_La palabra "Londres" deriva del latín "Londinium", que a su vez tiene raíces celtas, posiblemente originándose del término celta "Londinion", que significa "el lugar fuerte" o "la colina".
Londinion
Londres
Vago sin fin por las censadas calles, junto a la orilla del censado Támesis, y en cada rostro que me mira advierto señales de impotencia, de infortunio.
En cada grito Humano, en cada chillido infantil de miedo, en cada voz, en cada prohibición, escucho las cadenas forjadas por la mente:
y escucho cómo el grito del Deshollinador hace palidecer las oscuras iglesias, y el dolor del Soldado infortunado
Preámbulo
"Cuando las villas y ciudades alcanzan un cierto número de ciudadanos, dejan de estar habitadas por humanos y pasan a ser azotadas por fantasmas."
Los significados se esconden con el miedo y las relaciones se intensifican entre el desprecio y la dimensión física de las cosas. Es imposible concretar el tejido social natural; los patrones son los mismos que los de una arquitectura trazada con la pronunciación de un tiempo que ya pasó. Los lugares habitables son elementos en ruinas, para que allí vivan cómodamente las sombras y los condominios de espectros.
Londres proporciona, desde hace siglos, la quimérica teatralidad de una vida de fantasía: por un lado, el lujo y los arquetipos de una vida excéntrica; por otro, explota la dura realidad de aquellos que viven el terror de estar en el lado opuesto. Escribir sobre la ciudad impone tanto al autor como a las palabras un sentimiento de insuficiencia. Los significados, las apariencias en las relaciones y las oraciones se sienten diminutos, porque nunca se sabe con certeza a quién o a qué se refieren las palabras, ya que el objetivo está en movimiento permanente.
"Welcome to London" puede, a veces, suscitar dudas sobre la verdadera línea que delimita las fronteras de la ciudad. Resulta que las opiniones divergen respecto a su ubicación, y hay quienes sostienen que esa transición debería dejarse al criterio de cada uno. Y el criterio de cada uno se aplica a casi todo.
Por lo tanto, para el presente fanzine, nos acercamos a la ciudad de Londres por el río, enfocándonos en la relación que los transeúntes establecen con las orillas y los puentes que cruzan el Támesis. La narrativa pretende provocar la duda: ¿se trata de una única historia o de dos que se cruzan en una casualidad abstracta? Corresponderá al lector decidir si la historia es el puente que une ambas orillas o si son las orillas las que se encuentran en uno de los lados del puente.
Londres_
La tarde caía, lenta y pesada, como tantas otras tardes de julio en el hemisferio norte. La luz, siempre sumisa a su señor absoluto, se repetía en una reverente adoración al astro rey. Las variaciones entre las formas de las nubes y el movimiento ocasional de un avión no bastaban para alterar esa ceremonia diaria que, entre sombras vacilantes, dibujaba el lento desvanecimiento del día.
A lo largo de las calles, los árboles se alineaban como centinelas, dispuestos de tal manera que creaban una armonía casi matemática. Los intervalos entre ellos parecían haber sido cuidadosamente calculados para ofrecer espacio tanto a bicicletas como a motos, o incluso para servir de refugio ocasional a un coche averiado. Las aceras, paralelas al flujo ininterrumpido de gente y máquinas, ofrecían sombras y frutos maduros, desafiando el intenso calor del verano y refrescando los cuerpos y almas sedientas de alivio.
Los semáforos, verdaderos postes de exclamación, marcaban el ritmo de la ciudad con sus tres luces distintas: la que prohibía, la que advertía y la que liberaba. Cuando los colores cambiaban, el aliento, retenido o liberado en una tensión silenciosa, obedecía al orden biológico del tráfico rodado.
La vida en la ciudad estaba asegurada por un sistema de reglas, en todo abstractas, y cada señal, cada movimiento parecía responder a estímulos premeditados de una fuerza social con ansias de libertad. Cada individuo, cada vehículo, tenía el deber prioritario de promover una doctrina patrocinada por una o varias marcas, aunque ello representara una forma detestable de existencia.
“Nada podía perturbar las convicciones de los autómatas, que respondían a las exigencias y directrices de los urbanistas.”
La ciudad se veía transformada en un inmenso laboratorio; salas y alas dividían y unían a través de simbiosis temáticas, componiendo todo tipo de tejidos y patrones contradictorios. Limitados por arterias y avenidas, un ir y venir de fuerzas centrífugas y centrípetas levantaban objetos de todo tipo. Mientras tanto, los edificios sepultaban los sueños impuestos por el consumo exacerbado.
Por las calles paseaban criaturas sobre dos o cuatro patas, según llevaran o no dos extremidades colgando a los lados. Eran figuras populares, desconocidos y anónimos travestidos en todos los sentidos de la palabra, verdaderos animales excepcionales.
Sentados en las terrazas, parques y cafés, autómatas y animales se mimetizaban, cada uno atado a su propio palacio. Con las patas, articulaban gestos a la velocidad de la luz, levantando cristales de colores que los mantenían ligados a las imágenes, como si estuvieran anclados a su propia alma. Sufrían, sí, sufrían, pero lo hacían con cierto placer, aceptando la inercia y negando la ceguera, que se había convertido en la última tendencia de la moda contemporánea.
“Era el juego de la gallina ciega, donde la convención unánime dictaba que todos los participantes, atrapados por las reglas, debían integrarse en las leyes de las mercancías y de los objetos automáticos, dispuestos a servir en nombre de la ludopatía.”
Al caer la noche, Ethan se acercaba a las orillas del Támesis, como de costumbre. Era un ritual, una peregrinación diaria que empezaba en Fulham, en el Bishop's Park, y se extendía hasta el puente de Hammersmith, donde, invariablemente, entraba en el pub de fachada escarlata, el famosoOld City Arms.
Las caminatas a lo largo del río no eran un mero ejercicio físico, sino una especie de exilio voluntario del espíritu, un intento de encontrar consuelo para el dolor silencioso de la pérdida. La muerte prematura de su única hija lo había envuelto en un manto de fantasías, donde, entre objetos, sombras y reflejos del agua, construía escenarios hipotéticos, diálogos que nunca ocurrieron e incluso gestos que jamás se realizaron. Cada pensamiento, cada estremecimiento provocado por las impresiones o por el azar, constituía para Ethan un espacio-tiempo simbólico, un santuario de la imaginación que merecía su escrupulosa atención.
“La repetición aseguraba el sustento saludable de una fe que se nutría de los signos más atípicos e irracionales, deseados por las emociones.”
“En el juego de las apariencias, la devoción a los fantasmas se convertía en la ley primordial, marcada por su naturaleza huidiza e innegablemente surrealista.”
A un nivel superior, se perfilaban las reglas, tejidas por la sustancia de la ilusión, explotando como frutos que maduran demasiado pronto y revientan bajo el sol del verano.
Así, Ethan, en un gesto casi de creación divina y como centro de su propia órbita, renunció al nombre original de su hija, prefiriendo uno cualquiera que se adecuara al momento, como si ella fuera una criatura de múltiples formas. Para él, su hija era una obra de arte viva, un fragmento de sueño, abierta al entusiasmo, a la pasión y a los cambios que el tiempo y la imaginación le imponían en cada nuevo escenario.
La hija que nunca nació sería para siempre la niña de todos los nombres, y su nombre, el de todos las niñas. Así fue como los paseos a lo largo del río comenzaron a teñirse de colores, sonidos y sabores, pero también de heridas abiertas expuestas a las diferentes temperaturas. No había un solo día santo que le impidiera recorrer el camino junto al Támesis, mientras acompañaba, paso a paso, el crecimiento de su hija.
Eran inolvidables todos aquellos momentos singulares que sucedían por primera vez: el primer llanto de Olivia, protestando al llegar a este mundo; la primera comida de Emily, vomitada sobre el regazo del padre sentado en un banco del parque; la primera sonrisa de Eleanor, iluminando el vínculo inquebrantable con su progenitor; o incluso la primera vuelta de Grace, rodando sobre la hierba del parque, logrando, por fin, levantar la cabeza para mirar a su padre con una chispa atrevida en los ojos.
¿Y quién podría olvidar la primera palabra balbuceada por Sophie, dudando entre bisílabas y trisílabas, o los primeros pasos de Amelia, dados con la solemnidad de quien conquista su propia autonomía?
También había aquel momento de gloria doméstica, cuando la pequeña Daisy, en un gesto de auténtica independencia, llevó a su boca una cucharada llena de papilla de Weetabix con miel, como si fuera un triunfo digno de celebración. No faltaba, por supuesto, la primera actuación de Ellie en el parque infantil, donde, junto a otros niños, representó la obra del cohete que cegó a la luna; o el primer día en que Ruby se sentó en el trono soberano del baño, un hito de victoria en las pequeñas batallas diarias. También estaba grabada en la memoria la mañana en que, por primera vez, la pequeña fue entregada a la guardería, separándose del abrazo protector del padre como una frágil embarcación que parte hacia lo desconocido. Y, sin duda, la primera rabieta pública de Charlotte, aquella que, en un arrebato de vehemencia, hizo que hasta la mujer estatua en la orilla del Támesis se moviera, como si el propio río se hubiese detenido para presenciarlo.
El atardecer señalaba el inicio de la caminata diaria entre la casa de Ethan y el pub, incluso en invierno, cuando la oscuridad llegaba temprano y obligaba a recorrerla ya en la noche. A pesar de que los días se acortaban, las horas mantenían su ritmo inmutable. Era un hábito tan antiguo como el de cartografiar las peculiaridades de los sueños; a diferencia de las aguas que se renuevan incesantemente, sus rutinas eran siempre las mismas, repitiéndolas para garantizar la consolidación de cada detalle en los planos del alma.
Sin embargo, en sus frecuentes conversaciones con Isabella, Ethan reiteraba con solemnidad un deseo: que, tras su muerte, jamás quisiera que su nombre fuera inscrito en una placa dorada, de esas pagadas y escarranchadas en el respaldo de un banco de jardín. Odiaba la idea de los memoriales, afirmando con convicción que tal gesto era una imposición de personajes sobre las memorias ajenas. Reafirmando y reiterando que se trataba de un intento de forzar símbolos del pasado sobre aquellos que, por derecho, deseaban vivir el presente en plena libertad de significados, ajenos a los significados elaborados por el sistema.
No todos lograban comprender el flujo de las aguas como aquel paseante solitario que, con un cuaderno en el bolsillo y la mente fotográfica de una pluma, tomaba apuntes sobre el curso de la vida. Era precisamente este cartucho por revelar que Ethan llevaba en su maleta y que se llamaba espíritu. Al entrar en el Old City Arms, pedía dos cervezas exactamente iguales, tanto en altura como en el horizonte marcado por la espuma en el vaso. Idénticas, lado a lado, recordaban a las Cariátides perfiladas en un templo griego, sosteniendo la historia hecha de piedra y silencio bajo un cielo que todo lo sabía.
Entonces, entre cervezas, surgía un curioso interludio. En un gesto casi performativo, Ethan se levantaba, enrollaba un cigarrillo y salía estratégicamente por la puerta, para fumar un cigarro y preguntar al tabaco si aquella cerveza dejada en reposo sería consumida por quien lo quería ahogar. Y así, al regresar, volvía a encontrar el vaso tan vacío que lo remitía nuevamente a las orillas del Támesis, tocadas por los labios de la luna llena.
A unas mesas de distancia, junto a la ventana, se sentaba regularmente una mujer de expresión taciturna y rostro pálido. Sus rasgos eran tenues, pero había en ella una extraña masculinidad, rara entre las mujeres de la ciudad. Anna Whistler siempre se vestía de negro, un negro severo, de cuero. Sin embargo, era coronada por un aura inusual, el esplendor dorado de una cabellera que contrastaba con la sobriedad de su vestimenta. Las medias blancas aparecían entre las rodillas y el medio muslo, combinando con la camisa de seda fina, que apenas se percibía bajo el abrigo y la falda que completaban su figura peculiar. Las botas altas formaban, con el resto de la indumentaria, un triunvirato que parecía sellar su carácter enigmático.
La primera vez que Anna pisó el suelo del Old City Arms, la otra pequeña Anna, la hija de Ethan, no tendría más de tres meses de edad. Desde entonces, han pasado treinta y tres años, y nunca se ha intercambiado una palabra entre ambos, ni siquiera un gesto de cabeza.
“A veces, la distancia que separa los cuerpos escribe la historia por contar, quedando suspendida en un silencio que narra relaciones intensas, solo con gestos y miradas.”
Estamos en Londres, donde una vastedad de almas encuentra compatibilidades, por necesidad, o bajo la influencia velada de fuerzas misteriosas. Si no fuera así, ¿quién sabe si algún día unidos: mujeres, travestis, hombres y niños con sus mascotas no asaltarían la ciudad, arrastrados por una alucinación caótica infligida por la metrópoli a la propia existencia?
Anna Whistler había estado casada y, durante un tiempo, conoció la felicidad al lado de un ser que le doblaba la edad. Sin embargo, un día, él desapareció.
¡Sí, desapareció! Y desde entonces, se consideraba mujer Maizena, es decir, comida completa. La ansiedad provocada por la soledad exacerbaba los deseos y las cosas se volvían cada vez más abstractas. Era difícil descifrar si eran las marcas dejadas por la ausencia, o si ella misma se había convertido en devota de los ciclos lunares. Entre Anna y el Universo se había establecido un acuerdo, y este consistía en disfrutar del caos, siempre y cuando fuera a cambio del respeto y la justicia por el orden natural.
La incertidumbre sobre el regreso del esposo y la convicción gradual de que él no pertenecía al mundo de los vivos la llevaron a sumergirse en los recuerdos felices de los tiempos pasados juntos. Cada calle, cada árbol, cada esquina de Barnes fulminaba como una pantalla impresa con imágenes del pasado, que Anna colocaba sobre su cuerpo, como una vestimenta de nostalgia, para dar voz a lo que venía de dentro.
El día en que se refugiaron de un aguacero repentino o aquel instante en que, por timidez, él se volvió tartamudo al alimentar a los patos. Tales momentos reaparecían fieles a los acontecimientos, ahora con la ventaja de poder mirar hacia atrás y añadir lo que antes nunca había sido posible hacer. Así, las calles se transformaron en el escenario de su propia tragedia, con la vida disolviéndose en una fantasía surrealista, donde lo real parecía el sueño de un desconocido que había perdido a alguien que nunca existió.
El teatro, la vida y la locura provocada por la sustancia del Caos reunían las condiciones perfectas para arrinconar a cualquier heroína contra la pared, pudiendo ser tan o más eficaces que el opio extraído de la adrenalina al confrontar la muerte.
Los lugares, antaño meras construcciones anónimas, contenían ahora algo de refugio o morada para las emociones.
Los significados urbanos sacaban a la superficie divisiones sociales, sectarismo, violencia, privación y paredes tatuadas con grafitis. Los sentidos trascendían las fronteras, y, en las márgenes del Támesis, podían leerse frases tan inspiradoras como:
“Si te ahogas en lo que bebes, al menos paga el doble para que otros sigan bebiendo.”
La frase llegó a ser un epitafio en la vida de Anna Whistler, que todas las noches cruzaba el puente de Hammersmith para encontrarse con el ser que soñó su vida, ahogándose en los fantasmas que nunca fue capaz de aceptar.
Anna Whistler entraba en el Old City Arms y esperaba pacientemente que Ethan se ausentara para fumar el cigarro.
Mientras él se entretenía en la puerta, hablando y fumando un cigarro, ella se levantaba con la naturalidad y elegancia que le eran propias, se dirigía a la mesa del ser ausente y, de penalti, sorbía la cerveza desatendida. Bajo un silencio que la exoneraba, dejaba el vaso, se desplazaba al bar y pagaba dos cervezas exactamente iguales. Se colocaba el abrigo sobre los hombros y salía por la otra puerta para no cruzarse con él.
Cuando Ethan volvía a entrar, lo primero que hacía era mirar religiosamente la mesa para asegurarse de que el vaso estaba vacío.
Sin dudarlo, se dirigía al bar, donde sabía que era una victoria tener dos estatuas griegas esperándole sumidas en el silencio gratuito.