y los que vendían mantas de heneqén y sogas y cotaras, que son los zapatos que calzan y hacen del mismo árbol y raíces muy dulces cosidas, y otras rebusterías que sacan del mismo árbol, todo estaba en una parte de la plaza en su lugar señalado, y cueros de tigres, de leones y de nutrias, y de adives y de venados y de otras alimañas e tejones e gatos monteses, dellos adobados y otros sin adobar estaban en otra parte, y otros géneros de cosas e mercaderías. Pasemos adelante y digamos de los que vendían fríjoles y chía y otras legumbres e yerbas a otra parte. Vamos a los que vendían gallinas, gallos de papada, conejos, liebres, venados y anadones, perrillos y otras cosas deste arte; a su parte de la plaza. Digamos de las fruteras, de las que vendían cosas cocidas, mazamorreras y malcocinado, también a su parte. Pues todo género de loza, hecha de mil maneras, desde tinajas grandes y jarrillos chicos, questaban por sí aparte; y también los que vendían miel y melcochas y otras golosinas que hacían como nuégados. Pues los que vendían madera, tablas, cunas

e vigas e tajos y bancos, y todo por sí. Vamos a los que vendían leña acote, e otras cosas desta manera. Qué quieren más que diga que, hablando con acato, también vendían muchas canoas llenas de yenda de hombres, que tenían en los esteros cerca de la plaza, y esto era para hacer sal o para cortir cueros, que sin ella dicen que no se hacía buena. Bien tengo entendido que algunos señores se reirán desto; pues digo ques ansí; y más digo que tenían por costumbre que en todos los caminos tenían hechos de cañas o pajas o yerbas, por que no los viesen los que pasasen por ellos; allí se metían si tenían ganas de purgar los vientres, por que no se les perdiese aquella suciedad. Para qué gasto yo tantas palabras de lo que vendían en aquella gran plaza, porques para no acabar tan presto de contar por menudo todas las cosas, sino que papel, que en esta tierra llaman amal, y unos cañutos de olores con liquidámbar, llenos de tabaco, y otros ungüentos amarillos y cosas deste arte vendían por sí; e vendían mucha grana debajo los portales questaban en aquella gran plaza. Había mchos herbolarios y mercaderías de otra manera, y tenían allí sus casas, adonde juzgaban tres jueces y otros como alguaciles 21


ejecutores que miran las mercaderías. Olvidándoseme había la sal y los que hacían navajas de pedernal, y de cómo las sacaban de la misma piedra. Pues pescaderas y otros que vendían unos panecillos que hacen de uno como lama que cogen de aquella gran laguna, que se cuaja y hacen panes dello que tienen un sabor a manera de queso; y vendían hachas de latón y cobre y estaño, y jícaras, y unos jarros muy pintados de madera hechos. Ya querría haber acabado de decir todas las cosas que allí se vendían, porque eran tantas de diversas y calidades, que para que lo acabáramos de ver e inquirir, que como la gran plaza estaba llena de tanta gente y toda cercada de portales, en dos días no se viera todo.

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Y fuimos al gran cu, e ya que íbamos cerca de sus grandes patios, e antes de salir de la misma plaza estaban otros muchos mercaderes, que, según dijeron, eran de los que traían a vender oro en granos como lo sacan de las minas, metido el oro en unos canutillos delgados de los de ansarones de la tierra, e ansí blancos porque se paresciese el oro por de fuera: y por el largo y gordor de los canutillos tenían entrellos su cuenta qué tantas mantas o qué xiquipiles de cacao valía, o qué esclavos o otra cualquiera cosa a que lo trocaban. E ansí dejamos la gran plaza sin más la ver y llegamos a los grandes patios y cercas donde está el gran cu;


Fragmentos de: Visión de los vencidos

Introducción General

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evelación y asombro para los europeos de los siglos xvi y xvii, fueron las crónicas, noticias y relaciones de los descubridores y conquistadores del Nuevo Mundo. Europa —continente antiguo, poseedor de larga historia— mostró avidez por conocer las extrañas formas de vivir de esos “pueblos bárbaros”, que sus navegantes, exploradores y conquistadores iban “descubriendo”. 23


Los datos aportados, con espontaneidad o con doblez, por los “cronistas de Indias”, se recibieron en Europa con el más vivo interés. Pudieron convertirse algunas veces en tema de controversia, pero nunca dejaron de ser objeto de reflexión. No sólo los conquistadores y los frailes misioneros, sino también los sabios y humanistas europeos, los historiadores reales, intentaron forjarse imágenes adecuadas de las diversas realidades físicas y humanas existentes en el Nuevo Mundo. Los resultados fueron diversos. Hubo “proyecciones” de viejas ideas. Se pensó, por ejemplo, que determinados indígenas eran en realidad los descendientes de las tribus perdidas de los judíos. Tal es el caso de fray Diego de Durán a propósito del mundo náhuatl. Otras veces las relaciones e historias eran una apología más o menos consciente de la Conquista, como en el caso de Hernán Cortés. En algunas crónicas aparecen los indígenas del Nuevo Mundo como gente bárbara, idólatras entregados a la antropofagia y a la sodomía, mientras que en otras son descritos como dechado de virtudes naturales. Aprovechando las noticas que llegaban, se escribieron luego en Eu24

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ropa historias con el criterio humanista propio de la época. Bastaría con recordar las décadas De orbe novo del célebre Pedro Mártir de Anglería, en las que tantas veces expresa su admiración al describir las artes y formas de vida de los indios. O el impresionante cúmulo de información de primera mano que acerca de las Indias allegó e incorporó en su Historia general el cronista real Antonio de Herrera. En resumen, puede decirse que la historiografía, no ya sólo española y portuguesa, sino también francesa, inglesa, alemana e italiana, cobraron nueva vida al hacer objeto de su estudio las cosas naturales y humanas del Nuevo Mundo. Pero, frente a este innegable estupor e interés del mundo antiguo por las cosas y los hombres de este continente, rara vez se piensa en la administración e interés recíproco que debió despertar en los indios la llegada de quienes venían de un mundo igualmente desconocido. Porque, si es atractivo estudiar las diversas formas como concibieron los europeos a los que, por error, llamaron “indios”, el problema inverso, que lleva a ahondar en el pensamiento indígena —tan lejano y tan cercano a nosotros— encierra igual, si no es que mayor in-


terés. ¿Qué pensaron los hombres del Nuevo Mundo, en particular los mesoamericanos, nahuas, mayas y otros al ver llegar a sus costas y pueblos a los “descubridores y conquistadores”? ¿Cuáles fueron sus primeras actitudes? ¿Qué sentido dieron a su lucha? ¿Cómo valoraron su propia derrota?

La ruta de los conquistadores

El 18 de febrero de 1519, Hernán Cortés partió de la isla de Cuba al frente de un armada integrada por 10 naves. Traía consigo 100 marineros, 508 soldados, 16 caballos, 32 ballestas, 10 cañones de bronce y algunas otras piezas de artillería de corto calibre. Venían con él varios hombres que llegarían a ser famosos en la conquista de México. Entre ellos estaba Pedro de Alvarado, a quienes los mexicas habían de apodar Tonatiuh, “el Sol”, por su extraordinaria prestancia y el color rubio de su cabellera. Venían también Francisco de Montejo, que posteriormente conquistaría a los mayas de Yucatán; Bernal Díaz del Castillo y otros varios que consignarían por escrito la historia de esa serie de expediciones. Al pasar por la isla de Cozumel,

situada frente a la península de Yucatán, Hernán Cortés recogió a Jerónimo de Aguilar que, como resultado de un naufragio, había quedado allí junto con otro español desde 1511 y había aprendido la lengua maya con bastante fluidez. Más adelante, frente a la desembocadura del Grijalva, tuvo lugar el primer encuentro bélico entre los españoles y los indígenas. Hecha la paz, entre otros presentes les fueron ofrecidas veinte esclavas indias, una de las cuales, Malintzin (la Malinche), había de desempeñar un papel de suma importancia. Esta mujer hablaba la lengua maya y la náhuatl. Gracias a la presencia simultánea de Jerónimo de Aguilar y de la Malinche, Hernán Cortés iba a contar desde un principio con un sistema perfecto para darse a entender con los mexicas. Él hablaría en español a Jerónimo de Aguilar, éste a su vez traduciría lo dicho hablando en maya con la Malinche, y ella por fin se dirigiría directamente en la lengua náhuatl a los enviados y emisarios de Motecuhzoma, desde sus primeros encuentros en las cercanías de la actual Veracruz. En tanto que los cronistas españoles de la Conquista se refieren a sus primeros contactos con la gente 25


de Cempoala en la costa del Golfo, los cronistas indígenas tratan de los mensajes enviados a Motecuhzoma, informándole de la llegada de esos hombres blancos que venían en unas barcas grandes como montes. Unos y otros coinciden en lo que se refiere al envío de presentes por parte de Motecuhzoma a Hernán Cortés, tratando de persuadirlo de que se alejara de esas tierras. Precisamente algunos de esos presentes, en particular dos grandes discos, uno de oro y otro de plata artísticamente grabados, iban a ser enviados a España por Hernán Cortés aun antes de la caída de México-Tenochtitlan, como un testimonio de su lealtad a Carlos V. El célebre pintor alemán Albrecht Dürer (Durero), tuvo ocasión de contemplar dichos objetos dejando consignado en su diario que “nunca había visto trabajos tan maravillosos, que tanto llenaran de satisfacción a su propio corazón”. El 16 de agosto de 1519 Hernán Cortés, quien ya se había ganado la alianza de la gente de Cempoala, se puso en marcha rumbo a Tlaxcala y a México-Tenochtitlan. Detrás de sí dejaba un Ayuntamiento, en la que había bautizado como Villa Rica de la Vera Cruz. Cortés llevaba consigo 400 peones, 15 jinetes y 6 piezas de artillería, 26

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algunos centenares de soldados e incontables cargadores indígenas que llevaban los alimentos y la impedimenta. Los textos indígenas hablan de la astucia de los tlaxcaltecas quienes, valiéndose de un grupo otomí sometido a ellos, quisieron poner a prueba la fuerza militar de los españoles. Al ver cómo éstos eran fácilmente vencidos por los castellanos, quedaron convencidos los tlaxcaltecas de que esos hombres blancos poseían armas superiores. Decidieron entonces aliarse con ellos, con la secreta esperanza de ver derrotados a sus antiguos enemigos, los poderosos mexicas. Así, el 23 de septiembre de 1519, los españoles entraban en Ocotelolco, quedando desde ese momento convertidos en aliados de los tlaxcaltecas. El 14 de octubre del mismo año de 1519 tuvo lugar otro hecho importante, acerca del cual difieren las versiones indígenas y las de los propios conquistadores. Se trata de la matanza perpetrada en Cholula por orden de Cortés, que había llegado a esa ciudad sometida al poderío mexica en compañía de sus aliados tlaxcaltecas. Las crónicas españolas afirman que Cortés había descubierto una traición por parte de la gente de Cholula. Según los indígenas, en realidad la trai-


ción fue perpetrada por los españoles y por sus aliados tlaxcaltecas. Por fin, el 8 de noviembre de 1519, después de atravesar los volcanes, Hernán cortés y su gente hicieron su primera entrada en México-Tenochtitlan, llegando por la calzada de Iztapalapa, que unía a la ciudad con la ribera del lago por el sur. Los textos indígenas son en extremo expresivos al pintar el encuentro de Motecuhzoma con Cortés en dicha calzada, convertida hoy en día en moderno viaducto en la actual ciudad de México. Alojados los españoles en los palacios reales de la ciudad, pudieron percatarse plenamente de la grandeza y poderío de ésta. Su permanencia en la capital mexica tuvo un final trágico, debido al ataque por traición perpetrado por Pedro de Alvarado, estando ausente Hernán Cortés, durante la gran fiesta de Tóxcatl, que se celebró en fecha cercana a la fiesta de Pascua de Resurrección del año de 1520. Los textos indígenas que aquí se publican relatan este episodio con tal fuerza de expresión que bien parece un poema épico, especie de Ilíada indígena. Cuando los españoles, en compañía de Hernán Cortés, que había regresado, decidieron escapar de la ciu-

dad, perdieron más de la mitad de sus hombres, así como todos los tesoros de que se habían apoderado. Esta derrota sufrida por los conquistadores que trataban de huir de la ciudad por el rumbo del poniente, por la calzada de Tacuba, se conoce con el nombre de la “Noche Triste”, del 30 de junio de 1520. Los españoles fueron en busca del auxilio de sus aliados tlaxcaltecas y no fue sino hasta casi un año después, o sea el 30 de mayo de 1521, cuando pudieron dar principio a un asedio formal de México-Tenochtitlan. Para esto encontró Hernán Cortés más de 80 000 soldados tlaxcaltecas y reforzó sus propias tropas españolas con la llegada de varias otras expediciones a Veracruz. Además, desde el 28 de abril de ese mismo año había botado al agua 13 bergantines que jugaría un papel muy importante en el asedio de la isla. Las crónicas indígenas hablan de la forma en que los españoles comenzaron a atacar la ciudad a partir del 30 de mayo de 1521. Refieren las diversas incursiones de esos hombres que en un principio habían sido tenidos por dioses, pero a los que al fin se les llamó popolocas, palabra con que designaban los nahuas a los bárbaros. Debido a que algunos de esos docu27


mentos indígenas fueron escritos por historiadores nativos de la sección norte de la ciudad, o sea del antiguo Tlatelolco, con frecuencia se pondera en ellos el valor de los tlatelolcas por encima del de los mismos mexicatenochas. En las crónicas se habla también de la elección del joven Cuauhtémoc, que había sido escogido como gobernante supremo, ya que muerto Motecuhzoma, su sucesor el príncipe Cuitláhuac había también fallecido víctima de la epidemia de viruela que traída por los españoles causó tantas bajas entre los indígenas. Durante el reinado de Cuauhtémoc los hechos de armas se suceden unos tras otros y no puede negarse que hubo actos de heroísmo por ambas partes. Una vez más las crónicas indígenas vuelven a hablar con la elocuencia de un maravilloso poema épico. Por fin, después de casi 80 días de sitio, en una fecha 1-Serpiente, del año 3-Casa, que corresponde al 13 de agosto de 1521, cayó la ciudad de México-Tenochtitlan, y fue hecho prisionero el joven Cuauhtémoc. Lo que siguió a la Conquista lo relatan también las crónicas indígenas. Los “cantos tristes” que aquí se publican muestran el trauma que dejó en el alma mexica la des28

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trucción de su ciudad y su cultura. Tal es, en breve síntesis, la secuencia de los hechos.

La gente se refugia en Tlatelolco

Y eso bastó; los del pueblo bajo en esta ocasión dejaron su ciudad de Tenochtitlan para venir a meterse a Tlatelolco. Vinieron a refugiarse en nuestras casas. Inmediatamente se instalaron por todas partes en nuestras casas, en nuestras azoteas. Gritan sus jefes, sus principales y dicen: —Señores nuestros, mexicanos, tlatelolcas… Un poco nos queda… Nos hacemos más que guardar nuestras casas. No se han de adueñar de los almacenes, del producto de nuestra tierra. Aquí está vuestro sustento, el sostén de la vida, el maíz. Lo que para vosotros guardaba vuestro rey: escudos, insignias de guerra, rodelas ligeras, colgajos de pluma, orejeras de oro, piedras finas. Puesto que todo esto es vuestro, propiedad vuestra. No os desaniméis, no perdáis el espíritu. ¿A dónde hemos de ir? ¡Mexicanos somos, tlatelolcas somos!


Inmediatamente tomaron de prisa todas las cosas los que mandan acá, cuando ellos vinieron a entregar las insignias, sus objetos de oro, sus objetos de pluma de quetzal. Y éstos son los que andan gritando por los caminos y entre las casas y en el mercado: Xipanoc, Teltlyaco, el vice-Cihuacóatl, Motelchiuh, cuando era de Huiznáhuatl, Zóchitl, el de Acolnáhuac, el de Anáhuac, el Tlacochcálcatl, Itzpotonqui, Ezhuahuácatl, Coaihuitl, que se dio a conocer como jefe de Tezcacoac. Huánitl, que era Mixcoatlailótlac; el intendente de los templos, Téntil. Éstos eran los que anduvieron gritando como se dijo, cuando se vinieron a meter a Tlatelolco. Y aquí están los que lo oyeron: Los de Coyoacán, de Cuauhtitlan, de Tultitlan, de Chicunauhtla, Coanacotzin, el de Tetzcoco, Cuitláhuac, el de Tepechpan, Itzyoca. Todos los señores de estos rumbos oyeron el discurso dicho por los de Tenochtitlan. Y todo el tiempo en que estuvimos combatiendo, en ninguna parte se dejó ver el tenochca; en todos los caminos de aquí: Yacacolco, Atezcapan, Coatlan, Nonohualco, Xoxohuitlan, Tepeyácac, en todas estas partes fue obra exclusiva nuestra, se hizo

por los tlatelolcas. De igual modo, los canales también fue obra nuestra exclusiva.1 Ahora bien, los capitanes tenochcas allí [en su refugio de Tlatelolco], se cortaron el cabello, y los de menor grado, también allí se lo cortaron, y los cuachiques, y los otomíes,2 de grado militar, que suelen traer puesto su casco de plumas, ya no se vieron en esta forma, durante todo el tiempo que estuvimos combatiendo. Por su parte, los de Tlatelolco rodearon a los principales de aquéllos y sus mujeres todas los llenaron de oprobio y los apenaron diciéndoles: —¿No más estáis allí parados?... ¿No os da vergüenza? ¡No habrá mujer que en tiempo alguno se pinte la cara para vosotros!... Y las mujeres de ellos andaban llorando y pidiendo favor en Tlatelolco. Y cuando ven todo esto los de esta ciudad alzan la voz, pero ya no se ven por ninguna parte los tenochcas. 1 Nótese el constante empeño de los mexica-tlatelolcas por mencionar su valentía y sus proezas en la defensa de la ciudad, reprochando con frecuencia a los mexica-tenochcas. Como una explicación de esto puede recordarse al antiguo resentimiento de los tlatelolcas, vencidos y sometidos por los tenochcas, desde los tiempos del rey Axayácatl. 2 Cuachiques y otomíes: grados militares ya descritos anteriormente.

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De parte de los tlatelolcas, pere- ponga el tenochca: que por su propio ció lo mismo el cuáchic que el otomí gusto parezca: nada ya haré en su fay el capitán. Murieron a obra de ca- vor, ya no esperaré en su palabra. ñón, o de arcabuz. ¿Qué dirá? ¿Cómo dispondréis los poquitos días? Es todo: que oigan El mensaje del señor mis palabras”. Ya le retornan el discurso los sede Acolhuacan En este tiempo viene una embajada ñores de Tlatelolco, le dicen: del rey de Acolhuacan, Tecocoltzin. —Nos haces honor, oh tú capitán, Los que vienen a conferenciar en Tla- hermano mío: telolco son: ¿Pues qué, es acaso nuestra maTecucyahuácatl, Topantemoc- dre y nuestro padre el chichimeca hatzin, Tezcacohuácatl, Quiyotecatzin bitante de Acolhuacan? el Tlacatéccatl Temilotzin, el TlacochPues aquí está: lo oyen: sesenta cálcatl Coyohuehuetzin y el Tziuhte- días van de que tiene intención de cpanécatl Matlalacatzin. que se haga como él lo ha dicho. Y Dicen los enviados del rey de ahora no más lo ha visto: totalmente Acolhuacan, Tecocoltzin: se destruyen, no más dan gritos: pues —Nos envía acá el señor el de unos se conservan como gente de Acolhuacan, Tecocoltzin. Dice esto: Cuauhtitlan, otros como de Tenayu“Oigan por favor los mexicanos can, de Azcapotzalco, o de Coyoacan tlatelolcas: se hacen pasar. Arde, se calcina su corazón y su No más esto veo: y es que ellos cuerpo está doliente. gritan que son tlatelolcas. ¿Cómo lo De igual modo a mí me arde y se haré? calcina mi corazón. ¡Se ha satisfecho su corazón, ha ¿Qué es lo poquito que yo tengo? tenido el gusto de hacerlo, le han saDe mi fardo, el hueco de mi manto, lido bien, le vino como deslizado!... por dondequiera cogen: me lo van ¡Ah, ya estamos haciendo el mandaquitando. Se hizo, se acabó el habi- do y la disposición de nuestro señor! tante de este pueblo. ¡Hace sesenta días que estamos comPues digo: bantiendo!... Que por su sola voluntad lo dis30

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Los tlatelolcas son invitados a pactar

Vino a amedrentarnos de parte de los españoles, a dar gritos el llamado Castañeda, en donde se nombra Yauhtenco vino a dar gritos. Los acompañan tlaxcaltecas, ya dan gritos a los que están en atalaya de guerra junto al muro en agua azul. Son el llamado Itzpalanqui, capitán de Chapultepec, dos de Tlapala, y Cuexacaltzin. Viene a decirles: —¡Vengan acá algunos! Y ellos se dicen: —¿Qué querrá decir? Vayamos a oírlo. Luego se colocan en una barca y desde lejos dispuestos le dicen a aquél: —¿Qué es lo que queréis decir? Ya dicen los tlaxcaltecas: —¿Dónde es vuestra casa? Dicen: —Está bien: sois los que son buscados. Venid acá, os llama el “dios”, el capitán. Entonces salieron, van con él a Nonohualco, a la Casa de la Niebla en donde están el capitán y Malintzin y “el Sol” [Alvarado] y Sandoval. Allí están reunidos los señores del pueblo, hay parlamento, dicen al capitán: —Vinieron los tlatelolcas, los he-

mos ido a traer. Dijo Malintzin a ellos: —Venid acá: dice el capitán: “¿Qué piensan los mexicanos? ¿Es un chiquillo Cuauhtémoc? ¿Qué no tienen compasión de los niñitos, de las mujeres? ¿Es así como han de perecer los viejos? Pues están aquí conmigo los reyes de Tlaxcala, Huexotzinco, Cholula, Chalco, Acolhuacan, Cuauhnáhuac, Xochimilco, Mizquic, Cuitláhuac, Culhuacan”. Ellos [varios de esos reyes] dijeron: —¿Acaso de las gentes se está burlando el tenochca? También su corazón sufre por el pueblo en que nació. Que den solo al tenochca; que solo y por sí mismo… vaya pereciendo… ¿Se va a angustiar acaso el corazón del tlatelolca, porque de esta manera han perecido los mexicanos, de quienes él se burlaba? Entonces dicen [los enviados tlatelolcas] a los señores: —¿No es acaso de este modo como lo decís, señores? Dicen ellos [los reyes indígenas aliados de Cortés]: —Sí. Así lo oiga nuestro señor el 31


ellos, vienen a ponerse en Texopan. Tres días es la batalla allí. Vienen a echarnos de allí. Luego llegan al Patio Sagrado: cuatro días es la batalla allí. Luego llegan hasta Yacacolco: es cuando llegaron acá los españoles, por el camino de Tlilhuacan. Y esto fue todo. Habitantes de la ciudad murieron, dos mil hombres exclusivamente de Tlatelolco. Fue cuando hicimos los de Tlatelolco armazones de hileras de cráneos [tzompantli]. En tres sitios estaban colocados estos armazones. En el que está en el Patio Sagrado de Tlilancalco [Casa Negra]. Es donde están ensartados los cráneos de nuestros señores [españoles]. En el segundo lugar, que es Acacolco también están ensartados cráneos de nuestro señores y dos cráneos de caballo. En el tercer lugar que es Zacatla, frente al templo de la diosa [CihuaSe reanuda la lucha cóatl], hay exclusivamente cráneos de Así las cosas, finalmente, contra noso- tlatelolcas. tros se disponen a atacar. Es la batalla. Y así las cosas, vinieron a hacerLuego llegaron a colocarse en Cuepo- nos evacuar. Vinieron a estacionarse pan y en Cozcacuahco. Se ponen en en el mercado. actividad con sus darlos de metal. Fue cuando quedó vencido el tlaEs la batalla con Coyohuehuestzin y telolca, el gran tigre, el gran águila, el cuatro más. gran guerrero. Con esto dio su final Por lo que hace a las naves de conclusión la batalla. “dios”: dejad solo al tenochca, que por sí solo perezca… ¿Allí está la palabra que vosotros tenéis de nuestros jefes? Dijo el “dios” [Cortés]: —Id a decir a Cuauhtémoc: que toman acuerdo, que dejan solo al tenochca. Yo me iré para Teucalhueyacan, como ellos hayan concertado allá me irán a decir sus palabras. Y en cuanto a las naves, las mudaré para Coyoacán. Cuando lo oyeron, luego le dijeron [los tlatelolcas]: —¿Dónde hemos de coger aquellos [a los tenochcas] que andan buscando? ¡Ya estamos al último respiro, que de una vez tomemos algún aliento!... Y de esta misma manera se fueron a hablar con los tenochcas. Allá con ellos se hizo junta. Desde las barcas no más se gritó. No era posible dejar solo al tenochca.

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Fue cuando también lucharon y batallaron las mujeres de Tlatelolco lanzando sus dardos. Dieron golpes a los invasores; llevaban puestas insignias de guerra; las tenían puestas. Sus faldellines llevaban arremangados, los alzaron para arriba de sus piernas para poder perseguir a los enemigos. Fue también cuando le hicieron un doselete con mantas al capitán allí en el mercado, sobre un templete. Y fue cuando colocaron la catapulta aquí en el templete. En el mercado la batalla fue por cinco días.

Descripción épica de la ciudad sitiada

Y todo esto pasó con nosotros. Nosotros lo vimos, nosotros lo admiramos. Con esta lamentosa y triste suerte nos vimos angustiados. En los caminos yacen dardos rotos, los cabellos están esparcidos. Destechadas están las casas, enrojecidos tienen sus muros. Gusanos pululan por calles y plazas, y en las paredes están salpicados los sesos. Rojas están las aguas, están como teñidas, y cuando las bebimos, es como si bebiéramos agua de salitre. Golpeábamos, en tanto, los muros de adobe, y era nuestra herencia

una red de agujeros. Con los escudos fue su resguardo, pero ni con escudos puede ser sostenida su soledad. Hemos comido palos de colorín [eritrina], hemos masticado grama salitrosa, piedras de adobe, lagartijas, ratones, tierra en polvo, gusanos… Comimos la carne apenas sobre el fuego estaba puesta. Cuando estaba cocida la carne, de allí la arrebataban, en el fuego mismo, la comían. Se nos puso precio. Precio del joven, del sacerdote, del niño y de la doncella. Basta: de un pobre era el precio sólo dos puñados de maíz, sólo diez tortas de mosco; sólo era nuestro precio veinte tortas de grama salitrosa. Oro, jades, mantas ricas, plumajes de quetzal, todo eso que es precioso, en nada fue estimado. Solamente se echó fuera del mercado a la gente cuando allí se colocó la catapulta. Ahora bien, a Cuauhtémoc le llevaban los cautivos. No quedan así. Los que llevan a los cautivos son los capitanes de Tlacatecco. De un lado y de otro les abren el vientre. Les abría el vientre Cuauhtemoctzin en persona y por sí mismo.

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El mensaje del Acolnahuácatl Xóchitl

Fue en este tiempo cuando vinieron a traer [los españoles] al Acolnahuácatl Xóchitl, que tenía su casa en Tenochtitlan. Murió en la guerra. Por veinte días lo habían andado trayendo con ellos. Vinieron a dejarlo en el mercado de Tlatelolco. Allí las flechas lo cazaron. Cuando lo vinieron a dejar fue así: lo venían trayendo de ambos lados cogido. Traían también una ballesta, un cañón, que vienen a colocar en el lugar donde se vende el incienso. Allí dieron gritos.

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Luego van los de Tlatelolco, van a recogerlo. Va guiando a la gente el capitán de Huitznáhuac, un huasteco. Cuando hubieron recogido a Xóchitl viene a dar cuenta [a Cuauhtémoc] el capitán de Huitznáhuac, viene a decirle: —Trae un recado Xóchitl. Y Cuauhtémoc conferenció conTopantémoc: —Tú irás a parlamentar con el capitán [con Cortés]. Durante el tiempo en que fuera a dejar a Xóchitl, descansó el escudo, ya no hubo combates, ya no se cogía prisionero a nadie.


Bibliografía •

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Díaz del Castillo, Bernal, Historia Verdadera de la conquista de la Nueva España, Editorial Espasa Calpe, Madrid, 1968. León- Portilla, Miguel, Visión de los vencidos, relaciones indígenas de la conquista, UNAM, México 2009. _________________, Los antiguos mexicanos, Fondo de Cultura Económica, México, 1970. Soustelle, Jacques, La vida cotidiana de los Aztecas en Vísperas de la conquista, Fondo de Cultura Económica, México, 1984.

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Esta selección antológica de textos que muestra la vida de los habitantes del altiplano vísperas de la Conquista, la descripción del recorrido de los españoles de Veracruz a la Gran Tenochtitlán, encabezados por Hernán Cortés y las voces de los indígenas en el episodio final de su lucha, en Tlatelolco; se preparó como material de lectura para los profesores inscritos en el Curso Taller El tutor del CCH, su proceso de cercanía y acompañamiento con los alumnos, que se impartió los días 28, 29, 30, 31 de mayo y el viernes 1º. de junio del 2012, cuya sesión de cierre tuvo lugar en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco, durante la visita guiada que ofrecieron a los profesores, Yuridia Rangel Güemes y Ricardo Martínez Hernández del Departamento de Servicios Educativos del mismo Centro.

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